VI

—Esta noche no habrá ninguna historia, Rigoberto —dijo Lucrecia, cuando se acostaron y apagaron la luz. Su mujer tenía la voz marcada por la preocupación.

—Yo tampoco estoy para fantasías esta noche, amor mío.

—¿Tuviste por fin noticias de ellos?

Rigoberto asintió. Hacía siete días de la boda de Ismael y Armida y él y Lucrecia habían pasado toda la semana en zozobra, esperando la reacción de las hienas ante lo sucedido. Pero transcurría cada día y nada. Hasta que dos días atrás, el abogado de Ismael, el doctor Claudio Arnillas, llamó a Rigoberto para prevenirlo. Los mellizos habían averiguado que el matrimonio civil se celebró en la Alcaldía de Chorrillos y sabían por tanto que él era uno de los testigos. Debía estar preparado, lo llamarían en cualquier momento.

Lo hicieron al cabo de unas horas.

—Miki y Escobita me han pedido una cita y he tenido que dársela, qué me quedaba —añadió—. Vendrán mañana. No te lo conté de inmediato para no amargarte el día, Lucrecia. Se nos echa encima el problemita. Espero salir de esta con todos los huesos sanos por lo menos.

—¿Sabes una cosa, Rigoberto? No me importan tanto ellos, ya sabíamos que esto iba a pasar. Lo estábamos esperando, ¿no es cierto? Habrá que tragarse el mal rato, qué remedio —le cambió el tema su esposa—. El matrimonio de Ismael y la pataleta del par de forajidos me importan un comino por ahora. Lo que más me preocupa, lo que me quita el sueño, es Fonchito.

—¿El tipejo ese otra vez? —se alarmó Rigoberto—. ¿Han vuelto las apariciones?

—Nunca terminaron, hijito —le recordó Lucrecia, con la voz quebrada—. Lo que ocurre, creo, es que el chiquitín desconfía de nosotros y ya no nos cuenta. Eso es lo que más me inquieta. ¿No ves cómo está el pobre? Tristón, ido, encerrado en sí mismo. Antes nos contaba todo, pero ahora me temo que se guarda las cosas. Y tal vez por eso la angustia se lo está comiendo vivo. ¿No lo notas? Tanto pensar en las hienas, ni has advertido cómo ha cambiado tu hijo en estos meses. Si no hacemos algo pronto, podría pasarle cualquier cosa y nos arrepentiríamos el resto de la vida. ¿No te das cuenta?

—Me doy cuenta muy bien —Rigoberto se revolvió bajo las sábanas—. Lo que pasa es que no sé qué más podemos hacer. Si tú lo sabes, dímelo y lo haremos. Yo ya no sé qué más. Lo hemos llevado a la mejor psicóloga de Lima, he hablado con sus profesores, todos los días trato de conversar con él y ganarme otra vez su confianza. Dime qué más quieres que haga y lo haré. Yo estoy tan atormentado como tú por Fonchito, Lucrecia. ¿Crees que no me importa mi hijo?

—Ya lo sé, ya lo sé —asintió ella—. Se me ha ocurrido que, tal vez, en fin, no sé, no te rías, estoy tan aturdida por lo que le pasa que, en fin, bueno, es una idea, nada más que una simple idea.

—Dime qué se te ha ocurrido y lo haremos, Lucrecia. Lo que sea, lo haré, te lo juro.

—Por qué no hablas con tu amigo, el padre O’Donovan. En fin, no te rías, no sé.

—¿Quieres que vaya a hablar con un cura de este asunto? —se sorprendió Rigoberto. Y soltó una risita—. ¿Para qué? ¿Para que exorcice a Fonchito? ¿Te has tomado en serio la broma del diablo?

Aquello había comenzado hacía ya muchos meses, tal vez un año atrás, de la manera más trivial. En un almuerzo de fin de semana, Fonchito, como quien no quiere la cosa y como si aquello no tuviera importancia alguna, contó de pronto a su padre y su madrastra el primer encuentro que tuvo con aquel personaje.

—Ya sé cuál es tu nombre —dijo el señor, sonriéndole con amabilidad desde la mesa del costado—. Te llamas Luzbel.

