El matrimonio de Ismael y Armida fue el más breve y despoblado que Rigoberto y Lucrecia recordaran, aunque les deparó más de una sorpresa. Tuvo lugar muy de mañana, en la Municipalidad de Chorrillos, cuando aún se veían en las calles escolares uniformados afluyendo a los colegios y oficinistas de Barranco, Miraflores y Chorrillos apresurándose a ir al trabajo en colectivos, autos y ómnibus. Ismael, que había tomado las precauciones que cabía esperar para que sus hijos no lo supieran de antemano, avisó sólo la víspera a Rigoberto que debía comparecer en la Alcaldía de Chorrillos, acompañado de su esposa si lo deseaba, a las nueve en punto de la mañana y con sus documentos de identidad. Cuando llegaron a la Municipalidad allí estaban los novios y también Narciso, que se había puesto para la ocasión un traje oscuro, una camisa blanca y una corbata azul con estrellitas doradas.
Ismael vestía de gris, con la elegancia de costumbre y Armida llevaba un traje sastre, zapatos nuevos y se la notaba inhibida y confusa. Trataba a doña Lucrecia de «señora» pese a que esta al abrazarla le pidió que la tuteara —«Ahora tú y yo vamos a ser buenas amigas, Armida»—, pero a la exempleada le resultó difícil, si no imposible, darle gusto.
La ceremonia fue muy rápida; el alcalde leyó a trompicones las obligaciones y deberes de los contrayentes y, apenas terminada la lectura, los testigos firmaron el registro. Hubo los abrazos y apretones de mano de rigor. Pero todo resultaba frío y, pensaba Rigoberto, fingido y artificial. La sorpresa vino cuando, al salir de la Alcaldía, Ismael se dirigió a Rigoberto y Lucrecia con una sonrisita socarrona: «Y, ahora, mis amigos, si están libres, los invito a la ceremonia religiosa». ¡Se iban a casar también por la iglesia! «Esto va más en serio de lo que parece», comentó Lucrecia, mientras se dirigían hacia la antigua iglesita de Nuestra Señora del Carmen de la Legua, en las orillas del Callao, donde tuvo lugar el matrimonio católico.
—La única explicación es que tu amigo Ismael esté azul y se haya enamorado de veras —añadió Lucrecia—. ¿No estará chocho? La verdad, no lo parece. Quién puede entender esto, Dios mío. Yo, al menos, no.
Todo estaba preparado también en la iglesita donde, se decía, en la colonia los viajeros que se dirigían del Callao a Lima hacían siempre un alto para pedir a la Santísima Virgen del Carmen que los protegiera de las bandas de asaltantes que pululaban en los descampados que separaban entonces el puerto de la capital del virreynato. El curita no demoró más de veinte minutos en casar e impartir su bendición a los flamantes esposos. No hubo festejo alguno, ni brindis, salvo, de nuevo, las felicitaciones y abrazos de Narciso, Rigoberto y Lucrecia a la pareja. Sólo en ese momento les reveló Ismael que de allí Armida y él se dirigirían al aeropuerto para emprender su luna de miel. Su equipaje estaba ya en la maletera del coche. «Pero no me pregunten adónde vamos, porque no se lo diré. Ah, y antes que me olvide. No dejen de leer mañana la página de sociales de El Comercio. Allí verán el aviso dando parte a la sociedad limeña de nuestra boda». Soltó una risotada y les guiñó un ojo con picardía. Él y Armida partieron de inmediato, llevados por Narciso, que, de testigo, había regresado de nuevo a ser el chofer de don Ismael Carrera.
—Todavía no me creo que esté pasando todo esto —dijo una vez más Lucrecia, cuando ella y Rigoberto volvían a su casa de Barranco por la Costanera—. ¿No te parece un juego, un teatro, una mojiganga? En fin, no sé qué, pero no algo que ocurra de verdad en la vida real.
—Sí, sí, tienes razón —asintió su marido—. El espectáculo de esta mañana daba una sensación de irrealidad. Bueno, ahora Ismael y Armida se largan a pasarla bien. Y a librarse de lo que se viene. De la que se nos va a venir encima a los que nos quedamos acá, quiero decir. Lo mejor será que partamos pronto a Europa, nosotros también. Por qué no adelantamos el viaje, Lucrecia.
