Con la oreja pegada a la tumba de su viejo, opaíto, el Roque contenía la respiración. Desde aquella macabra postura podía escuchar a los hombres del coronel aproximarse; las voces que venían del otro lado de la tapia, el chirriar de la verja y luego las pisadas sobre la tierra del camposanto. Opaíto, que se le confundían los latidos de su propio corazón con los pasos de sus verdugos, bumba bumba bumba, opaíto, clavándose con una intensidad en las sienes igual a cuchillos de sangre, bumba bumba bumba. Y cuando la luz de una linterna salpicó los pies de la cruz, opaíto, entonces sí que sí; el Roque pudo ver la hoja de un machete recortar la noche. Y consumido por la fiebre interior, agarró el bardeo y saltó sobre el Tambucho.
—¡CAGONDIÓS, QUE TE VIA CARNEÁ!
La linterna cayó al suelo y el Tambucho, desconcertado por el ataque, disparó al aire. Los fogonazos iluminaron de rojo crepuscular el cementerio. Fue un instante en que la noche se mostró quemada y el Tambucho se mostró a cuatro patas, con el Roque por encima cogiéndole del pescuezo y pinchándole con la navaja.
—¡O SUS TRANQUILIZÁIS UNA MIAJITA, O TE APIOLO!
Y fue terminar de decir esto y el Roque sentir las estrellas caer sobre su cabeza. Aagggh. Todas de golpe y sin consideración. Pudo apreciar la Polar hundiendo sus puntas, así como el reflejo de un dolor multiplicado en los mil pedazos del cucharón de estrellas. Aagggh. Cuando el Roque volvió del viaje estelar se encontró al Tambucho cegándole con la linterna.
—Bienvenío, pisha.
Sin embargo el Roque dio la callada por saludo y, arañando un puñado de arena, volvió a entrar en acción, arrojándoselo al Tambucho; cegándole los ojos. De un brinco se incorporó y con una patada le dejó desarmado. Pero al Roque no le dio tiempo a más, pues el madaleno del bigotón se abalanzó sobre él y, asestándole un rodillazo en la entrepierna, desmontó al Roque del todo. Luego su compañero, el del palillo, a espaldas del Roque, le moñeó de la cabeza, aplastándole la cara contra la tumba de su viejo, opaíto, para acto seguido retorcerle las muñecas y sujetárselas por detrás con soga de ahorcar perros. Cagondiós y en la virgen puta que otra vez el carro de estrellas volcó sobre su cabeza. ¡Cagondiós!
A punta de pistola le llevaron hasta el coche y le empujaron dentro. Anda cabrón y ojalá te encuentres a Satanás lamiéndole el coño a tu puta mare. El Roque iba en el asiento trasero, las manos atadas a la espalda y la sangre tibia que le corría por la frente y que le velaba los ojos. A su lado el Tambucho le vigilaba de cerca; en una mano la vara de mimbre del Charles, con la otra se rascaba la barba.
—Va ver tú lo que e güeno.
Delante iba Bigotón. Se limpiaba el sudor de la frente con unas servilletas de papel que, tras ser utilizadas, las hacía una pelota y las echaba por la ventana. El coche lo conducía su compañero, el madaleno del pelo en ensaimada; el mondadientes entre los labios y la jeta de pergamino. Ninoninonino. La luz de la sirena sangraba la noche. Ahora verás tú lo que es güeno, repitió el Tambucho, a la que se rascaba la barba como si tuviese piojos. Ninoninonino. Ahora verás tú, a la que aprovechaba cada curva para meterle al Roque con la vara en las costillas. Cagondiós, que no tardaron nada en llegar al muelle, donde le sacaron sin delicadeza alguna.
—Vamo, camina endenante, hijolagranputa.
