II

Cuando don Ismael Carrera, el dueño de la aseguradora, pasó por su oficina y le propuso que almorzaran juntos, Rigoberto pensó: «Una vez más va a pedirme que dé marcha atrás». Porque a Ismael, como a todos sus colegas y subordinados, le había sorprendido mucho su intempestivo anuncio de que adelantaría tres años su retiro. Por qué jubilarse a los sesenta y dos, le decían todos, cuando podía permanecer otros tres más en esa gerencia que manejaba con el respeto unánime de los casi trescientos empleados de la firma.

«En efecto, ¿por qué, por qué?», pensó. Ni siquiera estaba muy claro para él. Pero, eso sí, su determinación era inamovible. No daría un paso atrás, aunque, por jubilarse antes de cumplir los sesenta y cinco, no se retiraría con el sueldo completo ni tendría derecho a todas las indemnizaciones y gollerías de los que llegaban a pensionistas al alcanzar el límite de edad.

Trató de animarse pensando en el tiempo libre de que dispondría. Pasarse las horas en su pequeño espacio de civilización, defendido contra la barbarie, contemplando sus amados grabados, los libros de arte que atestaban su biblioteca, oyendo buena música, el viaje anual a Europa con Lucrecia en la primavera o el otoño, asistiendo a festivales, ferias de arte, visitando museos, fundaciones, galerías, volviendo a ver aquellos cuadros y esculturas más queridos y descubriendo otros que incorporaría a su pinacoteca secreta. Había hecho cálculos y él era bueno en matemáticas. Gastando de manera juiciosa y administrando con prudencia su casi millón de dólares de ahorros y su pensión, Lucrecia y él tendrían una vejez muy cómoda y podrían dejar asegurado el futuro de Fonchito.

«Sí, sí», pensó, «una vejez larga, culta y feliz». ¿Por qué, entonces, a pesar de ese promisorio futuro, sentía tanto desasosiego? ¿Era Edilberto Torres o melancolía anticipada? Sobre todo cuando, como ahora, pasaba la vista por los retratos y diplomas que colgaban de las paredes de su oficina, los libros alineados en dos estantes, su escritorio milimétricamente ordenado con sus cuadernos de notas, lápices y lapiceros, calculadora, informes, computadora encendida y el aparato de televisión siempre puesto en Bloomberg con las cotizaciones de las bolsas. ¿Cómo podía sentir nostalgia anticipada de todo esto? Lo único importante de esta oficina eran los retratos de Lucrecia y de Fonchito —recién nacido, niño y adolescente— que se llevaría consigo el día de la mudanza. Por lo demás, este viejo edificio del jirón Carabaya, en el centro de Lima, muy pronto dejaría de ser la sede de la compañía de seguros. El nuevo local, en San Isidro, a orillas del Zanjón, estaba terminado. Esta fea construcción, en la que había trabajado treinta años de su vida, probablemente la demolerían.

Creyó que Ismael lo llevaría, como siempre que lo invitaba a almorzar, al Club Nacional y que él, una vez más, sería incapaz de resistir la tentación de ese enorme bistec apanado con tacu-tacu que llamaban «una sábana», y de tomarse un par de copas de vino, con lo cual toda la tarde se sentiría abotargado, con dispepsia y sin ánimos de trabajar. Para su sorpresa, apenas entraron al Mercedes Benz en el garaje del edificio, su jefe ordenó al chofer: «A Miraflores, Narciso, a La Rosa Náutica». Volviéndose a Rigoberto, explicó: «Nos hará bien respirar un poco de aire de mar y oír los chillidos de las gaviotas».

—Si crees que vas a sobornarme con un almuerzo, estás loco, Ismael —lo previno él—. Me jubilo de todas maneras, aunque me pongas una pistola en el pecho.

—No te la pondré —dijo Ismael, con un ademán burlón—. Sé que eres terco como una mula. Y sé también que te arrepentirás, sintiéndote inútil y aburrido en tu casa, fregándole todo el día la paciencia a Lucrecia. Prontito volverás a pedirme de rodillas que te reponga en la gerencia. Lo haré, claro. Pero antes te haré sufrir un buen rato, te lo advierto.

