—Esta sí que es una sorpresa —exclamó el padre O’Donovan cuando vio aparecer a Rigoberto en la sacristía donde se acababa de quitar la casulla con que celebró la misa de las ocho—. ¿Tú aquí, Orejitas? Después de tanto tiempo. No me lo creo.
Era un hombre alto, grueso, jovial, con unos ojitos amables que chispeaban detrás de los anteojos de carey y una calvicie avanzada. Parecía ocupar todo el espacio de ese pequeño local de paredes raídas, despintadas y de suelo desportillado, al que llegaba la luz del día a través de una ventana teatina de la que colgaban telarañas.
Se abrazaron con la vieja cordialidad; no se habían visto hacía meses, tal vez un año. En el colegio de La Recoleta, que cursaron juntos desde el primero de primaria hasta el quinto de media, habían sido muy amigos y, algún año, hasta compañeros de carpeta. Luego, al entrar ambos a la Universidad Católica a estudiar Derecho, siguieron viéndose mucho. Militaban en la Acción Católica, tomaban los mismos cursos, estudiaban juntos. Hasta que un buen día Pepín O’Donovan le dio a su amigo Rigoberto la sorpresa de su vida.
—No me digas que tu aparición por acá se debe a que te has convertido y vienes a que te confiese, Orejas —se burló el padre O’Donovan, llevándolo del brazo hacia el pequeño despacho que tenía en la parroquia. Le ofreció una silla. Había estantes, libros, folletos, un crucifijo, una foto del Papa y otra de los padres de Pepín. Un pedazo del techo se había hundido, mostrando la mezcla de caña brava y barro con que estaba construido. ¿Era esta iglesita una reliquia colonial? Estaba en ruinas y podía venirse abajo en cualquier momento.
—He venido a verte porque necesito tu ayuda, así de simple —Rigoberto se dejó caer en el asiento que crujió al recibir su peso y respiró, abrumado. Pepín era la única persona que todavía lo llamaba con el apodo del colegio: Orejas, Orejitas. En su adolescencia, lo acomplejaba un poco. Ahora, ya no.
Cuando, aquella mañana, en la cafetería de la Universidad Católica, al comenzar el segundo año de Derecho, Pepín O’Donovan le anunció de pronto, con la naturalidad con que le habría comentado una clase de Derecho Civil/Instituciones o el último clásico entre el Alianza y la U, que dejarían de verse un tiempo porque estaba partiendo esa noche a Santiago de Chile a iniciar su noviciado, Rigoberto creyó que su amigo le gastaba una broma. «¿Quieres decir que te vas a meter de cura? No juegues, hombre». Cierto, ambos habían militado en la Acción Católica, pero Pepín jamás insinuó siquiera a su amigo Orejas que había sentido el llamado. Lo que ahora le decía no era broma ni mucho menos, sino una decisión profundamente sopesada, en la soledad y en el silencio, durante años. Luego, Rigoberto supo que Pepín había tenido muchos problemas con sus padres, porque su familia trató por todos los medios de disuadirlo de entrar al seminario.
—Sí, hombre, claro —dijo el padre O’Donovan—. Si puedo echarte una mano, encantado, Rigoberto, no faltaba más.
Pepín no había sido nunca uno de esos chicos beatitos que comulgaban en todas las misas del colegio, a los que los curas engreían y trataban de convencer de que tenían vocación, que Dios los había elegido para el sacerdocio. Era el chico más normal del mundo, deportista, fiestero, palomilla y hasta había tenido por un tiempo una enamorada, Julieta Mayer, una pecosita voleibolista que estudiaba en el Santa Úrsula. Cumplía con ir a misa, como todos los alumnos de La Recoleta y en la Acción Católica había sido un miembro bastante diligente, pero, que Rigoberto recordara, no más devoto que los otros, ni especialmente interesado en las charlas dedicadas a las vocaciones religiosas. Ni siquiera frecuentaba los retiros que de tanto en tanto organizaban los curas en una casa-quinta que tenían en Chosica. No, no era una broma, sino una decisión irreversible. Había sentido el llamado desde niño y lo había pensado mucho, sin contárselo a nadie, antes de decidirse a dar el gran paso. Ahora, ya no cabía marcha atrás. Esa misma noche partió a Chile. La vez siguiente que se vieron, un buen número de años más tarde, Pepín era ya el padre O’Donovan, vestía de cura, llevaba anteojos, mostraba una calvicie precoz y comenzaba su carrera de empedernido ciclista. Seguía siendo una persona sencilla y simpática, tanto que cada vez que se veían se había convertido en una especie de leitmotiv para Rigoberto decirle: «Menos mal que no has cambiado, Pepín, menos mal que, aunque lo seas, no pareces un cura». A lo que este respondía siempre tomándole el pelo con el apodo de la juventud: «Y a ti te siguen creciendo esos adminículos de burro, Orejitas. ¿Por qué será?».
