Miki y Escobita llegaron puntualísimos, a las once en punto de la mañana. Les abrió la puerta la propia Lucrecia, a la que besaron en la mejilla. Luego, cuando estuvieron sentados en la salita, Justiniana vino a preguntarles qué les servía. Miki pidió un cafecito cortado y Escobita un vaso de agua mineral con gas. Era una mañana grisácea y unas nubes bajas sobrevolaban el mar verde oscuro con manchas de espuma de la bahía de Lima. En alta mar se veían algunas barquitas de pescadores. Los hijos de Ismael Carrera llevaban ternos oscuros, corbata, pañuelitos en el bolsillo y aparatosos Rolex brillando en las muñecas. Cuando vieron entrar a Rigoberto se pusieron de pie: «Hola, tío». «Maldita costumbre», pensó el dueño de casa. No sabía por qué, pero le exasperaba la moda, tan extendida entre los jóvenes de Lima desde hacía algunos años, de llamar «tío» o «tía» a todos los conocidos de su familia y a las personas mayores, inventándose un parentesco que no existía. Miki y Escobita le estrechaban la mano, le sonreían, mostrándole una cordialidad demasiado efusiva para ser cierta. «Qué bien se te ve, tío Rigoberto», «La jubilación te sienta, tío», «Desde la última vez que te vimos has rejuvenecido no sé cuántos años».
—Tienes una linda vista desde aquí —dijo por fin Miki, señalando el malecón y el mar de Barranco—. Cuando está despejado verás desde La Punta a Chorrillos, ¿no, tío?
—Y también veo y nos ven todos esos tipos que hacen ala delta y parapente y pasan rozando las ventanas del edificio —asintió Rigoberto—. Cualquier día un golpe de viento nos meterá a uno de esos intrépidos voladores dentro de la casa.
Sus «sobrinos» le festejaron la broma con risas exageradas. «Están más nerviosos que yo», se sorprendió Rigoberto.
Eran mellizos pero no se parecían en nada, salvo en la altura, los cuerpos atléticos y las malas costumbres. ¿Pasarían muchas horas en el gimnasio del Club de Villa o del Regatas haciendo ejercicios y levantando pesas? ¿Cómo se conciliaban esos músculos con la vida bohemia, el trago, la cocaína y las francachelas? Miki tenía una cara redonda y satisfecha, una gruesa boca de dientes carnívoros y unas orejas voladoras. Era muy blanco, casi gringo, de cabellos claros y, de tanto en tanto, sonreía de manera mecánica, como un muñeco articulado. Escobita, en cambio, muy moreno, tenía ojos oscuros penetrantes, una boca sin labios y una vocecita delgada y chillona. Llevaba unas largas patillas de cantaor flamenco o de torero. «¿Cuál será el más tonto?», pensó Rigoberto. «¿Y el más malo?».
—¿No echas de menos la oficina, ahora que tienes todo tu tiempito libre, tío? —preguntó Miki.
—En verdad, no, sobrino. Leo mucho, oigo buena música, me paso horas sumergido en mis libros de arte. La pintura me gustó siempre más que los seguros, como te habrá contado Ismael. Ahora por fin puedo dedicarle mucho tiempo.
—Qué biblioteca la que te gastas, tío —exclamó Escobita, señalando los ordenados estantes del escritorio contiguo—. ¡Cuántos libros, pa su diablo! ¿Te los has leído todos ya?
—Bueno, todos no, todavía —«Este es el más bruto», decidió—. Algunos son sólo libros de consulta, como los diccionarios y enciclopedias de ese estante del rincón. Pero mi tesis es que hay más posibilidad de leer un libro si lo tienes en casa que si está en una librería.
Los dos hermanos se quedaron mirándolo desconcertados, preguntándose sin duda si había dicho un chiste o hablaba en serio.
—Con tantos libros de arte es como haberte traído aquí a tu escritorio todos los museos del mundo —sentenció Miki, poniendo cara de hombre astuto y sabio. Y concluyó—: Así los puedes visitar sin tener que molestarte en salir de tu casa, qué comodidad.
«Cuando se es tan imbécil como este bípedo, ya se es inteligente», se le ocurrió a Rigoberto. Era imposible saber cuál lo era: empataban. Se había instalado un silencio pesado, interminable, en la salita y, para disimular la tensión, los tres miraban al escritorio. «Llegó la hora», pensó Rigoberto. Tenía un ligero sobresalto, pero estaba curioso por saber qué iba a pasar. Se sentía absurdamente protegido al estar en su propio territorio, rodeado de sus libros y grabados.
