VII

Ocurrió una mañana en que el sargento Lituma y el capitán Silva, distrayéndose este por un rato de su obsesión por las piuranas y por la señora Josefita en particular, trabajaban con sus cinco sentidos volcados en la tarea, tratando de encontrar algún hilo conductor que orientara la investigación. El coronel Ríos Pardo, alias Rascachucha, jefe policial de la región, había vuelto a reñirlos la víspera, hecho un energúmeno, porque el desafío de Felícito Yanaqué contra los mafiosos en El Tiempo había llegado a Lima. El propio ministro del Interior llamó en persona para exigirle que aquello se resolviera de inmediato. La prensa se había hecho eco del asunto y no sólo la policía, el mismo Gobierno estaba quedando en ridículo ante la opinión pública. ¡Echar mano a los chantajistas y hacer un buen escarmiento era la consigna de la superioridad!

—Tenemos que reivindicar a la policía, carajo —bramó, detrás de sus enormes bigotes, los ojazos como brasas, el malhumorado Rascachucha—. Unos cuantos zamarros no pueden reírse de nosotros de esta manera. O los cazan ipso facto o lo lamentarán el resto de su carrera. ¡Lo juro por San Martín de Porres y por Dios!

Lituma y el capitán Silva analizaron con lupa las declaraciones de todos los testigos, hicieron fichas, cotejos, cruzaron informaciones, barajando hipótesis y descartándolas una tras otra. De tanto en tanto, tomándose un respiro, el capitán lanzaba exclamaciones laudatorias, cargadas de fiebre sexual, a las redondeces de la señora Josefita, de la que se había enamorado. Muy serio y con ademanes escabrosos, explicaba a su subordinado que aquellos glúteos no sólo eran grandes, redondos y simétricos, además «daban un respinguito al caminar», algo que a él le removía el corazón y las criadillas al unísono. Por eso, sostenía, «a pesar de sus años, su cara alunada y sus piernas algo chuecas, Josefita es una hembrita de la pitri mitri».

—Más cachable que la ricotona de Mabel, si me obligas a hacer comparaciones, Lituma —precisó, los ojos saltándole de las órbitas como si tuviera allí delante los traseros de las dos damas y los estuviera sopesando—. Reconozco que la querida de don Felícito tiene una linda silueta, tetas belicosas y piernas y brazos bien modelados y carnosos, pero el potito, te habrás fijado, deja bastante que desear. No es muy tocable. No acabó de desarrollarse, no floreció, en algún momento quedó atrofiado. En mi sistema de clasificación, el suyo es un culito tímido, ya me entiendes.

—Por qué no se concentra en la investigación más bien, mi capitán —le pidió Lituma—. Ya vio lo furioso que está el coronel Ríos Pardo. A este ritmo no saldremos nunca de este caso ni volveremos a ascender.

—He podido notar que a ti no te interesa nada el culo de las mujeres, Lituma —sentenció el capitán, compadeciéndolo, poniendo cara de duelo. Pero al instante sonrió y se pasó la lengua por los labios como un micifuz—. Un defecto de tu formación varonil, te lo aseguro. Un buen culo es el don más divino que puso Dios en el cuerpo de las hembras para la felicidad de los machos. Hasta la Biblia lo reconoce, me han dicho.

—Claro que me interesan, mi capitán. Pero en usted no hay sólo interés, sino obsesión y vicio, dicho sea con todo respeto. Volvamos a las arañitas de una vez.

Pasaron muchas horas leyendo, releyendo y examinando palabra por palabra, letra por letra y palote por palote, las cartas y dibujos de los chantajistas. Habían pedido un examen grafológico de los anónimos a la oficina central, pero el especialista estaba en el hospital, operado de hemorroides, y tenía dos semanas de licencia. Fue un día de esos, mientras cotejaban cartas con las firmas y escritos de delincuentes prontuariados en la fiscalía, que, de pronto, una chispita en la oscuridad, brotó en la cabeza de Lituma aquella sospecha. Un recuerdo, una asociación. El capitán Silva notó que algo le ocurría a su adjunto.

—Te quedaste como alelado de repente. ¿Qué hubo, Lituma?

—Nada, nada, mi capitán —encogió los hombros el sargento—. Una tontería. Es que me acabo de acordar de un tipo que conocí. Andaba dibujando arañitas, si la memoria no me engaña. Una cojudez, seguro.

—Seguro —repitió el capitán, escrutándolo. Le acercó la cara y cambió de tono—. Pero, como no tenemos nada, una cojudez es mejor que nada. ¿Quién era ese tipo? Anda, cuéntame.

