III

Felícito Yanaqué recibió la segunda carta de la arañita pocos días después de la primera, un viernes por la tarde, el día de la semana que visitaba a Mabel. Cuando, ocho años atrás, le puso la casita de Castilla, no lejos del desaparecido Puente Viejo víctima de los estragos de El Niño, iba a verla dos y hasta tres veces por semana; pero, con los años, el fuego de la pasión había ido declinando y desde hacía algún tiempo se limitaba a verla sólo los viernes, al salir de su oficina. Se quedaba con ella unas horas y casi siempre comían juntos, en un chifa vecino o en un restaurante criollo del centro. De vez en cuando, Mabel cocinaba para él un seco de chabelo, su especialidad, que Felícito se empujaba contento, con una cervecita cusqueña bien fría.

Mabel se conservaba muy bien. En esos ocho años no había engordado y lucía intacta su silueta de gimnasta, su cintura ceñida, sus pechos erectos y el potito redondo y empinado que seguía cimbreando alegre al caminar. Era morena, de cabellos lacios, boca carnosa, dientes muy blancos, sonrisa radiante y carcajadas que contagiaban alegría alrededor. A Felícito le seguía pareciendo tan bonita y atractiva como la primera vez que la vio.

Ocurrió en el antiguo estadio, en el barrio de Buenos Aires, durante un partido histórico, pues en esa ocasión el Atlético Grau, que llevaba treinta años sin volver a primera división, se enfrentó y derrotó nada menos que al Alianza Lima. Aquello que vio fue un flechazo para el transportista. «Ha quedado usted turulato, compadre», le tomó el pelo el Colorado Vignolo, su amigo, colega y competidor —era dueño de Transportes La Perla del Chira— con el que solía ir al fútbol cuando los equipos de Lima y de otros departamentos venían a jugar a Piura. «Por mirar a esa morochita se está usted perdiendo todos los goles». «Es que nunca he visto nada tan precioso», murmuró Felícito, chasqueando la lengua. «¡Es lindisisísima!». Estaba a pocos metros de ellos, acompañada de un joven que le pasaba el brazo por los hombros y de tanto en tanto le acariciaba los cabellos. Al poco rato, el Colorado Vignolo le susurró al oído: «Pero si la conozco. Se llama Mabel. Se armó usted, compadre. Esa, tira». Felícito dio un respingo: «¿Me está diciendo, compadre, que esa ricura es una puta?».

—No exactamente —rectificó el Colorado, dándole un codazo—. Dije que tira, no que putee. Tirar y putear son cosas distintas, coleguita. Mabel es una cortesana, o algo así. Sólo con algunos privilegiados y en su casa. Sacándoles un ojo de la cara, me imagino. ¿Quiere que le consiga su teléfono?

Se lo averiguó y Felícito, medio muerto de vergüenza —porque, a diferencia del Colorado Vignolo, juerguista y putañero desde churre, él había llevado siempre una vida muy austera, dedicada al trabajo y a su familia— la llamó y, después de muchos rodeos, concertó un encuentro con la linda mujercita del estadio. Ella lo citó primero en un café de la avenida Grau, el Balalaika, que estaba junto a esas bancas donde se juntaban a tomar el fresco del anochecer esos viejos chismosos fundadores del CIVA (Centro de Investigación de la Vida Ajena). Tomaron lonche y conversaron un buen rato. Él se sentía intimidado ante una chica tan linda y tan joven, preguntándose a ratos qué haría si se aparecían de pronto por el café Gertrudis o Tiburcio y Miguelito. ¿Cómo les presentaría a Mabel? Ella jugaba con él como el gato con el ratón: «Estás ya muy viejito y gastado para enamorar a una mujer como yo. Además, eres muy renacuajo, si yo estuviera contigo tendría que andar siempre con tacos chatos». Coqueteaba con el transportista a su gusto, acercándole la cara risueña, sus ojos llenos de chispas y cogiéndole la mano o el brazo, un contacto que estremecía a Felícito de pies a cabeza. Tuvo que salir con Mabel cerca de tres meses, llevarla al cine, invitarla a almorzar, a comer, a pasear a la playa de Yacila y a las chicherías de Catacaos, hacerle muchos regalos, desde medallitas y pulseras hasta zapatos y vestidos que ella misma escogía, antes de que le permitiera visitarla en la casita donde vivía, al norte de la ciudad, cerca del antiguo cementerio de San Teodoro, en una esquina de ese dédalo de callejones, perros vagos y arena que era el último residuo de la Mangachería. El día que se acostó con ella Felícito Yanaqué, por segunda vez en su vida, lloró (la primera había sido el día que murió su padre).