—No se trata de mí —le explicó Rigoberto—. Sino de Fonchito. Lucrecia y yo ya no sabemos qué hacer con este chiquillo, Pepín. Nos está sacando canas verdes, la verdad.
Se habían seguido viendo con cierta frecuencia. El padre O’Donovan casó a Rigoberto con Eloísa, su primera mujer, la difunta madre de Fonchito, y, una vez que enviudó, también lo casó con Lucrecia, en una ceremonia íntima de sólo un puñadito de amigos. Él había bautizado a Fonchito e iba muy de tanto en tanto a almorzar y a oír música al departamento de Barranco, donde lo recibían con gran cariño. Rigoberto lo había ayudado algunas veces con donativos (suyos y de la compañía de seguros) para las obras caritativas de la parroquia. Cuando se veían, solían hablar sobre todo de música, que a Pepín O’Donovan siempre le gustó mucho. Alguna que otra vez Rigoberto y Lucrecia lo invitaban a los conciertos que la Sociedad Filarmónica de Lima auspiciaba en el auditorio del Santa Úrsula.
—No te preocupes, hombre, no será nada —dijo el padre O’Donovan—. Todos los jóvenes del mundo a los quince años tienen y dan problemas. Y si no los tienen, son tontos. Es lo normal.
—Lo normal sería que le hubiera dado por emborracharse, irse con las fulanas, fumarse un pito de marihuana, hacer las barrabasadas que hacíamos tú y yo cuando estábamos en la edad del pato —dijo Rigoberto, apesadumbrado—. No, viejo, a Fonchito no le ha dado por ahí. Sino, en fin, ya sé que te vas a reír, pero, desde hace algún tiempo, se le ha metido en la cabeza que se le aparece el diablo.
El padre O’Donovan trató de contenerse, pero no pudo y soltó una sonora carcajada.
—No me río de Fonchito, sino de ti —aclaró, siempre entre risas—. De que tú, Orejitas, hables del diablo. Ese personaje suena rarísimo en tu boca. Desentona.
—No sé si es el diablo, nunca te he dicho que lo sea, nunca he usado esa palabra, no sé por qué la usas tú, papá —protestó Fonchito, con un hilo de voz, tanto que su padre, para no perder palabra de lo que el chico decía, tuvo que inclinarse y acercarle la cabeza.
—Está bien, perdona, hijo —se disculpó—. Sólo te pido que me digas una cosa. Te hablo muy en serio, Fonchito. ¿Sientes frío cada vez que se te aparece Edilberto Torres? ¿Como si con él llegara a donde tú estás un ventarrón helado?
—Qué tonterías dices, papá —abrió mucho los ojos Fonchito, dudando entre reírse o seguir serio—. ¿Me estás tomando el pelo o qué?
—¿Se le aparece como se le aparecía el diablo al famoso padre Urraca, en forma de señora calata? —volvió a reírse el padre O’Donovan—. Supongo que habrás leído esa tradición de Ricardo Palma, Orejitas, es una de las más divertidas.
—Está bien, está bien —se excusó de nuevo Rigoberto—. Tienes razón, tú nunca me has dicho que el tal Edilberto Torres sea el diablo. Te pido perdón, ya sé que no debo bromear con este asunto. Eso del frío es por una novela de Thomas Mann, en la que el diablo se le aparece al personaje principal, un compositor. Olvídate de mi pregunta. Es que no sé cómo llamarlo a ese sujeto, hijito. Una persona que se te aparece y desaparece así, que se corporiza en los lugares más inesperados, no puede ser de carne y hueso, alguien como tú y como yo. ¿No es cierto? Te juro que no me estoy burlando de ti. Te hablo con el corazón en la mano. Si no es el diablo, será un ángel, entonces.
—Claro que te estás burlando, papá, ¿no ves? —protestó Fonchito—. No he dicho que sea el diablo ni tampoco un ángel. A mí ese señor me da la impresión de ser una persona como tú y como yo, de carne y hueso, por supuesto, y muy normal. Si quieres, cortamos la conversación y ya no hablamos nunca más del señor Edilberto Torres.
—No es un juego, no lo parece —dijo Rigoberto, muy serio. El padre O’Donovan había dejado de reír y ahora lo escuchaba con atención—. El chiquito, aunque no nos lo diga, está completamente alterado con este asunto. Es otra persona, Pepín. Siempre tuvo muy buen apetito, nunca dio problemas con la comida y ahora casi no prueba bocado. Ha dejado de hacer deportes, sus amigos van a buscarlo y se inventa pretextos. Lucrecia y yo tenemos que empujarlo para que se anime a salir. Se ha vuelto lacónico, introvertido, huraño, él que era tan sociable y locuaz. Anda día y noche encerrado en sí mismo, como si una gran preocupación lo devorara por dentro. Ya no reconozco a mi hijo. Lo llevamos donde una psicóloga, que le hizo toda clase de pruebas. Y diagnosticó que no le pasaba nada, que era el niño más normal del mundo. Te juro que ya no sabemos qué hacer, Pepín.