—Una historia bastante antigua, mi capitán —el comisario advirtió que la voz y los ojos de su adjunto se cargaban de incomodidad, como si le molestara escarbar en esos recuerdos aunque no pudiera evitarlo—. No tendrá nada que ver con esto, me imagino. Pero, sí, me recuerdo bien, ese concha de su madre andaba haciendo siempre dibujitos, garabatos que tal vez eran arañitas. En papeles, en periódicos. A veces, hasta en la tierra de las chicherías, con un palito.

—¿Y quién era ese tal concha de su madre, Lituma? Dímelo de una vez y no me jodas con tantas vueltas.

—Vamos a tomarnos un juguito y salgamos un rato de este horno, mi capitán —le propuso el sargento—. Es una historia largaza y, si no le aburre, se la contaré. Yo pago los jugos, no se preocupe.

Fueron a La Perla del Chira, un barcito de la calle Libertad junto a un solar en el que, le contó Lituma a su jefe, en su juventud había una gallera donde se apostaba fuerte. Él había venido algunas veces, pero no le gustaban las peleas de gallos, lo entristecía ver cómo se destrozaban a picotazos y navajazos los pobres animales. No había aire acondicionado, pero sí ventiladores que refrescaban el local. Estaba desierto. Pidieron dos jugos de lúcuma con mucho hielo y encendieron cigarrillos.

—El concha de su madre se llamaba Josefino Rojas y era hijo del lanchero Carlos Rojas, el que antaño traía reses de las haciendas al camal, por el río, los meses de avenida —dijo Lituma—. Lo conocí cuando yo era muy joven, un churre todavía. Teníamos nuestra collera. Nos gustaban la juerga, las guitarras, las cervecitas y las hembras. Alguien nos bautizó, o tal vez nosotros mismos, «los inconquistables». Compusimos nuestro himno.

Y, con voz bajita y raspada, Lituma cantó, entonado y risueño:

Somos los inconquistables

que no quieren trabajar:

¡sólo chupar!

¡sólo timbear!

¡sólo culear!

El capitán lo festejó, lanzando una carcajada y aplaudiendo:

—Buena, Lituma. O sea que, por lo menos de joven, también se te paraba.

—Los inconquistables éramos tres, al principio —prosiguió el sargento, nostálgico, sumido en sus recuerdos—. Mis primos, los hermanos León —José y el Mono— y un servidor. Tres mangaches. No sé cómo se nos arrimó Josefino. Él no era de la Mangachería sino de la Gallinacera, ahí por donde estaban el antiguo mercado y el camal. No sé por qué lo metimos al grupo. Entre los dos barrios había entonces una rivalidad terrible. Con trompadas y chavetas. Una guerra que hizo correr mucha sangre en Piura, le digo.

—Pucha, me hablas de la prehistoria de esta ciudad —dijo el capitán—. La Mangachería sé muy bien dónde estaba, ahí por el norte, avenida Sánchez Cerro abajo, por el viejo cementerio de San Teodoro. Pero ¿la Gallinacera?

—Ahí nomás, cerquita de la Plaza de Armas, junto al río, hacia el sur —dijo Lituma, señalando—. Se llamaba la Gallinacera por la cantidad de gallinazos que atraía el camal, cuando beneficiaban las reses. Los mangaches éramos sanchezcerristas y los gallinazos apristas. El concha de su madre de Josefino era gallinazo y decía que había sido aprendiz de matarife, de churre.

—Eran ustedes pandilleros, entonces.

—Palomillas nomás, mi capitán. Hacíamos mataperradas, nada muy serio. Trompeaderas, no pasábamos de ahí. Pero, después, Josefino se volvió cafiche. Conquistaba chicas y las metía de putillas a la Casa Verde. Ese era el nombre del burdel, a la salida a Catacaos, cuando Castilla no se llamaba Castilla todavía sino Tacalá. ¿Llegó a conocer ese bulín? Era fastuoso.

—No, pero he oído mucho sobre la famosa Casa Verde. Todo un mito en Piura. O sea que cafiche. ¿Ese era el que dibujaba las arañitas?

—Ese mismo, mi capitán. Creo que arañitas, pero tal vez la memoria me hace trampas. No estoy muy seguro.

—¿Y por qué lo odias tanto a ese cafiche, Lituma, se puede saber?

—Por muchas razones —la gruesa cara del sargento se le ensombreció y los ojos se le inyectaron de rabia; había comenzado a sobarse la papada muy rápido—. La principal, por lo que me hizo cuando estuve preso. Ya usted sabe esa historia, me encanaron por jugar a la ruleta rusa con un hacendado de aquí. En la Casa Verde, precisamente. Un blanquito borrachín que se apellidaba Seminario y que se voló los sesos en el juego. Aprovechando que yo estaba en la cárcel, Josefino me quitó a mi hembrita. La metió a putear para él en la Casa Verde. Se llamaba Bonifacia. Me la traje del Alto Marañón, de Santa María de Nieva, allá en la Amazonía. Cuando se hizo de la vida, le pusieron la Selvática.

