Amarrado al sillón de combate, el Roque dio por comenzada la espera. Había en él un aguante de hombre crudo y hecho a golpes; capaz de enfrentarse a los guantazos hasta con la propia muerte.
—¿Ondestán las lumis?— el Tambucho a la que se tiraba de los pelos de la barba. —¿Ondestán las lumis?
Según refirió Pelo de Vómito, que le tocaba excusarse, fueron a donde la Sole a buscar mujer, y la Sole les dijo que nanay, que ella no era de ésas y que fueran adonde la Juana. Y llegados donde la Juana, ésta les dijo que naranjas de la China. Por decir no quede que ni les abrió. A través de la puerta soltó que ella no quería saber nada con asesinos. Y sin más dilación y pensando que, ante la dificultad de no encontrar mujer, el reo pudiera haber mudado los deseos, se pusieron otra vez de vuelta, no sin antes pasar por el Colorado.
—¿Y?— preguntó el cura, muy interesado en los pormenores de la búsqueda de una mujer que quisiese cumplir el último deseo del Roque.
—Y nasti de plasti.
Evitaron comentar que la gitana que vendía claveles en el cementerio de Conil andaba ocupada. Y que en la habitación del fondo distinguieron la figura de un hombre. Un fulano gordo y con el pelo cortado a cepillo al que no reconocieron. El único que podría haberle reconocido era el Jijona. Lo que ocurre es que este último se quedó en el coche esperando; las manos al volante y los ojos cenados, preso de sus fantasías, como si estuviese conduciendo el coche en una persecución a vida o muerte por la carretera de Algeciras. Ninoninoninoni. Es lo que tienen estos pequeños delincuentes, que en el fondo se sienten tan atraídos por el contrario que sueñan en llegar a convertirse en guardianes de la propiedad. Pero no nos despistemos, decíamos que si el Jijona hubiese entrado con ellos hasta la casa de la gitana se habría dado cuenta de que aquel fulano gordo y en calzoncillos no era otro que el párroco de Conil, el mismo que había casado al coronel y confesor suyo durante años. Por decir no quede que ambos compartían los mismos gustos, así como los mismos placeres, en lo que se refería a los asuntos de esa glándula citada varias veces ya en esta historia. Sin embargo, aunque ambos participaban del regodeo prostático y últimamente se les veía mucho juntos, sin embargo, el citado párroco no parecía muy compungido por la muerte del amigo. Tal vez por aquello de que la procesión va por dentro. Quién sabe, pero lo cierto es que no se le veía afectado. Y lo que también es cierto es que, después de evitar contar lo sucedido, Pelo de Ensaimada rompió en un vómito. Era curioso comprobar cómo, cada vez que se vaciaba, todo él se convertía en espasmos. Y que hasta el cabello se le mudaba de sitio, dejando a la vista la cabeza pelona, cruzada de cicatrices. Era curioso comprobar estos detalles y no darse cuenta de que su eterno palillo siempre se salvaba de la descarga estomacal, como si permaneciese pegado al labio, húmedo y con restos.
—¿Qué? ¿Ze tan quedan amarraos los caloztro?
Durante la travesía en bote hasta allí, Pelo de Anchoa no había echado la pota, ni para ir, ni tampoco para venir. Pero cuando llevaba un tiempo en mar parado, el suelo se abría a los pies y la cabeza empezaba a rular, a rular, a rular, y era entonces que en las tripas sentía la marejadilla. Puaggggh.
—Nadie quiere saber nada con el asesino del coronel— el del bigotón, con los genitales resentidos por la patada de la Sole, que echaba un capote a su compañero.
—Yo ziempre lo dije, ziempre dije que zi argún día ze me llevaban por delante ar coroné, naide iba a queré zabé na con el azezino— aseguró el Tannbucho con mucha razón. —Pero que naide.