—No, no podemos, no mientras haya este problema con Fonchito —dijo Lucrecia—. ¿No te da remordimientos irnos en este momento, dejándolo solo, con el lío que tiene en la cabeza?
—Claro que me da —se rectificó don Rigoberto—. Si no fuera por esas malditas apariciones, ya tendría los pasajes comprados. No sabes qué ilusión me hace este viaje, Lucrecia. Tengo estudiado el itinerario con lupa, hasta en los detalles más mínimos. Te va a encantar, ya verás.
—Los mellizos se enterarán sólo mañana, por el aviso —calculó Lucrecia—. Cuando sepan que los tortolitos han volado, a la primera persona que van a pedir explicaciones es a ti, estoy segurísima.
—Por supuesto que a mí —asintió Rigoberto—. Pero, como sólo ocurrirá mañana, tengamos hoy un día de paz y de tranquilidad absolutas. No volvamos a hablar de las hienas, por favor.
Trataron de cumplir. Ni durante el almuerzo, ni en la tarde o la comida mencionaron para nada a los hijos de Ismael Carrera. Cuando Fonchito regresó del colegio, le informaron de la boda. El chiquillo, que, desde sus encuentros con Edilberto Torres, andaba siempre distraído y como reconcentrado en preocupaciones íntimas, no pareció dar la menor importancia al asunto. Los escuchó, sonrió por educación y fue a encerrarse en su cuarto porque, dijo, tenía muchas tareas que hacer. Pero, aunque Rigoberto y Lucrecia no mencionaron durante el resto del día a los mellizos, ambos sabían que, hicieran lo que hicieran, hablaran de lo que hablaran, tenían siempre en el fondo de la mente aquella inquietud: ¿cómo reaccionarían al enterarse del matrimonio de su padre? No sería una reacción civilizada y racional, lo daban por descontado. Porque los hermanitos no eran civilizados ni racionales, por algo les decían las hienas, un apodo clavado que se ganaron en su barrio cuando todavía llevaban pantalón corto.
Luego de la comida, Rigoberto se encerró en su escritorio y se dispuso, una vez más, a hacer uno de aquellos cotejos que le apasionaban, porque absorbían su atención y lo despreocupaban de todo lo demás. Esta vez escuchó las dos grabaciones que tenía de una de sus músicas preferidas: el Concierto número 2 para piano y orquesta, op. 83, de Johannes Brahms, por la Filarmónica de Berlín, dirigida en el primer caso por Claudio Abbado y con Maurizio Pollini como solista, y, en el segundo, con Sir Simon Rattle en la conducción y Yefim Bronfman en el piano. Ambas versiones eran soberbias. Nunca había podido decidirse inequívocamente por una de ellas; cada vez encontraba que ambas, siendo distintas, eran igualmente inmejorables. Pero, esta noche, algo le ocurrió con la interpretación de Bronfman, al comenzar el segundo movimiento —Allegro appassionato— que decidió su elección: sintió que los ojos se le humedecían. Pocas veces había llorado escuchando un concierto: ¿era Brahms, era el pianista, era el estado de hipersensibilidad al que lo habían llevado los episodios del día?
A la hora de acostarse se sentía como anhelaba: muy cansado y totalmente sereno. Ismael, Armida, las hienas, Edilberto Torres, parecían haberse quedado lejos, muy atrás, abolidos. ¿Dormiría, pues, de un tirón? Qué esperanza. Luego de un rato de dar vueltas en la cama, en el dormitorio casi a oscuras, con sólo la luz del velador de Lucrecia encendida, desvelado, presa de un súbito entusiasmo preguntó de pronto a su esposa, muy bajito:
—¿No se te ha ocurrido pensar cómo sería la historia de Ismael con Armida, corazón? Cuándo y cómo empezaría. Quién tomaría la iniciativa. Qué clase de jueguitos, de casualidades, de roces o de bromas la fueron precipitando.
