IX

Seis días después de publicado el segundo aviso de don Felícito Yanaqué en El Tiempo (anónimo, a diferencia del primero), los secuestradores no daban señales de vida. El sargento Lituma y el capitán Silva, pese a sus esfuerzos, no habían encontrado rastro alguno de Mabel. La noticia del secuestro no había llegado a la prensa y el capitán Silva decía que semejante milagro no duraría; era imposible que, con el interés que despertaba en todo Piura el caso del dueño de Transportes Narihualá, un hecho de esa importancia no ocupara muy pronto las primeras planas de los diarios, la radio y la televisión. En cualquier momento todo se sabría y el coronel Rascachucha tendría otra rabieta de padre y señor mío, con bronca, lisuras y pataleo.

Lituma conocía lo bastante a su jefe para saber lo inquieto que estaba el comisario, aunque no lo dijera, aparentara seguridad y siguiera haciendo los comentarios cínicos y sicalípticos de siempre. Sin duda se preguntaba, como él mismo, si a la mafia de la arañita no se le habría pasado la mano y esa linda morochita, la amante de don Felícito, no estaría ya muerta y enterrada en algún basural de las afueras. Cada vez que se reunían con el transportista, al que esta desgracia estaba consumiendo, el sargento y el capitán quedaban impresionados con sus ojeras, el temblor de sus manos, cómo se le cortaba la voz en medio de una frase y quedaba alelado, mirando el vacío con terror, mudo y presa de un parpadeo frenético en sus ojitos aguanosos. «En cualquier momento le dará un ataque al corazón y se nos quedará tieso», temía Lituma. Su jefe fumaba ahora el doble de cigarrillos que antes, reteniendo los puchos entre los labios y mordisqueándolos, algo que sólo hacía en los períodos de gran preocupación.

—Qué vamos a hacer si la señora Mabel no aparece, mi capitán. Le digo que este asunto me desvela todas las noches.

—Suicidarnos, Lituma —trataba de bromear el comisario—. Jugaremos a la ruleta rusa y así nos iremos de este mundo con los huevos bien puestos, como el Seminario de tu apuesta. Pero aparecerá, no seas tan pesimista. Ellos saben por el avisito en El Tiempo, o se lo creen al menos, que a Yanaqué por fin lo han quebrado. Ahora lo están haciendo sufrir un poco para remachar bien el trabajo. No es eso lo que me tiene en pindingas, Lituma. ¿Sabes qué, en cambio? Que don Felícito pierda la cabeza y de repente se le ocurra poner otro avisito dando marcha atrás y arruinándonos el plan.

No había sido fácil convencerlo. Al capitán le costó varias horas hacerlo ceder, dándole todos los argumentos posibles para que llevara el aviso a El Tiempo aquel mismo día. Le habló primero en la comisaría y luego en El Pie Ajeno, un barcito donde él y Lituma lo llevaron casi a rastras. Lo vieron tomarse, uno tras otro, media docena de coctelitos de algarrobina, pese a que, como les repitió varias veces, él nunca chupaba. El alcohol le hacía daño al estómago, le daba ardores y diarreas. Pero ahora era distinto. Había sufrido un quebranto terrible, el más doloroso de su vida y el alcohol le contendría las ganas de otra lloradera.

—Le ruego que me crea, don Felícito —le explicaba el comisario, haciendo alarde de paciencia—. No le estoy pidiendo que se rinda ante la mafia, entiéndalo. No se me ocurriría aconsejarle que les pague los cupos que le piden.

—Eso yo no lo haría nunca —repetía, trémulo y tajante, el transportista—. Aunque mataran a Mabel y tuviera que suicidarme para no vivir con ese remordimiento en mi conciencia.

—Sólo le pido que aparente, nada más. Hágales creer que acepta sus condiciones —insistía el capitán—. No tendrá que aflojarles ni un centavo, se lo juro por mi madre. Y por Josefita, ese pimpollo. Necesitamos que suelten a la chica, eso nos pondrá sobre sus huellas. Sé muy bien lo que le digo, créame. Esta es mi profesión y conozco al dedillo cómo actúan esos carajos. No sea terco, don Felícito.

—No lo hago por terquedad, capitán —el transportista se había serenado y tenía ahora una expresión tragicómica porque un mechón de pelo se le había descolgado sobre la frente y le tapaba parte del ojo derecho; él no parecía notarlo—. Yo, a Mabel, la quiero mucho, la amo. Me desgarra el corazón que una persona como ella, que no tiene nada que ver con este asunto, sea víctima de la codicia y la maldad de esos criminales. Pero no puedo darles gusto. No es por mí, entiéndalo usted, capitán. No puedo faltarle a la memoria de mi padre.