—Ah, bueno, te sobraban razones para odiarlo —admitió el capitán, cabeceando—. O sea que tienes todo un pasado, Lituma. Nadie lo diría, viéndote ahora tan mansito. Si parece que no hubieras matado nunca ni a una mosca. No te imagino jugando a la ruleta rusa, la verdad. Yo jugué una sola vez, con un compañero, una noche de copas. Todavía se me congelan los huevos cuando me acuerdo. ¿Y, a ese Josefino, por qué no lo mataste, se puede saber?

—No por falta de ganas, sino para no ir a chirona otra vez —explicó el sargento, con parsimonia—. Eso sí, le di una paliza que le debe estar doliendo el cuerpo todavía. Le hablo de veinte años atrás, por lo menos, mi capitán.

—¿Estás seguro que el cafiche se las pasaba dibujando arañitas todo el tiempo?

—No sé si eran arañitas —rectificó Lituma una vez más—. Pero dibujaba, sí, todo el tiempo. En servilletas, en el papelito que se le ponía delante. Era su manía. Tal vez no tenga nada que ver con lo que buscamos.

—Piensa y trata de recordar, Lituma. Concéntrate, cierra los ojos, mira hacia atrás. ¿Arañitas como las de las cartas que le mandan a Felícito Yanaqué?

—Mi memoria no da para tanto, mi capitán —se disculpó Lituma—. Le hablo de una punta de años atrás, ya le dije que tal vez unos veinte, quizás más. No sé por qué hice esa asociación. Mejor olvidémonos.

—¿Sabes qué ha sido del cafiche Josefino? —insistió el capitán. Tenía una expresión grave y no apartaba los ojos del sargento.

—Nunca más lo vi, ni tampoco a los otros dos inconquistables, mis primos. Desde que me readmitieron en el cuerpo, he estado en la sierra, en la selva, en Lima. Dándole la vuelta al Perú, se podría decir. Sólo volví a Piura hace poco. Por eso le decía que lo más probable es que sea una tontería lo que se me ocurrió. No estoy seguro de que fueran arañitas, le digo. Dibujaba algo, eso sí. Lo hacía todo el tiempo y los inconquistables nos burlábamos de él.

—Si el cafiche Josefino está vivo, quisiera conocerlo —dijo el comisario, dando un golpecito en la mesa—. Averígualo, Lituma. No sé por qué, pero me huele bien. Tal vez hemos mordido un pedazo de carne. Tiernecita y jugosa. Lo siento en la saliva, en la sangre y en las criadillas. En estas cosas nunca me equivoco. Ya estoy viendo una lucecita al fondo del túnel. Buena, Lituma.

El capitán estaba tan contento que el sargento lamentó haberle comunicado su corazonada. ¿Seguro que, en la época de los inconquistables, Josefino dibujaba sin parar? Ya no lo estaba tanto. Esa noche, al terminar el servicio, cuando, como de costumbre, se iba andando avenida Grau arriba hacia la pensión donde vivía, en el barrio de Buenos Aires, cerca del cuartel Grau, esforzó su memoria tratando de asegurarse de que aquello no era un falso recuerdo. No, no, aunque ahora ya no estuviera tan convencido. A su memoria volvían, por oleadas, imágenes de sus años de churre, en las calles polvorientas de la Mangachería, cuando con el Mono y José se iban al arenal que estaba ahí nomás pegadito a la ciudad, a poner trampas a las iguanas al pie de los algarrobos, a cazar pajaritos con hondas que ellos mismos fabricaban, o, escondidos entre los matorrales y médanos del arenal, a espiar a las lavanderas que, ya cerca de la Atarjea, se metían a lavar la ropa hundidas hasta la cintura en las aguas del río. A veces, con el agua, se les transparentaban los pechos y a ellos se les encendían los ojos y las braguetas de la excitación. ¿Cómo fue que Josefino se juntó al grupo? Ya no se acordaba cómo, cuándo ni por qué. En todo caso, el gallinazo se les unió cuando ya no eran tan churres. Porque entonces ya iban a las chicherías y se gastaban los solcitos que ganaban haciendo trabajos de ocasión, como vender apuestas de las carreras hípicas, en timbas, jaranas y borracheras. Tal vez no eran arañitas, pero dibujitos sí, Josefino los hacía todo el tiempo. Lo recordaba clarito. Mientras conversaba, cantaba o cuando se ponía a cavilar en sus maldades, aislándose del resto. No era un falso recuerdo, tal vez lo que dibujaba eran sapos, culebras, pichulitas. Lo asaltaron las dudas. De repente eran las cruces y los círculos del juego de michi, o caricaturas de la gente que veían en el barcito de la Chunga, una de sus querencias. ¡La Chunga chunguita! ¿Existiría todavía? Imposible. Si estuviera viva, sería ya tan vieja que no tendría las condiciones físicas para administrar un bar. Aunque, quién sabe. Era una mujer de pelo en pecho, no le tenía miedo a nadie, se enfrentaba a los borrachos de igual a igual. Alguna vez le paró los machos al mismísimo Josefino que se las quiso dar de chistoso con ella.