El chiquillo se quedó mirándolo sorprendido, sin saber qué decir. Estaba tomando una Inca Kola a pico de botella, con su mochila del colegio sobre las rodillas y sólo ahora advertía la presencia de aquel señor en ese cafecito solitario del Parque de Barranco, no lejos de su casa. Era un caballero de sienes plateadas, ojos risueños, muy delgado, vestido con modestia pero con mucha corrección. Llevaba una chompita morada, con rombos blancos, bajo su saco gris. Tomaba a pequeños sorbos una tacita de café.

—Te he prohibido terminantemente que hables con desconocidos en la calle, Fonchito —le recordó don Rigoberto—. ¿Ya te olvidaste?

—Me llamo Alfonso, no Luzbel —contestó él—. Mis amigos me dicen Foncho.

—Tu papá te lo dice por tu bien, chiquitín —intervino su madrastra—. Nunca se sabe quiénes son esos tipos que andan metiendo cuchara a los escolares en las puertas de los colegios.

—O venden drogas, o son secuestradores o pedófilos. Así que mucho cuidadito.

—Pues deberías llamarte Luzbel —le sonrió el caballero. Su voz lenta y educada pronunciaba cada palabra con la corrección de un profesor de gramática. Su cara larga y huesuda parecía recién rasurada. Tenía unos dedos largos, de uñas recortadas. «Te juro que parecía una persona muy correcta, papá»—. ¿Sabes qué quiere decir Luzbel?

Fonchito negó con la cabeza. «¿Luzbel, eso te dijo?», se interesó don Rigoberto. «¿Luzbel has dicho?».

—El que lleva la luz, el portador de la luz —explicó el señor, calmosamente. «Hablaba como en cámara lenta, papá»—. Es una manera de decir que eres un joven muy apuesto. Cuando crezcas, todas las chicas de Lima se volverán locas por ti. ¿No te enseñaron en el colegio quién era Luzbel?

—Ya lo veo venir, ya me imagino muy bien qué andaba buscando —murmuró Rigoberto, prestando ahora mucha atención a lo que decía su hijo.

Fonchito volvió a negar con la cabeza.

—Yo sabía que tenía que irme cuanto antes, yo me acuerdo muy bien cuántas veces me has dicho que jamás debo ponerme a conversar con desconocidos como ese señor que quería meterme letra, papá —aclaró, accionando—. Pero, pero, te digo, había algo en él, en sus maneras, en su modo de hablar, que no parecía mala gente. Además, me picó la curiosidad. En el Markham, que yo recuerde, nunca nos hablaron de Luzbel.

—Era el más bello de los arcángeles, el preferido de Dios allá arriba —no hacía una broma, hablaba muy en serio, con un asomo de sonrisita benévola en su cara tan bien afeitada; señalaba con un dedo hacia el cielo—. Pero Luzbel, como se sabía tan bello, se envaneció, cometió el pecado de soberbia. Se sintió igual a Dios, nada menos. Imagínate. Entonces, Él lo castigó y, de ser el ángel de la luz, pasó a ser el príncipe de las tinieblas. Así comenzó todo. La historia, la aparición del tiempo y del mal, la vida humana.

—No parecía un cura, papá, ni uno de esos misioneros evangélicos que andan regalando revistas religiosas de casa en casa. Yo se lo pregunté: «¿Es usted un padre, señor?». «No, no, qué voy a ser un cura, Fonchito, no sé por qué se te ocurre semejante cosa». Y se echó a reír.

—Fue una imprudencia que te pusieras a conversar con él, a lo mejor te ha seguido hasta aquí —lo riñó doña Lucrecia, acariñándole la frente—. Nunca más, nunca más. Prométemelo, chiquitín.

—Tengo que irme, señor —dijo Fonchito, levantándose—. Me están esperando en mi casa.

El caballero no intentó retenerlo. A manera de despedida le sonrió de una manera más abierta, haciéndole una pequeña venia y adiós con la mano.

—¿Sabes muy bien quién era, no? —repitió Rigoberto—. Ya tienes quince años y estás enterado de estas cosas, ¿no? Un pervertido. Un pedófilo. Supongo que entiendes lo que eso significa, no necesito explicártelo. Te estaba cateando, por supuesto. Lucrecia tiene razón. Hiciste muy mal en responderle. Debiste pararte e irte apenas te habló.