Estuvo un rato callado, observando su copita vacía de algarrobina y Lituma pensó que se pondría a lloriquear otra vez. Pero no lo hizo. Más bien, cabizbajo, sin mirarlos, como si no se dirigiera a ellos sino hablara consigo mismo, el menudo hombrecito apretado dentro de su saco y chaleco color ceniza se puso a recordar a su progenitor. Unas moscas azules revoloteaban zumbando alrededor de sus cabezas y a lo lejos se escuchaba una discusión altisonante de dos hombres por un accidente de tránsito. Felícito hablaba de manera pausada, buscando las palabras para dar el énfasis debido a aquello que contaba y dejándose ganar a ratos por el sentimiento. Lituma y el capitán Silva pronto comprendieron que el yanacón Aliño Yanaqué, de la Hacienda Yapatera, en Chulucanas, era la persona que Felícito más había querido en la vida. Y no sólo por llevar su misma sangre en las venas. Sino porque gracias a su padre había podido levantarse desde la pobreza, mejor dicho, desde la miseria en que nació y pasó su infancia —una miseria que ellos no podían imaginar siquiera— hasta ser un empresario, dueño de una flota de muchos automóviles, camiones y ómnibus, de una acreditada compañía de transportes que daba lustre a su humilde apellido. Él se había ganado el respeto de la gente; los que lo conocían sabían que era decente y honorable. Había podido dar una buena educación a sus hijos, una vida digna, una profesión, y les iba a dejar Transportes Narihualá, una empresa bien considerada por sus clientes y sus competidores. Todo eso se debía, más que a su esfuerzo, a los sacrificios de Aliño Yanaqué. No había sido sólo su padre, también su madre y su familia, porque a la mujer que lo trajo al mundo Felícito nunca la conoció, ni tampoco a ningún otro pariente. Ni siquiera sabía por qué había nacido él en Yapatera, un pueblo de negros y mulatos, donde los Yanaqué, siendo criollos, es decir cholos, parecían forasteros. Hacían una vida bien aislada, porque los morenos de Yapatera no se amigaban con Aliño y su hijo. O porque no tenían familia o porque su padre no quiso que Felícito supiera quiénes eran y dónde andaban sus tíos y primos, habían vivido siempre solos. Él no lo recordaba, era muy churre cuando aquello ocurrió, pero sabía que, a poco de nacer él, un día su madre se largó, vaya usted a saber adónde y con quién. Nunca más apareció. Desde que su cabeza tenía memoria, recordaba a su padre trabajando como una mula, en la chacrita que le daba el patrón y en la hacienda de este, sin domingos ni fiestas, todos los días de la semana y todos los meses del año. Aliño Yanaqué se gastaba todo lo que recibía, que era poco, en que Felícito comiera, fuera al colegio, tuviera zapatos, ropa, cuadernos y lápices. A veces, le regalaba algún juguete en la Navidad o le daba una moneda para que se comprara un chupete o una melcocha. No era de esos padres que andan todo el tiempo besuqueando y engriendo a sus hijos. Era parco, austero, nunca le dio un beso ni un abrazo, ni le contó chistes para hacerlo reír. Pero se privó de todo para que su hijo no fuera de grande un yanacón analfabeto como él. En esa época, Yapatera ni siquiera tenía una escuelita. Felícito debía caminar desde su casa a la escuela fiscal de Chulucanas unos cinco kilómetros de ida y otros cinco de vuelta, y no siempre encontraba un chofer caritativo que lo subiera a su camión y le ahorrara la caminata. No recordaba haber faltado un solo día al colegio. Había sacado siempre buenas notas. Como su padre no sabía leer, él mismo tenía que leerle lo que decía la libreta y Felícito se sentía feliz cuando veía a Aliño ponerse como un pavo real oyendo los comentarios elogiosos de los profesores. Para que Felícito pudiera hacer estudios de secundaria, como no había sitio en el único colegio de enseñanza media de Chulucanas, tuvieron que venirse a Piura. Para felicidad de Aliño, Felícito fue aceptado en la Unidad Escolar San Miguel de Piura, el colegio nacional más prestigioso de la ciudad. A sus compañeros y maestros, Felícito, por órdenes de su padre, les ocultó que este se ganaba la vida cargando y descargando mercancías en el Mercado Central, allí por la Gallinacera, y que, en las noches, recogía basuras en los camiones de la Municipalidad. Todo ese esfuerzo para que su hijo estudiara y, de grande, no fuera yanacón, ni cargador ni basurero. El consejo que le dio Aliño antes de morir, «Nunca te dejes pisotear por nadie, hijito», había sido la divisa de su vida. Tampoco iba a dejarse pisotear ahora por esos ladrones, incendiarios y secuestradores hijos de siete leches.