—Bueno, tío —dijo Miki, pestañeando muy de prisa, el dedo en el aire rumbo a su boca—, creo que ha llegado el momento de que cojamos al toro por los cuernos. De que pasemos a las cosas tristes.
Escobita seguía bebiendo el agua mineral de su vaso semivacío con un ruido de gárgaras. Se rascaba la frente sin tregua y sus ojitos saltaban de su hermano a Rigoberto.
—¿Tristes? ¿Por qué tristes, Miki? —puso una expresión de sorpresa Rigoberto—. ¿Qué pasa, muchachos? ¿Andamos con problemitas, otra vez?
—Tú sabes de sobra qué pasa, tío —exclamó Escobita con un retintín ofendido en la voz—. No te hagas, por favor.
—¿Te refieres a Ismael? —se hizo el tonto Rigoberto—. ¿De él quieren que hablemos? ¿De su padre?
—Somos el hazmerreír y la comidilla de Lima —puso cara melodramática Miki, mordisqueando su dedo meñique con afán. Hablaba sin quitarse el dedo de la boca y la voz le salía dengosa—. Te habrás dado cuenta, porque hasta las piedras se han dado. No se chismea de otra cosa en esta ciudad y acaso en todo el Perú. Nunca en la vida me imaginé que la familia se vería metida en semejante escándalo.
—Un escándalo que tú hubieras podido evitar, tío Rigoberto —afirmó Escobita, afligido, haciendo una especie de puchero. Sólo ahora pareció advertir que su vaso estaba vacío. Lo colocó en la mesita del centro con unas precauciones exageradas.
«Primero el melodrama y luego las amenazas», calculó Rigoberto. Estaba inquieto, desde luego, pero cada vez más intrigado por lo que estaba pasando. Observaba a los mellizos como a un par de actores incompetentes. Ponía una cara atenta y comedida. No sabía por qué, pero tenía ganas de reírse.
—¿Yo? —se hizo el desconcertado—. No sé qué quieres decirme, sobrino.
—Eres la persona a la que mi papá siempre escuchó —afirmó Escobita, con mucho énfasis—. La única, tal vez, a la que siempre hacía caso. Tú lo sabes muy bien, tío, así que no te hagas. Por favor. No estamos aquí para jugar a las adivinanzas. ¡Por favor!
—Si le hubieras aconsejado, si te hubieras opuesto, si le hubieras hecho ver la barbaridad que iba a hacer, ese matrimonio no hubiera ocurrido —afirmó Miki, dando un golpecito en la mesa. Ahora había ya cambiado, en el fondo de sus ojos claros zigzagueaba una pequeña víbora. Su voz se había caldeado.
Rigoberto escuchó una música allá abajo, en el malecón: era el silbato-flauta del afilador de cuchillos. Siempre la oía a la misma hora. Un hombre puntual ese fulano. Tenía que verle la cara alguna vez.
—Un matrimonio que, por lo demás, no vale para nada, porque es pura basura —corrigió Escobita a su hermano—. Una farsa sin el menor valor jurídico. Eso también lo sabes, tío, porque para algo eres abogado. Así que hablemos a calzón quitado, si te parece. Al pan pan y al vino vino.
«¿Qué está tratando de decir este imbécil?», se preguntó don Rigoberto. «Los dos usan los refranes porque sí, como comodines, sin saber qué significan».
—Si nos hubieras informado a tiempo lo que estaba tramando mi papá, nosotros parábamos la cosa, aunque fuera con la policía —insistió Miki. Hablaba aún con forzada tristeza, pero no podía evitar que en su tono apuntara ya un amago de cólera. Ahora sus ojitos medio encapotados amenazaban a Rigoberto.
—Pero, tú, en vez de prevenirnos, te prestaste a la mojiganga esa y hasta firmaste como testigo, tío —levantó la mano e hizo un pase furibundo en el aire Escobita—. Firmaste junto a Narciso. Hasta al chofer, un pobre analfabeto, lo embarraron ustedes en esta intriga fea, feísima. Una mala acción, abusar así de un ignorante. La verdad, no esperábamos semejante cosa de ti, tío Rigoberto. No me cabe en la tutuma que te prestaras a esta payasada de lo peor.