—¿Por qué lloras, viejito? ¿No te gustó, pues?

—Nunca en mi vida he sido tan feliz —le confesó Felícito, arrodillándose y besándole las manos—. Hasta ahora yo no sabía lo que era gozar, te lo juro. Tú me has enseñado la felicidad, Mabelita.

Poco tiempo después y sin mayores preámbulos le ofreció ponerle lo que los piuranos llamaban «la casa chica» y pasarle una mensualidad para que pudiera vivir tranquila, sin preocupaciones de dinero, en un sitio mejor que en esta barriada llena de cabras y mangaches chaveteros y ociosos. Ella, sorprendida, sólo atinó a decir: «Júrame que nunca me preguntarás por mi pasado ni me harás una sola escena de celos en toda tu vida». «Te lo juro, Mabel». Ella buscó la casita de Castilla, vecina al Colegio de Don Juan Bosco de los padres salesianos, y la amuebló a su gusto. Felícito firmó los contratos de alquiler y pagó todas las cuentas, sin protestar por el precio. La mensualidad se la entregaba puntualmente, en efectivo, el último día del mes, igual que a los empleados y obreros de Transportes Narihualá. Concertaba siempre con ella los días que iba a verla. En ocho años, jamás se había presentado de improviso en la casita de Castilla. No quería pasar por el mal rato de encontrarse con unos pantalones en el cuarto de su amante. Tampoco averiguaba lo que ella hacía los días de la semana en que no se veían. Presentía, eso sí, que se tomaba sus libertades y le agradecía en silencio que lo hiciera con discreción, sin humillarlo. ¿Cómo hubiera podido protestar por eso? Mabel era joven, alegre, tenía derecho a divertirse. Ya era mucho que aceptara ser la querida de un hombre avejentado, tan bajito y feo como él. No era que no le importara, nada de eso. Cuando, alguna vez, divisaba a Mabel a lo lejos, saliendo de una tienda o del cine acompañada de un hombre, se le retorcía el estómago de celos. A veces tenía pesadillas en las que Mabel le anunciaba, muy seria: «Voy a casarme, esta será la última vez que nos veamos, viejito». Si hubiera podido, Felícito se habría casado con ella. Pero no podía. No sólo porque ya lo estaba, sino porque no quería abandonar a Gertrudis, como su madre, esa desnaturalizada que nunca conoció, los había abandonado a su padre y a él, allá en Yapatera, cuando Felícito era todavía un bebe de teta. Mabel era la única mujer a la que había querido de verdad. A Gertrudis nunca la quiso, se casó con ella por obligación, debido a aquel mal paso de su juventud y, tal vez, tal vez, porque ella y la Mandona le tendieron una buena trampa. (Un asunto que procuraba no recordar, porque lo amargaba, pero siempre estaba volviendo a su cabeza como un disco rayado). Pese a ello, había sido un buen marido. A su esposa y a sus hijos les había dado más de lo que podían esperar del pobretón que era cuando se casó. Para eso se había pasado la vida trabajando como un esclavo, sin tomarse jamás una vacación. En eso consistió su vida hasta que conoció a Mabel: chambear, chambear, chambear, rompiéndose los lomos día y noche para hacerse de un pequeño capital hasta abrir su soñada empresa de transportes. Esa muchacha le descubrió que acostarse con una mujer podía ser algo hermoso, intenso, emocionante, algo que él nunca imaginó las raras veces que se iba a la cama con las putas de los burdeles de la carretera a Sullana o con algún plancito que le salía —a la muerte de un obispo, por lo demás— en una fiesta y que le duraba apenas una noche. Hacer el amor con Gertrudis había sido siempre algo expeditivo, una necesidad física, un trámite para calmar las ansias. Dejaron de dormir juntos desde que nació Tiburcio, hacía de esto la friolera de veintitantos años. Cuando oía al Colorado Vignolo contar sus acostadas a diestra y siniestra, Felícito se quedaba estupefacto. Comparado con su compadre, había vivido como un monje.