—Si te contara la cantidad de gente que cree ver apariciones, Rigoberto, te caerías de espaldas —trató de tranquilizarlo el padre O’Donovan—. Generalmente son mujeres ancianas. Niños, es más raro. Ellos tienen malos pensamientos, sobre todo.
—¿No podrías hablarle, viejo? —Rigoberto no estaba para bromas—. ¿Aconsejarlo? En fin, no sé. Se le ha ocurrido a Lucrecia, no a mí. Piensa que contigo podría tal vez abrirse más que con nosotros.
—La última vez fue en los cines de Larcomar, papá —Fonchito había bajado los ojos y vacilaba al hablar—. La noche del viernes, cuando fuimos con el Chato Pezzuolo a ver la última de James Bond. Yo estaba metido a fondo en la película, pasándola bacán, y de repente, de repente…
—¿De repente qué? —lo apuró don Rigoberto.
—De repente lo vi, ahí, sentado a mi lado —dijo Fonchito, cabizbajo y respirando hondo—. Era él, no había la menor duda. Te lo juro, papá, ahí estaba. El señor Edilberto Torres. Le brillaban los ojos y, entonces, vi que le corrían unas lagrimitas por las mejillas. No podía ser por la película, papá, en la pantalla no pasaba nada triste, todo era pura trompeadera, besos y aventuras. O sea que lloraba por otra cosa. Y, entonces, no sé cómo decírtelo, pero se me ocurrió que era por mí que estaba tan triste. Que lloraba por mí, quiero decir.
—¿Por ti? —articuló con dificultad Rigoberto—. ¿Y por qué iba a llorar ese señor por ti, Fonchito? ¿De qué te podía compadecer él a ti?
—Eso no lo sé, papá, sólo estoy adivinando. Pero ¿por qué crees que iba a llorar si no, sentado ahí a mi lado?
—¿Y cuando terminó la película y prendieron las luces, Edilberto Torres seguía en el asiento contiguo al tuyo? —preguntó Rigoberto, sabiendo perfectamente la respuesta.
—No, papá. Se había ido. No sé en qué momento se levantaría y se iría. No lo vi.
—Bueno, bueno, claro que sí —dijo el padre O’Donovan—. Hablaré con él, siempre que Fonchito quiera hablar conmigo. Sobre todo, no trates de forzarlo. No se te ocurra obligarlo a venir. Nada de eso. Que venga de buena gana, si se le antoja. A conversar los dos como un par de amigos, díselo así. No le des tanta importancia, Rigoberto. Te apuesto que es una tontería de chiquillo, nada más.
—Yo no se la daba, al principio —asintió Rigoberto—. Con Lucrecia creíamos que, como es un chico con mucha fantasía, se inventaba esa historia para darse importancia, para tenernos pendientes de él.
—¿Pero el tal Edilberto Torres existe o es una pura invención de él? —preguntó el padre O’Donovan.
—Eso es lo que me gustaría descubrir, Pepín, por eso he venido a verte. Hasta ahora no consigo saberlo. Un día creo que sí y al siguiente que no. A ratos, me parece que el chiquito me dice la verdad. Y, a ratos, que juega con nosotros, que nos hace trampas.
Rigoberto nunca había entendido por qué el padre O’Donovan, en vez de orientarse hacia la enseñanza y hacer, dentro de la Iglesia, una carrera intelectual de estudioso y teólogo —era culto, sensible, amaba las ideas y las artes, leía mucho—, se había confinado con empecinamiento en esa tarea pastoral, en esa modestísima parroquia de Bajo el Puente cuyos vecinos debían ser gentes con muy poca instrucción, un mundo en el que su talento estaba como desperdiciado. Alguna vez se había atrevido a hablarle de eso. ¿Por qué no escribías o dabas conferencias, Pepín? ¿Por qué no enseñabas en la Universidad, por ejemplo? Si había alguien, entre sus conocidos, que parecía tener una clara vocación intelectual, una pasión por las ideas, eras tú, Pepín.
—Porque donde hago más falta es en mi parroquia de Bajo el Puente —se limitó a encogerse de hombros Pepín O’Donovan—. Hacen falta pastores; los intelectuales sobran más bien, Orejitas. Te equivocas si crees que me cuesta hacer lo que hago. El trabajo de la parroquia me estimula mucho, me mete de pies y cabeza en la vida real. En las bibliotecas, a veces uno se aísla demasiado del mundo de todos los días, de la gente común. Yo no creo en tus espacios de civilización, que te apartan de los demás y te convierten en un anacoreta, ya hemos discutido mucho de eso.
No parecía un cura porque nunca tocaba temas religiosos con su viejo compañero de colegio; sabía que Rigoberto había dejado de ser creyente en sus años universitarios y no parecía incomodarle lo más mínimo alternar con un agnóstico. Las raras veces que iba a almorzar a la casa de Barranco, después de levantarse de la mesa, él y Rigoberto solían encerrarse en el escritorio y poner un disco compacto, generalmente de Bach, por cuya música de órgano Pepín O’Donovan tenía predilección.