—No parecía un maricón, papá —lo tranquilizó Fonchito—. Te lo juro. A los rosquetes que andan buscando chicos yo los capto ahí mismo, por la manera como miran. Antes siquiera de que abran la boca, palabra. Y porque siempre tratan de tocarme. Este era todo lo contrario, un señor muy educado, muy fino. No parecía que tuviera malas intenciones, de verdad.

—Esos son los peores, Fonchito —le aseguró doña Lucrecia, francamente alarmada—. Los mosquitas muertas, los que no lo parecen pero son.

—Dime, papá —cambió de tema Fonchito—. ¿Eso que me contó el señor del arcángel Luzbel, es cierto?

—Bueno, es lo que dice la Biblia —vaciló don Rigoberto—. Es cierto para los creyentes, en todo caso. Increíble que en el Colegio Markham no les hagan leer la Biblia, por lo menos como cultura general. Pero, no nos apartemos del asunto. Te lo repito una vez más, hijito. Terminantemente prohibido que aceptes algo de desconocidos. Ni invitaciones, ni conversaciones, ni nada. ¿Lo entiendes, no? ¿O quieres que te prohíba la salida a la calle de una vez por todas?

—Ya estoy grande para eso, papá. Ya tengo quince años, por favor.

—Sí, ya llegaste a la edad de Matusalén —se rio doña Lucrecia. Pero, de inmediato, Rigoberto la oyó suspirar en la oscuridad—. Si hubiéramos sabido adónde iba a llevar todo este asunto. Qué pesadilla, Dios mío. Ya dura como un año, calculo.

—Un año o quizás un poquito más, amor.

Rigoberto olvidó casi de inmediato aquel episodio del desconocido que habló a Fonchito de Luzbel en el cafetín del Parque de Barranco. Pero comenzó a recordarlo y a inquietarse una semana después cuando, según su hijo, al regresar de jugar un partido de fútbol en el Colegio San Agustín, aquel caballero se le volvió a presentar.

—Yo salía de ducharme en los camerinos del San Agustín, estaba yendo a reunirme con el Chato Pezzuolo para tomar juntos el colectivo a Barranco. Y, aunque no te lo creas, ahí estaba él, papá. Era el mismo señor, él.

—Hola, Luzbel —lo saludó el caballero, con la sonrisa afectuosa de la vez pasada—. ¿Te acuerdas de mí?

Estaba sentado en el vestíbulo que separaba la cancha de fútbol de la puerta de salida del Colegio San Agustín. Detrás de él se veía la espesa serpiente de autos, camionetas y ómnibus que avanzaba por la avenida Javier Prado. Algunos vehículos tenían los faros encendidos.

—Sí, sí me acuerdo —dijo Fonchito, incorporándose. Y, con un tono categórico, lo enfrentó—: Mi papá me ha prohibido que hable con desconocidos, perdone.

—Rigoberto ha hecho muy bien —dijo el señor, moviendo la cabeza. Vestía con el mismo terno gris de la vez anterior, pero la chompita morada era otra, sin rombos blancos—. Lima está llena de gente mala. Hay pervertidos y degenerados por doquier. Y los niños buenos mozos como tú son sus blancos preferidos.

Don Rigoberto abrió mucho los ojos:

—¿Me nombró a mí? ¿Te dijo que me conocía?

—¿Usted conoce a mi papá, señor?

—Y también conocí a Eloísa, tu mamá —asintió el caballero, poniéndose muy serio—. Asimismo, conozco a Lucrecia, tu madrastra. No puedo decir que seamos amigos, porque nos hemos visto apenas. Pero los dos me cayeron muy bien y, desde que los vi por primera vez, me parecieron una pareja magnífica. Me alegra saber que te cuidan mucho y se preocupan por ti. Un muchacho tan guapo como tú no está nada seguro en esta Sodoma y Gomorra que es Lima.

—¿Me podrías decir qué es eso de Sodoma y Gomorra, papá? —preguntó Fonchito y Rigoberto notó en sus ojos una lucecita maliciosa.

—Dos ciudades antiguas, muy corrompidas, a las que, por serlo, Dios arrasó —repuso, caviloso—. Es lo que creen los creyentes, al menos. Tendrías que leer un poco la Biblia, hijito. Como cultura general. El Nuevo Testamento siquiera. El mundo en que vivimos está repleto de referencias bíblicas y si no las entiendes vivirás en la confusión y la ignorancia total. Por ejemplo, no entenderás nada del arte clásico, de la historia antigua. ¿Seguro que ese tipo te dijo que nos conocía a Lucrecia y a mí?