—Justamente —murmuró ella, volviéndose y como recordando algo. Acercó mucho la cara y el cuerpo a su marido y le susurró al oído—: He estado pensando en eso todo el tiempo, amor. Desde el primer minuto en que me contaste esta historia.
—¿Ah, sí? ¿Qué has pensado? ¿Qué se te ocurrió, por ejemplo? —Rigoberto se ladeó hacia ella y le pasó las manos por la cintura—. Por qué no me lo cuentas.
Afuera de la habitación, en las calles de Barranco, se había hecho ese gran silencio nocturno que, de rato en rato, interrumpía el lejano murmullo del mar. ¿Habría estrellas? No, nunca asomaban en el cielo de Lima por esta época del año. Pero allá en Europa sí las verían brillar y refulgir todas las noches. Lucrecia, con la voz densa y lenta de las mejores ocasiones, esa voz que era música para Rigoberto, dijo muy despacio, como recitando un poema:
«Por increíble que te parezca, te puedo reconstruir con lujo de detalles el romance de Ismael y Armida. Ya sé que te quita el sueño, que te llena de malos pensamientos, desde que tu amigo te contó en La Rosa Náutica que se iban a casar. ¿Gracias a quién lo sé? Cáete de espaldas: a Justiniana. Ella y Armida son amigas íntimas desde hace tiempo. Mejor dicho, desde que comenzaron los achaques de Clotilde y la mandamos algunos días a ayudar a Armida en los trajines de la casa. Eran esos días tan tristes, cuando al pobre Ismael se le vino el mundo abajo pensando que su compañera de toda la vida y madre de sus hijos se le podía morir. ¿No te acuerdas?».
—Claro que me acuerdo —mintió Rigoberto, silabeando en el oído de su esposa como si se tratara de un secreto inconfesable—. Cómo no me voy a acordar, Lucrecia. ¿Y qué pasó, entonces?
«Bueno, pues, las dos se hicieron amigas y empezaron a salir juntas. Desde entonces, parece, Armida ya tenía en la cabeza el plan que le ha salido tan redondo. De empleada que tendía camas y trapeaba cuartos, a ser nada menos que legítima esposa de don Ismael Carrera, respetado señorón y ricacho de Lima. Y, encima, setentón y acaso octogenario».
—Olvídate de los comentarios y de lo que ya sabemos —la reprendió Rigoberto, jugando ahora a la aflicción—. Vamos a lo que de veras importa, amor. Sabes de sobra qué es. Los hechos, los hechos.
«A eso voy. Armida lo planeó todo, con astucia. Claro que si la piuranita no hubiera tenido algunos encantos físicos de nada le hubieran servido la inteligencia ni su astucia. Justiniana la ha visto desnuda, por supuesto. Si me preguntas cómo y por qué, no lo sé. Seguramente se habrán bañado juntas, alguna vez. O dormido en la misma cama alguna noche, quién sabe. Ella dice que nos sorprendería descubrir lo bien formada que está Armida cuando la ves calatita, algo que no se nota por lo mal que se viste con esos vestidos bolsudos, para gordas. Justiniana dice que ella no lo es, que tiene los pechos y las nalgas paraditos y duros, unos pezones firmes, las piernas bien torneadas, y, ahí donde la ves, un vientre terso como un tambor. Y un pubis casi sin vello, como una japonesita».
—¿Sería posible que Armida y Justiniana se hubieran excitado al verse calatitas? —la interrumpió Rigoberto, caldeado—. ¿Sería posible que se pusieran a jugar, a tocarse, a acariñarse y terminaran haciendo el amor?
—Todo es posible en esta vida, hijito —propuso doña Lucrecia, con su sabiduría acostumbrada. Ahora, ambos esposos estaban soldados uno con otro—. Lo que puedo adelantarte es que Justiniana hasta tuvo cosquillas donde ya sabes cuando vio a Armida desnuda. Ella me lo confesó, ruborizándose y riéndose. Ella bromea mucho con esas cosas, ya sabes, pero creo que es cierto que verla desnuda la excitó. Así que, quién sabe, cualquier cosa pudo pasar entre ellas dos. En todo caso, nadie se hubiera imaginado cómo era de verdad ese cuerpo de Armida, escondido bajo los delantales y las polleras ordinarias que se ponía. Aunque ni tú ni yo lo notáramos, Justiniana cree que, desde que la pobre Clotilde entró en el período final de su enfermedad y su muerte ya parecía inevitable, Armida comenzó a ocuparse más que antes de su personita.