—Yo estaba convencido que todas esas apariciones eran un invento de él —precisó Rigoberto—. Pero esta psicóloga que vio a Fonchito, la doctora Augusta Delmira Céspedes, habrás oído hablar de ella, ¿no?, parece que es muy conocida, me ha hecho volver a dudar. Nos dijo a Lucrecia y a mí de manera terminante que Fonchito no mentía, que decía la verdad. Que Edilberto Torres existe. Nos ha dejado muy confundidos, como te podrás imaginar.
Rigoberto le contó al padre O’Donovan que, después de dudarlo mucho, él y Lucrecia habían decidido buscar una agencia especializada («¿De esas que contratan los maridos celosos para hacer espiar a sus esposas traviesas?», se burló el cura y Rigoberto asintió: «Esas mismas») para que durante una semana siguiera los pasos de Fonchito todas las veces que salía a la calle, solo o con amigos. El informe de la agencia —«que, dicho sea de paso, me costó un platal»— había sido elocuente y contradictorio: en ningún momento, en ninguna parte, el chiquillo había tenido el menor contacto con señores mayores, ni en el cine, ni en la fiesta de la familia Argüelles, ni cuando iba al colegio ni a la salida, ni tampoco en su fugaz visita con su amigo Pezzuolo a una discoteca de San Isidro. Sin embargo, en esa discoteca Fonchito al entrar al baño a hacer pipí, tuvo un encuentro inesperado: ahí estaba el caballero de marras, lavándose las manos. (Claro que esto no lo decía el informe de la agencia).
—Hola, Fonchito —dijo Edilberto Torres.
—¿En la discoteca? —preguntó Rigoberto.
—En el baño de la discoteca, papá —precisó Fonchito. Hablaba con seguridad, pero parecía que le pesara la lengua y cada palabra le costara gran esfuerzo.
—¿Te estás divirtiendo aquí, con tu amigo Pezzuolo? —el caballero parecía desolado. Se había lavado las manos y ahora se las secaba con un pedazo de papel que acababa de arrancar del pequeño buzón colgado en la pared. Tenía la chompita morada de otras veces, pero no el terno gris sino uno azul.
—¿Por qué está usted llorando, señor? —se atrevió a preguntarle Fonchito.
—¿Edilberto Torres estaba llorando también ahí, en el baño de una discoteca? —respingó don Rigoberto—. ¿Como el día que lo viste en el cine de Larcomar, sentado a tu lado?
—En el cine lo vi a oscuras y pude equivocarme —contestó Fonchito, sin vacilar—. En el baño de la discoteca, no. Había bastante luz. Estaba llorando. Las lágrimas le salían por los ojos, le bajaban por la cara. Era, era, no sé cómo decirlo, papá. Triste, tristísimo, te lo juro. Verlo llorar en silencio, sin decir nada, mirándome con tanta pena. Parecía sufrir mucho y me hacía sentir mal.
—Perdone, pero tengo que irme, señor —balbuceó Fonchito—. Me está esperando mi amigo el Chato Pezzuolo, allí afuera. Me da no sé qué verlo llorar así, señor.
—O sea que, ya ves, Pepín, no es para tomarlo a la broma —concluyó Rigoberto—. ¿Nos cuenta el cuento? ¿Delira? ¿Ve visiones? Salvo por ese tema, el chico parece muy normal cuando habla de otras cosas. Las notas del colegio, este mes, han sido tan buenas como de costumbre. Ni Lucrecia ni yo sabemos ya qué pensar. ¿Se está volviendo loco? ¿Es una crisis nerviosa de adolescencia, algo pasajero? ¿Sólo quiere asustarnos y tenernos pendientes de él? Por eso he venido, viejo, por eso hemos pensado en ti. Te agradecería tanto que nos echaras una mano. Se le ocurrió a Lucrecia, ya te dije: «El padre O’Donovan puede ser la solución». Ella es creyente, como sabes.
—Claro que sí, no faltaría más, Rigoberto —volvió a asegurarle su amigo—. Siempre que acepte hablar conmigo. Esa es mi única condición. Puedo ir a verlo a tu casa. Puede venir aquí a la parroquia. O puedo reunirme con él en otra parte. Cualquier día de esta semana. Ya me doy cuenta que es muy importante para ustedes. Te prometo hacer todo lo que pueda. Lo único, eso sí, no lo obligues. Propónselo y que él decida si quiere conversar conmigo o no.
—Si me sacas de esto, hasta me convierto, Pepín.
—Ni hablar —le hizo vade retro el padre O’Donovan—. En la Iglesia no queremos pecadores tan refinados como tú, Orejitas.