—Y que también había conocido a mi mamá —precisó Fonchito—. Hasta me dijo su nombre: Eloísa. Lo decía de una manera que era imposible no creer que decía la verdad, papá.

—¿Te dijo cómo se llama?

—Bueno, eso no —se confundió Fonchito—. Ni se lo pregunté ni le di tiempo siquiera a que me lo dijera. Como me ordenaste que no hablara ni una palabra con él, me escapé corriendo. Pero, seguro que te conoce, que los conoce. Si no, no me hubiera dicho tu nombre, no sabría el de mi mamá y que mi madrastra se llama Lucrecia.

—Si por casualidad te lo vuelves a encontrar, no dejes de preguntarle cómo se llama —dijo Rigoberto, escudriñando con desconfianza al chiquillo: ¿aquello que les contaba podía ser verdad o era otro de sus inventos?—. Eso sí, nada de ponerte a conversar con él, ni mucho menos aceptarle una Coca-Cola ni nada. Cada vez me convenzo más de que es uno de esos viciosos que andan sueltos por Lima en busca de chiquillos. Qué podía hacer, si no, en el Colegio San Agustín.

—¿Quieres que te diga una cosa, Rigoberto? —le dijo doña Lucrecia, pegándole el cuerpo en las tinieblas, como si le leyera el pensamiento—. A ratos, pienso que todo eso se lo está inventando. Típico de Fonchito y de sus fantasías. Ya nos ha hecho otras veces esa gracia, ¿no? Y me digo que no hay de qué preocuparse, que el tal caballero no existe ni puede existir. Que se lo inventó para hacerse el interesante y tenernos inquietos y pendientes de él. Pero, el problema es que Fonchito es un soberbio embaucador. Porque, cuando nos cuenta sus encuentros, me parece imposible que no sea cierto lo que dice. Habla de una manera tan auténtica, tan inocente, tan persuasiva, en fin, no sé. ¿No te pasa, también?

—Claro que sí, lo mismo que a ti —confesó Rigoberto, abrazando a su mujer, calentándose con su cuerpo y calentándola—. Un gran embaucador, desde luego. Ojalá se haya inventado toda esta historia, Lucrecia. Ojalá, ojalá. Al principio la tomaba a la ligera, pero ya comienzan a obsesionarme estas apariciones. Me pongo a leer y me distrae el tipejo, a escuchar música y ahí está él, a ver mis grabados y lo que veo es su cara, que no es una cara sino un signo de interrogación.

—Con Fonchito una nunca se aburre, la verdad —trató de bromear doña Lucrecia—. Tratemos de dormir un poco. No quiero pasarme la noche en vela una vez más.

Transcurrieron bastantes días sin que el chiquillo volviera a hablarles del desconocido. Rigoberto comenzó a pensar que Lucrecia tenía razón. Todo había sido una fantasía de su hijo para hacerse el interesante y capturar su atención. Hasta que aquella tarde de invierno con friecito y garúa Lucrecia lo recibió con una expresión que lo sobresaltó.

—¿Por qué esa cara? —la besó Rigoberto—. ¿Por mi jubilación anticipada? ¿Te parece mala idea? ¿Tienes terror de verme todo el día metido aquí en la casa?

—Fonchito —Lucrecia le señaló el piso de abajo, donde estaba el cuarto del niño—. Algo le ha pasado en el colegio y no ha querido contarme qué. Me di cuenta apenas entró. Vino muy pálido, temblando. Creí que tenía fiebre. Le puse el termómetro y no, no tenía. Estaba como ido, asustado, apenas podía hablar. «No, no, no tengo nada, madrastra». Casi ni le salía la voz. Anda a verlo, Rigoberto, está encerrado en su cuarto. Que te diga qué le ha pasado. Tal vez debamos llamar a Alerta Médica, no me gusta la cara que tiene.

