V

El aviso que, pagándolo de su bolsillo, publicó Felícito Yanaqué en El Tiempo lo hizo famoso de la noche a la mañana en todo Piura. La gente lo paraba en la calle para felicitarlo, mostrarle su solidaridad, pedirle autógrafos y, sobre todo, aconsejarle que se cuidara: «Lo que ha hecho usted es temerario, don Felícito. ¡Che guá! Ahora sí su vida corre peligro de verdad».

Nada de eso envaneció ni asustó al transportista. Lo que más lo impresionaba era advertir el cambio que el pequeño aviso en el principal diario de Piura provocó en el sargento Lituma y sobre todo en el capitán Silva. Este comisario vulgarote que aprovechaba cualquier pretexto para llenarse la boca hablando del trasero de las piuranas, nunca le había caído simpático y pensaba que la antipatía era recíproca. Pero, a partir de ahora, su actitud fue menos arrogante. La misma tarde del día en que salió el aviso se aparecieron ambos policías en su casa de la calle Arequipa, amables y zalameros. Venían a manifestarle su preocupación por lo que le ocurría, señor Yanaqué. Ni cuando el incendio provocado por los bandidos de la arañita que arrasó parte del local de Transportes Narihualá se habían mostrado tan atentos. ¿Qué mosca les picaba ahora al par de cachacos? Parecían verdaderamente sentidos por su situación y ansiosos de echar el guante a los chantajistas.

Por fin, el capitán Silva sacó de su bolsillo el recorte de El Tiempo con el aviso.

—Usted se volvió loco publicando esto, don Felícito —dijo, medio en broma medio en serio—. ¿No se le ocurrió que por este desplante se puede rifar un chavetazo o un balazo en la nuca?

—No fue un desplante, lo pensé mucho antes de hacerlo —explicó con suavidad el transportista—. Quería que esos conchas de su madre supieran de una vez por todas que a mí no me sacarán ni un centavo. Pueden quemarme esta casa, todos mis camiones, ómnibus y colectivos. Y hasta cargarse a mi mujer y mis hijos si se les antoja. ¡Ni un puto centavo!

Pequeñito y firme, lo decía sin aspavientos, sin cólera, las manos quietas y la mirada firme, con tranquila determinación.

—Yo le creo, don Felícito —asintió el capitán, apesadumbrado. Y fue al grano—: La vaina es que, sin quererlo, sin darse cuenta, nos ha metido a nosotros en un sófero lío. El coronel Rascachucha, nuestro jefe regional, llamó esta mañana a la comisaría por este avisito. ¿Sabe para qué? Díselo, Lituma.

—Para echarnos de carajos y llamarnos inútiles y fracasados, don —explicó el sargento, compungido.

Felícito Yanaqué se rio. Por primera vez desde que comenzó a recibir las cartas de la arañita se sentía de buen humor.

—Eso es lo que son ustedes, capitán —murmuró, sonriendo—. Cuánto me alegra que su jefe los haya resondrado. ¿Así se llama él, de veras, con esa lisurota? ¿Rascachucha?

El sargento Lituma y el capitán Silva se rieron también, incómodos.

—Claro que no, ese es su apodo —aclaró el comisario—. Se llama el coronel Asundino Ríos Pardo. No sé por qué ni quién le pondría esa lisura como sobrenombre. Es un buen oficial, pero un tipo muy renegón. No aguanta pulgas, carajea a medio mundo por cualquier cosa.

—Usted se equivoca creyendo que no hemos tomado en serio su denuncia, señor Yanaqué —intervino el sargento Lituma.

—Había que esperar que los bandidos se manifestaran para actuar —encadenó el capitán, con súbita energía—. Ahora que lo han hecho, ya estamos en plena acción.

—Un flaco consuelo para mí —dijo Felícito Yanaqué, con una mueca de disgusto—. No sé qué estarán haciendo ustedes, pero, en lo que me concierne, nadie me va a devolver el local que me quemaron.

—¿No se encarga el seguro de los daños y perjuicios?

—Debería, pero se la están dando de vivos. Alegan que sólo los vehículos estaban asegurados, no las instalaciones. El doctor Castro Pozo, mi abogado, dice que tal vez tengamos que ir a un juicio. Lo que significa que yo saldré perdiendo en cualquier caso. Así que ya ven.

—Usted no se preocupe, don Felícito —lo tranquilizó el capitán, dándole una palmadita—. Esos caerán. Más temprano que tarde, caerán. Mi palabra de honor. Lo tendremos al tanto. Hasta luego. Y salúdeme a la señora Josefita, ese primor de secretaria que tiene, por favor.

Fue verdad que a partir de ese día los policías empezaron a dar muestras de celo. Interrogaron a todos los choferes y empleados de Transportes Narihualá. A Miguel y Tiburcio, los dos hijos de Felícito, los tuvieron varias horas en la comisaría sometidos a una andanada de preguntas a las que los muchachos no siempre sabían qué contestar. Y hasta atormentaron a Lucindo para que identificara la voz de la persona que vino a pedirle que avisara a don Felícito que estaba ardiendo su local. El cieguito juraba que nunca había escuchado antes al que le habló. Pero, pese a todo ese trajín de los policías, el transportista se sentía abatido y escéptico. Tenía el sentimiento íntimo de que nunca los atraparían. Los chantajistas seguirían acosándolo y, de repente, todo aquello terminaría en una tragedia. Sin embargo, esos sombríos pensamientos no hicieron ceder un ápice su resolución de no rendirse a sus amenazas ni agresiones.