Trató de recordar desde cuándo conocía a Ismael. Muchos años. Había sido muy buen mozo de joven. Elegante, distinguido, sociable. Y, hasta que se casó con Clotilde, un seductor. Hacía suspirar a solteras y casadas, a viejas y jóvenes. Ahora había perdido el pelo, tenía apenas unos mechones blancuzcos en la calva, se había arrugado, engordado y arrastraba los pies. Se le notaba la dentadura postiza que le había puesto un dentista de Miami. Los años, y los mellizos sobre todo, lo habían arruinado físicamente. Se conocieron el primer día que Rigoberto entró a trabajar a la compañía de seguros, al departamento legal. ¡Treinta largos años! Caracho, toda una vida. Recordó al padre de Ismael, don Alejandro Carrera, el fundador de la empresa. Recio, incansable, un hombre difícil pero íntegro cuya sola presencia ponía orden y contagiaba seguridad. Ismael le tenía respeto, aunque nunca lo quiso. Porque don Alejandro hizo trabajar a su hijo único, recién regresado de Inglaterra, donde se había graduado en la Universidad de Londres en Economía y hecho un año de práctica en la Lloyd’s, en todas las reparticiones de la compañía, que ya comenzaba a ser importante. Ismael raspaba los cuarenta y se sentía humillado por ese entrenamiento que lo llevó, incluso, a tener que clasificar la correspondencia, administrar la cantina, ocuparse de los motores de la planta eléctrica, de la vigilancia y limpieza del local. Don Alejandro podía ser algo despótico, pero Rigoberto lo recordaba con admiración: un capitán de empresa. Había hecho esta compañía de la nada, comenzando con un capital ínfimo y préstamos que pagó al centavo. Pero, la verdad, Ismael había sido un continuador aventajado de la obra de su padre. Era también incansable y sabía ejercer su don de mando cuando hacía falta. En cambio, con los mellizos al frente, la estirpe de los Carrera se iría al tacho de la basura. Ninguno de los dos había heredado las virtudes empresariales del padre y el abuelo. Cuando desapareciera Ismael, ¡pobre compañía de seguros! Por suerte, él ya no estaría de gerente para presenciar la catástrofe. ¿Para qué lo había invitado a almorzar su jefe si no era para hablarle de su jubilación anticipada?

La Rosa Náutica estaba llena de gente, muchos turistas que hablaban en inglés y francés, y a don Ismael le habían reservado una mesita junto a la ventana. Tomaron un Campari viendo a algunos tablistas corriendo olas embutidos en sus buzos de goma. Era una mañana de invierno gris, con plomizas nubes bajas que ocultaban los acantilados y bandadas de gaviotas lanzando chillidos. Una escuadrilla de alcatraces planeaba flotando a ras del mar. El acompasado rumor de las olas y la resaca era agradable. «El invierno es tristón en Lima, aunque mil veces preferible al verano», pensó Rigoberto. Pidió una corvina a la parrilla con una ensalada y advirtió a su jefe que no probaría ni una gota de vino; tenía trabajo en la oficina y no quería pasarse la tarde bostezando como un cocodrilo y sintiéndose un sonámbulo. Le pareció que Ismael, abstraído, ni siquiera lo oía. ¿Qué mosca le picaba?

—Tú y yo somos buenos amigos, ¿sí o no? —le soltó su jefe de pronto, como despertando.

—Supongo que sí, Ismael —repuso Rigoberto—. Si es que entre un patrón y su empleado puede haber de veras amistad. Existe la lucha de clases, ya sabes.

—Hemos tenido nuestros encontrones, algunas veces —prosiguió Ismael, muy serio—. Pero, mal que mal, creo que nos hemos llevado bastante bien estos treinta años. ¿No te parece?

—¿Todo este rodeo sentimental para pedirme que no me jubile? —lo provocó Rigoberto—. ¿Vas a decirme que si me voy la compañía se hunde?

Ismael no tenía ganas de bromear. Contemplaba las conchitas a la parmesana que acababan de traerle como si pudieran estar envenenadas. Movía la boca, haciendo sonar la dentadura postiza. Había inquietud en sus ojitos entrecerrados. ¿La próstata? ¿Un cáncer? ¿Qué le pasaba?