«El diablo, otra vez», pensó Rigoberto. Bajó a trancos las escaleras hacia el piso inferior del apartamento. En efecto, era el tipejo, otra vez. Fonchito se resistió un poco al principio —«Para qué te lo cuento si no me vas a creer, papá»—, pero, al final, se rindió a las razones cariñosas de su padre: «Es mejor que te lo saques de encima y lo compartas conmigo, chiquitín. Te hará bien contármelo, verás». En efecto, su hijo estaba pálido y había perdido la naturalidad. Hablaba como si le dictaran las palabras o en cualquier momento fuera a romper a llorar. Rigoberto no lo interrumpió una sola vez; lo escuchó sin moverse, totalmente concentrado en lo que oía.

Había sido durante los treinta minutos de recreo que tenían en el Colegio Markham a media tarde, antes de las últimas clases del día. En vez de ir a jugar a la cancha de fútbol, donde sus compañeros estaban pateando pelota o conversando tirados en el pasto, Fonchito se sentó en una esquina de las tribunas vacías, para repasar la última lección de matemáticas, la materia que le daba más dolores de cabeza. Comenzaba a sumergirse en una complicada ecuación con vectores y raíces al cubo cuando algo, «como un sexto sentido, papá», le hizo sentir que lo observaban. Alzó la vista y ahí estaba el señor, sentado también muy cerca de él en la tribuna desierta. Vestía con la corrección y sencillez de siempre, con corbata y una chompa morada debajo de su saco gris. Llevaba una cartera de documentos bajo el brazo.

—Hola, Fonchito —le dijo, sonriéndole con naturalidad, como si fueran viejos conocidos—. Mientras tus compañeros juegan, tú estudias. Un alumno modelo, ya me lo imaginaba de ti. Como debe ser, pues.

—¿En qué momento había llegado y trepado a la tribuna? ¿Qué hacía ahí ese señor? La verdad es que me puse a temblar y no sé por qué, papá —su hijo había palidecido un poco más y parecía aturdido.

—¿Es usted profesor en el colegio, señor? —le preguntó Fonchito, asustado y sin saber de qué se asustaba.

—Profesor, no, no lo soy —le contestó él, siempre con esa calma y esas maneras tan urbanas que nunca lo abandonaban—. Echo una mano al Colegio Markham de cuando en cuando, en cuestiones prácticas. Le doy consejos al director de orden administrativo. Me gusta venir aquí, si hace buen tiempo, a verlos a ustedes, los alumnos. Me recuerdan mi juventud y, en cierta forma, me rejuvenecen. Pero eso del buen tiempo ya no vale. Qué lástima, se ha puesto a garuar.

—Mi papá quiere saber cómo se llama usted, señor —dijo Fonchito, sorprendido de que le costara tanto esfuerzo hablar y de que le estuviera temblando la voz de esa manera—. Porque usted lo conoce, ¿no? Y también a mi madrastra, ¿no?

—Me llamo Edilberto Torres, pero ni Rigoberto ni Lucrecia se deben acordar de mí, nos conocimos muy de paso —explicó el caballero, con su parsimonia acostumbrada. Pero hoy, a diferencia de otras veces, esa sonrisa educada y esos ojitos amables, penetrantes, en vez de tranquilizarlo hacían sentirse a Fonchito muy saltón.

Rigoberto notó que a su hijo se le cortaba la voz. Le entrechocaban los dientes.

—Tranquilo, chiquitín, no hay ningún apuro. ¿Te sientes mal? ¿Te traigo un vasito de agua? ¿Prefieres seguirme contando esta historia más tarde, o mañana?

Fonchito negó con la cabeza. Las palabras le salían con dificultad, como si se le durmiera la lengua.

—Ya sé que no me lo vas a creer, ya sé que te cuento todo esto por gusto, papá. Pero, pero, es que entonces pasó algo muy raro.

Apartó la vista de su padre y la fijó en el suelo. Estaba sentado a la orilla de la cama, todavía con el uniforme de colegio, medio encogido, con una expresión atormentada. Don Rigoberto sintió una oleada de ternura y de compasión por el chiquillo. Era evidente que estaba sufriendo. Y él no sabía cómo ayudarlo.

—Si tú me dices que es cierto, te creeré —le dijo, pasándole la mano por los cabellos, en una caricia que no era frecuente en él—. Yo sé muy bien que tú nunca me has mentido y que no vas a comenzar ahora, Fonchito.