Lo que más lo deprimió fue la conversación con su compadre, colega y competidor, el Colorado Vignolo. Este vino a buscarlo una mañana a Transportes Narihualá, donde Felícito se había instalado en un escritorio improvisado —un tablón sobre dos barriles de aceite— en una esquina del garaje. Desde allí podía verse el amasijo de calaminas, paredes y muebles chamuscados en que el incendio había convertido su antigua oficina. Hasta parte del techo habían destruido las llamas. Por el agujero abierto se divisaba un pedazo de cielo alto y azul. Menos mal que en Piura rara vez llovía, salvo los años de El Niño. El Colorado Vignolo estaba muy inquieto.

—No ha debido usted hacer esto, compadre —le dijo, a la vez que lo abrazaba mostrándole el recorte de El Tiempo—. ¡Cómo se le ocurre jugarse así la vida! Usted, siempre tan sereno para todo, Felícito, qué bicho le picó esta vez. Para qué son los amigos, che guá. Si me hubiera consultado, no le dejaba hacer semejante barbaridad.

—Por eso no le consulté, compadre. Me la olí que usted me aconsejaría no poner el aviso —Felícito señaló las ruinas de su vieja oficina—. Tenía que responderles de alguna manera a los que me hicieron esto.

Salieron a tomarse un cafecito a una chingana recién abierta en la esquina de la Plaza Merino y la calle Tacna, junto a un chifa. El local era oscuro y en la penumbra revoloteaban muchas moscas. Desde allí se divisaban los almendros polvorientos de la placita y la fachada descolorida de la iglesia del Carmen. No había parroquianos y pudieron hablar con tranquilidad.

—¿A usted nunca le ha pasado, compadre? —preguntó Felícito—. ¿Nunca le llegó una de esas cartitas, chantajeándolo?

Sorprendido, vio que el Colorado Vignolo ponía una expresión rara, se atarantaba y, por un momento, no supo qué contestarle. Había un brillo culpable en sus ojos encapotados; pestañeaba sin tregua y evitaba mirarlo.

—No me diga que usted, compadre… —balbuceó Felícito, apretándole el brazo a su amigo.

—No soy ni quiero ser un héroe —asintió en voz bajita el Colorado Vignolo—. Así que sí, se lo digo. Les pago un pequeño cupo cada mes. Y, aunque no me consta, le aseguro que todas, o casi todas, las compañías de transportes de Piura también pagan esos cupos. Es lo que usted debería haber hecho y no la temeridad de enfrentárseles. Todos creíamos que usted los pagaba también, Felícito. Qué disparate ha hecho, ni yo ni ninguno de nuestros colegas lo entiende. ¿Se volvió loco? No se dan batallas que uno no puede ganar, hombre.

—Me cuesta creer que se bajara así los pantalones ante esos conchas de su madre —se apenó Felícito—. No me cabe en la mollera, le juro. Usted que parecía siempre tan gallito, compadre.

—No es gran cosa, una pequeña suma que se incluye en los gastos generales —se encogió de hombros el Colorado, avergonzado, sin saber qué hacer con las manos, moviéndolas como si le sobraran—. No vale la pena arriesgar la vida por una pequeñez, Felícito. Esos quinientos que le pedían se los hubieran rebajado a la mitad si usted negociaba con ellos de a buenas, le aseguro. ¿No ve lo que han hecho con su local? Y, encima, pone este aviso en El Tiempo. Está arriesgando su vida y la de su familia. Y hasta la de la pobre Mabel, ¿no se da cuenta? Nunca va a poder con ellos, se lo aseguro, como que me llamo Vignolo. La Tierra es redonda, no cuadrada. Acéptelo y no trate de enderezar el mundo torcido en que vivimos. La mafia es muy poderosa, está infiltrada en todas partes, empezando por el Gobierno y por los jueces. Es un gran ingenuo fiándose de la policía. No me extrañaría que también los cachacos estén en el ajo. ¿No sabe en qué país vivimos, compadre?

Felícito Yanaqué apenas lo escuchaba. Era cierto, le costaba trabajo creer lo que había oído: el Colorado Vignolo pagando mensualidades a la mafia. Lo conocía desde veinte años atrás y siempre lo había creído un tipo muy derecho. Puta madre, qué mundo era este.

—¿Está seguro que todas las compañías de transporte pagan los cupos? —insistió, buscando los ojos de su amigo—. ¿No exagera?

—Si no me cree, pregúnteles. Como que me llamo Vignolo. Si no todas, casi todas. No están los tiempos para jugar al heroísmo, amigo Felícito. Lo importante es poder trabajar y que el negocio funcione. Si no hay más remedio que pagar cupos, se pagan y sanseacabó. Haga lo mismo que yo y no meta las manos al fuego, compadrito. Se podría arrepentir. No se juegue lo que ha levantado con tanto sacrificio. No me gustaría asistir a su misa de difuntos.

Desde esa conversación, Felícito no podía levantar cabeza. Sentía pena, compasión, irritación, asombro. Ni cuando en la soledad de la noche, en la salita de su casa, ponía las canciones de Cecilia Barraza, conseguía distraerse. ¿Cómo era posible que sus colegas se dejaran apabullar de esa manera? ¿No se daban cuenta de que, dándoles gusto, se ataban de pies y manos y comprometían su futuro? Los chantajistas les pedirían cada día más, hasta quebrarlos. Le parecía que todo Piura se había puesto de acuerdo para hacerle daño, que incluso aquellos que lo paraban en la calle a abrazarlo y felicitarlo eran unos hipócritas metidos en la conspiración para arrebatarle lo que había conseguido con tantos años de sudor. «Pase lo que pase, usted tranquilo, padre. Su hijo no se dejará pisotear por esos cobardes ni por nadie».