De lo contrario, el Tambucho se habría adelantado al Roque. Qué coño, si el primer interesado en la muerte del coronel Peralta era él, pues a la hora de repartirse las mordidas el Tambucho sería el más beneficiado. Eso lo sabía todo el mundo. Pero que todo el mundo, sabusté. Y el Tambucho pensó y pensó en estas cosas a la que se rascaba la barba de manera convulsiva. Cerró los ojos y, con un tono en el que se mezclaba caridad con insulto, le pidió al Roque que cambiara de deseo. Con todo, el Roque no era hombre de los de dejarse torcer. Y lo dicho, dicho estaba, y él quería una mujer. Entonces el Tambucho se acercó amenazante, palmeándose la mano con la vara. —Por Dios, por Dios, seamos sensatos— los ruegos del cura se mezclaban con el tintineo del rosario.
—Por, Dios, por Dios. Por Dios, hijos míos. Por Dios.
—No nos joda, Pare, que pía un sigarrillo como hasen tos los condenaos. O un trago vino, qué paza. O aquí er mierda ezte va a ze meno que er Lunarejo— para subrayar esto último, el Tambucho le hincó al Roque la punta de la vara en las costillas. —No nos joda, Pare, camí me vantrá un encaloramiento que me vi a quear solo en el barco.
—Por favor, que todos aquí somos hijos de Dios.
Un visible temblor sacudió el cuerpo del Roque.
—Hemos de buscar un camino para que este buen hombre vea cumplido su último deseo.
—Pues como no ze nos dizfrase usté de mujé— le soltó el Caracuesco al cura.
Menos el Roque, todos los allí presentes prorrumpieron en risotadas, incluso el madaleno, que tuvo un ataque mientras cambiaba la libra. El cura de Vejer se sonrojó, como si alguna vez hubiese pecado de esa guisa. Repuesto del ataque y con el rosario de plata enroscado a su mano diestra, alzó su brazo a la noche y sentenció:
—Vuelvan a tierra y alquilen a una mujer.
El Tambucho se rascó la barba y, dirigiéndose al cura, preguntó:
—Y quién carajo la paga, Pare.
—Hacemos un fondo común— el del bigotón, pensando que así todos podían participar de la idea.
—Lo pondrá usté— le dijo el Caracuesco. —Yo no tengo na de billete y tengo que ahorrá pa el cazamiento.
—Por Dios, hijos míos, por Dios, no discutamos por estas menudencias— el cura, que intentaba calmar el ambiente.
—Qué, la va a pagá uzté, Pare.
—Claro está, hijos míos. Claro está.
Y, acto seguido, el cura mostró el rosario plateado en la palma de la mano. Según él se trataba de una pieza única trabajada en platino y bendecida por el Papa Santo de Roma. Todo un jayayo. Y fue decir esto último y el del bigotón restregarse los ojos y cruzar una mirada de complicidad con su compañero:
—Iremos nosotros dos— y fue terminar de decir esto el del bigotón y agarrar el rosario y guardárselo en el bolsillo.
—Perarsus que voy yo también con ustede— soltó el Jijona.
Bigotón fue rápido y contestó que no, que ellos iban solos y que se sabían el camino. Y que conducir el chinchorro no era más difícil que conducir un carro.
—Todo recto— y señaló con el dedo las luces de la costa.
—Tú te queas— imperó el Tambucho a su hijo, lejos de alcanzar la perfidia de los madalenos. —Tú te queas, que tú aquí hase farta.
Y fue dicho y hecho. El Jijona quedarse y los madalenos embarcarse otra vez; pero esta vez sin más compañía que la de la mar y el run run del motor ensordeciendo el trayecto. No cruzaron palabra durante la travesía. Cara Pergamino iba agarrado a las trinchas. Su semblante le delataba. Ya dijimos que para navegar en un cacharro de éstos no se necesita más que las ganas de hacerlo. Aún así, cierta prudencia siempre es conveniente, sobre todo al acercarse a costa. Hay que reducir motor y entrar suave, de lo contrario las olas pueden revolverse y dar la vuelta a la barca. Y eso fue lo que casi les sucede a los madalenos, poco antes de entrar al puerto. Pasado el trago y la mojadura, una vez llegados al muelle, se montaron en el coche y enfilaron hasta el pueblo quemando ruedas. Ninoninoninonino, aullaba la sirena. Ninoninoninonino, rompía la noche con su estruendo. Ninoninoninonino, porculizaba a los pocos que quedaban dormidos. A esas horas, todo quisque andaba en vilo, esperando el desenlace. Conil de la Frontera no había perdido una pizca del encanto que antaño le caracterizaba y volvía a ser un pueblo al margen de la ley. Curiosos y fisgones, periodistas incautos y vendedores de bocatas, cocacolas y bombón helado, gente, gente y más gente, invadía la cuneta de entrada al pueblo. Ninoninoninonino. Bombón helao, ar rico bombón helao, chicles, palomitas, chuches, señora, señor, tenemos bombón helao o mejó prefiere usté un cocacola, voceaba el Sota. Pida por esa boquita que aquí tenemos de to. De to. Y to güeno. Bombón helao, ar rico bombón helao. Ninoninoninonino, rompía la noche el aullido de la sirena. Ninoninoninonino.