Con la pistola ajustada en la nuca le condujeron hasta el lugar donde estaba amarrado el Manila III, barco de recreo que el coronel utilizaba para la pesca de altura. Se trataba de un auténtico Rybovich al que no faltaba detalle, con sus maderas de teca, su sillón de combate y su chinchorro a motor suspendido del pescante. Por tener tenía hasta la cabeza disecada de un jabalí en el camarote. Fue un regalo del duque de Feria. Lucía unos colmillos como navajas y gesto de viejo pederasta, el jabalí. Por navidades el coronel solía adornarlo con un gorro de Papá Noel. Para que luego digan que no era hombre detallista. ¡Joder!, si sólo había que ver su barquito para darse cuenta. Si hasta había mandado forrar los cojines del camarote en pichigras, a juego con los ojos del jabalí, convirtiendo el Manila III en una pieza que despertaba la envidia de los puertos y las habladurías de los marineros. Allá va er coroné, decían a la que señalaban su rumbo, cegados por la blancura de merengue del casco. Allá va to escañonao, a la que dejaban lo que tenían entre manos y se cuadraban con respeto. Allá va. Ahora el barco había perdido a su patrón y, sentado en el sillón de combate, aserrándose los juanetes con una navaja, el Caracuesco ocupaba su sitio.
—Ya zus tardabai, cabrones.
El viento soplaba con fuerza y traía hasta las narices la intensidad de la sal y de la noche. Al Tambucho le entraron ganas de mear y, antes de subir al barco, se bajó la cremallera. De un empujón imperó al Roque:
—Arrodíllate, y abre la boca, que traigo angurria.
—Eeei, a mí no se me confundas con tu puta vieja, Tambucho.
Y fue terminar de decir esto que el Tambucho le asestó con la vara en la entrepierna. Aagggh. Y así el Tambucho vio cumplidos sus deseos pues, culpa del dolor, el Roque clavó las rodillas al suelo. El Tambucho no necesitó pedirle de nuevo que abriera la boca. Aagggh. Y le orinó hasta la última gota. Sin subirse la cremallera, agarró al Roque por los pelos y lo puso en pie:
—Amos ya.
El Tambucho era flaco como un listón y hombre de barba recia. Su delgadez llegaba hasta tal punto que parecía que las piernas le salían por los sobacos. Sin embargo, el muy cabestro era capaz de levantar en vilo todo el peso de un atún de los de trescientos quilos, o por lo menos eso decían.
—A quién esperamos— pregunta Pelo de Ensaimada a la que mordisquea el mondadientes.
—Ar zeñó cura— contesta el Tambucho con indiscutible desprecio.
—¿Al cura?— duda, asombrado, Ensaimada de Anchoas. —¿Al cura?
—Zí, hombre, zí, ar zeñó cura, pa lo de la eztremanción— aclara el Tambucho sin mirar a su interlocutor.
—¿Y por qué esos privilegios con un asesino?— Palillo de Anchoas no puede con la curiosidad.
—Asín lo hubiese querrío er difunto. Y no zable má.
Y es que, aunque el coronel Peralta estaba muerto y bien muerto, todos los que le habían conocido en vida se postraban ante su memoria de una forma sobrenatural. La creencia de que en cualquier momento el coronel pudiera aparecérseles reforzaba aún más la idea. Aun después de muerto, el eco de su vozarrón seguía moviendo los cimientos de la costa gaditana.
—Hay que ze rispetuozo con zu ricuerdo— apuntaló el Caracuesco, a la que tiraba del callo, en el dedo chico, para ser exactos. —Por Dios, que hay que ze rispetuozo.
Cabe reseñar que es cosa común lo de dotar de respetabilidad a los fiambres, aunque en vida hayan sido unos perfectos hijos de puta. Y de todos era sabido que el coronel Peralta había sido hombre de principios con los sacramentos de la Santa Madre Iglesia y que nunca había dado pasaporte a alguien sin antes ofrecerle la extremaunción. El último caso era el del Lunarejo. Antes de abrirle en canal y después de orinarle en la boca, mientras se retorcía entre los límites de la vida y la muerte como un jurel recién pescado, antes de todo eso, el Lunarejo recibió la extremaunción. La tomó vía telefónica. Fue el Tambucho el que llamó al señor cura. Y fue recibir la llamada del Tambucho y el señor cura dejar lo que tenía entre manos y ponerse al auricular con el último sacramento. Credo Deum esse. Al otro lado, el Lunarejo agonizaba. Pero a lo que va mos, que para el coronel Peralta el viático era mandamiento sagrado en su código del honor. Ha quedado dicho de sobras que, aunque te diera por el culo, siempre cumplía con la extrema cortesía de hacerte una paja con la mano. Y eso era suficiente a la hora de honrar su memoria.
