8

El sol destacaba su lujo a través de los penachos de nubes que el viento traía. Ahora soplaba fuerte, acercando hasta las orejas del Roque un repiqueteo de campanas llamando a duelo. Din, don, din, don. El Roque lo podía escuchar, como también podía escuchar los latines del cura y el graznido de las gaviotas anunciando el nuevo día. Pero sobre todo lo demás, el Roque podía escuchar el motor que se acercaba. Era el sonido de su propia muerte.

—Sólo se muere pa una vez, pero es pa tanto tiempo que, a la verdá, es que no dan ganas. Hablaba para él. Y lo hacía sólo por escuchar su propia voz. Al Roque le daba confianza en sí mismo comprobar que no estaba muerto. Con el sol de plano alzó los ojos impacientes. Cagondiós, que esto ya sacaba. ¡Cagondiós! Y afinó la vista, arañada por el cansancio.

Recordemos que, tiempo antes, todavía con la noche, el Tambucho había zarpado a por tabaco. Le acompañaban en su expedición el Jijona y el Caracuesco. Este último justificaba su partida diciendo que había quedado en Vejer a primera hora para ver la cama de matrimonio, así como otras piezas del mobiliario de su nueva casa. Dicho por lo rápido: que tenía que darse bulla con los preparativos de la boda, vaya. El Tambucho aceptó la partida del Caracuesco a regañadientes, dejando a los dos madalenos en cubierta, al cuidao del Roque, mientras el cura seguía con sus oraciones. Salve Regina, máter misericordiae, vita, dulce do et spes nostra salve. Entonces el Roque se fijó en el cura. Se había cubierto la calvorota con el gorro de Papá Noel. Si no fuera porque allí se iba a ejecutar a un hombre, y que ese hombre era él, la cosa habría tenido su gracia.

—Ya vienen— dijo el del bigotón, dándole un codazo al compañero que, con el palillo en la boca y el vómito rancio en sus mejillas, doblaba el cuello hacia un lado. Aún tenía la pereza legañosa en los ojos, rotos por el sueño. —Ya vienen, despiértate, que ya vienen.

—En el infierno sudarás tus pecados, hijo mío— y con el rosario enroscado en su mano, el cura de Vejer se dirigió a los de la secreta y les pidió que cortaran las ataduras.

—Hijos míos, que vuestros hermanos cuando lleguen no tengan que esperar, pero, sobre todo, que este hijo de Dios no retrase más su muerte. Y con un cuchillo cortaron las vueltas de cuerda que mantenían inmóvil al Roque. Tchack. Tchack. Tchack. Y de la misma forma, también le aliviaron la charpa. Tchack.

—Y las de las muñecas también, hijos míos. Y así hicieron con la soga que ataba sus muñecas. Tchack. Tchack.

—Ad te suspiramos.

La mar embestía el casco del barco y el rumor de las oraciones se mezclaba con el crujir del maderaje. Salve Regina, máter misericordiae, vita, dulce do et spes nostra salve. Ad te clamamos, éxules filii Evae. Si en vez de un cigarrillo sientes deseos de orinar, hijo, mío, todavía estás a tiempo.

—¡Que no, que no me vía morir sin antes catar shosho! ¡Cagondiós, qué no!

Ya dijimos que el Roque, desde muy chico, había buscado posibilidades en lo imposible. Y todavía abrigaba la esperanza de un milagro. El cura puso los ojos de guillotina y dejó caer los párpados. Sólo le faltó exclamar, ¡Cagondiós!, a él también.

—Hijo mío, ha llegado tu hora. La hora en que uno se presenta ante Dios. Y ante Dios hay que presentarse limpio de pecado.

En su mano, el rosario de falso platino; en sus dedos, los restos de una mariposa. La misma que a la noche confundió la luz de la luna con su reluciente calva y que allí mismo aplastó. Plam. Ya dijimos que con las prisas había olvidado rociarse con flit. Y que llegado el momento, y para que las putas mariposas no le molestasen más, decidió cubrirse la cabeza pelona con lo primero que encontró a mano. Un gorrito navideño, como los que usa Papá Noel, en rojo y con borlita blanca y todo. Total, que la mariposa se quedó pegada a su cabeza. A falta de santa untura decidió utilizarla para aplicarle al Roque el último sacramento. ¿No le habían aplicado orín al Lunarejo? Y así, con estas cosas, el cura, muy convencido, aproximó los dedos a la frente del Roque. Y cerró los ojos y empezó la letanía:

—Hijo mío, que por esta Santa Unción y por su bondadosa misericordia, te ayude el Señor con la gracia del Espíritu Santo, para que, libre de tus pecados, te conceda la salvación y te conforte en tu enfermedad.

Fue terminar de decir esto y escucharse una flatulencia pintona, de esas que salpican calzones y faldón de camisa. Preeeeeeeeeeee. El que así se descosía no era otro que Bigotón, que ahora sonreía satisfecho, mirando la mar. Sin embargo, el cura hizo como que no le había oído y siguió a lo suyo, untando las manos del Roque con el polvillo de mariposa. Salve Regina. Y con los dedos señalaba las palmas. Salve Regina, máter misericordiae, vita, dulce do et spes nostra salve. Ad te clamamos, éxules filii Evae.