Mabel lo recibió en bata, cariñosa y dicharachera como de costumbre. Acababa de ver un capítulo de la telenovela de los viernes y se lo comentó mientras lo llevaba de la mano al dormitorio. Ya tenía cerradas las persianas y encendido el ventilador. Había puesto el trapo rojo alrededor de la lámpara, porque a Felícito le gustaba contemplarla desnuda en esa atmósfera rojiza. Lo ayudó a desnudarse y tumbarse de espaldas en la cama. Pero, a diferencia de otras veces, de todas las otras veces, en esta el sexo de Felícito Yanaqué no dio el menor indicio de endurecerse. Seguía allí, menudo y escurrido, envuelto en sus pliegues, indiferente a los cariños que le prodigaban los cálidos dedos de Mabel.

—¿Y a este qué le pasa hoy, viejito? —se sorprendió ella, dándole un apretón al sexo fláccido de su amante.

—Será que no me siento muy bien —se excusó Felícito, incómodo—. Capaz me voy a resfriar. Me ha dolido la cabeza todo el día y a ratos me vienen escalofríos.

—Te prepararé un té con limón bien calientito y luego te haré unos cariños a ver si despertamos a este dormilón —Mabel saltó de la cama y se puso de nuevo la bata—. No te me duermas tú también, viejito.

Pero cuando regresó de la cocina con la taza de té humeando y un Panadol en la mano, Felícito se había vestido. La esperaba sentado en la salita de muebles floreados color granate, encogido y grave bajo la imagen iluminada del Corazón de Jesús.

—A ti te pasa algo más que el resfrío —dijo Mabel, acurrucándose a su lado y escudriñándolo de manera aparatosa—. ¿No será que ya no te gusto? ¿No te habrás enamorado de alguna piuranita por ahí?

Felícito negó con la cabeza, le cogió la mano y se la besó.

—Yo te quiero a ti más que a nadie en el mundo, Mabelita —afirmó, con ternura—. Nunca volveré a enamorarme de nadie, sé de sobra que no encontraría en ninguna parte una mujercita como tú.

Suspiró y sacó del bolsillo la carta de la arañita.

—He recibido esta carta y estoy muy preocupado —dijo, alcanzándosela—. A ti te tengo confianza, Mabel. Léela y a ver qué opinas.

Mabel leyó y releyó, muy despacio. La sonrisita que siempre revoloteaba por su cara se le fue eclipsando. Sus ojos se llenaron de inquietud.

—Tendrás que ir a la policía, ¿no? —dijo por fin, vacilante. Se la notaba desconcertada—. Esto es un chantaje y tendrás que denunciarlo, me imagino.

—Ya fui a la comisaría. Pero no le dieron importancia. La verdad, no sé qué hacer, amor. El sargento de la policía con el que hablé me dijo algo que de repente es cierto. Que, como hay tanto progreso ahora en Piura, también aumentan los delitos. Aparecen bandas de maleantes que piden cupos a los comerciantes y a las empresas. Ya lo había oído. Pero nunca se me ocurrió que me podía tocar a mí. Te confieso que estoy un poco muñequeado, Mabelita. No sé qué hacer.

—¿No irás a darles la plata que te piden esos, no, viejito?

—Ni un solo centavo, por supuesto que no. Yo no me dejo pisotear por nadie, de eso sí que puedes estar segura.

Le contó que Adelaida le había aconsejado que cediera a los chantajistas.

—Creo que es la primera vez en la vida que no voy a seguir la inspiración de mi amiga la santera.

—Qué ingenuote eres, Felícito —reaccionó Mabel, molesta—. Consultar una cosa tan delicada con la bruja. No sé cómo puedes tragarte los cuentanazos que te suelta esa vivaza.

—Conmigo nunca se ha equivocado —Felícito lamentó haberle hablado de Adelaida sabiendo que Mabel la detestaba—. No te preocupes, esta vez no seguiré su consejo. No puedo. No lo haré. Será eso lo que me tiene un poco amargo. Me parece que se me está viniendo encima una desgracia.

Mabel se había puesto muy seria. Felícito vio cómo esos bonitos labios rojos se fruncían, nerviosos. Ella levantó una mano y le alisó los cabellos, despacio.

—Quisiera poder ayudarte, viejito, pero no sé cómo.

Felícito le sonrió, asintiendo. Se puso de pie, indicando que había decidido partir.

—¿No quieres que me vista y nos vayamos al cine? Te distraerás un rato, anímate.