—Quiero pedirte un favor —murmuró, en voz muy baja, sin mirarlo. Cuando alzó los ojos, Rigoberto vio que los tenía llenos de extravío—. Un favor, no. Un gran favor, Rigoberto.

—Si puedo, claro que sí —asintió, intrigado—. ¿Qué te pasa, Ismael? Vaya cara que has puesto.

—Que seas mi testigo —dijo Ismael, ocultando de nuevo sus ojos en las conchitas—. Me voy a casar.

El tenedor con el bocado de corvina se quedó un momento en el aire y, por fin, en vez de llevárselo a la boca, Rigoberto lo regresó al plato. «¿Cuántos años tiene?», pensaba. «No menos de setenta y cinco o setenta y ocho, acaso hasta ochenta». No sabía qué decir. La sorpresa lo había enmudecido.

—Necesito dos testigos —añadió Ismael, ahora mirándolo y algo más dueño de sí mismo—. He pasado revista a todos mis amigos y conocidos. Y he llegado a la conclusión de que las personas más leales, en las que confío más, son Narciso y tú. Mi chofer ha aceptado. ¿Aceptas tú?

Incapaz todavía de articular palabra ni de hacer una broma, Rigoberto sólo atinó a asentir, moviendo la cabeza.

—Claro que sí, Ismael —balbuceó, finalmente—. Pero, asegúrame que esto va en serio, que no es tu primer síntoma de demencia senil.

Esta vez Ismael sonrió, aunque sin pizca de alegría, abriendo mucho la boca y luciendo la blancura explosiva de sus falsos dientes. Había septuagenarios y octogenarios bien conservados, se decía Rigoberto, pero no era el caso de su jefe, desde luego. En el oblongo cráneo, bajo los mechones blancos, abundaban los lunares, tenía la frente y el cuello surcados de arrugas y en todo su semblante había algo vencido. Vestía con la elegancia de costumbre, terno azul, una camisa que parecía recién planchada, una corbata sujeta con un prendedor de oro, un pañuelito en el bolsillo.

—¿Te has vuelto loco, Ismael? —exclamó Rigoberto, de pronto, reaccionando tardíamente a la noticia—. ¿De veras vas a casarte? ¿A tu edad?

—Es una decisión perfectamente razonada —lo oyó decir, con firmeza—. La he tomado sabiendo muy bien lo que se me vendrá encima. Está de más decirte que, si eres mi testigo de boda, tendrás problemas tú también. En fin, para qué hablar de lo que sabes de sobra.

—¿Están ellos enterados?

—No me preguntes cojudeces, por favor —se impacientó su jefe—. Los mellizos van a poner el grito en el cielo, moverán la tierra y el infierno para anular mi matrimonio, hacerme declarar incapacitado, meterme al manicomio y mil cosas más. Hasta hacerme matar por un sicario, si pueden. Narciso y tú serán también víctimas de su odio, por supuesto. Todo eso lo sabes y, a pesar de ello, me has dicho que sí. No me equivoqué, pues. Eres el tipo limpio, generoso y noble que siempre he pensado. Gracias, viejo.

Estiró su mano, cogió a Rigoberto del brazo y la tuvo allí un momento, con una presión afectuosa.

—Por lo menos dime quién es la dichosa novia —le preguntó Rigoberto, tratando de pasar un bocado de corvina. Se le habían quitado por completo las ganas de comer.

Esta vez, Ismael sonrió de verdad, mirándolo con burla. Una lucecita maliciosa aleteaba en sus pupilas mientras le sugería:

—Tómate antes un trago, Rigoberto. Si por decirte que me casaba te pusiste tan pálido, cuando te diga con quién te podría dar un infarto.

—¿Tan fea es esa cazadora de fortuna? —murmuró él. Con semejante prolegómeno su curiosidad era enorme.

—Con Armida —dijo Ismael, deletreando el nombre. Esperaba su reacción como un entomólogo la de un insecto.

¿Armida, Armida? Rigoberto repasaba todas sus conocidas, pero ninguna encajaba en ese nombre.

—¿La conozco? —preguntó por fin.