—¿Qué hacía, por ejemplo? —volvió a interrumpirla Rigoberto. Tenía la voz lenta y espesa y el corazón acelerado—. ¿Se le insinuaba a Ismael? ¿Haciendo qué? ¿Cómo?
«Se presentaba cada mañana mucho más arreglada que antes. Peinada y con pequeños toques coquetos, que nadie advertiría. Y con unos movimientos nuevos, de los brazos, de los pechos, del potito. Pero el vejete de Ismael sí se dio cuenta. Pese a haber quedado como quedó al morir Clotilde, pasmado, sonámbulo, destrozado por la pena. Había perdido la brújula, no sabía quién era ni dónde estaba. Pero se dio cuenta que algo pasaba a su alrededor. Claro que lo notó».
—Otra vez te apartas de lo principal, Lucrecia —se quejó Rigoberto, apretándola—. No es el momento de ponerse a hablar de muertes, amor.
«Entonces, oh maravilla, Armida se convirtió en el ser más devoto, atento y servicial. Ahí estaba ella, siempre al alcance de su patrón para prepararle un mate de manzanilla, una taza de té, servirle un whisky, plancharle la camisa, coserle un botón, retocarle el terno, dar a lustrar los zapatos al mayordomo, apurar a Narciso que sacara el auto al instante pues don Ismael se disponía a salir y no le gustaba esperar».
—Qué importa todo eso —se enojó Rigoberto, mordisqueando una oreja de su mujer—. Quiero saber cosas más íntimas, amor.
«Al mismo tiempo, con una sabiduría que sólo tenemos las mujeres, una sabiduría que nos viene de Eva en persona, que está en nuestra alma, en nuestra sangre, y, me imagino, también en nuestro corazón y nuestros ovarios, Armida comenzó a armar esa trampa en la que el viudo devastado por la muerte de su esposa caería como un angelito».
—Qué cosas le hacía —rogó Rigoberto, apresurado—. Cuéntamelo con gran profusión de detalles, amor.
«En las noches del invierno, Ismael, recluido en su escritorio, rompía de repente a llorar. Y, como por arte de magia, ahí aparecía Armida a su lado, devota, respetuosa, conmovida, pronunciando unas palabras en diminutivo con ese cantito norteño que suena tan musical. Y derramaba algunos lagrimones ella también, muy cerquita del dueño de casa. Él podía sentirla y olerla, porque sus cuerpos se rozaban. Mientras Armida secaba la frente y los ojos de su patrón, y sin darse cuenta, se diría, en sus esfuerzos por consolarlo, calmarlo y acariñarlo, el escote se le corría y los ojos de Ismael no podían dejar de percibir, rozándole el pecho y la cara, aquellas tetitas frescas, morenitas, jóvenes, de una mujer que desde la perspectiva de sus años debieron parecerle no las de una joven sino las de una niña. Entonces comenzaría a pasársele por la cabeza la idea de que Armida no era sólo un par de manos incansables para hacer y deshacer camas, sacudir paredes, lustrar pisos, lavar ropa, sino, también, un cuerpo llenito, tierno, palpitante, cálido, una intimidad fragante, húmeda, excitante. Ahí empezaría a sentir el pobre Ismael, durante esas cariñosas manifestaciones de lealtad y afecto de su empleada, que esa cosa cubierta y encogida, poco menos que desahuciada por falta de uso que tenía entre las piernas, comenzaba a dar señales de vida, a resucitar. Eso, por supuesto, Justiniana no lo sabe, lo adivina. Yo tampoco lo sé, pero estoy segura que así comenzó todo. ¿No lo crees tú también, amor?».