—No, mi amor, no tengo ánimo para películas. Otro día. Perdóname. Voy a meterme a la cama, más bien. Porque lo del resfrío es cierto.

Mabel lo acompañó hasta la puerta y la abrió, para dejarlo salir. Y, entonces, con un pequeño sobresalto, Felícito vio el sobre pegado junto al timbre de la casa. Era blanco, no azul como el primero, y más pequeño. Adivinó al instante de qué se trataba. Había unos chiquillos haciendo bailar unos trompos en la vereda, a pocos pasos. Antes de abrir el sobre, Felícito se acercó a preguntarles si habían visto quién lo colocó allí. Los churres se miraron unos a otros, sorprendidos, y se encogieron de hombros. Ninguno había visto nada, por supuesto. Cuando regresó a la casa, Mabel estaba muy pálida y una lucecita angustiosa titilaba en el fondo de sus ojos.

—¿Tú crees que…? —murmuró, mordiéndose los labios. Miraba el sobre blanco todavía sin abrir que él tenía en la mano como si pudiera morderla.

Felícito entró, encendió la luz del pequeño pasillo y, con Mabel colgada de su brazo y estirando la cara para leer lo que él leía, reconoció las letras mayúsculas en tinta siempre azul:

Señor Yanaqué:

Usted ha cometido una equivocación yendo a la comisaría, pese a la recomendación que le hizo la organización. Nosotros queremos que este asunto se solvente de manera privada, mediante un diálogo. Pero usted nos está declarando la guerra. La tendrá, si esa es su preferencia. En dicho caso, podemos anunciarle que saldrá perdiendo. Y lamentándolo. Muy pronto tendrá pruebas de que somos capaces de responder a sus provocaciones. No sea terco, se lo decimos por su bien. No ponga en peligro lo que ha conseguido con tantos años de chambeo tan duro, señor Yanaqué. Y, sobre todo, no vuelva a darle sus quejas a la policía, porque le pesará. Aténgase a las consecuencias.

Dios guarde a usted.

El dibujo de la arañita que hacía las veces de firma era idéntico al de la primera carta.

—Pero, por qué la pusieron aquí, en mi casa —balbuceó Mabel, apretando mucho su brazo. Él la sentía temblar de pies a cabeza. Había palidecido.

—Para hacerme saber que conocen mi vida privada, por qué va a ser —Felícito le pasó el brazo por el hombro y la estrechó. Sintió que ella se estremecía y le dio pena. La besó en los cabellos—. No sabes cuánto siento que por mi culpa te veas mezclada en este asunto, Mabelita. Ten mucho cuidado, amor. No abras la puerta sin mirar antes por la rejilla. Y, mejor, no salgas sola de noche hasta que esto se aclare. Vaya usted a saber de qué son capaces estos sujetos.

La besó de nuevo en los cabellos y le susurró en el oído antes de partir: «Por la memoria de mi padre, lo más santo que tengo, te juro que a ti nadie te hará nunca daño, amorcito».

En los pocos minutos que pasaron desde que salió a hablar con los churres que hacían bailar trompos, había oscurecido. Las rancias luces de los alrededores iluminaban apenas las veredas llenas de huecos y baches. Oyó ladridos y una música obsesiva, como si alguien afinara una guitarra. La misma nota, una y otra vez. Aunque tropezando, caminaba de prisa. Atravesó casi corriendo el angosto Puente Colgante, ahora peatonal, y recordó que, de churre, esos brillos nocturnos que espejeaban en las aguas del río Piura le daban miedo, le hacían pensar en todo un mundo de diablos y fantasmas en el fondo de las aguas. No contestó el saludo de una pareja que venía en dirección contraria. Le tomó casi media hora llegar a la comisaría de la avenida Sánchez Cerro. Sudaba y la agitación apenas le permitía hablar.

—No son horas de atención al público —le dijo el guardia jovencito de la entrada—. A menos que se trate de algo muy urgente, señor.

—Es urgente, urgentisísimo —se atropelló Felícito—. ¿Puedo hablar con el sargento Lituma?

—¿A quién anuncio?

—Felícito Yanaqué, de Transportes Narihualá. Estuve aquí hace unos días, para sentar una denuncia. Dígale que ha pasado algo muy grave.