Don Rigoberto, que había estado de pie, se sentó en la silla del escritorio de su hijo. Veía los esfuerzos que hacía este para hablar y lo angustiado que estaba, mirando la pared, recorriendo los libros del estante, para evitarle los ojos. Por fin, sacó fuerzas y pudo continuar:

—En eso, mientras conversaba con el señor, vino corriendo el Chato Pezzuolo. Mi amigo, el que tú conoces. Venía gritando:

—¡Qué te pasa, Foncho! Ya terminó el recreo, todos están volviendo a las clases. Apúrate, hombre.

Fonchito se puso de pie de un salto.

—Disculpe, tengo que irme, ya se terminó el recreo —se despidió del señor Edilberto Torres y salió corriendo al encuentro de su amigo.

—El Chato Pezzuolo me recibió haciendo muecas y tocándose la cabeza como si a mí me faltara un tornillo, papá.

—¿Tú estás loco compadre o qué, Foncho? —le preguntó, mientras corrían hacia el edificio de las aulas—. ¿Se puede saber de quién carajo te despedías?

—No sé quién es ese tipo —le explicó Fonchito, acezando—. Se llama Edilberto Torres y dice que ayuda al director del colegio en cosas prácticas. ¿Tú lo has visto antes por aquí alguna vez?

—Pero de qué tipo me hablas, huevón —exclamó el Chato Pezzuolo, jadeando y dejando de correr. Se había vuelto a mirarlo—. Si no estabas con nadie, si hablabas con el vacío, como los que andan mal del coco. ¿No te nos habrás medio chiflado, compadre?

Habían llegado ya a la clase y desde allí no se alcanzaban a ver las tribunas de la cancha de fútbol.

—¿Tú no lo viste? —lo cogió del brazo Fonchito—. ¿Al señor ese, con canas, de terno, corbata y chompa morada, sentado ahí, junto a mí? Júrame que no lo viste, Chato.

—No me jodas, pues —el Chato Pezzuolo se llevó de nuevo un dedo a la sien—. Tú estabas solo como un huevonazo, ahí no había nadie más que tú. O sea, te volviste loco o ves visiones. No friegues, Alfonso. ¿Tú quieres cojudearme, no? Te aseguro que no se va a poder.

—Yo sabía que no ibas a creerme, papá —susurró Fonchito, suspirando. Hizo una pausa y afirmó—: Pero, yo sé muy bien lo que veo y lo que no veo. Puedes estar seguro que no me he vuelto un locumbeta, tampoco. Eso que te cuento es lo que pasó. Pasó tal cual.

—Bueno, bueno —intentó tranquilizarlo Rigoberto—. A lo mejor fue tu amigo Pezzuolo el que no vio al tal Edilberto Torres. Estaría en un ángulo muerto, algún obstáculo le cortaría la visión. No le des más vueltas al asunto. ¿Qué otra explicación puede haber? Tu amigo el Chato no alcanzó a verlo y eso es todo. No vamos a ponernos a creer en fantasmas a estas alturas de la vida, ¿no es cierto, hijito? Olvídate de todo eso y, sobre todo, de Edilberto Torres. Digamos que no existe ni nunca existió. Que ya fue, como dicen ustedes ahora.

—Otra de las imaginaciones afiebradas de este niñito —le comentaría doña Lucrecia, después—. Nunca dejará de sorprendernos. O sea que se le aparece un tipo que sólo ve él, allí, en la cancha de fútbol de su colegio. ¡Qué cabecita desaforada la que tiene, Dios mío!

Pero, luego, fue ella la que incitó a Rigoberto a ir al Markham, sin que Fonchito se enterara, a conversar con Mr. McPherson, el director. La conversación le hizo pasar un mal rato a don Rigoberto.

—Por supuesto, ni conocía ni había oído hablar siquiera de Edilberto Torres —le contó a Lucrecia, llegada la noche, la hora en que acostumbraban conversar—. Además, como era de esperar, el gringo se burló de mí a sus anchas. Que era absolutamente imposible que un desconocido hubiera entrado al colegio y aún menos a la cancha de fútbol. Nadie que no sea profesor o empleado está autorizado a poner los pies allí. Mr. McPherson también cree que se trata de una de esas fantasías a las que son propensos los chiquillos inteligentes y sensibles. Me dijo que no había que dar la menor importancia al asunto. Que a la edad de mi hijo es lo más normal que un niño vea de cuando en cuando a un fantasma, a menos de ser tonto. Quedamos en que ni él ni yo le hablaríamos a Foncho de la entrevista. Tiene razón, me parece. Para qué seguirle la cuerda con algo que no tiene ni pies ni cabeza.