No sabían cómo presentarle el asunto a Fonchito. Fue Lucrecia quien se atrevió a hablarle. El chiquillo se desconcertó un poco al principio y lo tomó a chacota. «Pero, cómo, madrastra, ¿mi papá no era un agnóstico? ¿A él se le ha ocurrido que hable con un cura? ¿Quiere que me confiese?». Ella le explicó que el padre O’Donovan era un hombre con una gran experiencia de la vida, una persona llena de sabiduría, fuera o no fuera sacerdote. «¿Y si me convence de que me meta al seminario y me haga cura, qué dirían tú y mi papá?», siguió bromeando el niño. «Eso sí que no, Fonchito, no lo digas ni en juego. ¿Tú, sacerdote? ¡Dios nos libre!».
El chico aceptó, como había aceptado ver a la doctora Delmira Céspedes, y dijo que prefería ir a la parroquia de Bajo el Puente. El propio Rigoberto lo llevó en su auto. Lo dejó allí y fue a recogerlo un par de horas después.
—Es un tipo muy simpático, tu amigo —se limitó a comentar Fonchito.
—¿O sea que la conversación valió la pena? —exploró el terreno don Rigoberto.
—Fue muy buena, papá. Tuviste una gran idea. He aprendido un montón de cosas hablando con el padre O’Donovan. No parece cura, no te da consejos, te escucha. Tenías razón.
Pero no quiso dar ninguna otra explicación ni a él ni a su madrastra, pese a los ruegos de los dos. Se limitaba a generalidades, como el olor a orines de gato que impregnaba la parroquia («¿no te fijaste, papá?»), pese a que el párroco le aseguró que no tenía ni había tenido nunca un micifuz y que, más bien, aparecían a veces ratoncitos por la sacristía.
Rigoberto dedujo pronto que algo extraño, acaso grave, había ocurrido en ese par de horas en que Pepín y Fonchito estuvieron conversando. Si no, por qué el padre O’Donovan habría estado a lo largo de cuatro días escabulléndosele con toda clase de pretextos, como si temiera reunirse con él a contarle su charla con el chiquillo. Tenía citas, obligaciones en la parroquia, reunión con el obispo, ir donde el médico para un examen de no sé qué. Tonterías por el estilo, para evitar encontrarse con él.
—¿Estás buscando pretextos para no contarme cómo fue tu conversación con Fonchito? —lo encaró al quinto día, cuando el sacerdote se dignó contestarle el teléfono.
Hubo un silencio de varios segundos en el auricular y, por fin, Rigoberto oyó decir al cura algo que lo dejó estupefacto:
—Sí, Rigoberto. La verdad, sí. Te he estado quitando el cuerpo. Lo que tengo que decirte es algo que no te esperas —afirmó misteriosamente el padre O’Donovan—. Pero, como no hay más remedio, hablemos del asunto, pues. Iré a almorzar a tu casa el sábado o el domingo. ¿Qué día les va mejor?
—El sábado, ese día Fonchito suele almorzar en casa de su amigo Pezzuolo —dijo Rigoberto—. Lo que me has dicho me va a dejar desvelado hasta el sábado, Pepín. Y peor todavía a Lucrecia.
—Así me he quedado yo desde que tuviste la ocurrencia de que hablara con tu hijito —dijo secamente el sacerdote—. Hasta el sábado, entonces, Orejitas.
El padre O’Donovan debía ser el único religioso que se desplazaba por la vasta Lima no en ómnibus ni colectivos, sino en bicicleta. Decía que era el único ejercicio que hacía, pero que lo practicaba de manera tan asidua que lo mantenía en excelente estado físico. Por lo demás, le gustaba pedalear. Mientras lo hacía pensaba, preparaba sus sermones, escribía cartas, programaba los quehaceres del día. Eso sí, había que estar todo el tiempo muy alerta, sobre todo en las esquinas y en los semáforos que en esta ciudad nadie respetaba, y donde los automovilistas manejaban más con la intención de atropellar a los peatones y a los ciclistas que la de llevar su vehículo a buen puerto. Pese a ello, él había tenido suerte, pues, en más de veinte años que llevaba recorriendo toda la ciudad en dos ruedas, apenas lo habían atropellado una vez, sin mayores consecuencias, y sólo le habían robado una bicicleta. ¡Excelente balance!
El sábado, a eso del mediodía, Rigoberto y Lucrecia, que espiaban la calle desde la terraza del penthouse donde vivían, vieron aparecer al padre O’Donovan pedaleando furiosamente por el malecón Paul Harris de Barranco. Sintieron gran alivio. Les parecía tan raro que el religioso hubiera demorado tanto la cita para darles cuenta de su conversación con Fonchito que, incluso, temieron que se inventara una excusa de último momento para no venir. ¿Qué podía haber pasado en esa conversación para que se mostrara tan reticente a contársela?
Justiniana bajó a la calle a decirle al portero que permitiera al padre O’Donovan meter su bicicleta al edificio para ponerla a salvo de los ladrones y lo acompañó en el ascensor. Pepín abrazó a Rigoberto, besó a Lucrecia en la mejilla, y pidió permiso para ir al baño a lavarse las manos y la cara pues venía sudando.