—Nos has decepcionado, tío —remató Miki, moviéndose, como si le apretara la ropa—. Esa es la triste verdad: de-cep-cio-na-do. Como suena. Me da pena decírtelo, pero es así. Te lo digo en tu cara y con la mayor franqueza porque es la triste verdad. Tienes una tremenda responsabilidad en lo que ha pasado, tío. No lo decimos sólo nosotros. Lo dicen también los abogados. Y, para hablarte a calzón quitado, no sabes a lo que te expones. Podría tener muy malas consecuencias en tu vida privada y en la otra.
«¿Cuál es la otra?», pensó don Rigoberto. Ambos habían ido subiendo la voz y la afectuosa cortesía del comienzo se había evaporado, junto con las sonrisas. Los mellizos estaban ahora muy serios; ya no disimulaban el resentimiento que traían. Rigoberto los escuchaba inexpresivo e inmóvil, aparentando una tranquilidad que no sentía. «¿Me ofrecerán plata? ¿Me amenazarán con un sicario? ¿Me sacarán un revólver?». Todo era posible con semejante parejita.
—No hemos venido a hacerte reproches —cambió súbitamente de estrategia Escobita, dulcificando de nuevo la voz. Sonreía, acariciando una de sus patillas, pero en su sonrisa había algo torcido y belicoso.
—A ti te queremos mucho, tío —corroboró Miki, suspirando—. Te hemos visto desde que nacimos, eres como el familiar más cercano. Sólo que…
No pudo terminar la idea y se quedó con la boca abierta y una mirada indecisa, anonadado. Optó por mordisquear de nuevo su dedo meñique, con furia. «Sí, este es el más bruto», confirmó don Rigoberto.
—El sentimiento es recíproco, sobrinos —aprovechó el silencio para colocar una frase—. Cálmense, por favor. Conversemos como personas racionales y civilizadas.
—Eso es más fácil para ti que para nosotros —le respondió Miki, alzando la voz. «Por supuesto», pensó él. «No sabe lo que dice, pero a veces acierta»—. No es tu padre sino el nuestro el que se ha casado con su sirvienta, una chola ignorante y piojosa, convirtiéndonos en la burla de todas las familias decentes de Lima.
—¡Un matrimonio que además no vale un carajo! —recordó de nuevo Escobita, gesticulando frenético—. Una mojiganga sin el menor valor jurídico. Supongo que te das muy bien cuenta del asunto, tío Rigoberto. Así que deja de hacerte el pelotudo, que no te sienta nada.
—¿De qué debo darme cuenta, sobrino? —preguntó él, muy sereno, con una curiosidad que parecía genuina—. Me gustaría que me explicaras el sentido de esa palabra, pelotudo. ¿Es sinónimo de imbécil, no?
—Quiero decir que te has metido en un gran lío de puro ignorante —estalló Escobita—. Un lío de la puta madre, si me permites la crudeza. Tal vez sin quererlo, creyendo servir a tu buen amigo. Te concedemos las buenas intenciones. Pero eso no importa, porque la ley es la ley para todos y más que nunca en este caso.
—Esto te podría traer graves problemas personales, a ti y a tu familia —se apiadó de él Miki, hablando a la vez que se metía de nuevo el dedo meñique en la boca—. No queremos asustarte, pero las cosas son como son. Nunca debiste firmar ese papel. Te lo digo de una manera objetiva e imparcial. Y con todo cariño, por supuesto.
—Te lo decimos por tu bien, tío Rigoberto —matizó su hermano—. Pensando más en tu propio interés que en el nuestro, aunque no te lo creas. Ojalá no te arrepientas de tu metida de pata.
«Pronto llegarán a la histeria y estos animales son capaces de pegarme», dedujo Rigoberto. Los mellizos iban dejándose arrastrar por la cólera y sus miradas, gestos y ademanes eran cada momento más agresivos. «¿Tendré que defenderme a puñetazos de este par?», pensó. Ya ni siquiera recordaba cuándo se había trompeado la última vez. En el colegio de La Recoleta, seguramente, en algún recreo.
—Hemos hecho todas las consultas, con los mejores abogados de Lima. Sabemos de qué hablamos. Por eso te podemos asegurar que te has metido en un grandísimo lío del carajo, tío. Perdona que te lo diga con palabrotas, pero los hombres debemos mirar la verdad a la cara. Es mejor que estés enterado.