Lo que Starsky y Hutch tenían pensado no era otra cosa que pagar los servicios de la lumiasca con dinero metálico, del que cuenta y suena, y luego vender el rosario de platino a un perista. Le sacarían una buena tajada. Sin embargo, lo que Bigotón y Pelo de Anchoa desconocían por completo era que el rosario de platino no estaba hecho con platino, sino con acero inoxidable, una baratija que ni tan siquiera había sido bendecida por el Papa Polaco. De esta forma, don Anselmo, el cura vejeruco, saltaba sobre seguro, pues de seguro sabía que cualquier lumiasca no se iba a tragar lo del rosario aunque fuese de platino. La lumiasca iba a pedir billetes, dinero del que cuenta y suena; dinero que no estaba dispuesto a poner nadie ni naide y menos cualquiera de los presentes en el sacrificio del Roque. Pues bien, una vez aclarado este punto y una vez que los de la secreta salieron del cajero, ninoninoni, y se pusieron en el Garum; una vez que llegaron a las puertas del puticlub se encontraron con el pastel. El local estaba acordonado y tuvieron que presentar la galleta para entrar. Todos los policías que vigilaban la zona andaban sospechosamente rígidos, los dedos en el gatillo y el brillo de la tensión en la mirada. Incluso Chinarro, el de la munisipá, hombre agradable donde los hubiera, parecía haberse bebido una arroba de vinagre.
Plantado en el primer cordón policial sacaba su peor cara a todo aquel que osase acercarse. Y es que, en esos momentos y recién llegado de Madrid, escala en Bruselas, el juez de la Audiencia Nacional hacía su aparición. A cada paso paraba un instante, regalando su tiempo y sus maneras a toda una nube de fotógrafos que disparaban sus flashes. Dejen paso libre, paso libre, dejen paso libre.
El juez miró por el rabillo del ojo, y el del bigotón pegó un codazo a Pelo de Anchoa, para que voltease, para que se volviese de espaldas y que el juez no lo reconociera. Y el del palillo, como era de estómago sensible, no pudo contener la arcada. Dejen paso libre, paso libre, decía la voz, dejen paso libre. Flotaba en el ambiente el olor a culo de un marica muerto. El juez se apretó la nariz con dos dedos ante el cadáver del coronel Peralta, jubilado del ejército de tierra, panza de botijo y vozarrón de mando. Ar. Y a todo esto las chicas seguían hacinadas en la entrada. Tengo miedo, miamol. Allí cerca andaba la negrona aquella de entrepierna tan fosca y prieta como resbalosa. El del bigotón se llevó los dedos a la nariz e inhaló con indecencia, uummmmh, hasta llenarse los pulmones con toda la obscenidad de un olor atávico, relacionado con mujeres de tribus primitivas, practicantes de rituales en los que la magia negra se desata y el sexo rebasa las glándulas pituitarias. Uummmmh. Otras de las chicas llevaba una manta por encima y tenía una costra fresca de sangre en el labio. Se trataba de la tal Jaira que, envuelta en los sofocos, le miró como sólo sabe mirar el ganado cuando va al matadero. Fue la primera en ser llamada a declarar. Una voz de pito las iba reclamando. Nombre , edad, nacionalidad, experiencia, en fin, ciertos detalles. Y en vista de que Bigotón y Pelo de Anchoa allí no pintaban nada, decidieron ponerse en carretera.