La fama que le dio el avisito en El Tiempo no cambió la vida ordenada y diligente de Felícito Yanaqué, aunque nunca se acostumbró a que lo reconocieran en la calle. Se cohibía y no sabía qué responder a los elogios y gestos de solidaridad de los transeúntes. Se levantaba siempre muy temprano, hacía los ejercicios de Qi Gong y llegaba a Transportes Narihualá antes de las ocho. Lo preocupaba que hubiera bajado el pasaje, pero lo comprendía; después del incendio del local no era extraño que algunos clientes se hubieran espantado, temiendo que los bandidos tomaran represalias contra los vehículos y los fueran a asaltar y quemar en la carretera. Los ómnibus a Ayabaca, que debían trepar más de doscientos kilómetros por una ruta estrecha y zigzagueante a orillas de hondos precipicios andinos, perdieron cerca de la mitad de su clientela. Mientras no se resolviera el problema con la compañía de seguros no podía reconstruir la oficina. Pero a Felícito no le importaba trabajar en el tablón y los barriles de la esquina del depósito. Horas de horas estuvo con la señora Josefita revisando lo que quedaba de los libros de contabilidad, de las facturas, los contratos, los recibos y la correspondencia. Felizmente, no se habían perdido muchos papeles importantes. La que no se consolaba era su secretaria. Josefita trataba de disimular, pero Felícito veía lo tensa y desagradada que estaba de tener que trabajar al aire libre, a la vista de choferes, mecánicos, pasajeros que llegaban y partían y la gente que hacía cola para despachar encomiendas. Se lo había confesado, haciendo unos pucheros de niñita en su cara alunada:

—Esto de trabajar delante de todo el mundo me da no sé qué, me parece estar haciendo un striptease. ¿A usted no, don Felícito?

—Muchos de esos estarían felices de que usted les hiciera un striptease, Josefita. Ya ha visto los piropos que le echa el capitán Silva cada vez que la ve.

—No me gustan nada las gracias de ese policía —se sonrojó Josefita, encantada—. Y menos esas miraditas que me echa donde ya sabe, don Felícito. ¿Usted cree que sea un pervertido? Así andan diciendo por ahí. Que el capitán sólo mira eso de las mujeres, como si no tuviéramos también otras cosas en el cuerpo, che guá.

El mismo día que salió el aviso en El Tiempo, Miguel y Tiburcio le pidieron una cita. Sus dos hijos trabajaban como choferes e inspectores en los ómnibus, camiones y colectivos de la compañía. Felícito los llevó a comer un ceviche de conchas negras y un seco de chabelo al restaurante del Hotel Oro Verde, en El Chipe. Había una radio encendida y la música los obligaba a hablar subiendo mucho la voz. Desde su mesa, veían a una familia que se bañaba en la piscina, bajo las palmeras. En vez de cervezas, Felícito pidió gaseosas. Por las caras de sus hijos, malició lo que se traían entre manos. Habló primero el mayor, Miguel. Fuerte, atlético, blancón, de ojos y cabellos claros, vestía siempre con cierto esmero, a diferencia de Tiburcio, que rara vez se quitaba los blue jeans, los polos y las zapatillas de básquet. Ahora mismo, Miguel llevaba mocasines, un pantalón de corduroy y una camisita de color azul claro con unos dibujos estampados de coches de carrera. Era un coqueto sin remedio, con vocación y maneras de pituquito. Cuando Felícito lo obligó a hacer el servicio militar, pensó que en el Ejército le quitarían esas maneras de niño bien que se daba; pero no fue así, salió del cuartel tal como entró. Una vez más en su vida, el transportista pensó: «¿Será mi hijo?». El muchacho tenía un reloj y una pulserita de cuero que acariciaba mientras le decía:

—Hemos pensado una cosa con Tiburcio, padre, y también la consultamos con mamá —estaba algo amoscado, como siempre que le dirigía la palabra.

—O sea que ustedes piensan —bromeó Felícito—. Me alegra saberlo, es una buena noticia. ¿Se puede saber qué brillante idea se les ha ocurrido? No será que vaya a consultar a los chamanes de Huancabamba sobre los chantajistas de la arañita, espero. Porque ya le hice la consulta a Adelaida y ni siquiera ella, que adivina todo, tiene la menor sospecha de quiénes pueden ser.

—Esto va en serio, padre —intervino Tiburcio. En las venas de este sí corría su propia sangre, sin la menor duda. Se le parecía mucho, con su piel requemada, el pelo lacio y renegrido y el cuerpecito esmirriado de su progenitor—. No se burle, padre, por favor. Escúchenos. Es por su bien.

—Bueno, de acuerdo, los escucho. ¿De qué se trata, muchachos?

—Después de ese aviso que ha publicado en El Tiempo corre usted mucho peligro —dijo Miguel.

—No sé si se ha dado cuenta hasta qué punto, padre —añadió Tiburcio—. Es como si se hubiera puesto usted la soga en el cuello.

—Estoy en peligro desde antes —los corrigió Felícito—. Lo estamos todos nosotros. Gertrudis y ustedes también. Desde que llegó la primera carta de esos hijos de puta queriendo chantajearme. ¿No lo saben acaso? Esto no va sólo conmigo, sino con toda la familia. ¿O acaso no son ustedes los que van a heredar Transportes Narihualá?