—¿Cuando Justiniana te contaba todo esto estaban ella y tú desnudas, amor mío? —Rigoberto hablaba mientras mordisqueaba apenas el cuello, las orejas, los labios de su mujer y sus manos le acariciaban la espalda, las nalgas, la entrepierna.
—Yo la tenía a ella como me tienes tú a mí ahora —respondió Lucrecia, acariciándolo, mordiéndolo, besándolo, hablando dentro de su boca—. Apenas podíamos respirar, porque nos ahogábamos, yo tragándome su saliva y ella la mía. Justiniana cree que Armida dio el primer paso, no él. Que fue ella la que primero tocó a Ismael. Aquí, sí. Así.
—Sí, sí, por supuesto que sí, sigue, sigue —Rigoberto ronroneaba, se afanaba y apenas le salía la voz—. Así tuvo que ser. Así fue.
Estuvieron un buen rato en silencio, abrazándose, besándose, pero de pronto Rigoberto, haciendo un gran esfuerzo, se contuvo. Y se apartó ligeramente de su esposa.
—No quiero terminar todavía, amor mío —susurró—. Estoy gozando tanto. Te deseo, te amo.
—Un paréntesis, pues —dijo Lucrecia, apartándose también—. Hablemos de Armida, entonces. En cierto sentido, es admirable lo que ha hecho y conseguido, ¿no crees?
—En todos los sentidos —dijo Rigoberto—. Una verdadera obra de arte. Merece mi respeto y reverencia. Es una gran mujer.
—Entre paréntesis —dijo su esposa, cambiando de voz—, si yo me muriera antes que tú, no me molestaría en absoluto que te casaras con Justiniana. Ya conoce todas tus manías, tanto las buenas como las malas, sobre todo estas últimas. Así que, tenlo en cuenta.
—Y dale con hablar de la muerte —suplicó Rigoberto—. Volvamos a Armida y no te distraigas tanto, por lo que más quieras.
Lucrecia suspiró, se pegó a su marido, su boca buscó su oreja y le habló muy despacito:
«Como te decía, allí estaba ella siempre a la mano, siempre cerquita de Ismael. A veces, mientras se inclinaba para sacar aquella manchita del sillón, se le corría la falda y asomaba, sin que ella lo notara —pero él sí que lo notaba—, aquella redonda rodilla, aquel muslo liso y elástico, aquellos tobillos delgaditos, un jirón de hombro, de brazo, el cuello, la hendidura de los pechos. No hubo ni pudo haber nunca el menor asomo de vulgaridad en esos descuidos. Todo parecía natural, casual, nunca forzado. El azar organizaba las cosas de tal manera que, a través de esos ínfimos episodios, el viudo, el veterano, nuestro amigo, el padre horrorizado de sus hijos, descubrió que todavía era un hombre, que tenía un pajarito vivo, vivísimo. Como este que estoy tocando, amor. Duro, mojadito, temblón».
—Me emociona imaginar la felicidad que debió sentir Ismael cuando supo que todavía lo tenía y que su pajarito, pese a no haberlo hecho tanto tiempo, empezaba de nuevo a cantar —divagó Rigoberto, moviéndose bajo las sábanas—. Me conmueve, amor mío, lo tierno, lo bonito que debió ser cuando, sumido aún en la amargura de su viudez, comenzó a tener fantasías, deseos, poluciones, pensando en su empleada. ¿Quién tocó primero a quién? Adivinemos.
«Armida jamás pensó que las cosas llegarían tan lejos. Ella esperaba que Ismael se fuera aficionando a su cercanía, descubriendo gracias a ella que no era esa ruina humana que delataba su apariencia, que debajo de su facha descalabrada, su andar inseguro, sus dientes flojos y su mala vista, su sexo aleteaba todavía. Que era capaz de tener deseos. Que, venciendo su sentido del ridículo, se atreviera por fin un día a dar un paso audaz. Y así se estableciera entre ellos una complicidad secreta, íntima, en la gran casona colonial a la que la muerte de Clotilde había dejado convertida en un limbo. Pensó tal vez que todo ello podría llevar a Ismael a promoverla de sirvienta a querida. A ponerle incluso una casita, a pasarle una pequeña pensión. Eso es lo que ella soñaba, estoy segura. Y nada más. Nunca imaginaría la revolución que iba a causar en el buen Ismael ni que las circunstancias la convertirían en el instrumento de la venganza del padre dolido y despechado».