—Mira que si resulta que el diablo existe, que es peruano y que se llama Edilberto Torres —Lucrecia tuvo un súbito ataque de risa. Pero Rigoberto notó que era una risa nerviosa.

Estaban acostados y era evidente que, a estas alturas de la noche, ya no habría historias, fantasías, ni harían el amor. Les ocurría con cierta frecuencia últimamente. En vez de inventarse historias que los fueran incitando, se ponían a conversar y a menudo se entretenían tanto que se les iba pasando el tiempo hasta que los vencía el sueño.

—Me temo que no sea para reírse —se retractó ella misma, un momento después, seria de nuevo—. Este asunto está tomando demasiado vuelo, Rigoberto. Tenemos que hacer algo. No sé qué, pero algo. No podemos mirar al otro lado, como si no pasara nada.

—Por lo menos, ahora sí estoy seguro de que se trata de una fantasía, algo muy típico de él —reflexionó Rigoberto—. Pero ¿qué busca con estos cuentos? Esas cosas no son gratuitas, tienen fondo, unas raíces en el inconsciente.

—A veces, lo veo tan callado, tan aislado en sí mismo, que me muero de pena, amor. Siento que el chiquito está sufriendo en silencio y me parte el alma. Como sabe que no le creemos las apariciones, ya no nos las cuenta. Y eso es todavía peor.

—Podría tener visiones, alucinaciones —divagó don Rigoberto—. Le ocurre a la gente más normal, vivos o tontos. Cree que ve lo que no ve, lo que está sólo en su mollera.

—Claro que sí, seguro que son invenciones —concluyó doña Lucrecia—. Se supone que el diablo no existe. Yo creía en él cuando te conocí, Rigoberto. En Dios y en el diablo, como cree toda familia católica normal. Tú me convenciste de que eran supersticiones, tonterías de la gente ignorante. Y ahora resulta que el que no existe se nos metió en la familia, qué te parece.

Lanzó otra risita nerviosa y al instante se calló. Rigoberto la notó quieta y pensativa.

—No sé si existe o no, para serte franco —admitió—. De lo único que estoy seguro ahora es de eso que ya dijiste. Pudiera ser que exista, hasta ahí podría llegar. Pero no puedo aceptar que sea peruano, se llame Edilberto Torres y dedique su tiempo a merodear detrás de los alumnos del Colegio Markham. No me jodan, pues.

Le dieron muchas vueltas al asunto y, finalmente, decidieron llevar a Fonchito a que le hiciera una evaluación un psicólogo. Hicieron averiguaciones entre sus amistades. Todas recomendaron a la doctora Augusta Delmira Céspedes. Había estudiado en Francia, era especialista en psicología infantil y quienes le habían encomendado a sus hijos o hijas con problemas, hablaban maravillas de su ciencia y su buen tino. Temieron que Fonchito se resistiera y tomaron mil precauciones para presentarle el asunto con delicadeza. Pero, para su sorpresa, el chiquillo no puso la menor objeción. Aceptó verla, fue varias veces a su consultorio, hizo todas las pruebas a que lo sometió la doctora Céspedes y conversó con ella con la mejor disposición del mundo. Cuando Rigoberto y Lucrecia fueron a su consultorio, la doctora los recibió con una sonrisa tranquilizadora. Era una mujer que debía bordear los sesenta años, algo rellenita, ágil, simpática y dicharachera:

—Fonchito es el niño más normal del mundo —les aseguró—. Una pena, como es tan encantador me hubiera gustado tenerlo a mi cuidado un tiempecito. Cada sesión con él ha sido una delicia. Es inteligente, sensible, y, por eso mismo, se siente a veces algo distante de sus compañeros. Pero, eso sí, normalísimo a más no poder. Si de algo pueden estar totalmente seguros, es que Edilberto Torres no es una fantasía, sino una persona de carne y hueso. Tan real y tan concreto como ustedes dos y como yo. Fonchito no les ha mentido. Coloreado algo las cosas sí, tal vez. Para eso le sirve la imaginación tan rica que tiene. Él nunca ha tomado esos encuentros con ese caballero como apariciones celestiales o diabólicas. ¡Jamás! Qué tontería. Es un chico con los pies muy bien puestos sobre la tierra y la cabecita muy en su sitio. Son ustedes los que se han inventado todo eso, y, por lo mismo, los que de veras necesitan un psicólogo. ¿Les hago una cita? No sólo atiendo a niños, también a los adultos que de pronto se ponen a creer que el diablo existe y pierde su tiempo paseándose por las calles de Lima, Barranco y Miraflores.