—Mi padre nunca pidió limosna ni dejó que nadie lo humillara —concluyó.

—Su padre debió ser una persona tan respetable como usted, don Felícito —lo halagó el comisario—. Yo nunca le pediría que lo traicionara, se lo juro. Sólo le pido que haga una finta, un embauque, poniendo ese avisito en El Tiempo que le piden. Se creerán que lo han quebrado y soltarán a Mabel. Eso es ahora lo que más importa. Se dejarán ver y podremos echarles el guante.

Finalmente, don Felícito aceptó. Entre él y el capitán redactaron el texto que saldría publicado al día siguiente en el diario:

AGRADECIMIENTO AL SEÑOR CAUTIVO DE AYABACA

Agradezco con toda el alma al divino Señor Cautivo de Ayabaca que, en su infinita bondad, me hiciera el milagro que le pedí. Estaré siempre agradecido y presto a seguir todos los pasos que en su gran sabiduría y misericordia me quiera señalar.

Un devoto

En esos días, mientras esperaban alguna señal de los mafiosos de la arañita, Lituma recibió un mensaje de los hermanos León. Habían convencido a Rita, la mujer del Mono, que lo dejara salir en la noche, de modo que en vez de almuerzo tendrían una comida, el sábado. Se encontraron en un chifa, cerca del convento de las monjas del Colegio Lourdes. Lituma dejó el uniforme en la pensión de los Calancha y fue de paisano, con el único terno que tenía. Lo llevó antes a la lavandería para que lo lavaran y plancharan. No se puso corbata, pero se compró una camisa en una tienda que remataba sus existencias. Lustró sus zapatos donde un canillita y se dio una ducha en un baño público antes de concurrir a la cita con sus primos.

Le costó más trabajo reconocer al Mono que a José. Aquel sí que había cambiado. No sólo físicamente, aunque estaba mucho más gordo que de joven, con poco pelo, unas bolsas violáceas debajo de los ojos y arruguitas en las patillas, alrededor de la boca y en el cuello. Vestía de sport, con ropas elegantes y calzaba unos mocasines de blanquiñoso. Llevaba una cadenita en la muñeca y otra en el pecho. Pero su cambio mayor eran sus maneras reposadas, serenas, de persona que tiene gran seguridad en sí misma porque ha descubierto el secreto de la existencia y la manera de llevarse bien con todo el mundo. No quedaba rastro en él de las monerías y payasadas que hacía de muchacho y por las que se había ganado su apodo.

Lo abrazó con mucho cariño: «¡Qué gran cosa verte de nuevo, Lituma!».

—Sólo falta que cantemos el himno de los inconquistables —exclamó José. Y dando palmadas pidió al chino que bajara un par de cervezas cusqueñas bien heladas.

La reunión fue algo estirada y difícil al principio, porque, luego de cotejar los recuerdos compartidos, se producían grandes paréntesis de silencio, acompañados de risitas forzadas y miradas nerviosas. Había corrido mucho tiempo, cada cual había vivido su vida, no era fácil resucitar la camaradería de antaño. Lituma se removía incómodo en el asiento, diciéndose que tal vez hubiera sido preferible evitar este reencuentro. Se acordaba de Bonifacia, de Josefino y algo se le encogía en el estómago. Sin embargo, a medida que las botellas de cerveza con que acompañaban las fuentes de arroz chaufa, los tallarines chinos, el pato laqueado, la sopa wantán, los camarones arrebosados, se iban vaciando, la sangre se les animaba y se les soltaba la lengua. Empezaron a sentirse más distendidos y cómodos. José y el Mono contaron chistes y Lituma incitó a su primo a que hiciera algunas de las imitaciones que eran su plato fuerte de joven. Por ejemplo, los sermones del padre García en su parroquia de la Virgen del Carmen, en la Plaza Merino. El Mono remoloneó al principio, pero de pronto se animó y comenzó a predicar y a lanzar las fulminaciones bíblicas del viejo curita español, filatelista y cascarrabias, sobre el que corría la leyenda de haber quemado con una turbamulta de beatas el primer burdel de la historia de Piura, el que estaba en pleno arenal, en el rumbo de Catacaos y que regentaba el papá de la Chunga chunguita. ¡Pobre padre García! Cómo le habían amargado la vida los inconquistables gritándole por las calles «¡Quemador! ¡Quemador!». Habían convertido en un calvario los últimos años del viejo cascarrabias. Él, cada vez que se los cruzaba en la calle, les lanzaba improperios a voz en cuello: «¡Vagos! ¡Borrachines! ¡Degenerados!». Ay, qué risa. Qué tiempos aquellos que, como decía el tango, se fueron para no volver.