—Pero ahora está más expuesto que antes, porque los ha desafiado públicamente, padre —dijo Miguel—. Van a reaccionar, no pueden quedarse tranquilos ante semejante desafío. Tratarán de vengarse, porque usted los ha puesto en ridículo. Lo anda diciendo todo Piura.

—La gente nos para en la calle para prevenirnos —le quitó la palabra Tiburcio—. «Cuiden a su padre, muchachos, esos no le van a perdonar ese desplante». Nos lo dicen por calles y plazas.

—O sea, soy yo el que los provoca, pobrecitos —lo interrumpió Felícito, indignado—. Me amenazan, me queman la oficina y el provocador soy yo porque les hago saber que no me dejaré chantajear como esos rosquetes de mis colegas.

—No estamos criticándolo, padre, al contrario —insistió Miguel—. Lo apoyamos, nos da orgullo que pusiera ese aviso en El Tiempo. Ha levantado usted muy alto el nombre de la familia.

—Pero no queremos que lo maten, entiéndanos, por favor —lo apoyó Tiburcio—. Sería prudente que contrate un guardaespaldas. Ya hemos averiguado, hay una compañía muy seria. Presta servicios a todos los tagarotes de Piura. Banqueros, agricultores, mineros. Y no sale tan caro, aquí tenemos las tarifas.

—¿Un guardaespaldas? —Felícito se echó a reír, con una risita forzada y burlona—. ¿Un tipo que me siga como mi sombra con su pistolita en el bolsillo? Si yo contrato una protección, estaría dándoles en la yema del gusto a los ladrones. ¿Tienen en la cabeza sesos o aserrín? Sería confesar que ando con miedo, que gasto mi plata en eso porque me han asustado. Sería lo mismo que pagarles el cupo que me piden. No hablemos más del asunto. Coman, coman, se les enfría el seco de chabelo. Y cambiemos de conversación.

—Pero, padre, lo hacemos por su bien —intentó todavía convencerlo Miguel—. Para que no le pase nada. Háganos caso, somos sus hijos.

—Ni una palabra más de este tema —ordenó Felícito—. Si me pasa algo, ustedes se quedarán al frente de Transportes Narihualá y podrán hacer lo que quieran. Hasta contratarse guardaespaldas, si se les antoja. Yo no lo haré ni muerto.

Vio que sus hijos bajaban la cabeza y, sin ganas, comenzaban a comer. Ambos habían sido siempre bastante dóciles, incluso en esa adolescencia en la que los chicos suelen rebelarse contra la autoridad paterna. No recordaba que le hubieran dado muchos dolores de cabeza, salvo alguna que otra mataperrada sin mayores consecuencias. Como el accidente de Miguel, que mató un piajeno en la carretera a Catacaos cuando estaba aprendiendo a manejar y el burrito se le cruzó en el camino. Seguían siendo bastante obedientes, a pesar de ser unos hombres hechos y derechos. Incluso cuando le ordenó a Miguel que se presentara de voluntario al Ejército por un año para que se curtiera, este le obedeció sin chistar. Y cumplían con su trabajo, verdades son verdades. Nunca había sido muy duro con ellos, pero tampoco uno de esos padres engreidores que consienten a sus hijos y los vuelven ociosos o maricas. Había procurado adiestrarlos para que supieran enfrentarse a los percances y fueran capaces de sacar adelante la empresa cuando él ya no pudiera hacerlo. Les había hecho terminar el colegio, aprender mecánica, sacar brevetes de choferes de ómnibus y camiones. Y ambos habían trabajado en Transportes Narihualá en todos los oficios: guardianes, barredores, asistentes del contador, ayudantes de conductor, inspectores, choferes, etcétera, etcétera. Podía morir tranquilo, los dos estaban preparados para reemplazarlo. Y entre ellos se llevaban bien, eran muy unidos, menos mal.

—Yo, a esos hijos de puta no les tengo miedo —exclamó de repente, golpeando la mesa. Sus hijos dejaron de comer—. Lo peor que me podrían hacer es matarme. Pero tampoco tengo miedo a morir. He vivido cincuenta y cinco años y es bastante. Me tranquiliza saber que Transportes Narihualá quedará en buenas manos cuando parta a reunirme con mi padre.

Advirtió que los dos muchachos trataban de sonreír pero los notó turbados y nerviosos.

—No queremos que usted se muera todavía, padre —murmuró Miguel.

—Si esos le hicieran daño, se la haríamos pagar muy caro —afirmó Tiburcio.

—No creo que se atrevan a matarme —los tranquilizó Felícito—. Son ladrones y chantajistas, nomás. Para asesinar hay que tener más huevos que para mandar cartas con dibujos de arañitas.

—Al menos, cómprese un revólver y ande armado, padre —volvió a la carga Tiburcio—. Para que pueda defenderse en caso de.

—Lo pensaré, ya veremos —transó Felícito—. Ahora, quiero que me prometan que, cuando yo me vaya de este mundo y Transportes Narihualá quede en sus manos, no aceptarán chantajes de estos conchas de su madre.

Vio que sus hijos cambiaban una mirada entre sorprendida y alarmada.

—Júrenmelo por Dios, ahora mismo —les pidió—. Quiero estar tranquilo por ese lado, caso de que me pasara algo.

Ambos asintieron y, persignándose, murmuraron: «Lo juramos por Dios, padre».