—Ahí creo que vie— el Caracuesco, a la que se cortaba en lonchas la dureza del talón. —Cucha, cucha que creo que ahí ta.
Prreeeeeeee. Prreeeeeeee. Prreeeeeeee. El petardeo de una moto se acercaba. Era el hijo del Tambucho, quinceañero algo chaparro y con problemas de sobrepeso al que todo el mundo llamaba el Jijona y que se presentó en el muelle con el casco al bies y a punto de darle la pájara. Prreeeeeeee. Prreeeeeeee. Traía la camiseta er Barza, club de sus amores, pegada a las chichas.
—No encontré ar zeñó cura. Pero he traío semento— el Jijona señaló un saco amarrado a la parte trasera de la moto. El dedo gordo del pie derecho le asomaba por la alpargata.
—Llamarle por teléfono— soltó el de la secreta. Pelo de Anchoas tenía esos arranques.
—Ta fuera cobertura— sentenció el Tambucho, asesinando al madaleno con la mirada.
—Se ma revenío un pensamiento la cabesa.
El del pensamiento no era otro que el Caracuesco. Recordemos que andaba haciéndose la manicura en los pies y que se iba a casar por el sindicato las prisas. La novia andaba preñada, de tres meses para ser exactos. Y como la citada era de Vejer de la Frontera y como es de ley en estos casos, en Vejer de la Frontera era donde iban a celebrar la boda. Pues bien, el pensamiento revenío no era otro que el de acercarse hasta allí y buscar al cura del pueblo para que oficiase como hijo de Dios y pusiera la untura al Roque. Sub conditione. Y de estas formas el Caracuesco desplegó la idea. Hubo un encendimiento que fue celebrado por todos. Hasta el Tambucho, que se sentía un tanto receloso, al ver al Caracuesco sentado en el sillón de combate, hasta el Tambucho lo aclamó:
—Mu güena idea la tuya, Caracuezco. Anda y coge er amoto.
Y fue decir esto el Tambucho y el Caracuesco coger la moto del Jijona y arrancarla dirección a Vejer, un pueblito blanco colgado de la montaña a poco de Conil.
—¡Date bulla, pisha!— voceó el Tambucho, sonriendo entre dientes, a la que tomaba posesión del sillón de combate. —¡Date bulla!— y se encendió un pitillo, mientras el petardeo de la moto se perdía a lo lejos. Prreeeeeeee. Prreeeeeeee. Prreeeeeeee. Y con la primera calada empezó a dar órdenes: —Tú, Jijona, ponte al lío.
Y obedeciendo a su padre como a un jefe, el Jijona agarró el saco de cemento y un barreño de lunares que encontró a mano. Con agua del muelle y algo de arena, emprendió la mezcla. Cuando estuvo al punto, el Tambucho se levantó del sillón y se acercó hasta el Roque, tendido sobre la cubierta, envuelta la cara en una costra de sangre. Le agarró de los pelos y le llevó en vilo hasta el sillón de combate y le ajustó la charpa. Luego, para más seguridad, ordenó amarrarlo con soga marinera al respaldo. Bigotón le arrancó los botos y Pelo de Palillo le remangó los pantalones, hasta las rodillas. Fue el mismo Tambucho el que, armado con la vara, le obligó a meter los pies en el barreño desbordado de cemento. Cagondiós, que, una vez que hubo introducido los pies en la mezcla, el Roque alzó la cabeza y escupió al Tambucho de lleno.
—Te vi a matá— el Tambucho, a la que se restriega los ojos, nublados por la consistencia del salivazo. —Te vi a machacar las liendres— a la que le arrea tremendo tozolón, directo a la mandíbula. —Te vi a matá.