—Por complicidad y encubrimiento —explicó Miki, en tono solemne, deletreando cada palabra muy despacio para darle mayor pugnacidad. Su vocecita desafinaba todo el tiempo y sus ojos eran dos candelas.
—La anulación del matrimonio está en marcha y el fallo no tardará —le informó Escobita—. Por eso, lo mejor que podrías hacer es ayudarnos, tío Rigoberto. Lo mejor para ti, quiero decir.
—Mejor dicho, no queremos que nos ayudes a nosotros sino a mi papá, tío Rigoberto. A tu amigo de toda la vida, a la persona que ha sido un hermano mayor para ti. Y que te ayudes a ti mismo, y salgas de ese berenjenal de las mil putas en que te has metido y nos has metido a nosotros. ¿Te das cuenta?
—Francamente, no, sobrino. No me doy cuenta de nada, sino de que ustedes están muy alterados —Rigoberto los reñía con serenidad, de manera afectuosa, sonriéndoles—. Como hablan los dos a la vez, les confieso que me tienen un poco mareado. No entiendo muy bien de qué se trata. Por qué no se tranquilizan y me explican con calma qué quieren de mí.
¿Se habían creído los mellizos que habían ganado la partida? ¿Era eso lo que pensaban? Porque su actitud se había moderado de pronto. Ahora lo observaban risueños, asintiendo y cambiando entre ellos miraditas cómplices y satisfechas.
—Sí, sí, perdona, nos hemos atropellado un poco —se disculpó Miki—. Tú sabes que a ti te queremos mucho, tío.
«Tiene las orejas tan grandes como las mías», pensaba Rigoberto. «Pero, además, las suyas aletean y las mías, no».
—Y perdona, sobre todo, si te hemos levantado la voz —encadenó Escobita, siempre manoteando el aire sin ton ni son, como un monito frenético—. Pero, estando las cosas como están, no es para menos, tienes que comprenderlo. Esta locura de viejo chocho de mi papá nos tiene ya cabezones a Miki y a mí.
—Es muy sencillo —explicó Miki—. Comprendemos muy bien que, siendo mi papá tu jefe en la compañía, no pudieras negarte a firmar ese papel como testigo. Igual que el infeliz Narciso, pues. El juez lo va a tomar en cuenta, por supuesto. Servirá como atenuante. A ustedes no les pasará nada. Lo garantizan los abogados.
«En su boca, la palabra abogado es como una varita mágica», pensó Rigoberto, divertido.
—Se equivocan, ni Narciso ni yo aceptamos ser testigos de tu papá porque éramos sus subordinados —lo reconvino, con amabilidad—. Yo lo hice porque Ismael, además de mi jefe, es un amigo de toda la vida. Y Narciso también, por el gran afecto que le ha tenido siempre a tu padre.
—Pues le hiciste un flaquísimo favor a tu amigo querido —se enojó Escobita de nuevo; ahora se le habían subido los colores a la cara, como si tuviera una súbita insolación; sus ojos oscuros lo fulminaban—. El viejo no sabía lo que hacía. Hace tiempo que está chocho. Hace tiempo que ya ni sabe dónde está, ni quién es, y menos lo que hacía dejándose embaucar por esa chola de mierda con la que fue a enchucharse, si me permites la expresión.
«¿Enchucharse?», pensó don Rigoberto. «Debe ser la palabra más fea de la lengua castellana. Una palabra que apesta y tiene pelos».
—¿Crees que en pleno uso de sus facultades mi papá, que fue siempre un señor, se iba a casar con una sirvienta que, para colmo, debe ser cuarenta años más joven que él? —lo apoyó Miki, abriendo mucho la boca y luciendo sus grandes dientes.
—¿Crees semejante cosa? —ahora, Escobita tenía los ojos enrojecidos y la voz quebrada—. No es posible, tú eres inteligente y culto, no te engañes ni trates de engañarnos. Porque a nosotros ni tú ni nadie nos mete el dedo a la boca, para que lo sepas.
—Si hubiera creído que Ismael no estaba en pleno uso de sus facultades, no hubiera aceptado ser su testigo, sobrino. Les ruego que me dejen hablar. Comprendo que estén muy afectados. No es para menos, desde luego. Pero deben hacer un esfuerzo y aceptar los hechos como son. No es lo que ustedes piensan. A mí me sorprendió mucho el matrimonio de Ismael, también. Lo mismo que a todo el mundo, por supuesto. Pero Ismael sabía muy bien lo que hacía, de eso estoy segurísimo. Tomó la decisión de casarse con toda lucidez, con absoluto conocimiento de lo que iba a hacer. Y de sus consecuencias.