La doctora Augusta Delmira Céspedes siguió bromeando mientras los acompañaba hasta la puerta. Al despedirse, le pidió a don Rigoberto que algún día le mostrara su colección de grabados eróticos. «Fonchito me ha dicho que es formidable», fue la broma final. Rigoberto y Lucrecia salieron del consultorio hundidos en un piélago de confusión.

—Te dije que recurrir a un psicólogo era peligrosísimo —le recordó Rigoberto a Lucrecia—. No sé en qué mala hora te hice caso. Un psicólogo puede ser más peligroso que el mismísimo diablo, lo supe desde que leí a Freud.

—Allá tú si crees que hay que tomar este asunto a la broma, como hace la doctora Céspedes —se defendió Lucrecia—. Ojalá no te arrepientas.

—No lo tomo a la broma —repuso él, ahora serio—. Era mejor creer que Edilberto Torres no existía. Si lo que dice la doctora Céspedes es cierto, y ese sujeto existe y anda persiguiendo a Fonchito, dime qué demonios vamos a hacer ahora.

No hicieron nada y, durante un buen tiempo, el chiquillo no volvió a hablarles del asunto. Continuaba su vida normal, yendo y viniendo al colegio a las horas acostumbradas, encerrándose una hora y a veces hasta dos, en las tardes, a hacer las tareas, y saliendo algunos fines de semana con el Chato Pezzuolo. Aunque a regañadientes, empujado por don Rigoberto y doña Lucrecia, salía también a veces con otros chicos del barrio al cine, al estadio, a jugar fútbol o a alguna fiesta. Pero, en sus conversaciones nocturnas, Rigoberto y Lucrecia coincidían en que, aunque aparentara normalidad, no era el mismo de antes.

¿Qué había cambiado en él? No era fácil decirlo, pero ambos estaban seguros de que sí. Y la transformación era profunda. ¿Un problema de edad? Esa difícil transición entre la niñez y la adolescencia, cuando, a la vez que le cambia la voz, enronqueciéndose, y comienza a salirle en la cara un velillo que anuncia la futura barba, el niño empieza a sentir que ya no es niño pero tampoco un hombre todavía, y trata, en la manera de vestirse, de sentarse, de gesticular, de hablar con los amigos y con las chicas, de ser ya el hombre que será más tarde. Se lo veía más lacónico y reconcentrado, mucho más parco para responder a las preguntas, a la hora de las comidas, sobre el colegio y sus amistades.

—Yo sé lo que te pasa a ti, chiquitín —lo desafió Lucrecia, un día—. ¡Te has enamorado! ¿Es eso, Fonchito? ¿Te gusta alguna chica?

Sin ruborizarse lo más mínimo, él negó con la cabeza.

—No tengo tiempo para esas cosas, ahora —contestó, grave, sin pizca de humor—. Pronto vendrán los exámenes y quisiera sacarme buenas notas.

—Así me gusta, Fonchito —aprobó don Rigoberto—. Ya tendrás tiempo de sobra para las chicas, después.

Y, de pronto, la carita rubicunda se iluminó con una sonrisa y en los ojos de Fonchito apareció la picardía maliciosa de tiempos pasados:

—Además, tú sabes que la única mujer que a mí me gusta en el mundo eres tú, madrastra.

—Ay, Dios mío, deja que te dé un beso, chiquitín —aplaudió doña Lucrecia—. ¿Pero qué significan esas manos, esposo?

—Significan que hablar del diablo, de pronto, a mí también me enciende la imaginación y otras cosas, amor mío.

Y, durante un buen rato, gozaron, imaginándose que aquella broma del diablo y Fonchito había pasado a mejor vida. Pero no, no había pasado todavía.