—Su puta mare, de usté.

A medida que el motor se acercaba y las esperanzas de catar mujer se hacían cada vez más lejanas, el Roque se iba creciendo. Era como si por nada del mundo quisiese revelar las huellas de la humillación recibida. Había caído a lo más bajo, como una mariposa que pierde las alas y se convierte en gusano; un puto gusano condenado a arrastrarse durante toda su puta vida. Esperando el milagro de una pisada que le aplaste y que le funda con la tierra para siempre y de una puta vez por todas. Amén. Y fue entonces cuando el Roque, envuelto en el sueño de fiebre, creyó ver el milagro sobre la superficie del mar, igual que la noche aquella, cuando era chico y su viejo le llevó por primera vez a pescar. El Roque lo recuerda como si no hubiese pasado el tiempo, como si en vez de ayer fuese hoy y su viejo, con la mano en el hombro, le señalara la espuma plateada a flor de agua. Opaíto. Era noche de luna llena y aquella visión no lo abandonaría nunca. Luego, su viejo le explicó que el prodigio era obra de la luna, que con su luz iluminaba un chorro de atunes. Y también le explicó que, con la primavera, grandes peces de carne roja y abundante grasa llegaban a las costas del litoral, y que había que calar trampas para hacerse con este fabuloso pez que, ya de antiguo, en los tiempos de los romanos, era animal sagrado y que aparecía dibujado en las monedas. Opaíto, que ahora en las monedas nos cambiaron al pez por un cabrito con corona.

—Mira, mira— señala Bigotón el horizonte. —Mira, mira.

Su compañero miró. Con el palillo en la boca y la cara transparente a la luz del día, parecía sufrir una enfermedad. Tuvo un vahído, un ligero desmayo que se le colgó de los ojos, convirtiendo su mirada en una desolación que duró unos segundos, culpa de la impresión. Incluso el cura demudó los latines y se aproximó hasta la barandilla para contemplar el espectáculo.

—Ave María Purísima.

Un barco de recreo se aproximaba. Llevaba el motor a media voz. Desde la cubierta pudieron distinguir la silueta de una mujer, toda ella cubierta con gasas que el viento untaba al cuerpo. Entonces el Roque, en su calentura, pensó que aquella que se acercaba no podría ser otra que la misma Muerte, o tal vez alguna mujer enviada por la propia Muerte, qué coño, pues también podía ser. Una fulana que ahora paraba su embarcación cerca de donde él estaba y abría sus brazos como alas y se zambullía de cabeza en mitad del océano para aparecer al pronto, subiendo la escala del Manila III. Trae la intención de llevárselo y devolverle allí donde estaba antes de él nacer, piensa el Roque, a ese lugar donde no existe la memoria y se descansa para siempre. Benditoseadiós, que las ganas de hembra al Roque le nublaban el cerebro y le hacían desvariar. Y es que el Roque tenía mucha gana de hembra, pero que mucha, sabusté.

—Ayúdenla a subir, hijos míos— imperó el cura, como si los madalenos no lo fuesen a hacer.

El sol encendía igual a una fogata, transparentando las gasas, dejando a la vista un cuerpo que sólo el diablo había podido esculpir a golpe de cincel. Benditoseadiós, que se acerca hasta el Roque. Lleva la sonrisa amplia y el pelo del pubis engarzado con gotas de mar. Benditoseadiós, que el Roque la acaricia, como si no fuera verdad, o tal vez fuera una broma más de la Muerte. Benditoseadiós, que ella se deja y él se ve reflejado en el esmalte acuático de sus ojos. Benditoseadiós, que la virilidad del Roque campanea cuando ella abre las piernas y enseña unos labios oscuros y de una callosidad que ríete tú de la cresta de los gallos de pelea, benditoseadiós que, para abarcar aquello, el Roque necesitaba las dos manos. Era de una medida sobrenatural, de unas proporciones hasta ahora desconocidas para él. Como para untarlo de manteca colorá y no parar de hincar el diente en to la noche. Benditoseadiós, que el Roque acerca su lengua, cierra los ojos y se le eriza el pelo de la nuca cada vez que huele el perfume del celo ardiente. Benditoseadiós. Benditosea, que el Roque sintió lo más parecido a una descarga eléctrica cuando se le montó encima. Y sin más retraso agarró por la cintura y arponeó sin consideración alguna. Toma, toma y toma, que si tú eres la Muerte, yo a ti te voy a joder viva. Toma, toma y toma. Al Roque el cuello se le hinchaba por momentos. Los trapecios eran ahora lo más parecido a los peñascos de una pendiente que le bajaba por los hombros y que le continuaba por los brazos. Ella le repartía lengüetazos por todo el cuello a la que le violentaba con golpes de cadera, como si su pubis fuera un rompeolas que saliera al encuentro de la mar. Por decir no quede que los movimientos eran seguidos por el bailoteo de ojos de todos los allí presentes.