Tuvo que esperar un buen rato, en plena calle, oyendo el rumor de unas voces masculinas que decían lisuras en el interior del local. Vio asomar una luna menguante sobre los techos del contorno. Todo su cuerpo ardía, como si se lo comiera la fiebre. Recordó las tembladeras de su padre cuando le daban las tercianas, allá en Chulucanas, y que se las curaba sudándolas, envuelto en un alto de crudos. Pero no era calentura sino cólera lo que a él lo hacía estremecerse. Por fin, el guardia jovencito e imberbe volvió y lo hizo pasar. La luz del interior del local era tan rala y triste como la de las calles de Castilla. Esta vez el guardia no lo guio hasta el minúsculo cubículo del sargento Lituma sino a una oficina más amplia. Ahí estaba el sargento con un oficial —un capitán, por los tres galones de las hombreras de su camisa—, gordo, retaco y de bigotes. Miró a Felícito sin alegría. Su boca abierta mostraba unos dientes amarillos. Por lo visto, había interrumpido una partida de damas entre los policías. El transportista iba a hablar pero el capitán lo atajó con un ademán:

—Conozco su caso, señor Yanaqué, el sargento me puso al tanto. Ya leí esa carta con arañitas que le mandaron. No se acordará, pero nos conocimos en un almuerzo del Rotary Club, en el Centro Piurano, hace algún tiempito. Había unos buenos cocteles de algarrobina, me parece.

Sin decir nada, Felícito depositó la carta sobre el tablero de damas, desordenando las fichas. Sentía que la furia se le había subido hasta el cerebro y casi no lo dejaba pensar.

—Siéntese antes que le dé un infarto, señor Yanaqué —se burló el capitán, señalándole una silla. Mordisqueaba las puntas de su bigote y tenía un tonito sobrado y provocador—. Ah, por si acaso, se le olvidó darnos las buenas noches. Soy el capitán Silva, el comisario, para servirlo.

—Buenas noches —articuló Felícito, la voz estrangulada por la irritación—. Acaban de mandarme otra carta. Exijo una explicación, señores policías.

El capitán leyó, acercando el papel a la lamparilla de su escritorio. Luego se la pasó al sargento Lituma, murmurando entre dientes: «Vaya, esto se pone caliente».

—Exijo una explicación —repitió Felícito, atorándose—: ¿Cómo sabían los bandidos que yo vine a la comisaría a denunciar ese anónimo?

—De muchas maneras, señor Yanaqué —encogió los hombros el capitán Silva, mirándolo con lástima—. Porque lo siguieron hasta aquí, por ejemplo. Porque lo conocen y saben que no es usted hombre que se deje chantajear y va y denuncia los chantajes a la policía. O porque se lo dijo alguien a quien usted contó que había puesto una denuncia. O porque, de repente, nosotros somos los autores de esos anónimos, los miserables que queremos extorsionarlo. ¿Se le ha ocurrido, no? Será por eso que anda usted de tan mal humor, che guá, como dicen sus paisanos.

Felícito se contuvo las ganas de responderle que sí. En este momento sentía más cólera contra los dos policías que contra los autores de las cartas de la arañita.

—¿La encontró colgada siempre en la puerta de su casa?

Le ardía la cara mientras respondía, disimulando su turbación:

—La colgaron en la puerta de la casa de una persona que visito.

Lituma y el capitán Silva cambiaron una miradita.

—Quiere decir que conocen su vida a fondo, entonces, señor Yanaqué —comentó con lentitud maliciosa el capitán Silva—. Estos pendejos saben incluso a quién visita. Han hecho un buen trabajo de inteligencia, por lo visto. De ahí podemos deducir ya que son profesionales, no amateurs.

—¿Y ahora qué va a pasar? —dijo el transportista. A la rabia de un momento atrás, había reemplazado un sentimiento de tristeza e impotencia. Era injusto, era cruel lo que le estaba pasando. ¿De qué y por qué lo castigaban de allá arriba? ¿Qué mal había hecho, Dios santo?

—Ahora tratarán de darle un susto, para ablandarlo —afirmó el capitán, como si hablara de lo tibia que estaba la noche—. Para hacerle creer que son poderosos e intocables. Y, juácate, ahí cometerán su primer error. Entonces, empezaremos a seguirles la pista. Paciencia, señor Yanaqué. Aunque usted no se lo crea, las cosas van por buen camino.