Cuando ya habían rematado la comida con un postre de manzanitas chinas, pero seguían tomando, la cabeza de Lituma era un remolino suave y agradable. Todo giraba y le venían de rato en rato unos incontenibles bostezos que estaban a punto de zafarle la mandíbula. De pronto, en esa especie de duermevela semilúcida, advirtió que el Mono se había puesto a hablar de Felícito Yanaqué. Le estaba preguntando algo. Sintió que ese comienzo de borrachera se le evaporaba y recuperó el control de su conciencia.

—¿Qué pasa con el pobre don Felícito, primo? —repitió el Mono—. Tú debes saber algo. ¿Sigue empeñado en no pagar los cupos que le piden? Miguelito y Tiburcio están muy preocupados, esta vaina los tiene recontrajodidos a los dos. Porque, aunque haya sido muy duro con ellos como padre, lo quieren a su viejo. Tienen miedo de que lo maten los mafiosos.

—¿Tú conoces a los hijos de don Felícito? —preguntó Lituma.

—¿No te contó José? —replicó el Mono—. Los conocemos hace tiempazo.

—Venían al taller trayendo los vehículos de Transportes Narihualá, para reparaciones y afinamientos —José parecía molesto por la confidencia del Mono—. Son buena gente los dos. No es que seamos muy amigos. Conocidos, nomás.

—Hemos timbeado con ellos muchas veces —añadió el Mono—. Tiburcio es buenazazo con los dados.

—Cuéntenme algo más de ese par —insistió Lituma—. Sólo los vi unas dos veces, cuando vinieron a prestar sus declaraciones a la comisaría.

—Buenísimas personas —afirmó el Mono—. Sufren mucho con lo que le está pasando a su padre. A pesar de que el viejo ha sido con ellos un autócrata, parece. Los ha hecho hacer de todo en su empresa, empezando por lo más bajo. Todavía los tiene de choferes, dizque pagándoles lo mismo que a los otros. No hace preferencias, a pesar de ser sus hijos. No les paga ni un cobre de más, ni les concede más permisos. Y, como sabrás, a Miguelito lo metió al Ejército, dizque para enderezarlo, porque se le andaba torciendo. ¡Qué viejo de ñeque!

—Don Felícito es uno de esos tipos raros que sólo aparecen de cuando en cuando en la vida —sentenció Lituma—. La persona más recta que he conocido. Cualquier otro empresario ya estaría pagando los cupos y se hubiera sacudido esa pesadilla de encima.

—Bueno, de todos modos, Miguelito y Tiburcio heredarán Transportes Narihualá y saldrán de pobres —José trató de cambiar de tema—: ¿Y usted qué tal, primo? Quiero decir, en cuestiones de hembraje, por ejemplo. ¿Tienes mujer, querida, queridas? ¿O sólo las polillas?

—No te pases, José —gesticuló el Mono, exagerando como antaño—. Mira cómo lo has confundido al primo con esa curiosidad de malpensado que te gastas.

—¿No seguirás extrañando a esa a la que Josefino volvió polilla, primo? —se rio José—. ¿Le decían Selvática, no?

—Ya ni me acuerdo quién es —aseguró Lituma, mirando al techo.

—No le resucites cosas tristes al primo, che guá, José.

—Hablemos más bien de don Felícito —les propuso Lituma—. La verdad, qué hombre de carácter y qué huevos. A mí me tiene impresionado.

—A quién no, se ha vuelto el héroe de Piura, casi tan famoso como el almirante Grau —dijo el Mono—. Tal vez, ahora que se ha convertido en una persona tan popular la mafia no se atreva a cargárselo.

—Al contrario, precisamente tratarán de cargárselo por lo famoso que es; los ha puesto en ridículo y eso no pueden permitirlo —alegó José—. El honor de los mafiosos está en juego, hermano. Si don Felícito se saliera con la suya, todos los empresarios que pagan cupos dejarían de pagarlos mañana mismo y la mafia quebraría. ¿Creen que van a aguantar eso?

¿Se había puesto nervioso su primo José? Lituma, entre bostezos, advirtió que José empezaba otra vez a hacer rayitas sobre el tablero de la mesa con la punta de la uña. No fijó la vista, para no autosugestionarse como el otro día creyendo que dibujaba arañitas.