—Armida —repitió Ismael, escrutándolo y midiéndolo con una sonrisita—. La conoces muy bien. La has visto mil veces en mi casa. Sólo que jamás te fijaste en ella. Porque nadie se fija nunca en las empleadas domésticas.

El tenedor, con un nuevo bocado de corvina, se le escurrió entre los dedos y cayó al suelo. Mientras se agachaba a recogerlo sintió que su corazón se había puesto a latir más fuerte. Oyó que su jefe se reía. ¿Era posible? ¿Se iba a casar con su sirvienta? ¿Esas cosas no ocurrían sólo en las telenovelas? ¿Hablaba en serio Ismael o le tomaba el pelo? Imaginó las habladurías, las invenciones, las conjeturas, los chistes que encenderían a la Lima de la gente chismosa: tendrían diversión para mucho rato.

—Alguien aquí está loco —afirmó, entre dientes—. Tú o yo. ¿O estamos los dos locos, Ismael?

—Es una buena mujer y nos queremos —dijo su jefe, ya sin la menor turbación—. La conozco hace mucho tiempo. Será una excelente compañera para mi vejez, ya lo verás.

Ahora sí: Rigoberto la vio, la recreó, la inventó. Morenita, de cabellos muy negros, de ojos vivos. Una criollita, una costeña de maneras desenvueltas, delgada, no muy baja. Una cholita bastante presentable. «Debe ser cuarenta años mayor que ella, quizás más», pensó. «Ismael se ha vuelto loco».

—Si te has propuesto, a la vejez, protagonizar el escándalo más sonado de la historia de Lima, lo vas a conseguir —suspiró—. Serás la comidilla de los chismosos sabe Dios por cuántos años. Siglos, tal vez.

Ismael se rio, esta vez con franco buen humor, asintiendo.

—Por fin te lo dije, Rigoberto —exclamó, aliviado—. La verdad, me ha costado mucho trabajo. Te confieso que tuve la mar de dudas. Me moría de vergüenza. Cuando se lo conté a Narciso, el negro abrió los ojos como platos y casi se traga la lengua. Bueno, ya lo sabes. Será un escandalazo y me importa un bledo. ¿Aceptas siempre ser mi testigo?

Rigoberto movía la cabeza: sí, sí, Ismael, si se lo pedía él cómo no iba a aceptar. Pero, pero… Carambolas, no sabía qué carajo decir.

—¿Ese matrimonio es imprescindible? —se animó al fin—. Quiero decir, arriesgarte a lo que te caerá encima. No pienso sólo en el escándalo, Ismael. Te imaginas a qué voy. ¿Vale la pena el lío monumental con tus hijos que esto va a desatar? Un matrimonio tiene efectos legales, económicos. En fin, me imagino que habrás pensado en todo eso y que estoy haciéndote reflexiones estúpidas. ¿No, Ismael?

Vio a su jefe beber media copa de vino blanco, de un trago. Lo vio encoger los hombros y asentir:

—Tratarán de hacerme declarar incapacitado —explicó, en tono sarcástico, haciendo una mueca despectiva—. Habrá que untar muchas manos entre jueces y tinterillos, por supuesto. Yo tengo más dinero que ellos, de manera que no me ganarán el pleito, si lo entablan.

Hablaba sin mirar a Rigoberto, sin elevar la voz para que no lo oyeran de las mesas vecinas, con la vista volcada en el mar. Pero sin duda tampoco veía a los tablistas, ni las gaviotas, ni las olas que corrían hacia la playa chisporroteando espuma blanca, ni la doble hilera de autos que pasaba por la Costa Verde. Su voz se había ido llenando de furia.

—¿Vale la pena todo eso, Ismael? —insistió Rigoberto—. Abogados, notarios, jueces, comparecencias, la inmundicia periodística hurgando en tu vida privada hasta la náusea. Todo ese horror, además del dineral que te costará semejante capricho. Los dolores de cabeza, los disgustos. ¿Vale la pena?

En vez de responderle, Ismael lo sorprendió con otra pregunta:

—¿Te acuerdas cuando me dio el infarto, en septiembre?