—Andando, que aquí ya está todo el pescao vendido.
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Y con el ninoninonino llegaron hasta Los Gurriatos, burdel de fama que queda a la entrada de Tarifa. Y una vez dentro y sin más atraso, hicieron la propuesta. Una por una les fueron preguntando que si querían ganarse un dinerillo extra, esa misma noche, una fiestecita en alta mar, en fin, hacérselo con el asesino del coronel Peralta. Y todas respondieron que no, que ellas eso sí que no. Manifestaron sentirse aterradas bajo la creencia de que aquel hombre, que te clavaba los ojos como si quisiera leerte los adentros, fuera a resucitar de un momento a otro. No, miamol, eso sí que no.
—Si seguimos así nos vamos a tener que llevar a una por la fuerza. ¿Qué?
Pelo de Ensaimada no contestó, se limitó a hurgarse los dientes con el palillo.
—¿Qué te parece aquélla?… La del bañador rosa.
Y Vómito de Anchoas volvía a demostrar cautela, diciendo que no, que eso no le sonaba bien, que al final iban a levantar sospechas, acordonada como estaba la zona. Y sin más retraso decidieron quitarse de en medio. Y como tampoco querían perder participación en lo de la venta del rosario, los madalenos, galleta en mano, se pusieron a la labor de buscar y rebuscar en otros burdeles, aun si cabe más lejanos. Pero ni en los más remotos existía mujer que quisiese realizar tan ingrato servicio. Las voces se habían corrido y ahora todo el mundo se hacía lenguas. Andaban apañaos, los madalenos. Ya dijimos que no podían engañar ni forzar a ninguna. Y con la sinceridad por delante, los madalenos daban cuenta, allí donde entraban, de que el servicio era para aliviarle la cojonera al asesino del coronel. Y todas contestaron lo mismo, aquello de, ay no, miamol, eso sí que no, miamol, como si un mal fario fuese a caer sobre ellas. Y así ocurrió en Los Lagos. Y lo mismo pasó en el Don Tico, burdel de paso y que queda a la salida del mismo aeropuerto de Jerez.
A todo esto, en alta mar, bajo la soledad que le oprime, el Roque se da ánimos. Y piensa en todas las mujeres que pasaron por su vida, desde la primera hasta la Sole. Y de la primera recuerda el día en que llegó con su padre a darle el reblanquío a la tienda. Paredes, techos y rodapiés. Ella los recibió desnuda, haciéndose aire con un abanico, sobre una cama que se asemejaba a un altar cargado de santos, escapularios y velas. Y sin dejar el abanico, la Juana agarró uno de los cirios y de un soplido apagó la llama. Abriéndose de piernas la imaginación hizo el resto, a todo lo largo, una y otra vez, hasta alcanzar la palmatoria. Y una vez que la viuda llegó hasta donde quería llegar, sobre la colcha derramó cera fundida. Un numerito que levantó el tupé al Roque, que no pudo apartar los ojos del obsequioso entretenimiento que aquella mujer ofrecía. Se mantuvo atento y sin pestañear ante la profusión de calambres y de muslos mórbidos y harinosos. Y con una firmeza exultante bajo sus pantalones, el Roque se tiró encima de ella. Y su viejo, mientras, subido a la escalera, dándole a la brocha, opaíto, concentrado en el trabajo. Haciendo oídos sordos a los alaridos. To un profezioná, como debe ze. Lo que nunca supo, el profezioná, era que su hijo llevaba unos pocos de años engolfándose con la viuda. Luego llegarían otras. Y sobre todas las otras llegaría la Sole, benditoseadiós, que ahora le volvía a la cabeza, agitando culo y recuerdos hasta ponerle en el bar de San Fernando. Benditoseadiós, que tras el mostrador pudo adivinar a una mujer perdida de amor y de ganas. Benditoseadiós que el Roque también recordó la pelea. Cara Bizcocho que apareció de repente, las manos a los bolsillos y las mejillas crudas de viruela. ¿Dónde andar tu jefe?