—Eso es fácil de decir cuando se miran desde el palco —filosofó el transportista—. No cuando se reciben amenazas que le trastornan a uno la vida y se la ponen de cabeza. ¿Quiere que tenga paciencia mientras esos forajidos planean una maldad conmigo o con mi familia para ablandarme?

—Tráele un vasito de agua al señor Yanaqué, Lituma —ordenó el capitán Silva al sargento con su sorna habitual—. No quiero que le dé un soponcio, porque entonces nos acusarían de violar los derechos humanos de un respetable empresario de Piura.

No era broma lo que decía este cachaco, pensó Felícito. Sí, le podía dar un infarto y quedarse tieso aquí mismo, en este suelo sucio lleno de puchos. Muerte triste, en una comisaría, enfermo de frustración, por culpa de unos hijos de puta sin cara y sin nombre que jugaban con él, dibujando arañitas. Recordó a su padre y se emocionó evocando la cara dura, cuarteada como a chavetazos, siempre seria, muy bruñida, los pelos trinchudos y la boca sin dientes de su progenitor. «¿Qué debo hacer, padre? Ya sé, no dejarme pisotear, no darles ni un centavo de lo que me he ganado limpiamente. ¿Pero, qué otro consejo me daría si estuviera vivo? ¿Pasarme las horas esperando el próximo anónimo? Esto me está destrozando los nervios, padre». ¿Por qué siempre le había dicho padre y nunca papá? Ni en estos diálogos secretos que tenía con él se atrevía a tutearlo. Como sus hijos a él. Porque ni Tiburcio ni Miguel lo habían tratado nunca de tú. Y en cambio los dos tuteaban a su madre.

—¿Se siente mejor, señor Yanaqué?

—Sí, gracias —bebió otro sorbito del vaso de agua que le trajo el sargento y se puso de pie.

—Comuníquenos cualquier novedad en el acto —lo animó el capitán, a modo de despedida—. Confíe en nosotros. Su caso es ahora el nuestro, señor Yanaqué.

Las palabras del oficial le parecieron irónicas. Salió de la comisaría profundamente deprimido. Toda la caminata hasta su casa por la calle Arequipa la hizo despacio, pegado a la pared. Tenía la desagradable sensación de que alguien lo seguía, alguien que se divertía pensando que lo estaba demoliendo a poquitos, hundiéndolo en la inseguridad y la incertidumbre, un hijo de siete leches muy seguro de que tarde o temprano lo derrotaría. «Te equivocas, concha de tu madre», murmuró.

En su casa, Gertrudis se sorprendió de que volviera tan temprano. Le preguntó si la directiva de la Asociación de Transportistas de Piura, en la que Felícito era vocal, había cancelado la comida de los viernes en la noche, en el Club Grau. ¿Sabía Gertrudis lo de Mabel? Difícil que no lo supiera. Pero, en estos ocho años nunca le había dado el menor indicio de que fuera así: ni una queja, ni una escena, ni una indirecta, ni una insinuación. No podía ser que no le hubieran llegado rumores, chismes, de que tenía una querida. ¿Piura no era un pañuelo? Todos sabían lo de todos, principalmente los asuntos de cama. Tal vez lo sabía y prefería disimularlo para evitarse líos y llevar la fiesta en paz. Pero, a veces, Felícito se decía que no, que con la vida tan enclaustrada que llevaba su mujer, sin parientes, saliendo a la calle sólo para ir a la misa o las novenas y rosarios de la catedral, no se podía descartar que no se hubiera enterado de nada.

—Vine más temprano porque no me siento muy bien. Creo que me voy a resfriar.

—Entonces, no habrás comido. ¿Quieres que te prepare algo? Lo haré yo, Saturnina ya se fue.

—No, no tengo hambre. Veré un ratito la televisión y me meteré a la cama. ¿Alguna novedad?

—Recibí una carta de mi hermana Armida, de Lima. Parece que se va a casar.

—Ah, bueno, habrá que mandarle un regalo, entonces —Felícito ni siquiera sabía que Gertrudis tuviera una hermana allá en la capital. Primera noticia. Trató de recordar. ¿Sería tal vez esa niñita sin zapatos de pocos años que correteaba en la pensión El Algarrobo, donde él conoció a su mujer? No, esa churre era la hijita de un camionero llamado Argimiro Trelles y que enviudó.