Hasta las narices del Roque llegó el olor pegajoso de su propia sangre y hasta sus orejas el viento trajo la música. A la novia el Rintintín se la caío el mandil y no lo quiere recogé porque está su novio allí y a rintintín tin tin y a rintintín tin tan. Y el Roque volvió a ponerse con un volante entre las manos, recién salido del Penal. Llovía a mansalva y hundía el pie en el acelerador. Y a rintintín tin tin y a rintintín tin tan. ¡Ahora!, piensa el Roque, ahora, joder. Y fue al ir a recular que le rozó con la puerta del maletero y ahí el crujido. Crac. Y mientras el Roque volvía a toparse con su pasado más reciente, el Caracuesco ya había tenido tiempo de llegar hasta la casa del cura de Vejer y sacarle de la cama. Se trataba de don Anselmo, clérigo de copiosas cejas y oliente calva pues tenía por costumbre rociarla con flit para así espantar a las moscas.
•
El cemento se había hecho sólido y ahora oprimía como un cepo. Y con un revoloteo en las tripas, igual que si se hubiese tragado una nube de mariposas vivas, el Roque veía cómo, poquito a poco, las luces de la costa se alejaban hasta hacerse cada vez más chicas, igual que si fueran de mentirijillas, semejantes a las que adornan los belenes en tiempos de la navidad. También sentía que las olas eran cada vez más gruesas y subidas de espuma, saltando a la cubierta y rociándole la cara. Próximo a él, el Jijona eructaba en sordo y un poco más allá el madaleno del bigotón se rascaba los genitales. El Caracuesco se había vuelto a descalzar, sentado sobre el manojo de cuerdas empezaba a limarse las asperezas con el cuchillo. Más retirado, viniendo de proa, andaba el cura, que se santiguaba imitando con sus manos el gesto de los simios. Uno de los secretas, el del palillo, la piel transparente y el cabello endemoniado, se agarraba a la baranda de proa, doblándose en cada sacudida para vomitar al vacío. Por cada temblor del barco, los pantalones se le subían un poquito más, poniendo en evidencia unos calcetines sucios y flojos, extenuados a la altura del tobillo. El Tambucho le miraba de lado, acariciándose la barba con cierta satisfacción pues, en el fondo, el Tambucho sentía cierto recelo hacia aquel tipejo, un policía de la secreta que acababa de llegar de nuevo, así y como quien dice, un peaso estiércol. Y es que el Tambucho, además de hombre entendido en surcar mares, era el hombre más veterano en la banda del coronel. ¡Y tanto que llevaba más de media vida a sus órdenes y no estaba dispuesto a dejarse quitar el puesto! Menudo era él con la cosa de la gramática. No pasaba una. Y Peaso Estiércol se estrenaba en la plaza por gentileza del difunto coronel Peralta. Todo tiene su apaño —to tie su apaño. Aquí, o se está conmigo o se está en contra mía, les dijo el coronel a los madalenos el mismo día que irrumpieron en lo de la Sole con una orden de arresto. El mandato venía dictado por ese juez de la Audiencia Nacional con la voz de pito y las formas de cabaretera. To tie su apaño, sentenció el coronel a la que salía del retrete con los pantalones desabotonados y dejando sitio entre su panza y la puerta para que pudiese pasar una gitana desdentada. To tie su apaño. Y enseguida los metió en costura. Tanto a ellos, a los madalenos, como al juez que, desde aquel momento, pasó a formar parte de su círculo de amistades. Véngase —paquí— que aquí tiene su casa —caquí tie zu caza—, le dijo por teléfono, ante la mirada atónita de los madalenos que no daban crédito ante tanta elocuencia. Cuentan que, a los cinco minutos, el juez y el coronel se trataban de tú con la misma confianza que da el haberse hecho más de una paja juntos. En el fondo, esto último le producía al Tambucho cierta picazón en el trasero, un culo escuálido y de esfínter pegajoso, culpa de unas guedejas que, de tan crecidas, se enredaban con rebeldía, taponando la salida de los excrementos.
—Hazta la primera papilla, vachar tu compi— le dijo al del bigotón, a la que se rascaba las barbas de forma compulsiva. —Por tos mis muertos que hazta los caloztro.