Pasaron el resto del almuerzo hablando de otras cosas. A Felícito le empezó a rondar una vieja idea. Desde que se habían ido a vivir por su cuenta, sabía muy poco qué hacían Tiburcio y Miguel cuando no estaban trabajando. No vivían juntos. El mayor tomaba pensión en una casa de la urbanización de Miraflores, un barrio de blanquitos, por supuesto, y Tiburcio alquilaba un departamento con un amigo en Castilla, cerca del nuevo estadio. ¿Tenían enamoradas, queridas? ¿Eran jaranistas, timberos? ¿Se emborrachaban con amigos los sábados en las noches? ¿Frecuentaban cantinas, chicherías, se iban de putas? ¿Cómo emplearían su tiempo libre? Los domingos que caían a almorzar a la casa de la calle Arequipa no contaban mucho de su vida privada y ni él ni Gertrudis les hacían preguntas al respecto. Tal vez sería bueno que conversara alguna vez con ellos y se enterara un poco más de las vidas íntimas de los muchachos.

Lo peor de aquellos días fueron las entrevistas que debió dar a raíz del aviso en El Tiempo. A varias radios locales, a reporteros del diario Correo, de La República y al corresponsal en Piura de RPP Noticias. Lo ponían muy tenso las preguntas de los periodistas; se le humedecían las manos y le corrían culebritas por la espalda. Respondía con largas pausas, buscando las palabras, negando con firmeza que fuera un héroe civil ni un ejemplo para nadie. Nada de eso, qué ocurrencia, él sólo estaba cumpliendo con la filosofía de su progenitor que le había dejado como herencia este consejo: «Nunca te dejes pisotear por nadie, hijito». Se sonreían y algunos lo miraban con cara de perdonavidas. No le importaba. Haciendo de tripas corazón, proseguía. Él era un hombre de trabajo, nomás. Había nacido pobre, pobrísimo, cerquita de Chulucanas, en Yapatera, y todo lo que tenía se lo había ganado trabajando. Pagaba sus impuestos, cumplía con las leyes. ¿Por qué iba a dejar que unos forajidos le quitaran lo que tenía mandándole amenazas sin dar siquiera la cara? Si nadie cediera a esos chantajes, desaparecerían los chantajistas.

Tampoco le gustaba recibir distinciones, sudaba hielo teniendo que pronunciar discursos. Claro que, en el fondo, se enorgullecía y pensaba qué feliz se hubiera puesto su padre, el yanacón Aliño Yanaqué, con la medalla de Ciudadano Ejemplar que le puso en el pecho el Rotary Club, en un almuerzo en el Centro Piurano al que asistieron el presidente de la región, el alcalde y el obispo de Piura. Pero, cuando tuvo que acercarse al micrófono para dar las gracias, se le anudó la lengua y la voz se le fue. Le ocurrió lo mismo cuando la Sociedad Cívico-Cultural-Deportiva Enrique López Albújar lo declaró El Piurano del Año.

Por esos días llegó a su casa de la calle Arequipa una carta del Club Grau, firmada por el presidente, el distinguido químico-farmacéutico doctor Garabito León Seminario. Le comunicaba que la directiva había aceptado por unanimidad su solicitud para ser socio de la institución. Felícito no podía dar crédito a sus ojos. La había presentado hacía dos o tres años y, como nunca le respondieron, pensó que había sido baloteado por no ser un blanquito, como se creían que eran esos señores que iban al Club Grau a jugar tenis, ping-pong, sapo, cacho, a bañarse en la piscina y a bailar los sábados bailables con las mejores orquestas de Piura. Se atrevió a presentar esa solicitud desde que vio cantar en una fiesta del Club Grau a Cecilia Barraza, la artista criolla que más admiraba. Fue con Mabel y estuvo sentado en la mesa del Colorado Vignolo, que era socio. Si le hubieran preguntado cuál había sido el día más feliz de su vida, Felícito Yanaqué habría escogido aquella noche.

Cecilia Barraza había sido su amor secreto, antes incluso de verla en fotografía o en persona. Se enamoró de ella por su voz. No se lo había contado a nadie, era algo íntimo. Estaba en la desaparecida La Reina, un restaurante que hacía esquina en el malecón Eguiguren y la avenida Sánchez Cerro, donde, el primer sábado de cada mes, se reunía a almorzar la directiva de la Asociación de Choferes Interprovinciales de Piura, a la que pertenecía. Estaban brindando con una copita de algarrobina cuando, de pronto, oyó cantar, en la radio del local, uno de sus valses preferidos, «Alma, corazón y vida», con más gracia, emoción y lisura que lo había oído nunca antes. Ni Jesús Vásquez, ni Los Morochucos, ni Lucha Reyes, ni cantante criollo alguno de los que conocía interpretaba ese lindo vals con tanto sentimiento, gracia y picardía como esa cantante que escuchaba por primera vez. Imprimía a cada palabra, a cada sílaba, tanta verdad y armonía, tanta delicadeza y ternura, que daban ganas de ponerse a bailar y hasta de llorar. Preguntó su nombre y se lo dijeron: Cecilia Barraza. Oyendo la voz de esa muchacha le pareció comprender cabalmente, por primera vez, muchas palabras de los valses criollos que antes le parecían misteriosas e incomprensibles como arpegios, celajes, arrobo, cadencia, anhelo, celestía:

Alma para conquistarte

corazón para quererte

y vida para vivirla

¡junto a ti!