Rigoberto se acordaba muy bien. Todo el mundo creyó que Ismael se moriría. Lo sorprendió en el auto, regresando a Lima de un almuerzo en Ancón. Narciso lo llevó desmayado a la Clínica San Felipe. Lo tuvieron en cuidados intensivos varios días, con oxígeno, tan debilitado que no podía hablar.

—Creíamos que no pasabas la prueba, vaya susto que nos diste. ¿A qué viene eso ahora?

—Fue entonces cuando decidí casarme con Armida —la cara de Ismael se había agriado y su voz estaba cargada de amargura. Parecía más viejo en este instante—. Estuve al borde de la muerte, claro que sí. La vi cerquita, la toqué, la olí. La debilidad no me permitía hablar, así es. Pero, oír, sí. Eso no lo saben ese par de canallas de hijos que tengo, Rigoberto. A ti te lo puedo contar. Sólo a ti. Que no salga nunca de tu boca, ni siquiera a Lucrecia. Júramelo, por favor.

—El doctorcito Gamio ha sido requeteclarísimo —afirmó Miki, entusiasmado, sin bajar la voz—. Estira la pata esta misma noche, hermano. Un infarto masivo. Un infartazo, dijo. Y posibilidades mínimas de recuperación.

—Habla más despacio —lo reconvino Escobita. Él sí hablaba muy quedo, en aquella penumbra que deformaba las siluetas, en esa habitación extraña que olía a formol—. Dios te oiga, compadre. ¿No has podido averiguar nada sobre el testamento en el estudio del doctor Arnillas? Porque, si quiere fregarnos, nos friega. Este viejo de mierda se las sabe todas.

—Arnillas no suelta prenda porque se lo tiene comprado —dijo Miki, bajando también la voz—. Ahora en la tarde fui a verlo y traté de sonsacarle algo, pero no hubo forma. De todos modos, estuve haciendo averiguaciones. Aunque quisiera jodernos, no podría. Lo que nos adelantó al sacarnos de la empresa no cuenta, no hay documentos ni pruebas. La ley es clarísima. Somos herederos forzosos. Así se llama: forzosos. No podría, hermano.

—No te fíes, compadre. Él se conoce todas las mañas. Con tal de jodernos es capaz de cualquier cosa.

—Esperemos que no pase de hoy —dijo Miki—. Porque, además, el vejestorio nos va a dejar otra noche sin dormir.

—Viejo de mierda por aquí, que reviente cuanto antes por allá, a menos de un metro mío, felices de saber que estaba agonizando —recordó Ismael, hablando despacio, con la mirada en el vacío—. ¿Sabes una cosa, Rigoberto? Ellos me salvaron de la muerte. Sí, ellos, te lo juro. Porque, oyéndolos decir esas barbaridades, me vino una voluntad increíble de vivir. De no darles gusto, de no morirme. Y palabra que mi cuerpo reaccionó. Allí lo decidí, en la misma clínica. Si me recupero, me caso con Armida. Los joderé yo a ellos antes que ellos me jodan a mí. ¿Querían guerra? La tendrían. Y la van a tener, viejo. Ya estoy viendo las caras que pondrán.

La hiel, la decepción, la cólera impregnaban no sólo sus palabras y su voz, también la mueca que le torcía la boca, las manos que estrujaban la servilleta.

—Pudo ser una alucinación, una pesadilla —murmuró Rigoberto, sin creer lo que decía—. Con la cantidad de drogas que te metieron en el cuerpo puedes haberte soñado todo eso, Ismael. Desvariabas, yo te vi.

—Yo sabía muy bien que mis hijos nunca me quisieron —prosiguió su jefe, sin hacerle el menor caso—. Pero no que me odiaran a ese extremo. Que llegaran a desear mi muerte, para heredarme de una vez. Y, por supuesto, farrearse en dos por tres lo que mi padre y yo levantamos a lo largo de tantos años, rompiéndonos los lomos. Pues no. Las hienas se van a quedar con los crespos hechos, te aseguro.