—¿Cuánto te demoraste en tu bicicleta desde Bajo el Puente? —le preguntó Lucrecia.
—Apenas media hora —dijo él—. Con los embotellamientos que hay ahora en Lima, en bicicleta se va más rápido que en un auto.
Pidió un jugo de fruta como aperitivo y los miró a los dos, despacio, sonriéndoles.
—Ya sé que deben haber estado hablando pestes de mí, por no haberles contado cómo me fue —dijo.
—Sí, Pepín, exactamente, pestes y sapos y culebras también. Tú sabes lo alarmados que nos tiene este asunto. Eres un sádico.
—¿Cómo fue la cosa? —preguntó con ansiedad doña Lucrecia—. ¿Te habló con franqueza? ¿Te contó todo? ¿Cuál es tu opinión?
El padre O’Donovan, ahora muy serio, respiró hondo. Ronroneó que esa media hora de pedaleo lo había cansado más de lo que quería admitir. E hizo una larga pausa.
—¿Quieren que les diga una cosa? —los miró con una cara entre afligida y desafiante—. La verdad, no me siento nada cómodo con la conversación que vamos a tener.
—Yo tampoco, padre —dijo Fonchito—. No tenemos por qué tenerla. Yo sé muy bien que mi papá está con los nervios de punta por mi culpa. Si usted quiere, póngase a hacer lo que tenga que hacer y a mí me presta una revista, aunque sea de religión. Después, le decimos a mi papá y a mi madrastra que ya conversamos y usted se inventa cualquier cosa que pueda tranquilizarlos. Y ya está.
—Vaya, vaya —dijo el padre O’Donovan—. De tal palo tal astilla, Fonchito. ¿Sabes que a tu edad, en La Recoleta, tu padre era un gran embaucador?
—¿Llegaste a hablar con él del asunto? —preguntó Rigoberto, sin ocultar su ansiedad—. ¿Se abrió contigo?
—La verdad es que no lo sé —dijo el padre O’Donovan—. Este chiquillo es como el azogue, me pareció que se me escurría todo el tiempo. Pero, quédense tranquilos. Por lo menos de una cosa estoy seguro. Ni está loco, ni delira, ni les toma el pelo. Me pareció la criatura más sana y centrada del mundo. Esa psicóloga que lo vio les dijo la más estricta verdad: no tiene problema psíquico alguno. Hasta donde puedo juzgar yo, claro, que no soy ni psiquiatra ni psicólogo.
—Pero, entonces, las apariciones de ese tipo —lo interrumpió Lucrecia—. ¿Sacaste algo en claro? ¿Existe o no existe Edilberto Torres?
—Aunque eso de normal quizás tampoco sea lo más justo —se corrigió a sí mismo el padre O’Donovan, esquivando la pregunta—. Porque ese niño tiene algo excepcional, algo que lo diferencia de los otros. No me refiero sólo a que sea inteligente. Lo es, sí. No exagero un ápice, Rigoberto, ni lo digo por halagarte. Pero, además, el chico tiene en la mente, en el espíritu, algo que llama la atención. Una sensibilidad muy especial, muy suya, que, pienso, no tenemos el común de los mortales. Como lo oyen. No sé si es para alegrarse o asustarse, por lo demás. Tampoco descarto que haya querido darme esa impresión y que lo haya conseguido, como lo haría un consumado actor. He dudado mucho en venir a decirles esto. Pero creo que era mejor que lo hiciera.
—¿Podemos ir al grano, Pepín? —se impacientó don Rigoberto—. Déjate de escamotear el asunto. Para decirlo claramente, no sigas con tanta cojudez y vamos al meollo del problema. Habla claro y deja de quitarle el poto a la jeringa, por favor.
—Qué son esas palabrotas, Rigoberto —lo reprendió Lucrecia—. Es que estamos tan angustiados, Pepín. Discúlpalo. Creo que es la primera vez que oigo a tu amigo Orejitas hablando como un carretero.
—Bueno, perdona, Pepín, pero dímelo de una vez, viejo —insistió Rigoberto—. ¿Existe el ubicuo Edilberto Torres? ¿Se le aparece en los cines, en los baños de las discotecas, en los estadios de los colegios? ¿Puede ser cierto tanto disparate?
El padre O’Donovan se había puesto a sudar de nuevo, copiosamente, y ahora no era por la bicicleta, pensó Rigoberto, sino por la tensión que le causaba tener que dar un veredicto sobre este tema. Pero ¿qué demonios era esto? ¿Qué le pasaba?
—Pongámoslo así, Rigoberto —dijo el sacerdote, tratando las palabras con un cuidado extremo, como si tuvieran espinas—. Fonchito cree que lo ve y que habla con él. Eso me parece incuestionable. Bueno, yo creo que él lo cree firmemente, así como cree que no te miente cuando te dice que lo ha visto y hablado con él. Aunque esas apariciones y desapariciones parezcan absurdas y lo sean. ¿Entienden lo que trato de decirles?