Aquel fulano le puso a la Sole en bandeja. En el fondo le estaba agradecido. Pero como Bizcocho Medio Crudo no sabía aceptar gracias al final tuvo que pisotearle las costillas. Ya en el Apolo XI miró atravesao. Al tiempo se enteraría de que no era más que un correveidile de la banda de los chiclaneros, el encargado de cobrarse una deuda que tenía su jefe con el jefe de la Sole. De lo que no se enteraría nunca el Roque es que la Sole se quedó con el dinero. El jefe dejó una buena cantidad en su poder por si le llegaban al bar de parte de los chiclaneros. Y si Bizcocho Medio Crudo le puso a la Sole en bandeja, el Roque puso en bandeja todo aquel dinero a la Sole. Pero ya dijimos que de esto último no supo nada el Roque. De haberlo sabido habría pedido una mordida. Benditoseadiós, que después de cerrar el bar, con los fajos de billetes rebosando en el bolso, ella se dejó acompañar hasta la casa. Y fue por temor, más que por apetito, o tal vez fue una mezcla de ambas cosas, que la Sole le invitó a su cama. Y el Roque no se lo pensó dos veces. Endelante, shoshito. Subió las escaleras con el culo al alcance de sus manos. El Roque llevaba los bajos endemoniaos. Eeei, morena, que no pudiéndose contener por más tiempo, en el descansillo empezó con los sobeteos, uummmh. Cielosanta, Roque, que la Sole pegó un respingo cuando sintió la acusada virilidad; la tela impúdica del pantalón, cielosanta, Roque. Y luego en la cama, cuando ella le pasó las piernas alrededor de la espalda y se agarró al barrote del cabecero y cuando un chorro de leche espesa trazó un arco en el vacío, antes de caer sobre sus pechos y empapar la flora de sus axilas, entonces fue que la Sole creyó morir y resucitar varias veces, apareciéndosele en cada una de ellas la imagen iluminada de san Judas Tadeo.
Que no quede por decir que el Roque tuvo noche inspirada y que cumplió tres o cuatro veces más. Y así, asíiii, asíiii, anduvo el Roque hasta que el sol entró por el ventanuco y sintió el sobresalto de la mañana. Y le ordenó que se vistiera, que se la iba a presentar a un importante de la región, un fulano que daba trabajo. Un hijoeputa, vaya. Y ella le miró somnolienta, bajo las negrísimas pestañas y le pidió por favor que antes se lo hiciera una vez más. Benditoseadiós, que la brecha del recuerdo tampoco se cerraba para el Roque, amarrado a la noche, con el rostro afilado por el cansancio y esperando una muerte que se demoraba tanto como su último deseo. Mientras tanto se entretenía con recuerdos carnales. No podía hacer nada mejor, ya puesto, alrededor suyo siempre se habían movido mujeres que parecían perras dejándose oler la fragancia sucia. Y le venían hasta la cabeza todas aquellas con las que no había podido pegarse un retozón, como Piluca y su amiga, a las que imaginó juntas y revueltas, arrugando las sábanas de seda de un lecho matrimonial recién estrenado, una cama que, de tan nueva, cruje en cada traqueteo. Y ahora los muslos envueltos en el nailon tibio de unas medias; y luego las caderas arqueadas y el enredo de los cuerpos desnudos, y así, asíiii, asíiii, uummmh, los gemidos de placer al ser sorbidas por la lengua del Roque. Uummmh. Y arriba, en el techo, las bragas colgando de la lámpara. Y para desayunar, soooorpresa, soooorpresa, aparece la presentadora de televisión con la mermelada, el aliento del perro de Ricky Martín y zumito de limón para acompañar la bollería industrial envasada al vacío, soooorpresa, soooorpresa. De estas formas el Roque untaba la imaginación con pensamientos groseros. Cada vez eran más las ganas que tenía de mojar su virilidad, a punto ya de caramelo.
—Yo por mí acababa ya con ezto, der tirón, Pare— el Tambucho que siempre salía con lo mismo.