¡Los inconquistables! ¡La Chunga! Puta madre, cómo pasaba el tiempo tan rápido. A lo mejor los León, Josefino y Bonifacia ya estaban muertos y enterrados y no quedaba de ellos sino el recuerdo. Qué tristeza.

Caminaba casi a oscuras porque las luces del alumbrado público, luego de dejar atrás el Club Grau y entrar en el barrio residencial de Buenos Aires, se espaciaban y empobrecían. Iba despacio, tropezando en los huecos del asfalto, entre viviendas que, después de tener jardines y dos pisos, se iban volviendo cada vez más bajas y pobretonas. A medida que se acercaba a su pensión, las casas se tornaban chozas, rústicas construcciones de paredes de adobe, palos de algarrobo y techos de calamina levantadas en calles sin veredas, por las que apenas circulaban automóviles.

Al volver a Piura, después de servir muchos años en Lima y en la sierra, se instaló en un cuartito en la villa militar, donde los guardias tenían derecho a vivir también, igual que los milicos. Pero no le gustó esa promiscuidad con sus compañeros del cuerpo. Era como seguir en el servicio, viendo a las mismas personas y hablando de las mismas cosas. Por eso, a los seis meses se mudó a la casa de los Calancha, que tenían cinco cuartos para pensionistas. Era muy modesta y el dormitorio de Lituma minúsculo, pero pagaba poco y ahí se sentía más independiente. El matrimonio Calancha estaba viendo televisión cuando llegó. El señor había sido maestro y su esposa empleada municipal. Estaban jubilados hacía tiempo. La pensión sólo incluía el desayuno, pero, si el inquilino quería, los Calancha le hacían traer el almuerzo y la comida de una fondita vecina cuyos potajes eran bastante sustanciosos. El sargento les preguntó si por casualidad se acordaban de un barcito, cerca del viejo estadio, que regentaba una mujer algo hombruna que se llamaba, o le decían, la Chunga. Lo miraron desconcertados, negando con las cabezas.

Esa noche permaneció largo rato desvelado y con cierto malestar en el cuerpo. Maldita la hora en que se le ocurrió hablarle al capitán Silva de Josefino. Ahora ya estaba seguro de que el cafiche no dibujaba arañitas sino otra cosa. Revolver ese pasado no le hacía bien. Le daba pena recordar su juventud, los años que tenía —raspaba los cincuenta ya—, lo solitaria que era su existencia, las desgracias que le habían tocado, aquella tontería de la ruleta rusa con Seminario, los años en la cárcel, la historia de Bonifacia que, cada vez que le volvía a la memoria, le dejaba un sabor amargo en la boca.

Durmió al fin, pero mal, con pesadillas que al despertar le dejaron el recuerdo de unas imágenes descalabradas y terroríficas. Se lavó, tomó desayuno y antes de las siete ya estaba en la calle, rumbo al lugar donde su memoria suponía se hallaba el barcito de la Chunga. No era fácil orientarse. En su recuerdo, aquellas eran las afueras de la ciudad, ralas cabañitas de barro y caña brava erigidas sobre el arenal. Ahora había calles, cemento, casas de material noble, postes de luz eléctrica, veredas, autos, colegios, gasolineras, tiendas. ¡Qué cambios! La antigua barriada formaba ahora parte de la ciudad y nada se parecía a sus recuerdos. Sus intentos con los vecinos —sólo se acercó a preguntar a personas mayores— fueron inútiles. Nadie recordaba el barcito ni a la Chunga, mucha gente de por aquí ni siquiera era piurana sino bajada de la sierra. Tenía la ingrata sensación de que su memoria le mentía; nada de lo que recordaba había existido, eran fantasmas y lo habían sido siempre, puro producto de su imaginación. Pensar en eso lo asustaba.

A media mañana desistió de continuar la búsqueda y regresó al centro de Piura. Antes de volver a la comisaría, se tomó una gaseosa en la esquina, acalorado. Ya las calles estaban llenas de ruido, automóviles, ómnibus, escolares en uniforme. Vendedores de lotería y baratijas que voceaban sus mercancías a gritos, gentes sudorosas y apresuradas que atestaban las veredas. Y, entonces, la memoria le devolvió el nombre y el número de la calle donde vivían sus primos los León: Morropón, 17. En el corazón mismo de la Mangachería. Entrecerrando los ojos, vio la fachada descolorida de la casita de un solo piso, las ventanas enrejadas, los maceteros con flores de cera, la chichería sobre la que ondeaba, prendida de una caña, una banderita blanca indicando que allí se servía chicha fresca.