Aquello de hienas les sentaba bastante bien a los dos hijitos de Ismael, pensó Rigoberto. Unas buenas piezas, a cual peor. Ociosos, jaranistas, abusivos, dos parásitos que deshonraban el apellido de su padre y su abuelo. ¿Por qué habían salido así? No por falta de cariño y cuidado de sus padres, desde luego. Todo lo contrario. Ismael y Clotilde siempre se desvivieron por ellos, hicieron lo imposible por darles la mejor educación. Soñaban con hacer de ellos dos caballeritos. ¿Cómo demonios se volvieron el par de bellacos que eran? Nada raro que hubieran tenido aquella siniestra conversación al pie de la cama de su padre moribundo. Y encima brutos, ni siquiera pensaron que podía escucharlos. Eran capaces de eso y de peores cosas, desde luego. Rigoberto lo sabía muy bien, en todos estos años había sido muchas veces el paño de lágrimas y confidente de su jefe de las barrabasadas de sus hijitos. Cuánto habían sufrido Ismael y Clotilde con los escándalos que provocaron desde jovencitos.

Habían ido al mejor colegio de Lima, tenido profesores particulares para las materias en las que flaqueaban, hecho cursos de verano en Estados Unidos e Inglaterra. Aprendieron inglés pero hablaban un español de analfabetos mechado con toda esa horrible jerga y apócopes de la juventud limeña, no habían leído un libro ni acaso un periódico en su vida, probablemente no sabían las capitales de la mitad de los países latinoamericanos y ninguno había podido aprobar ni siquiera el primer año de universidad. Se habían estrenado en fechorías todavía adolescentes, violando a aquella chiquilla que se levantaron en una fiestecita de medio pelo, en Pucusana. Floralisa Roca, así se llamaba, un nombre que parecía salido de una novela de caballerías. Delgada, bastante bonita, ojos alarmados y llorosos, un cuerpecillo que temblaba de susto. Rigoberto la recordaba muy bien. La tenía en la conciencia y todavía le venían remordimientos por el feo papel que había tenido que jugar en ese asunto. Revivió aquel lío: abogados, médicos, partes policiales, gestiones desesperadas para que ni La Prensa ni El Comercio incluyeran los nombres de los mellizos en las informaciones sobre el episodio. Él mismo había tenido que hablar con los padres de la muchacha, una pareja de iqueños ya entrados en años a los que aplacar y silenciar costó cerca de cincuenta mil dólares, una fortuna para la época. Tenía muy presente en la memoria aquella conversación con Ismael, uno de esos días. Su jefe se estrujaba la cabeza, contenía las lágrimas y la voz se le cortaba: «¿En qué hemos fallado, Rigoberto? ¿Qué hemos hecho Clotilde y yo para que Dios nos castigue así? ¡Cómo podemos tener de hijos a semejantes forajidos! Ni siquiera se arrepienten de la barbaridad que hicieron. ¡Le echan la culpa a la pobre chica, figúrate! No sólo la violaron. Le pegaron, la maltrataron». Forajidos, esa era la palabra justa. Tal vez Clotilde e Ismael los habían engreído demasiado, tal vez nunca les hicieron sentir un poco de autoridad. No debieron perdonarles siempre las gracias, no tan rápido en todo caso. ¡Las gracias de los mellizos! Choques automovilísticos por conducir borrachos y drogados, deudas contraídas tomando el nombre del padre, recibos fraguados en la oficina cuando a Ismael, en mala hora, se le ocurrió meterlos a la compañía para que se foguearan. Habían sido una pesadilla para Rigoberto. Tenía que ir en persona a informar a su jefe de las proezas de los hermanitos. Llegaron a vaciar la caja de su oficina donde se guardaba el dinero de los gastos corrientes. Esa fue la gota que desbordó el vaso, felizmente. Ismael los echó y prefirió pasarles una pensión, financiarles la haraganería. El prontuario de ambos era interminable. Por ejemplo, entraron a la Universidad de Boston y sus padres estaban dichosos. Meses después, Ismael descubrió que nunca habían puesto los pies en ella, que se habían embolsillado la matrícula y la pensión, falsificando notas e informes de asistencia. Uno de ellos —¿Miki o Escobita?— atropelló a un peatón en Miami y estaba prófugo de los Estados Unidos porque aprovechó la libertad provisional para fugarse a Lima. Si volvía allá iría a la cárcel.