Y cuando el Tambucho lo creyó oportuno mandó soltar el anda. Y entonces llamó al cura, que en esos momentos andaba en el camarote desorientado ante la cabeza disecada del jabalí. Llevaba el rosario enredado entre las manos y musitaba una oración. Ahora los gestos de simio se habían suavizado y eran más racionales. Estaba tan ensimismado que pegó un respingo cuando sintió la voz del Tambucho llamarle.
—Pare, haga er favó, y déle el úrtimo zacramento como manda la Zanta Mare Iglezia. Y acabemo ya de una puta ve por toas con tanta guaza.
El cura se acercó hasta él. En los ojos del Roque se reflejó la cólera del momento:
—¡CAGONDIÓS Y EN LA VIRGEN PUTA!
El cura arqueó las cejas, dos crespones negros que subrayaban el asombro ante la blasfemia.
—Hijo mío, la ira es asunto común a los débiles de espíritu. Hemos de afrontar el Destino que el Señor nos ha marcado en el espinoso camino de la vida.
Enredado en su mano diestra seguía el rosario plateado. Las polillas le acosaban la calva, y entonces se acordó que, con las prisas, no se había echado el insecticida. Y empezó a darse de manotazos, como si anduviese poseso por el mismo diablo. El Tambucho, sensibilizado ante la debilidad de la iglesia, mandó al del bigotón apagar la linterna.
—Cagondiós, pare, mirusté que lo azumo, pero antes de to quiero ze me consea un úrtimo dezeo— el Roque, la voz bronca, el sabor de la derrota en sus palabras.
—Está bien, hijo, se te concederá.
El Tambucho pegó un respingo. Quería acabar con el tema de una puta vez por todas e irse a piltrar. Al otro día había que currelar. Hacer lo del reparto de poderes y, en fin, amarrar bien la posición. Ahora el puto amo del Estrecho iba a ser él, sin discusión alguna.
—Dios dispone, la víctima propone— el cura, con los ojos puestos en el Tambucho, subrayándole la ley divina.
Entonces el Roque miró al cura y con la voz rota de adentro gritó que quería una mujer. —No, ezo zí que no!— saltó el Tambucho todo ofendido. —Habrazevizto.
Lo normal era un cigarrillo, incluso había algunos que pedían un canuto y por pedir no quede, que los había que pedían un tirito de coca, pero eso era ya pasarse de la raya. Como ejemplo, baste decir que el Lunarejo pidió un trago de vino y por lo mismo que el Tambucho se bajó la cremallera. Aquí ties vino blanco por arrobas. Y mientras el Tambucho aliviaba su vejiga en boca del Lunarejo, al otro lado del teléfono el señor cura daba la absolución in nomine Patris et Filii et Spiritus Sancti.
—La víctima propone. Y Dios dispone que así se conceda el último deseo del que va a morir. Es de respeto para todo creyente aceptar las leyes del Señor.
—Pare, me maten a mí que ezo zí que tie guaza. Y así anduvieron el Tambucho y el cura, enredados en un debate que duró más de un cuarto de hora y durante el cual el Tambucho se fumó media cajetilla. En la oscuridad de la noche, a falta de las estrellitas que el levante había borrado, refulgía la chicharra siempre encendida del Tambucho. Frente a él, enrojecido por la brasa y el buen yantar, el cura desataba toda su furia apostólica. Credo Deum esse. De vez en cuando la polémica se veía interrumpida por la voz grave del Roque, pidiendo una mujer.
—No zable má— dijo por fin el Tambucho, hervido en su mala leche, —no zable má.
Y mandó bajar el chinchorro del pescante y tirarlo al agua. Luego nombró a su hijo Caudillo de a bordo, poniendo bajo su mando a Bigotón y a Pelo de Estiércol, que se embarcaron sin rechistar. El Jijona inflaba pecho bajo la camiseta er Barza, orgullosote de sentir la confianza otorgada por su viejo en tan importante misión. La tarea a desempeñar por el improvisado comando era cosa fácil. Consistía en llegar donde la Sole y traerla a alta mar. Y con éstas zarparon. Una vez llegados a tierra firme las cosas se complicarían. Pero no adelantemos acontecimientos, pues llegados al muelle y sin tiempo que perder, amarraron bien el chinchorro y se metieron en el coche. Ninoninon.ononi. Con la sirena a todo trapo, llegaron a la calle el Peñón en menos de lo que tarda el Roque en cagarse en Dios.