—Pero ¿qué es esto? ¿Quién es este intruso? ¿Qué está ocurriendo aquí debajo de estas sábanas? —interrumpió Lucrecia su relato, revolviéndose, exagerando, tocándolo.
—Sigue, sigue, amor mío, por lo que más quieras —le rogó, se ahogó, cada vez más ansioso Rigoberto—. No te calles ahora que todo va tan bien.
—Ya lo veo —se rio Lucrecia, moviéndose para sacarse el camisón de dormir, ayudando a su marido a despojarse del pijama, enredándose uno en el otro, deshaciendo la cama, abrazándose y besándose.
—Necesito saber cómo fue la primera vez que se acostaron —ordenó Rigoberto. Mantenía muy apretada contra su cuerpo a su mujer y le hablaba con sus labios pegados a los suyos.
—Te lo voy a contar, pero déjame respirar al menos un poquito —respondió Lucrecia con calma, tomándose un tiempo para pasear su lengua por la boca de su marido y recibir la de él en la suya—. Comenzó con un llanto.
—¿Un llanto de quién? —se desconcentró Rigoberto, poniéndose rígido—. ¿De qué? ¿Era virgen Armida? ¿A eso te refieres? ¿La desfloró? ¿La hizo llorar?
—Un llanto de esos que le venían a Ismael a veces en las noches, tontito —lo amonestó doña Lucrecia, pellizcándole las nalgas, sobándoselas, dejando correr las manos hasta los testículos, acunándolos suavemente—. Recordando a Clotilde, pues. Un llanto fuerte, con sollozos que atravesaban la puerta, las paredes.
—Unos sollozos que llegaron hasta el cuarto de Armida, por supuesto —se animó Rigoberto. Hablaba mientras hacía girar a Lucrecia sobre sí misma y la acomodaba debajo de él.
—Que la despertaron, que la sacaron de la cama, que la hicieron salir corriendo a consolarlo —dijo ella, deslizándose con facilidad debajo del cuerpo de su marido, separando las piernas, abrazándolo.
—No tuvo tiempo de ponerse la bata ni las zapatillas —le quitó la palabra Rigoberto—. Ni de peinarse ni de nada. Y entró corriendo al cuarto de Ismael así, medio desnuda. La estoy viendo, amor mío.
—Acuérdate que todo estaba a oscuras; ella fue tropezando con los muebles, guiándose por el llanto del pobre hacia su cama. Cuando llegó lo abrazó y…
—Y él la abrazó también y a jalones le sacó la camisita que tenía encima. Ella se hizo la que se resistía, pero no mucho rato. Apenas empezó el forcejeo, lo abrazó ella también. Se llevaría una gran sorpresa al descubrir que Ismael era en ese momento un unicornio, que la perforaba, que la hacía chillar…
—Que la hacía chillar —repitió y chilló a su vez Lucrecia, implorando—. Espera, espera, no te vayas todavía, no seas malo, no me hagas eso.
—Te amo, te amo —estalló él, besando a su esposa en el cuello y sintiéndola que se ponía rígida y, unos segundos después, gemía, aflojaba el cuerpo y se quedaba inmóvil, acezando.
Estuvieron así, quietos y callados, unos minutos, recobrándose. Luego bromearon, se levantaron, se lavaron, alisaron las sábanas, volvieron a ponerse el pijama y el camisón, apagaron la luz del velador y trataron de dormir. Pero Rigoberto permaneció desvelado, sintiendo cómo la respiración de Lucrecia se serenaba y espaciaba a medida que se hundía en el sueño y su cuerpo se quedaba inmóvil. Ya dormía. ¿Estaría soñando?