Después de la muerte de Clotilde, Ismael se rindió. Que hicieran lo que les diera la gana. Les había adelantado parte de la herencia, para que la trabajaran si querían o la dilapidaran, que fue naturalmente lo que hicieron, viajando por Europa y dándose la gran vida. Eran ya unos hombres hechos y derechos, raspando los cuarenta años. Su jefe no quería más dolores de cabeza con esos incorregibles. ¡Y ahora esto! Claro que tratarían de anular ese matrimonio, si se llevaba a cabo. Jamás se dejarían arrebatar una herencia que, por supuesto, esperaban con voracidad de caníbales. Imaginó el colerón que se llevarían. ¡Su padre casado con Armida! ¡Con su sirvienta! ¡Con una chola! En sus adentros, se rio: sí, vaya caras que pondrían. El escándalo sería de órdago. Podía ya oír, ver, oler, el río de maledicencias, conjeturas, chistes, invenciones que correrían por los teléfonos de Lima. No veía la hora de contarle estas novedades a Lucrecia.

—¿Tú te llevas bien con Fonchito? —lo sacó de sus reflexiones la voz de su jefe—. ¿Cuántos años tiene ya tu hijo? ¿Catorce o quince, no?

Rigoberto se estremeció imaginando que Fonchito pudiera convertirse en alguien parecido a los hijos de Ismael. Felizmente, no le daba por la juerga.

—Me llevo bastante bien con él —respondió—. Y Lucrecia todavía mejor que yo. Fonchito la quiere ni más ni menos que si fuera su mamá.

—Has tenido suerte, la relación de un niño con su madrastra no siempre es fácil.

—Es un buen chico —reconoció don Rigoberto—. Estudioso, dócil. Pero muy solitario. Está en ese momento difícil de la adolescencia. Se retrae demasiado. Me gustaría verlo más amiguero, que saliera, que enamorara chicas, que fuera a fiestas.

—Es lo que hacían las hienas, a su edad —se lamentó don Ismael—. Ir a fiestas, divertirse. Mejor que sea como es, viejo. Fueron las malas amistades las que malearon a mis hijos.

Rigoberto estuvo a punto de contarle a Ismael aquella tontería de Fonchito y las apariciones de ese personaje, Edilberto Torres, al que él y doña Lucrecia llamaban el diablo, pero se contuvo. Para qué, vaya usted a saber cómo lo tomaría. Al principio, él y Lucrecia se habían divertido con las supuestas apariciones de ese pendejo y celebrado la imaginación fosforescente del chiquillo, convencidos de que era otro de esos jueguecitos con los que le gustaba sorprenderlos de tanto en tanto. Pero, ahora, ya andaban preocupados y dándole vueltas a la idea de llevarlo a un psicólogo. De veras, tenía que releer aquel capítulo sobre el diablo del Doktor Faustus, de Thomas Mann.

—Todavía no me creo todo esto, Ismael —exclamó de nuevo, soplando la tacita de café—. ¿Estás realmente seguro de que quieres hacer eso, casarte?

—Tan seguro como de que la Tierra es redonda —afirmó su jefe—. No es sólo para dar una lección a ese par. A Armida le tengo mucho cariño. No sé qué hubiera sido de mí sin ella. Desde la muerte de Clotilde, su ayuda ha sido impagable.

—Si la memoria no me engaña, Armida es una mujer muy joven —murmuró Rigoberto—. ¿Cuántos años le llevas, se puede saber?

—Treinta y ocho, solamente —se rio Ismael—. Es joven, sí, y espero que me resucite, como a Salomón la jovencita de la Biblia. ¿La Sulamita, no?

—Bueno, bueno, allá tú, es tu vida —se resignó Rigoberto—. Yo no soy bueno dando consejos. Cásate con Armida y que se nos venga encima el fin del mundo, qué más da, viejo.

—Si quieres saberlo, nos llevamos magníficamente en la cama —se jactó Ismael, riéndose, mientras indicaba al mozo con la mano que le trajera la cuenta—. Para más precisiones, uso Viagra rara vez, porque apenas lo necesito. Y no me preguntes dónde pasaremos la luna de miel, porque no te lo diré.