Gertrudis asintió y se alejó rumbo a su cuarto. Desde que Miguel y Tiburcio se fueron a vivir solos, Felícito y su esposa tenían cuartos separados. Vio el bulto sin formas de su mujer desapareciendo en el patiecito a oscuras en torno del cual estaban los dormitorios, el comedor, la salita y la cocina. Nunca la había querido como se quiere a una mujer, pero le tenía cariño, mezclado con algo de lástima, pues, aunque no se quejaba, Gertrudis debía sentirse muy frustrada con un marido tan frío y desamorado. No podía ser de otro modo, en un matrimonio que no había resultado de un enamoramiento sino de una borrachera y un polvo medio a ciegas. O, quién sabe. Era un tema que, pese a que hacía todo lo posible por olvidar, volvía a la memoria de Felícito de tanto en tanto y le malograba el día. Gertrudis era hija de la dueña de El Algarrobo, una pensión baratita de la calle Ramón Castilla, en la zona que era entonces la más pobre del Chipe, donde se alojaban muchos camioneros. Felícito se había acostado con ella un par de veces, casi sin darse cuenta, en dos noches de farra y cañazo. Lo hizo porque sí, porque ella estaba allí y era mujer, no porque la muchacha le gustara. No le gustaba a nadie, a quién le iba a gustar esa hembrita medio bizca, descachalandrada, que olía siempre a ajos y cebolla. A resultas de uno de esos dos polvos sin amor y casi sin ganas, Gertrudis quedó encinta. Eso era, por lo menos, lo que le dijeron a Felícito ella y su madre. La dueña de la pensión, doña Luzmila, a la que los choferes le decían la Mandona, lo denunció a la policía. Tuvo que ir a declarar y ante el comisario reconoció que se había acostado con esa menor de edad. Aceptó casarse porque le remordía la conciencia que naciera un hijo suyo sin ser reconocido y porque se creyó la historia. Después, cuando nació Miguelito, empezaron las dudas. ¿Era hijo suyo, de veras? Nunca se lo sonsacó a Gertrudis, por supuesto, ni habló de eso con Adelaida ni con nadie. Pero todos estos años había vivido con la sospecha de que no lo era. Porque no sólo él se acostaba con la hija de la Mandona en esas fiestecitas que se armaban los sábados en El Algarrobo. Miguel no se le parecía en nada, era un chico de piel blanca y ojos claros. ¿Por qué Gertrudis y su madre lo habían responsabilizado? Tal vez porque era soltero, buena gente, trabajador, y porque la Mandona quería casar a su hija como fuera. Tal vez el verdadero padre de Miguel sería casado o un blanquito de mala reputación. De tiempo en tiempo este asunto volvía a descomponerle el humor. Nunca dejó que nadie lo notara, empezando por el propio Miguel. Siempre actuó con él como si fuera tan hijo suyo como Tiburcio. Si lo metió al Ejército, fue por hacerle un bien, porque se estaba descarriando. Jamás había demostrado preferencia por su hijo menor. Este último sí que era su vivo retrato, un cholo chulucano de pies a cabeza, sin rastros de blanquiñoso ni en la cara ni en el cuerpo.

Gertrudis había sido una mujer hacendosa y sacrificada en los años difíciles. Y también después, cuando Felícito pudo inaugurar Transportes Narihualá y mejoraron las cosas. Aunque ahora tenían una buena casa, una sirvienta y unos ingresos seguros, ella seguía viviendo con la austeridad de los años en que eran pobres. Nunca le pedía plata para algo personal, sólo el dinero de la comida y demás gastos del diario. Él tenía que insistirle, de cuando en cuando, para que se comprara zapatos o un vestido nuevo. Pero, aunque se los comprara, andaba siempre con sayonaras y esa bata que parecía una sotana. ¿Cuándo se volvió tan religiosa? Al principio no era así. A él le parecía que Gertrudis se había convertido con los años en una especie de mueble, que había dejado de ser una persona viviente. Pasaban días enteros sin cambiar palabra, fuera de los buenos días y las buenas noches. Su mujer no tenía amigas, no hacía ni recibía visitas, ni siquiera iba a ver a sus hijos cuando se les pasaban los días sin venir a verla. Tiburcio y Miguel caían por la casa de vez en cuando, siempre para los cumpleaños y las Navidades, y entonces ella se mostraba cariñosa con ellos, pero, aparte de esas ocasiones, tampoco parecía interesarse mucho por sus hijos. Alguna vez, Felícito le proponía ir al cine, dar un paseo por el malecón o escuchar la retreta de los domingos en la Plaza de Armas, después de la misa de doce. Ella aceptaba dócilmente, pero eran paseos en los que apenas cambiaban palabra y a él le parecía que Gertrudis estaba impaciente por regresar a la casa, a sentarse en su mecedora, a orillas del patiecito, junto a la radio o la televisión en las que buscaba siempre programas religiosos. Que Felícito recordara, nunca había tenido una pelea ni una desavenencia con esa mujer que siempre se plegaba a su voluntad con sumisión total.