Y, en ese momento, de manera totalmente imprevista encontró la razón de ser de aquella asociación que su memoria había venido tejiendo de modo esporádico y embrollado desde hacía algún tiempo; mejor dicho, desde que Fonchito comenzó a contarles aquellos encuentros imposibles, aquellas coincidencias improbables con ese estrafalario Edilberto Torres. Tenía que releer de inmediato ese capítulo del Doktor Faustus de Thomas Mann. Había leído hacía muchos años la novela, pero recordaba con nitidez aquel episodio, el cráter de la historia.
Se levantó sin hacer ruido y, descalzo y a oscuras, fue al escritorio, su pequeño espacio de civilización, tanteando las paredes. Encendió la lamparilla del sillón donde acostumbraba leer y oír música. Había un silencio cómplice en la noche barranquina. El mar era un rumor lejanísimo. No le costó nada encontrar el libro en el estante de las novelas. Allí estaba. Era el capítulo veinticinco: lo tenía señalado con una cruz y dos signos de admiración. El cráter, el episodio de máxima concentración de vivencias, el que hacía cambiar de naturaleza toda la historia, introduciendo en un mundo realista una dimensión sobrenatural. El episodio en el que por primera vez aparece el diablo y conversa con el joven compositor Adrian Leverkühn, en su retiro italiano de Palestrina, y le propone el celebérrimo pacto. Apenas empezó a releerlo quedó atrapado por la sutileza de la estrategia narrativa. El diablo se presenta a Adrian como un hombrecillo normal y corriente; el único síntoma insólito es, al principio, el frío que emana de él y hace que el joven músico sienta escalofríos. Tendría que preguntarle a Fonchito, como una curiosidad un poco tonta, casual, «¿Te ocurre sentir frío cada vez que se te aparece ese sujeto?». Ah, Adrian también padece jaquecas y náuseas premonitorias antes del encuentro que cambiará su vida. «Dime, Fonchito, por casualidad ¿te vienen dolores de cabeza, descomposición de estómago, desarreglos físicos de cualquier índole cada vez que se te presenta ese individuo?».
Según el relato de su hijo, Edilberto Torres era también un hombrecillo normal y corriente. Rigoberto tuvo un sobresalto de pavor con la descripción de aquella risa sarcástica del personajillo que estallaba de pronto en la penumbra de la casona de las montañas italianas en que tenía lugar la turbadora conversación. Pero ¿por qué su subconsciente había relacionado todo aquello que leía con Fonchito y Edilberto Torres? No tenía sentido. El diablo en la novela de Thomas Mann se refiere a la sífilis y la música como las dos manifestaciones de su poderío maléfico en la vida y su hijo jamás había oído al tal Edilberto Torres hablar de enfermedades o de música clásica. ¿Cabía preguntarse si la aparición del sida, que causaba tantos estragos en el mundo de hoy como antaño la sífilis, era indicio de la hegemonía que iba alcanzando la presencia infernal en la vida contemporánea? Era estúpido imaginarlo; y, sin embargo, él, un incrédulo, un agnóstico inveterado, sentía en este momento, mientras leía, que esa penumbra de libros y grabados que lo rodeaba, y las tinieblas de afuera, estaban en estos mismos instantes impregnadas de un espíritu cruel, violento y maligno. «Fonchito, ¿has advertido que la risa de Edilberto Torres no parece humana? Quiero decir, ¿el ruido que hace no parece salido de una garganta de hombre sino, más bien, el aullido de un loco, el graznido de un cuervo, el silbido de un ofidio?». El chiquillo se echaría a reír a carcajadas y pensaría que su padre estaba loco. Otra vez lo invadió la desazón. El pesimismo borró en pocos segundos los momentos de intensa felicidad que acababa de compartir con Lucrecia, el placer que le había deparado la relectura de ese capítulo del Doktor Faustus. Apagó la luz y regresó al dormitorio arrastrando los pies. Esto no podía seguir así, tenía que interrogar a Fonchito con prudencia y astucia, desenmascarar lo que había de verdad en aquellos encuentros, disipar de una vez por todas esa absurda fantasmagoría fraguada por la imaginación afiebrada de su hijo. Dios mío, no estaban los tiempos para que el diablo diera nuevamente señales de vida y se apareciera otra vez a la gente.