Se sintió conquistado, conmovido, embrujado, querido. Desde entonces, en las noches, antes de dormir, o en los amaneceres, antes de levantarse, se imaginaba a veces viviendo entre arpegios, cadencias, celajes y arrobos junto a esa cantante llamada Cecilia Barraza. Sin decírselo a nadie, y menos que a nadie a Mabel, por supuesto, había vivido platónicamente prendado de esa carita risueña, de ojos tan expresivos y sonrisa tan seductora. Había reunido una buena colección de fotos de ella aparecidas en diarios y revistas, que guardaba celosamente con llave en un cajón del escritorio. El incendio había dado buena cuenta de esas fotos, pero no de la colección de discos de Cecilia Barraza que tenía repartida en sus casas de la calle Arequipa y la de Mabel, en Castilla. Creía tener todos los que había grabado esa artista que, a su modesto entender, había elevado a nuevas alturas la música criolla, los valses, las marineras, los tonderos, los pregones. Oía estos discos compactos casi a diario, generalmente en las noches, después de la comida, cuando Gertrudis se iba a dormir, en la salita donde tenían la televisión y el equipo de música. Las canciones hacían volar su imaginación; a veces se emocionaba hasta sentir que se le mojaban los ojos con la vocecita tan dulce y acariciadora que impregnaba la noche. Por eso, cuando se anunció que ella vendría a Piura a cantar en el Club Grau y que la función estaría abierta al público, fue uno de los primeros en sacar entrada. Invitó a Mabel y el Colorado Vignoli los hizo sentar en su mesa, donde, antes del espectáculo, comieron una comida opípara con vinos blanco y tinto. Ver en persona a la cantante, aunque no fuera muy de cerca, puso a Felícito en estado de trance. Le pareció más bonita, graciosa y elegante que en las fotografías. Aplaudía con tanto entusiasmo después de cada canción que Mabel le dijo a Vignolo, señalándolo: «Mira cómo se ha puesto este viejo verde, Colorado».

—No seas malpensada, Mabelita —disimuló él—, lo que aplaudo es el arte de Cecilia Barraza, sólo su arte.

La tercera carta de la arañita llegó bastante después que la segunda, cuando Felícito se preguntaba si luego del incendio, el aviso en El Tiempo y el alboroto que había armado, los mafiosos, asustados, no se habrían resignado a dejarlo en paz. Habían transcurrido tres semanas desde el incendio y aún no se resolvía el diferendo con la compañía de seguros, cuando una mañana, en el improvisado escritorio del garaje, la señora Josefita, que iba abriendo la correspondencia, exclamó:

—Qué raro, don Felícito, una carta sin remitente.

El transportista se la quitó de las manos de un tirón. Era lo que temía.

Estimado señor Yanaqué:

Nos alegra que usted sea ahora un hombre tan popular y considerado en nuestra querida ciudad de Piura. Hacemos votos para que esa popularidad redunde en beneficio de Transportes Narihualá, sobre todo después del percance que sufrió la empresa por ser usted tan terco. Más le convendría aceptar las enseñanzas de la realidad y ser pragmático en vez de entercarse como una mula. No quisiéramos que padezca otro quebranto más grave que el anterior. Por eso, lo invitamos a ser flexible y atender nuestros requerimientos.

Como todo Piura, hemos tomado nota del aviso que publicó en El Tiempo. No le guardamos rencor. Es más, comprendemos que decidiera poner ese aviso cediendo a un arrebato temperamental en vista del incendio que deshizo su oficina. Lo olvidamos, olvídelo usted también y recomencemos desde cero.

Le damos un plazo de dos semanas —catorce días contando desde hoy— para que recapacite, entre en razón y finiquitemos el asunto que nos ocupa. En caso contrario, aténgase a las consecuencias. Serán más graves que las que ha sufrido hasta ahora. A buen entendedor pocas palabras, como dice el refrán, señor Yanaqué.

Dios guarde a usted.

La carta, esta vez, estaba escrita a máquina, pero la firma era el mismo dibujo en tinta azul de las dos anteriores: una arañita de cinco patas largas con un punto en el centro que representaba la cabeza.

—¿Se siente mal, don Felícito? No me diga que es otra de esas cartitas —insistió su secretaria.

Su jefe había bajado los brazos y parecía despatarrado sobre su silla, muy pálido, los ojos fijos en el pedazo de papel. Por fin, asintió y se llevó la mano a la boca, indicándole que guardara silencio. La gente que poblaba el local no debía enterarse. Le pidió un vaso de agua y se lo bebió despacio, haciendo esfuerzos por controlar la agitación que se había apoderado de él. Sentía su corazón agitado y respiraba con dificultad. Claro que estos cabrones no habían desistido, claro que seguían con su tema. Pero se equivocaban si creían que Felícito Yanaqué daría su brazo a torcer. Sentía cólera, odio, una rabia que lo hacía temblar. Quizás Miguel y Tiburcio tenían razón. No en lo del guardaespaldas, por supuesto, él nunca derrocharía en eso su platita. Pero en lo del revólver tal vez sí. Nada le daría tanto placer en esta vida, si esos mierdas se le ponían al alcance, que cargárselos. Acribillarlos a balazos y hasta escupir sobre sus cadáveres.

Cuando se calmó un poco, fue andando muy de prisa a la comisaría, pero ni el capitán Silva ni el sargento Lituma estaban allí. Habían salido a almorzar y volverían a eso de las cuatro de la tarde. Se sentó en una cafetería de la avenida Sánchez Cerro y pidió una gaseosa bien fría. Dos señoras se acercaron a darle la mano. Lo admiraban, era un modelo y una inspiración para todos los piuranos. Se despidieron bendiciéndolo. Les agradeció con una sonrisita. «La verdad, ahora no me siento un héroe ni mucho menos», pensaba. «Un cojudo, más bien. Un huevón a la vela, eso es lo que soy. Ellos jugando conmigo a su gusto y yo sin atar ni desatar el maldito enredo».