Tomó un mototaxi hasta la avenida Sánchez Cerro y, sintiendo las gotas de sudor que le chorreaban por la cara y le mojaban la espalda, se internó a pie en el antiguo dédalo de calles, callejones, medialunas, impases, descampados, que había sido la Mangachería, ese barrio que, se decía, se llamaba así porque lo habían poblado, en la colonia, esclavos malgaches, importados de Madagascar. Todo aquello había cambiado también de forma, gente, textura y color. Las calles de tierra estaban asfaltadas, las casas eran de ladrillo y cemento, había algunos edificios, alumbrado público, no quedaba una sola chichería ni un piajeno por las calles, sólo perros vagabundos. El caos se había vuelto orden, calles rectas y paralelas. Nada se parecía ya a sus recuerdos mangaches. El barrio se había adecentado, vuelto anodino e impersonal. Pero la calle Morropón existía y también el número 17. Sólo que en vez de la casita de sus primos encontró un gran taller de mecánica, con un cartelón que decía: «Se vende repuestos para todas las marcas de autos, camionetas, camiones y ómnibus». Entró y en el vasto y oscuro local que olía a aceite vio carrocerías y motores a medio armar, oyó ruido de soldaduras, observó a tres o cuatro operarios con overoles azules, inclinados sobre sus máquinas. En una radio tocaban una música selvática, La Contamanina. Entró a una oficina donde ronroneaba un ventilador. Sentada frente a una computadora, había una mujer muy joven.

—Buenas —dijo Lituma, quitándose el quepis.

—¿En qué puedo servirlo? —lo miraba con esa ligera inquietud con que la gente solía mirar a los policías.

—Estoy haciendo una averiguación sobre una familia que vivía aquí —le explicó Lituma, señalando el local—. Cuando esto no era un taller sino una casita de familia. Se apellidaba León.

—Que recuerde, esto fue siempre un taller de mecánica —dijo la muchacha.

—Usted es muy joven, no puede acordarse —repuso Lituma—. Pero, tal vez el dueño sepa algo.

—Si quiere, puede esperarlo —la chica le señaló una silla. Y, de pronto, se le iluminó la cara—: Ay, qué tonta. ¡Claro! El dueño del taller se llama León, precisamente. Don José León. A lo mejor él puede ayudarlo.

Lituma se dejó caer en la silla. El corazón le latía muy fuerte. Don José León. Puta madre. Era él, era su primo José. Tenía que ser el inconquistable. Quién si no.

Estuvo hecho un ascua de los puros muñecos mientras esperaba. Los minutos le parecieron interminables. Cuando el inconquistable José León apareció por fin en el taller, pese a que era ahora un hombre grueso y panzón, con mechones de canas en sus ralos cabellos, y se vestía como un blanquito, con saco, camisa de cuello y unos zapatos lustrados como espejos, lo reconoció en el acto. Se puso de pie, emocionado, y abrió los brazos. José no lo reconoció y lo examinó acercándole mucho la cara, extrañado.

—Ya veo que no sabes quién soy, primo —dijo Lituma—. ¿Tanto cambié?

A José se le ensanchó la cara en una gran sonrisa.

—¡No me lo creo! —exclamó, abriendo los brazos también—. ¡Lituma! Qué sorpresota, hermano. Después de tantos años, che guá.

Se abrazaron, se palmearon, ante los ojos sorprendidos de la oficinista y los operarios. Se examinaron uno al otro, sonrientes y efusivos.

—¿Tienes tiempo para un cafecito, primo? —le preguntó Lituma—. ¿O prefieres que nos veamos más tarde o mañana?

—Despacho dos o tres cositas y nos vamos a recordar los tiempos de los inconquistables —dijo José, dándole otra palmada—. Siéntate, Lituma. Me libero en un dos por tres. Qué gustazazo, hermano.

Lituma volvió a sentarse en la silla y desde ahí vio a León revisar papeles en el escritorio, consultar algo en unos librotes con la secretaria, salir de la oficina y hacer un recorrido por el taller, pasando revista al trabajo de los mecánicos. Advirtió lo seguro que parecía dando órdenes, recibiendo los saludos de los empleados y la desenvoltura con que dictaba instrucciones o absolvía consultas. «Quién te viera y quién te ve, primo», pensó. Le costaba trabajo identificar al zarrapastroso José de su juventud, corriendo descalzo entre las cabritas y los piajenos de la Mangachería, con este blanquito dueño de un gran taller de mecánica que se vestía con ternos y zapatos de fiesta a mediodía.