Mientras hablaba, iba advirtiendo cómo aumentaban la indignación y el odio en la cara de los mellizos.
—Supongo que no te atreverás a repetir delante de un juez las cojudeces que estás diciendo —Escobita se levantó del asiento y dio un paso hacia él, enardecido. Ahora ya no estaba congestionado sino lívido y temblaba.
Don Rigoberto no se movió del asiento. Esperaba que lo samaqueara y acaso golpeara, pero el mellizo, conteniéndose, dio media vuelta y volvió a sentarse. Tenía la cara redonda llena de sudor. «Ya llegaron las amenazas. ¿Llegarán los golpes, también?».
—Si quieres asustarme, lo has conseguido, Escobita —reconoció, con invariable calma—. Lo han conseguido ustedes dos, mejor dicho. ¿Quieren saber la verdad? Estoy muerto de miedo, sobrinos. Son ustedes jóvenes, fuertes, impulsivos y con unas credenciales que meterían miedo al más pintado. Yo las conozco muy bien, porque, como recordarán, los he ayudado muchas veces a salir de los enredos y desaguisados en que se andan metiendo desde jovencitos. Como cuando violaron a aquella chiquilla en Pucusana, ¿se acuerdan? Yo me acuerdo hasta de su nombre: Floralisa Roca. Así se llamaba. Y, por supuesto, tampoco he olvidado que tuve que llevarles cincuenta mil dólares a sus padres para que ustedes no fueran a la cárcel por la gracia que hicieron. Sé muy bien que, si se lo proponen, podrían hacerme mazamorra. Eso está clarísimo.
Desconcertados, los mellizos se miraban entre ellos, se ponían serios, trataban de sonreír sin conseguirlo, se agriaban.
—No lo tomes así —dijo por fin Miki, sacándose el dedo meñique de su boca y dándole una palmadita en el brazo—. Estamos entre caballeros, tío.
—Nunca te pondríamos una mano encima a ti —afirmó Escobita, alarmado—. A ti nosotros te queremos, tío, aunque no te lo creas. Pese a lo mal que te has portado con nosotros firmando ese asqueroso papel.
—Déjenme terminar —los apaciguó Rigoberto, moviendo las manos—. Pero, a pesar de mi miedo, si el juez me llama a declarar, le diré la verdad. Que Ismael tomó la decisión de casarse sabiendo perfectamente lo que hacía. Que no está chocho, ni demente, ni se dejó embaucar por Armida ni por nadie. Porque su padre sigue siendo más despierto que ustedes juntos. Esa es la estricta verdad, sobrinos.
Otra vez se hizo un silencio denso y cargado de púas en la habitación. Afuera, las nubes se habían ennegrecido y allá, a lo lejos, en el horizonte marino, había unas lucecitas eléctricas que podían ser los reflectores de un barco o los relámpagos de una tempestad. Rigoberto sentía el pecho agitado. Los dos mellizos seguían lívidos y lo miraban de tal modo que, se dijo, debían estar haciendo grandes esfuerzos para no lanzarse sobre él y triturarlo. «Me hiciste un flaco favor metiéndome en esto, Ismael», pensó.
Escobita fue el primero en hablar. Lo hizo bajando la voz, como si fuera a decirle un secreto, y mirándolo fijamente a los ojos con una mirada en la que relampagueaba el desprecio.
—¿Mi papá te pagó por eso? ¿Cuánto te pagó, tío, se puede saber?
La pregunta lo tomó tan de sorpresa que se quedó boquiabierto.
—No tomes a mal esta pregunta —quiso arreglar las cosas Miki, bajando también la voz y moviendo la mano para tranquilizarlo—. No tienes por qué avergonzarte, todo el mundo tiene sus necesidades. Escobita te lo pregunta ya que, si se trata de plata, nosotros también estamos dispuestos a gratificarte. Porque, hablando de verdad, te necesitamos, tío.
—Necesitamos que vayas donde el juez y declares que firmaste como testigo bajo presión y amenazas —explicó Escobita—. Si tú y Narciso declaran eso, todo andará más rápido y el matrimonio se anulará en un dos por tres. Claro que estamos dispuestos a recompensarte, tío. Y de manera generosa.
—Los servicios se pagan y nosotros sabemos muy bien en qué mundo vivimos —añadió Miki—. Y, por supuesto, con la discreción más absoluta.