Regresaba a su oficina caminando despacio por las altas veredas de la avenida, entre ruidosos mototaxis, ciclistas y peatones, cuando, en medio de su desánimo, le entraron unas ganas súbitas, enormes, de ver a Mabel. Verla, conversar con ella, acaso sentir que poco a poco le venían las ganas, una turbación que por unos momentos lo marearía y le haría olvidarse del incendio, de los líos con el seguro que llevaba el doctor Castro Pozo, de la reciente carta de la arañita. Y acaso, después de gozar, podría quedarse un rato dormido, sosegado y feliz. Que recordara, nunca en estos ocho años había caído de improviso y a mediodía en la casita de Mabel, siempre cuando anochecía y en los días acordados de antemano con ella. Pero estos eran tiempos extraordinarios y podía romper con la costumbre. Estaba cansado, hacía calor y, en vez de caminar, tomó un taxi. Cuando bajaba, en Castilla, vio a Mabel en la puerta de su casa. ¿Salía o volvía? Ella se lo quedó mirando, sorprendida.

—¿Tú por aquí? —le dijo, a modo de saludo—. ¿Hoy? ¿A estas horas?

—No quisiera molestarte —se disculpó Felícito—. Si tienes algún compromiso, me voy.

—Tengo uno, pero lo puedo cancelar —le sonrió Mabel, reponiéndose de la sorpresa—. Pasa, pasa. Espérame un ratito, lo arreglo y vuelvo.

Felícito notó que, pese a sus palabras amables, estaba contrariada. Había llegado en mal momento. Se iba de compras, tal vez. No, no. Más bien a encontrar a una amiga para callejear un rato y almorzar juntas. O, tal vez, la esperaría un hombre joven, como ella, que le gustaba y con el que acaso se veía a escondidas. Tuvo un ramalazo de celos imaginando que Mabel iba a encontrarse con un amante. Un tipo que la desnudaría y la haría chillar. Les había frustrado el plan. Sintió una correntada de deseo, cosquillitas en la entrepierna, un asomo de erección. Vaya, después de cuántos días. Estaba bonita Mabel esta mañana, con ese vestidito blanco que le dejaba los brazos y los hombros descubiertos, esos zapatos calados de tacón de aguja, tan bien peinada, los ojos y los labios maquillados. ¿Tendría un amiguito? Había entrado en la casa, se había quitado el saco y la corbata. Cuando Mabel volvió, lo encontró releyendo una vez más la carta de la arañita. Se le había ido el disgusto. Ahora, ella estaba tan risueña y cariñosa como solía estarlo siempre con él.

—Es que recibí otra carta esta mañana —se disculpó Felícito, alcanzándosela—. Me llevé un gran colerón. Y, de repente, me vinieron ganas de verte. Por eso estoy aquí, mi amor. Perdona que te cayera así, sin avisarte. Espero no haberte arruinado ningún plan.

—Esta es tu casa, viejito —le sonrió de nuevo Mabel—. Puedes venir aquí cuando quieras. No me has arruinado ningún plan. Estaba yendo a la farmacia a comprar unos remedios.

Cogió la carta, se sentó junto a él y, a medida que la iba leyendo, su expresión se fue amargando. Una nubecilla empañó sus ojos.

—O sea que los malditos no paran —exclamó, muy seria—. ¿Qué vas a hacer ahora?

—Fui a la comisaría pero los cachacos no estaban. Volveré esta tarde. No sé para qué, ese par de pelotudos no hacen nada. Me mecen, eso es lo único que saben hacer. Mecerme con habladurías.

—Así que has venido para que te engría un poco —le levantó el ánimo Mabel, sonriéndole—. ¿Cierto, viejito?

Le pasó la mano por la cara y él se la cogió y la besó.

—Vamos al cuarto, Mabelita —le susurró al oído—. Tengo muchas ganas de ti, ahora mismo.

—Bueno, bueno, eso sí que no me lo esperaba —volvió a reírse ella, haciendo un aspaviento—. ¿A estas horas? No te reconozco, viejito.

—Ya ves —dijo él, abrazándola y besándola en el cuello, aspirándola—. Qué rico hueles, amorcito. Estaré cambiando de costumbres, rejuveneciendo, che guá.

Pasaron al dormitorio, se desnudaron e hicieron el amor. Felícito estaba tan excitado que tuvo el orgasmo apenas la penetró. Se quedó abrazado a ella, acariciándola en silencio, jugando con sus cabellos, besándola en el cuello y en el cuerpo, mordisqueándole los pezones, haciéndole cosquillas, tocándola.

—Qué cariñoso, viejito —lo cogió de las orejas Mabel, mirándolo a los ojos de muy cerca—. Cualquier día de estos me vas a decir que me quieres.

—¿Acaso no te lo he dicho muchas veces, tontita?

—Me lo dices cuando estás excitado y así no vale —lo resondró Mabel, jugando—. Pero no me lo dices nunca antes ni después.

—Pues te lo digo ahora que ya no estoy tan excitado. Yo a ti te quiero mucho, Mabelita. Tú eres la única mujer que he querido de verdad.

—¿Me quieres más que a Cecilia Barraza?