Salieron, Lituma tomado del brazo de José, a una cafetería-restaurante llamada Piura Linda. Su primo dijo que este encuentro había que celebrarlo y pidió cervezas. Brindaron por los tiempos idos y estuvieron un buen rato cotejando con nostalgia los recuerdos comunes. El Mono había sido socio de José en el taller cuando este lo abrió. Pero luego tuvieron diferencias y se apartó del negocio, aunque los dos hermanos seguían siempre muy unidos y viéndose a menudo. El Mono estaba casado y tenía tres hijos. Trabajó unos años en la Municipalidad, luego puso una ladrillera. Le iba bien, lo llamaban muchas constructoras de Piura, sobre todo ahora, un período de vacas gordas en que surgían barrios nuevos. Todos los piuranos soñaban con una casa propia y era formidable que soplaran buenos vientos. José no se podía quejar. Fue difícil al principio, había mucha competencia, pero poco a poco la calidad del servicio se fue imponiendo, y ahora, sin jactancia, su taller era uno de los mejores de la ciudad. Le sobraba trabajo, gracias a Dios.

—O sea, tú y el Mono dejaron de ser inconquistables y mangaches, y se volvieron blanquiñosos y ricos —bromeó Lituma—. Sólo yo sigo pobre de misericordia y seré un cachaco por toda la eternidad.

—¿Cuánto tiempo llevas aquí, Lituma? ¿Por qué no me buscaste antes?

El sargento le mintió que poco tiempo y que las averiguaciones que hizo sobre su paradero no le habían dado resultado, hasta que se le ocurrió venir a darse una vuelta por los antiguos barrios. Así fue que se dio de bruces con Morropón número 17. Nunca pudo imaginarse que aquel arenal con casuchas de mala muerte se hubiera convertido en esto. ¡Y con un taller de mecánica para sacarse el sombrero!

—Los tiempos cambian y, felizmente, para mejor —asintió José—. Esta es una buena época para Piura y para el Perú, primo. Ojalá nos dure, toquemos madera.

Él se había casado también, con una trujillana, pero el matrimonio fue un desastre. Se llevaban como perro y gato y se habían divorciado. Tenían dos hijas, que vivían con su madre en Trujillo. José iba a verlas de tanto en tanto y ellas venían a pasar las vacaciones con él. Estaban en la universidad, la mayor estudiaba Odontología y la menor Farmacia.

—Te felicito, primo. Serán profesionales las dos, qué suerte.

Y, entonces, cuando Lituma se disponía a introducir en la conversación el nombre del cafiche, José, como leyéndole el pensamiento, se le adelantó:

—¿Te acuerdas de Josefino, primo?

—Cómo me voy a olvidar de semejante concha de su madre —suspiró Lituma. Y, luego de una larga pausa, como para decir algo, preguntó—: ¿Qué ha sido de él?

José encogió los hombros e hizo una mueca despectiva.

—Hace años que no sé nada. Se dio a la mala vida, ya sabes. Vivía de las mujeres, tenía chuchumecas que trabajaban para él. Se fue maleando cada vez más. El Mono y yo nos apartamos. Venía de cuando en cuando a tirarnos un sablazo, contándonos el cuento de las enfermedades y de acreedores que lo amenazaban. Hasta estuvo metido en un asunto feo, con motivo de un crimen. Lo acusaron de cómplice o encubridor. No me extrañaría que un día aparezca asesinado en alguna parte por esos maleantes que tanto le gustaban. Estará pudriéndose en alguna cárcel, quién sabe.

—Cierto, la maldad lo atraía como la miel a las moscas —dijo Lituma—. El puta había nacido para delincuente. No me explico por qué nos juntamos con él, primo. Siendo gallinazo, además, y nosotros mangaches.

Y, en ese momento, Lituma, que había estado mirando sin mirar los movimientos de una de las manos de su primo sobre la mesa, advirtió que, con la uña del dedo gordo, José hacía unas rayitas sobre el tosco tablero lleno de inscripciones, quemaduras y manchas. Perdiendo casi el aliento, fijó mucho la vista y se dijo y repitió que no estaba loco ni obsesionado porque lo que su primo, sin darse cuenta, estaba trazando con la uña eran arañitas. Sí, arañitas, como las de los anónimos amenazantes que recibía Felícito Yanaqué. No soñaba ni veía visiones, carajo. Arañitas, arañitas. Puta madre, puta madre.

—Ahora tenemos un problema de los mil diablos —murmuró, disimulando su nerviosismo y señalando hacia la avenida Sánchez Cerro—. Estarás enterado. Leerías en El Tiempo la carta a los chantajistas de Felícito Yanaqué, el dueño de Transportes Narihualá.