—Hijo mío, no hay camino en la vida más seguro que el de la paciencia, por algo se lo tendió el Señor a Job. En realidad, hijo mío, es el mismo camino que ahora el Señor le tiende a él— y señala al Roque, —a las puertas ya de su encuentro, pues de todos es sabido que el hombre, nacido de mujer, corto de días y harto de tormentos, como la flor, brota y se marchita y huye como la sombra, sin pararse, hijo mío…
—Menos rollo, Pare, menos rollo, que con tanto rollo mezestán calentando los güevosel Tambucho renegaba y fumaba, todo al mismo tiempo.
—… y huye como la sombra, sin pararse, hijo mío, y se deshace cual leño carcomido, cual vestido que roe la polilla…
El Tambucho le pegó otra pitada al cigarrillo, era el último y se notaba en sus nervios. Lo consumía con tantas ganas, hundiendo las mejillas en cada atacada, que el acto de fumar, por su boca, se convertía en acto obsceno. Era como si con el vicio se le arrugasen los pelos de la barba, incluso los del culo. Aquella noche, las volutas de humo rompían contra su cara de la misma forma que las olas rompían contra el casco del Manila III. De vez en vez, el viento racheado traía hasta sus orejas el sonido de un motor.
—Yastán ahí— era la voz del Jijona. —Yastán ahí, pero vien solos.
—Ta zeguro.
—Zí, viejo, zí, me maten a mí zi miento.
—Pue andamo aviaos— escupió el Tambucho, a la que tiraba por la borda la colilla del último pitillo.
Los madalenos justificaron el fracaso diciendo que no existía mujer en todo el Campo de Gibraltar que quisiera ver cumplido el último deseo del asesino del coronel. El cura los dejó explicarse una vez y, cuando hubieron acabado con la exposición, les exigió el rosario, el jayayo que el del bigotón devolvió a su dueño con cierta tristeza de ánimo. El cura lo agarró y, después de enroscárselo en su mano diestra, se dirigió hasta el Roque, que, por no variar, seguía pensando en lo mismo.
—Hijo mío, puedes rectificar en tu deseo, puedes reparar, pues, dicho así, a bote y pronto, no hay mujer pecaminosa que quiera establecer una comunión fugaz con tu carne. Pero el Roque no rectificó:
—¡UN SHOSHO, CAGONDIÓS!— gritó a voz en cuello, —¡UN SHOSHO!
—¿No prefieres un cigarrillo, hijo?
—Que san acabao, ¿no sentera, Pare?— soltó el Tambucho.
Era verdad, los madalenos no fumaban y el Caracuesco tampoco, así que el Tambucho fue escuchar "cigarrillo" y ponerse a rascar barbas, víctima de eso que los estudiosos reconocen como síndrome de contención. Y cuando no quedó barba alguna por rascar, agarró la vara y se plantó frente al Roque. Y fue entonces cuando el síndrome se desató sin contención alguna.
—Será hijoeputa, que quie una titi y que no se apea er mu cabrito— y le mete en las costillas, de lleno.
—Aagggh
Y le vuelve a meter.
—Aagggh.
Y no para el Tambucho hasta que siente una punzada fría en la vejiga. Y se baja la bragueta y se alivia en la cara del Roque. Los chorros de orina corren por sus mejillas como un oloroso lamento.
—Haya paz, hermanos, haya paz, pues la última voluntad del reo ha de ser respetada— el cura con las cejas curvadas; aleteantes las mangas de la sotana. —Haya paz, hermanos, haya paz.
Los madalenos se acercaron y empezaron a discutir con el cura. A ellos se sumó el Caracuesco. Por sus gestos parecía que imitaban a los monos. Hubo un momento que fue de silencio; un silencio trabado en mitad de la noche cuando el Tambucho, a la que se subía la cremallera, sentenció:
—Ta bien, vamo a ze pruentes, yo tengo nesesiá dun truja, me vi asercá ar pueblo a por tabaco. Zi cuando llegue no aparecío mujé que le quiera a ézte, puez le tiramo por la borda. Ezo zí, zi quie le damo un sigarrillo.
Todos parecieron de acuerdo, menos el Roque, que, después de sentir el chorro de la humillación sobre sus mejillas, blasfemó entre dientes.