—¿Y por qué no hacen algo ustedes, primo? —protestó el Mono—. La Guardia Civil, quiero decir. No te ofendas, Lituma, pero la policía, aquí en Piura por lo menos, es la carabina de Ambrosio. No hace nada de nada y sólo sirve para pedir coimas.

—No sólo en Piura —le siguió la cuerda Lituma—. Somos una carabina de Ambrosio en todo el Perú, primo. Eso sí, te advierto que, yo por lo menos, en todos los años que llevo puesto este uniforme, todavía no le he pedido una sola coima a nadie. Y por eso vivo más pobre que un mendigo. Volviendo a don Felícito, la verdad es que la cosa no avanza porque contamos con pocos medios técnicos. El grafólogo que tendría que ayudarnos está con licencia porque lo operaron de hemorroides. Toda la investigación parada por el culo lastimado de ese señor, imagínense.

—¿Quieres decir que no tienen todavía ni la menor pista de los mafiosos? —insistió el Mono. Lituma hubiera jurado que José estaba rogándole con los ojos a su hermano que no siguiera con el mismo tema.

—Tenemos algunas pistas, pero ninguna muy segura —matizó el sargento—. Pero tarde o temprano darán un paso en falso. El problema es que ahora, en Piura, no opera una mafia, sino varias. Pero caerán. Siempre meten la pata y terminan delatándose. Desgraciadamente, hasta ahora no han cometido ningún error.

Volvió a hacerles preguntas sobre Tiburcio y Miguelito, los hijos del transportista, y de nuevo le pareció que a José no le gustaba ese tema. En un momento dado, surgió una contradicción entre los dos hermanos:

—En realidad, los hemos conocido hace muy poco —insistía José de rato en rato.

—Cómo que poco, si hace seis años por lo menos —lo corrigió el Mono—. ¿Ya no te acuerdas de esa vez que Tiburcio nos llevó a Chiclayo en una de sus camionetas? ¿Cuánto hace de eso? Un montón de tiempo. Cuando intentábamos ese negocito que no resultó.

—¿Qué negocito era ese, primo?

—Vender maquinaria agrícola a las comunidades y cooperativas del norte —dijo José—. Los putas nunca pagaban. Se hacían protestar todas las letras. Perdimos casi toda la inversión.

Lituma no insistió. Aquella noche, después de despedirse del Mono y José, agradecerles el chifa, tomar un colectivo hasta su pensión y meterse en la cama, estuvo mucho rato despierto, pensando en sus primos. Sobre todo, José. ¿Por qué maliciaba tanto de él? ¿Por los dibujitos que hacía con la uña en la mesa, solamente? ¿O, de veras, había algo sospechoso en su comportamiento? Se ponía raro, como saltón, cada vez que en la conversación salían los hijos de don Felícito. ¿O eran puras aprensiones suyas por lo perdidos que estaban en la búsqueda? ¿Participaría estas dudas al capitán Silva? Mejor esperar a que todo aquello fuera menos gaseoso y tomara forma.

Sin embargo, lo primero que hizo a la mañana siguiente fue contárselo todo a su jefe. El capitán Silva lo escuchó con atención, sin interrumpirlo, tomando notas en una libreta diminuta con un lápiz tan chiquito que desaparecía entre sus dedos. Al final, murmuró: «Aquí no me parece que haya nada serio. Ninguna pista que seguir, Lituma. Tus primos León parecen limpios de polvo y paja». Pero se quedó cavilando, callado, mordisqueando su lápiz como si fuera un pucho. De pronto, tomó una decisión:

—¿Sabes una cosa, Lituma? Vamos a conversar de nuevo con los hijos de don Felícito. Por lo que me contaste, parecería que a ese par todavía no les hemos sacado todo el jugo. Hay que exprimirlos un poquito más. Cítalos para mañana y, por separado, por supuesto.

En ese momento, el guardia de la entrada tocó la puerta del cubículo y asomó su cara jovencita y lampiña por el hueco: llamaba por teléfono el señor Felícito Yanaqué, mi capitán. Era urgentisísimo. Lituma vio al comisario descolgar el viejo aparato, lo oyó murmurar «Buenos días, don». Y vio que se le iluminaba la cara como si acabaran de anunciarle que se había sacado el premio gordo de la lotería. «Vamos para allá», chilló y colgó.

—Apareció Mabel, Lituma. Está en su casa chiquita de Castilla. Vamos, corre. ¿No te lo dije? ¡Se tragaron el cuento! ¡La soltaron!

Estaba tan feliz como si ya hubieran echado el guante a los mafiosos de la arañita.