Estuvo un rato en la salita, oyendo las noticias. Crímenes, asaltos, secuestros, lo de siempre. Entre las noticias, oyó una que le puso los pelos de punta. El locutor contaba que una nueva modalidad de asaltar a los autos se iba popularizando entre los robacarros de Lima. Aprovechar un semáforo rojo para echar una rata viva en el interior del auto que manejaba una señora. Muerta de miedo y asco, esta soltaba el volante y salía corriendo del vehículo dando gritos. Entonces los ladrones se lo llevaban muy tranquilos. ¡Una rata viva sobre las faldas, qué inmundicia! La televisión envenenaba a la gente con tanta sangre y porquería. De costumbre, en vez de noticias ponía un disco de Cecilia Barraza. Pero, ahora, siguió con ansiedad el comentario de ese presentador de 24 Horas afirmando que la delincuencia crecía en todo el país. «Y que me lo digan a mí», pensó.

Se fue a acostar a eso de las once y, aunque debido sin duda a las fuertes emociones del día, se durmió en seguida, se despertó a las dos de la madrugada. Apenas pudo volver a pegar los ojos. Lo asaltaban temores, una sensación de catástrofe, y, sobre todo, la amargura de sentirse inútil e impotente frente a lo que le ocurría. Cuando se adormilaba, su cabeza hervía de imágenes de enfermedades, accidentes y desgracias. Tuvo una pesadilla con arañas.

Se levantó a las seis. Junto a la cama, mirándose en el espejo, hizo los ejercicios de Qi Gong, acordándose como de costumbre de su maestro, el pulpero Lau. La postura del árbol que se mece adelante y atrás, de izquierda a derecha y en redondo, movido por el viento. Con los pies bien plantados en el suelo y tratando de vaciar su mente, se mecía, buscando el centro. Buscar el centro. No perder el centro. Levantar los brazos y bajarlos muy despacio, una lluviecita que caía del cielo refrescando su cuerpo y su alma, serenando sus nervios y sus músculos. Mantener el cielo y la tierra en su lugar e impedir que se junten, con los brazos —uno en alto, atajando el cielo y otro abajo, sujetando la tierra— y, luego, masajearse los brazos, la cara, los riñones, las piernas, para arrojar las tensiones empozadas en todos los lugares de su cuerpo. Abrir las aguas con las manos y juntarlas. Calentar la región lumbar con un masaje suave y demorado. Abrir los brazos como una mariposa despliega sus alas. Al principio, la extraordinaria lentitud de los movimientos, esa respiración en cámara lenta que debía ir paseando el aire por todos los rincones del organismo, lo impacientaba; pero con los años se había acostumbrado. Ahora comprendía que en esa lentitud estaba el beneficio que traían a su cuerpo y a su espíritu esa delicada y profunda inspiración y espiración, esos movimientos con los que, alzando una mano y extendiendo la otra contra el suelo, con las rodillas ligeramente plegadas, sostenía los astros del firmamento en su lugar y conjuraba el apocalipsis. Cuando, al final, cerraba los ojos, y permanecía unos minutos inmóvil, las manos juntas como orando, había pasado media hora. Ya asomaba en las ventanas esa luz clara y blanca de las madrugadas piuranas.

Unos golpes fuertes en la puerta de calle interrumpieron su Qi Gong. Fue a abrir, pensando que esta mañana Saturnina se había adelantado, pues nunca llegaba antes de las siete. Pero a quien encontró en el umbral cuando abrió la puerta de calle fue a Lucindo.

—Corra, corra, don Felícito —el cieguito de la esquina estaba muy agitado—. Un señor me ha dicho que se está quemando su oficina de la avenida Sánchez Cerro, que llame a los bomberos y vuele para allá.