—El par de huevos mejor puestos que hay en Piura —exclamó su primo. Le brillaban los ojos de admiración—. Esa carta no sólo la he leído, como todos los piuranos. La he recortado, la he mandado enmarcar y la tengo colgada en la pared de mi escritorio, primo. Felícito Yanaqué es un ejemplo para esos rosquetes de empresarios y comerciantes piuranos que se bajan los pantalones ante las mafias y les pagan cupos. Yo lo conozco a don Felícito hace tiempo. En el taller hacemos reparaciones y afinamientos a los ómnibus y camiones de Transportes Narihualá. Le escribí unas líneas felicitándolo por su cartita en El Tiempo.

Le dio un codazo a Lituma, señalándole los galones de las hombreras.

—Ustedes tienen la obligación de proteger a ese tipo, primo. Sería una tragedia que las mafias mandaran un sicario a cargarse a don Felícito. Ya has visto que, por lo pronto, le quemaron su local.

El sargento lo miraba, asintiendo. Tanta indignación y admiración no podían ser fingidas; era él quien se había equivocado, José no había estado dibujando arañitas con la uña sino rayitas. Una coincidencia, una casualidad como hay tantas. Pero, en ese momento, su memoria le dio otro revés, porque, iluminándose para que él lo viera de manera más clara y evidente, le recordó, con una lucidez que lo hacía temblar, que quien en verdad, desde que eran churres, andaba siempre dibujando con lápiz, ramitas o cuchillos esas estrellitas que parecían arañas era su primo José, no el cafiche de Josefino. Por supuesto, por supuesto. Era José. Mucho antes de que conocieran a Josefino, José andaba siempre con los dibujitos. El Mono y él le habían tomado el pelo muchas veces por esa manía que tenía. Puta madre, puta madre.

—Cuándo podemos almorzar o comer juntos, para que veas al Mono, Lituma. ¡Qué gustazazaso le dará verte!

—Y a mí también, José. Mis mejores recuerdos son piuranos, para qué. De la época en que andábamos juntos, la de los inconquistables. La mejor de mi vida, creo. En ese tiempo fui feliz. Después vinieron las desgracias. Además, que yo recuerde, tú y el Mono son los únicos parientes que me quedan en el mundo. Cuando quieras, ustedes me dicen la fecha y yo me adapto.

—Mejor el almuerzo que la comida, entonces —dijo José—. Rita, mi cuñada, es una celosa que no sabes, lo cela al Mono como no te imaginas. Le hace grandes escenas cada vez que sale de noche. Y hasta parecería que le pega.

—Almuerzo, entonces, no hay problema —Lituma se sentía tan agitado que, temiendo que José sospechara lo que le revoloteaba en la cabeza, buscó un pretexto para despedirse.

Regresó a la comisaría sofocado, confuso y aturdido, sin saber muy bien dónde pisaba, al extremo de que el triciclo de un vendedor de fruta estuvo a punto de arrollarlo al cruzar una esquina. Cuando llegó, el capitán Silva, nada más verlo se dio cuenta de su estado de ánimo.

—No me traigas más líos de los que ya tengo encima, Lituma —le advirtió, poniéndose de pie de su escritorio con tanta furia que el cubículo tembló—. ¿Qué mierda te pasa ahora? ¿Quién se te murió?

—Se murió la sospecha de que fuera Josefino Rojas el de las arañitas —balbuceó Lituma, sacándose el quepis y limpiándose el sudor con el pañuelo—. Ahora resulta que el sospechoso no es el cafiche, sino mi primo José León. Uno de los inconquistables de los que le hablé, mi capitán.

—¿Me estás tomando el pelo, Lituma? —exclamó el capitán, desconcertado—. Explícame un poco cómo se come esa cojudez que acabas de decir.

El sargento se sentó, procurando que la brisa del ventilador le diera de lleno en la cara. Con lujo de detalles refirió al comisario todo lo que le había ocurrido en la mañana.

—O sea que ahora es tu primo José el que dibuja arañitas con las uñas —se enojó el capitán—. Y, además, es tan rematadamente bruto que se delata delante de un sargento de la policía, sabiendo muy bien que las arañitas de Felícito Yanaqué y Transportes Narihualá son la comidilla de todo Piura. Veo que tienes un sancochado terrible en la cabeza, Lituma.

—No estoy seguro de que dibujara arañitas con las uñas —se disculpó su subordinado, compungido—. Puedo equivocarme también en eso, le ruego que me disculpe. Ya no estoy seguro de nada, mi capitán, ni siquiera del suelo que piso. Sí, tiene usted razón. Mi cabeza es una olla de grillos.