—Ella sólo es un sueño, mi cuento de hadas —dijo Felícito, riéndose—. Tú eres mi único amor en la realidad.

—Te tomo la palabra, viejito —lo despeinó ella, muerta de risa.

Conversaron un buen rato, tumbados en la cama y luego Felícito se levantó, se lavó y vistió. Regresó a Transportes Narihualá y estuvo atendiendo los asuntos de la oficina buena parte de la tarde. Al salir, pasó de nuevo por la comisaría. El capitán y el sargento ya estaban allí y lo recibieron en la oficina del primero. Sin decirles una palabra, les alcanzó la tercera carta de la arañita. El capitán Silva la leyó en voz alta, deletreando cada palabra, ante la atenta mirada del sargento Lituma, que lo escuchaba manoseando un cuaderno con sus manos regordetas.

—Bien, todo sigue su curso previsible —afirmó el capitán Silva, cuando terminó de leer. Parecía muy satisfecho de haber previsto todo lo que ocurría—. No dan su brazo a torcer, como era de esperar. Esa perseverancia será su ruina, ya se lo he dicho.

—¿Tendría que ponerme muy alegre, entonces? —preguntó Felícito, sarcástico—. No contentos con quemarme la oficina, me siguen mandando anónimos y ahora me dan un ultimátum de dos semanas, amenazándome con algo peor que el incendio. Vengo aquí y usted me dice que todo sigue su curso previsible. La verdad, ustedes no han avanzado un milímetro en su investigación mientras estos conchas de su madre hacen conmigo lo que les da su real gana.

—¿Quién dice que no hemos avanzado? —protestó el capitán Silva, gesticulando y alzando la voz—. Hemos avanzado bastante. Por lo pronto, hemos descartado que estos sean alguna de las tres bandas conocidas de Piura que piden cupos a los comerciantes. Además, el sargento Lituma ha encontrado algo que podría ser una buena pista.

Lo dijo de una manera que Felícito le creyó, a pesar de su escepticismo.

—¿Una pista? ¿De veras? ¿Dónde? ¿Cuál?

—Todavía es pronto para informarle. Pero algo es algo. Apenas concretemos la cosa, lo sabrá. Créame, señor Yanaqué. Estamos volcados en su caso en cuerpo y alma. Le dedicamos más tiempo que a todo lo demás. Es usted nuestra primera prioridad.

Felícito les contó que sus hijos, preocupados, le habían sugerido que contratara un guardaespaldas y que él se había negado. También le habían sugerido que se comprara un revólver. ¿Qué les parecía?

—No le aconsejo —repuso el capitán Silva, de inmediato—. Sólo se debe llevar una pistola cuando uno está dispuesto a usarla y usted no me parece una persona capaz de matar a nadie. Se expondría inútilmente, señor Yanaqué. En fin, usted verá. Si, a pesar de mi consejo, quiere un permiso para portar armas, le facilitaremos el trámite. Toma tiempo, le advierto. Tendrá que pasar un examen psicológico. En fin, consúltelo con su almohada.

Felícito llegó a su casa cuando ya estaba oscuro y cantaban los grillos y croaban los sapos en el jardín. Comió de inmediato, un caldo de pollo, una ensalada y una gelatina que le sirvió Saturnina. Cuando estaba yéndose a la sala a ver las noticias en la televisión notó que se le acercaba esa forma callada y semoviente que era Gertrudis. Tenía un periódico en la mano.

—Toda la ciudad habla de ese aviso que publicaste en El Tiempo —dijo su mujer, sentándose en el sillón contiguo al que él ocupaba—. Hasta el padre, en la misa de esta mañana, lo mentó en el sermón. Todo Piura lo ha leído. Menos yo.

—No quería preocuparte, por eso no te dije nada —se excusó Felícito—. Pero ahí lo tienes. ¿Por qué no lo has leído, pues?

Notó que ella se removía en el asiento, incómoda, apartándole la vista.

—Me he olvidado —la oyó decir, entre dientes—. Como no leo nunca, por mi vista, ya casi no entiendo lo que leo. Me bailan las letras.

—Tienes que ir al oculista a que te mida la vista, entonces —la amonestó él—. Cómo es posible que te hayas olvidado de leer, no creo que eso le pase a nadie, Gertrudis.

—Pues a mí me está pasando —dijo ella—. Sí, iré a que me midan la vista un día de estos. ¿No puedes leerme lo que hiciste publicar en El Tiempo? Le pedí a Saturnina pero ella tampoco sabe leer.

Le alcanzó el periódico y, después de ponerse los anteojos, Felícito leyó:

Señores chantajistas de la arañita:

Aunque me hayan quemado la oficina de Transportes Narihualá, empresa que he creado con el honrado esfuerzo de toda una vida, públicamente les hago saber que nunca les pagaré el cupo que me piden para darme protección. Prefiero antes que me maten. No recibirán de mí un solo centavo, porque yo creo que a los bandidos y ladrones como ustedes las personas honradas, trabajadoras y decentes no debemos tenerles miedo, sino enfrentarlos con determinación hasta mandarlos a la cárcel, donde merecen estar.

Lo digo y lo firmo:

Felícito Yanaqué (no tengo apellido materno).

El bulto femenino estuvo inmóvil un buen rato, rumiando lo que acababa de oír. Por fin, murmuró:

—Es verdad lo que dijo el padre en su sermón, entonces. Eres un hombre valiente, Felícito. Que el Señor Cautivo tenga compasión de nosotros. Si salimos de esta, iré a Ayabaca a rezarle en su fiesta, el próximo 12 de octubre.