—Además, le harás un gran favor a mi papá, tío. El pobre debe estar ahora desesperado, sin saber cómo escapar de la trampa en la que se metió en un momento de debilidad. Nosotros lo sacaremos del lío y terminará agradeciéndonos, verás.
Rigoberto los escuchaba sin pestañear ni moverse, petrificado en el asiento, como si estuviera sumido en sesudas reflexiones. Los mellizos esperaban su respuesta, ansiosos. El silencio se prolongó cerca de un minuto. A lo lejos, se oía de cuando en cuando ya muy débil el silbato-flauta del afilador.
—Les voy a pedir que salgan de esta casa y no vuelvan a poner los pies aquí —dijo por fin don Rigoberto, siempre con la misma calma—. La verdad, son ustedes peores de lo que creía, muchachos. Y vaya que si alguien los conoce bien, soy yo, desde que llevaban pantalón corto.
—Nos estás ofendiendo —dijo Miki—. No te equivoques, tío. Respetamos tus canas, pero hasta por ahí nomás.
—No te lo vamos a permitir —afirmó Escobita, golpeando la mesa—. Tienes todas las de perder, para que lo sepas. Tu misma jubilación está en veremos.
—No te olvides quiénes van a ser dueños de la compañía apenas el viejo loco estire la pata —lo amenazó Miki.
—Les he pedido que se vayan —dijo Rigoberto, levantándose y señalando la puerta—. Y, sobre todo, no me vuelvan a asomar por esta casa. No quiero verlos más.
—¿Tú crees que nos vas a echar así nomás de tu casa, pedazo de alcahuete? —dijo Escobita, levantándose también y cerrando los puños.
—Cállate —lo atajó su hermano, sujetándolo del brazo—. Las cosas no pueden degenerar en una pelea. Discúlpate con el tío Rigoberto por insultarlo, Escobita.
—No es necesario. Basta con que se vayan y no vuelvan —dijo Rigoberto.
—Es él quien nos ha ofendido, Miki. Nos está botando de su casa como a dos perros sarnosos. ¿No lo has oído, acaso?
—Discúlpate, carajo —ordenó Miki, poniéndose de pie también—. Ahora mismo. Pídele disculpas.
—Está bien —cedió Escobita; temblaba como una hoja de papel—. Te pido disculpas por lo que te dije, tío.
—Estás disculpado —asintió Rigoberto—. Esta conversación ha terminado. Gracias por su visita, muchachos. Buenos días.
—Ya conversaremos otra vez, más tranquilos —se despidió Miki—. Siento que esto haya terminado así, tío Rigoberto. Nosotros queríamos llegar a un acuerdo amistoso contigo. En vista de tu intransigencia, el asunto tendrá que pasar por el Poder Judicial.
—No es algo que te convenga y te lo digo muy de a buenas porque lo lamentarás —dijo Escobita—. Así que mejor piénsatelo dos veces.
—Vamos, hermano, ya cállate —Miki tomó del brazo a su hermano y lo arrastró hacia la puerta de calle.
Apenas los mellizos salieron de la casa, Rigoberto vio aparecer a Lucrecia y Justiniana con las caras alarmadas. Esta última tenía en sus manos, como un arma contundente, el compacto mazo de amasar harina.
—Lo oímos todo —dijo Lucrecia, cogiendo a su marido del brazo—. Si te hubieran hecho cualquier cosa, estábamos listas para intervenir y lanzarnos sobre las hienas.
—Ah, para eso es el amasador —preguntó Rigoberto y Justiniana asintió, muy seria, haciendo revolear en el aire su improvisado garrote.
—Yo tenía en la mano el fierro de la chimenea —dijo Lucrecia—. Les hubiéramos sacado los ojos a esos forajidos. Te lo juro, amor.
—¿Me porté bastante bien, no? —sacó pecho Rigoberto—. No me dejé amedrentar en ningún momento por esa pareja de subnormales.
—Te portaste como un gran señor —dijo Lucrecia—. Y, al menos por esta vez, la inteligencia derrotó a la fuerza bruta.
—Como un hombre de pelo en pecho, señor —le hizo eco Justiniana.
—Ni una palabra de todo esto a Fonchito —ordenó Rigoberto—. El chico ya tiene bastantes dolores de cabeza para darle más.
Ellas asintieron y, de pronto, al mismo tiempo, los tres se echaron a reír.