—Una olla de arañitas, más bien —se rio el capitán—. Y, ahora, mira quién llega. Lo único que nos faltaba. Buenos días, señor Yanaqué. Pase, adelante.

Lituma supo de inmediato por la cara del transportista que ocurría algo grave: ¿otra cartita de la mafia? Felícito estaba lívido, ojeroso, la boca entreabierta en una expresión idiota, los ojos dilatados de espanto. Se acababa de quitar el sombrero y sus pelos estaban revueltos, como si se hubiera olvidado de peinarse. Él, que andaba siempre tan bien puesto, se había abrochado mal el chaleco, el primer botón en el segundo ojal. Tenía una apariencia ridícula, descuidada y payasa. No podía hablar. No contestó el saludo, se limitó a sacar un sobre del bolsillo y se lo alcanzó al capitán con una manito temblorosa. Parecía más pequeño y frágil que nunca, casi un enanito.

—Puta madre —dijo el comisario entre dientes, sacando la carta y empezando a leer en alta voz:

Estimado señor Yanaqué:

Le dijimos que su terquedad y su desafío en El Tiempo tendrían consecuencias ingratas. Le dijimos que lamentaría su negativa a ser razonable y entenderse con quienes sólo queremos dar protección a sus negocios y seguridad a su familia. Nosotros siempre cumplimos lo que decimos. Tenemos en nuestro poder a uno de sus seres queridos y lo retendremos hasta que usted dé su brazo a torcer y se ponga de acuerdo con nosotros.

Aunque ya sabemos que tiene la mala costumbre de ir a dar sus quejas a la policía, como si ella sirviera para algo, suponemos que por su bien guardará esta vez la discreción debida. A nadie le conviene que se sepa que tenemos a esa persona, sobre todo si a usted le interesa que ella no sufra a consecuencia de otra imprudencia suya. Esto debe quedar entre nosotros y resolverse con discreción y rapidez.

Ya que le gusta utilizar la prensa, ponga un avisito en El Tiempo, agradeciéndole al Señor Cautivo de Ayabaca que le hiciera el milagro que usted le pidió. Así sabremos que está de acuerdo con las condiciones que le planteamos. Y, de inmediato, la personita en cuestión volverá sana y salva a su casa. En caso contrario, puede que no vuelva a saber nunca más de ella.

Dios guarde a usted.

Aunque no la vio, Lituma adivinó la arañita que firmaba aquella carta.

—¿A quién han secuestrado, señor Yanaqué? —preguntó el capitán Silva.

—A Mabel —articuló, ahogándose, el transportista. Lituma vio que los ojos del hombrecito se mojaban y unos lagrimones corrían por sus mejillas.

—Siéntese aquí, don Felícito —el sargento le cedió la silla que ocupaba y lo ayudó a sentarse.

El transportista se sentó y se tapó la cara con las manos. Lloraba despacio, sin ruido. Su enclenque cuerpecito tenía súbitos estremecimientos. Lituma sintió pena por él. Pobre hombre, ahora sí que esos conchas de su madre habían encontrado la manera de ablandarlo. No había derecho, qué injusticia.

—Le puedo asegurar una cosa, don —el capitán parecía también conmovido con lo que le pasaba a Felícito Yanaqué—. A su amiga no le van a tocar un pelo. Ellos quieren asustarlo, nada más. Saben que no les conviene hacerle el menor daño a Mabel. Que tienen en sus manos a alguien intocable.

—Pobre muchacha —balbuceó, entre hipos, Felícito Yanaqué—. Es mi culpa, yo la metí en esto. Qué va a ser de ella, Dios mío, nunca me lo voy a perdonar.

Lituma vio que la cara cachetona y con una sombra de barba del capitán Silva pasaba de la lástima a la rabia y de nuevo a la compasión. Lo vio alargar el brazo, palmear en el hombro a don Felícito y, adelantando la cabeza, decirle con firmeza:

—Le juro por lo más santo que tengo, que es el recuerdo de mi madre, que a Mabel no le va a pasar nada. Se la devolverán sana y salva. Por mi santísima madre que voy a resolver este caso y que esos hijos de puta la van a pagar muy caro. Yo nunca hago estos juramentos, don Felícito. Usted es un hombre de muchos huevos, todo Piura lo dice. No nos flaquee ahora, por lo que más quiera.

Lituma estaba impresionado. Era verdad lo que decía el comisario: nunca hacía juramentos como el que acababa de hacer. Sintió que se le levantaba el ánimo: lo haría, lo harían. Les echarían mano. Esos mierdas lamentarían haberle hecho semejante canallada a este pobre hombre.

—Yo no voy a flaquear ahora ni nunca —balbuceó el transportista, secándose los ojos.