Rigoberto y Lucrecia se miraron y luego miraron en silencio al padre O’Donovan. El sacerdote parecía ahora tan confundido como ellos. Se había entristecido y se notaba que tampoco él estaba contento con su respuesta. Pero era también evidente que no tenía otra, que no sabía ni podía explicarlo mejor.
—Entiendo, claro que sí, pero eso que me dices no quiere decir nada, Pepín —se quejó Rigoberto—. Que Fonchito no está tratando de engañarnos era una de las hipótesis, por supuesto. Que estuviera engañándose a sí mismo, autosugestionándose. ¿Es eso lo que crees?
—Ya sé que lo que les digo los decepciona, que ustedes esperaban algo más definitivo, más tajante —continuó el padre O’Donovan—. Lo siento, pero no puedo ser más concreto, Orejitas. No lo puedo. Eso es todo lo que he podido sacar en claro. Que el chiquillo no miente. Cree que ve a ese señor y, acaso, acaso, es posible que lo vea. Y que sólo él lo vea y no los demás. No puedo ir más allá de eso. Es una simple conjetura. Te repito que tampoco excluyo que tu hijo me haya metido el dedo a la boca. En otras palabras, que sea más astuto y hábil que yo. Quizás haya salido a ti, Orejitas. ¿Recuerdas que en La Recoleta el padre Lagnier te decía mitómano?
—Pero, entonces, lo que has sacado no es nada claro sino muy oscuro, Pepín —murmuró Rigoberto.
—¿Se trata de visiones? ¿De alucinaciones? —intentó concretar Lucrecia.
—Pueden llamarlas así, pero no si asocian esas palabras a un desequilibrio, a una enfermedad mental —afirmó el sacerdote—. Mi impresión es que Fonchito tiene control total sobre su mente y sus nervios. Es un niño equilibrado, distingue con lucidez lo real de lo fantástico. Eso sí que lo puedo asegurar, metiendo mis manos al fuego por su cordura. En otras palabras, este no es un asunto que pueda resolver un psiquiatra.
—Supongo que no estás hablando de milagros —dijo Rigoberto, irritado y burlón—. Porque si Fonchito es la única persona que ve a Edilberto Torres y habla con él, me estás hablando de poderes milagrosos. ¿Hemos caído tan bajo, Pepín?
—Claro que no estoy hablando de milagros, Orejas, y Fonchito tampoco —se irritó a su vez el sacerdote—. Estoy hablando de algo que no sé cómo llamarlo, simplemente. Ese niño está viviendo una experiencia muy especial. Una experiencia, no diré religiosa porque tú no sabes ni quieres saber lo que es eso, pero, transemos en esa palabra, espiritual. De sensibilidad, de sentimiento exacerbado. Algo que sólo muy indirectamente tiene que ver con el mundo material y racional en el que nos movemos. Edilberto Torres simboliza para él todo el sufrimiento humano. Ya sé que no me entiendes. Por eso temía tanto venir a darles cuenta de mi charla con Fonchito.
—¿Una experiencia espiritual? —repitió doña Lucrecia—. ¿Qué quiere decir, exactamente? ¿Nos lo puedes explicar, Pepín?
—Quiere decir que se le aparece el diablo, que se llama Edilberto Torres y que resultó ser peruano —resumió, sarcástico y enojado Rigoberto—. En el fondo, eso es lo que nos estás diciendo con toda esa palabrería insulsa de curita milagrero, Pepín.
—El almuerzo está servido —dijo la oportuna Justiniana, desde la puerta—. Pueden pasar a la mesa cuando quieran.
—Al principio no me molestaba, sólo me sorprendía —dijo Fonchito—. Pero ahora sí. Aunque, molestar no sea la palabra justa, padre. Me angustia, más bien, me hace pasar un mal rato, me da tristeza. Desde que lo veo llorar, ¿se da usted cuenta? Las primeras veces no lloraba, sólo quería conversar. Y, aunque no me dice por qué llora, yo siento que llora por todo lo malo que pasa. Y también por mí. Eso es lo que me da más pena.
Hubo una larga pausa y por fin el padre O’Donovan dijo que los camarones estaban deliciosos y que se notaba que venían del río Majes. ¿Había que felicitar a Lucrecia o a Justiniana por ese manjar?
—A ninguna de las dos, sino a la cocinera —respondió Lucrecia—. Se llama Natividad y es arequipeña, por supuesto.
—¿Cuándo fue la última vez que lo viste a ese señor? —preguntó el sacerdote. Había perdido el aire confiado y seguro que conservaba hasta ahora y se lo notaba algo nervioso. Hizo la pregunta con profunda humildad.
—Ayer, cruzando el Puente de los Suspiros, en Barranco, padre —contestó Fonchito al instante—. Yo estaba caminando por el puente y había otras tres personas alrededor, calculo. Y, de repente, sentado en la baranda, ahí estaba él.