Hay que apuntar que el cura, no habiendo visto en toda su casta vida espectáculo comparable, siguió sin pestañear los avances de aquellos dos cuerpos sudorosos y enredados. Le picaba la curiosidad de la misma manera que a otros les pica otra cosa. Ad te suspiramus, gementes et flentes in hac lacrimarum valle. Uuhmmm. Aagggh. Uuhmmm. Eia ergo, Advocata nostra, illos tuos misericordes óculos, óculos, óculos, ad nos converte. Llevaba el rosario enroscado entre las manos y un levantamiento que le marcaba el espíritu de la sotana. Eia ergo. Advocata nostra. Hubo un momento en que el Roque se incorporó de la silla y agarrando por las nalgas y sin dejar de fondear realizó una figura dificil. Sus pies, cautivos en el barreño de lunares, le daban todo el aspecto de un tentetieso. No duraron mucho en esta postura y pronto cayeron los cuerpos sobre la cubierta, donde empezaron a rodar. Uuhmmm, gemía ella. Benditoseadiós, benditosea, clamaba él. Clonk, clonk, cantaba el barreño al chocar contra la cubierta. Clonk, clonk. No viene de más decir que cada vez que el Roque enterraba el arpón carnal, ella se abría como una herida supurante de vicios. Aggggh, uhmmmm. Clonk, clonk. Y que, en una de ésas, el cura, poseído por el diablo de la carne, tuvo la curiosidad de palparse la rigidez del espíritu a través de la sotana. Y en el trajín, un torso, un pecho, unos muslos, los glúteos fugaces que ruedan sobre la cubierta, clonk, clonk, las manos que se crispan y pellizcan las carnes, las uñas que se hunden en la espalda. Eia ergo. Advocata nostra, illos tuos misericordes óculos, óculos, óculos ó-culos, ó-culos, ó-culos y los ojos del señor cura enmarcados por las espesas cejas y nublados por el pecado. Y un desliz que le delata, como un lamparón fresco, en la sotana. O clemens. O pía. O dulces Virgo María, que el gorrito de Papá Noel se voló de la cabeza. ¡O clemens! ¡O pía!

Casualidades de la vida hicieron coincidir el momento orgásmico del señor cura con el final lascivo del Roque, cuyos testículos derramaron hasta la última gota. Fue como si una poesía luminosa le encendiera las tripas y con su fuego fulminase todas aquellas mariposas que revoloteaban en su interior. Benditoseadiós, se dijo a la que el cura se aproximaba hasta él. Benditosea.

—Hijos míos, llegó la hora— y con la mano indicó a los de la secreta que se acercaran.

Los madalenos, que aún no daban crédito a lo que allí había sucedido, preguntaron que si no esperaban al Tambucho. Y el señor cura les dijo que no, que aunque el Tambucho no tardase, había que acabar cuanto antes con aquel hombre que había vivido en pecado constante, llegando incluso a contaminar almas. Y sin más, los madalenos agarraron al Roque por los sobacos y le levantaron como a un fardo. Y de estas maneras le llevaron hasta la borda. El Roque, suspendido en el aire, echó un último vistazo a aquella mujer que, empapada de sudor, se levantaba de la cubierta. Luego alzó la cabeza y sonrió abiertamente. Mírenme, pareció decir el Roque, mírenme ahora, vacío de cojones y con el alma bendita por los besos de una hembra. Ahora mírenme. Mírenme por última vez porque ya no volveré. La vida es tan corta y la muerte tan, tan, tan larga. Y a rintintín tin tin y a rintintín tin tan, el Roque cantó un poco por Camarón antes de que le tiraran a la mara Y a rintintín tin tin y a rintintín tin tan, el Roque cantó antes de que le soltaran por la borda. Glu glu glu.

Ella, a medio vestir y apoyada en la barandilla, se despidió lanzándole un sonoro beso. Luego agarró la escala y fue cuando se disponía a bajar que el señor cura la llamó:

—Espere, hija, espere.

Ella se volvió con asombro. En sus ojos nadaban dos interrogantes.

—Espere, hija, se olvida de esto— a la que le tendía el rosario. —Es por el pago a sus servicios. Ella lo cogió con desprecio y, luego de sopesarlo y mirarlo de cerca, se lo arrojó al cura. Y con un tono de esos que levantaba la libido a cualquiera, pronunciando la erre como si fuese ge, como si dijégamos de una fogma sensual y extranjera, así, dijo ella:

—No me integuesa.

Y el cura, que sí, mire, que es por el pago a los servicios prestados. Pero ella, sin mirarle a la cara, derramando la música rubia de su cabello por toda la cubierta, dejó muy claro que no quería recompensa. Que mejor revengdiesen el rosario, dijo. Y que con el dinero que sacasen le pagaran unas misas al Roque.

—Y de parte de quién, hija mía, si es que puede saberse— preguntó el señor cura, muy intrigado.

—De parte de Bárbara Kurkrovich, la viuda del coronel.

FIN