—¿Siempre llorando? —preguntó el padre O’Donovan.
—No lo sé, lo vi sólo un momento, al pasar. No me paré, me seguí de largo, apurando el paso —aclaró el chiquillo y ahora parecía asustado—. No sé si lloraba. Pero sí tenía esa cara de tanta tristeza. No sé cómo decirlo, padre. La tristeza del señor Torres no se la he visto nunca a nadie, le juro. Me contagia, me quedo descompuesto mucho rato, muerto de pena, sin saber qué hacer. Me gustaría saber por qué llora. Me gustaría saber qué quiere que yo haga. A veces me digo que llora por toda la gente que sufre. Por los enfermos, por los ciegos, por los que piden limosna por las calles. Bueno, no sé, se me pasan muchas cosas por la cabeza cada vez que lo veo. Sólo que no sé cómo explicarlas, padre.
—Las explicas muy bien, Fonchito —reconoció el padre O’Donovan—. No te preocupes por eso.
—Pero, entonces, ¿qué debemos hacer? —preguntó Lucrecia.
—Aconséjanos, Pepín —añadió Rigoberto—. Estoy completamente paralizado. Si es como tú dices, ese niño tiene una especie de don, una hipersensibilidad, ve lo que nadie más ve. ¿Es eso, no? ¿Debo hablarle del asunto? ¿Debo callarme? Me preocupa, me asusta. No sé qué hacer.
—Darle cariño y dejarlo en paz —dijo el padre O’Donovan—. Lo seguro es que ese personaje, exista o no exista, no es ningún pervertido ni quiere hacerle el menor daño a tu hijo. Exista o no exista, tiene que ver más con el alma, bueno, con el espíritu si prefieres, que con el cuerpo de Fonchito.
—¿Una cosa mística? —intervino Lucrecia—. ¿Eso sería? Pero Fonchito nunca ha sido muy religioso. Todo lo contrario, diría yo.
—Quisiera poder ser más preciso, pero no puedo —confesó una vez más el padre O’Donovan, con una expresión de derrota—. Algo le pasa a ese chiquillo que no tiene una explicación racional. No sabemos todo lo que hay en nosotros mismos, Orejitas. Los seres humanos, cada persona, somos abismos llenos de sombras. Algunos hombres, algunas mujeres, tienen una sensibilidad más intensa que otros, sienten y perciben cosas que a los demás nos pasan desapercibidas. ¿Podría ser un puro producto de su imaginación? Sí, tal vez. Pero podría ser también otra cosa a la que no me atrevo a ponerle nombre, Rigoberto. Tu hijo vive esta experiencia con tanta fuerza, con tanta autenticidad, que me resisto a creer que se trate de algo puramente imaginario. Y no quiero ni voy a decir más que eso.
Se calló y se quedó mirando el plato con la corvina y el arroz con una especie de sentimiento híbrido, de alelamiento y ternura. Ni Lucrecia ni Rigoberto habían probado bocado.
—Siento no haberles servido de mucho —añadió el sacerdote, apenado—. En vez de ayudarlos a salir de este enredo, me he quedado enredado yo también en él.
Hizo una larga pausa y los miró a uno y a otro con ansiedad.
—No exagero si les digo que es la primera vez en mi vida que enfrento algo para lo que no estaba preparado —murmuró, muy serio—. Algo que, para mí, no tiene una explicación racional. Ya les dije que tampoco descarto que el chiquitín tenga una capacidad de disimulación excepcional y me haya hecho tragar un soberbio cuentanazo. No es imposible. He pensado mucho en eso. Pero no, no lo creo. Pienso que es muy sincero.
—No nos vas a dejar muy tranquilos sabiendo que mi hijo tiene comercio cotidiano con el más allá —dijo Rigoberto, encogiendo los hombros—. Que Fonchito es algo parecido a la pastorcita de Lourdes. ¿Era una pastorcita, no?
—Tú te vas a reír, ustedes dos se van a reír —dijo el padre O’Donovan, jugueteando con el tenedor y sin atacar la corvina—. Pero, en estos días no he dejado de pensar un solo momento en este niño. Entre todas las personas que he conocido en mi vida, y son muchas, creo que Fonchito es la que está más cerca de eso que nosotros, los creyentes, llamamos un ser puro. Y no sólo por lo apuesto que es.
—Ya te salió el cura, Pepín —se indignó Rigoberto—. ¿Estás sugiriendo que mi hijo podría ser un ángel?
—Un ángel sin alitas en todo caso —se reía Lucrecia, ahora sí con franca alegría y los ojos ardiendo de malicia.
—Lo digo y lo repito aunque a ustedes les dé risa —afirmó el padre O’Donovan, riéndose también—. Sí, Orejitas, sí, Lucrecia, como lo oyen. Y aunque a ustedes les haga gracia. Un angelito, por qué no.