—Subo yo mismo— dijo el del bigotón, a la que sacaba de su bolsillo un manojo de llaves.
—No tardes— le pidió su compañero.
Recordemos que habían aparecido en el pueblo con una orden de arresto para el coronel Peralta. A saco, se habían dicho, y contaron hasta tres y con las pistolas por delante entraron en la taberna. La Sole, que en un principio pensó que se trataba de un atraco, la Sole echó, mano al cuchillo jamonero.
—¿Dónde vas, bonita?, ¿dónde vas?— se insinuó el del bigotón salpicándole babas. —¿Dónde vas? —a la que la desarmaba retorciéndole la muñeca. —¿Dónde vas?— a la que manoseaba su pecho con la orden de registro entre los dedos. —¿Dónde vas?
Cuando Bigotón hubo sobeteado a gusto, atacó el bolso, vaciándolo sobre el mostrador. Un pintalabios, una estampita de san Judas Tadeo, el mechero, los tampones, un perfumador mediado, el lápiz de ojos, un espejito de mano, la cartera, otra estampita de san Judas Tadeo, un bolígrafo, pañuelos de papel y, sorpresa, soooorpresa, el manojo de llaves.
—Hola, bonita.
La Sole se quedó boquiabierta. Había oído los pasos subir la escalera. En un principio pensó que se trataba de su Roque y salió disparada del baño. Le iba a cantar las cuarenta. Se plantaría delante de él y le diría que se fuese por donde había llegado, directo a donde la Juana. Ella no era segundo plato, mira tú. Y mira tú que fue hacia la puerta, cuando, pumba, ésta se abrió de golpe. Hola, bonita. Aterrada, la Sole intentó huir, pero el del bigotón estrujó su cintura de junco.
—Tranquila, bonita, que tú y yo tenemos que hablar.
—Déjeme en paz— en su garganta tembló una mariposa de luz.
El gato, que hasta ese momento se había mostrado tranquilo, pegó un respingo y encrespó la cola. El del bigotón le apartó de un manotazo, para acto seguido agarrar una silla y sentarse a horcajadas.
—No tengo mucho tiempo, bonita— se quitó los lentes y dejó ver los ojos, envueltos en la corteza de sus párpados. Eran lo más parecido dos puñalaítas en un tomate. —No tengo mucho tiempo, bonita, así que no me hagas repetirte lo que te voy a proponer.
Y le refirió el asunto, pero la Sole, presa de los celos y muy puesta en razones, le dijo que no, que no, que ella no iba con él. Que no quería saber nada con el Roque.
—Anda y vayan ustedes donde la Juana— contestó despechada.
Las noticias corrían como el cáncer. Y a esas horas todo el pueblo se hacía lenguas con el asunto. Qué coño hacía su Roque donde la viuda si le daban alergia los preservativos. ¿Comprar tabaco?
—Mentira, pues al final se había llevado un cartón de güinston a cuenta del coronel— la Sole, con arrebato.
—Cosas de mujeres las arregláis entre mujeres. Mi menda de los nidos de coños emigró hace tiempo. Ahora venga, bonita, andando.
El del bigotón se levantó de la silla y se rascó el cosquilleo genital. Lo hizo por el bolsillo de los pantalones y con mucha soltura. Y aunque se había puesto de nuevo las gafas de sol, tras los cristales se adivinaba el destello venéreo de sus ojos. Y así anduvo Bigotón, con la boca apretada y moviendo la lengua por dentro, a la que se rascaba los cataplines. Y fue que la Sole reunió toda la confianza que el momento pedía y le metió una patada ahí mismito que le partió en dos. Y los lentes de sol cayeron, crash, al suelo. Y la Sole salió apurada de la casa. Y el gato tras ella.
Cuando el del bigotón, inflamado por el daño, pudo recomponerse, bajó las escaleras a toda prisa, y cuando llegó a la calle, rompió en gritos contra su compañero.
—¡¡INÚTIL, SE TE HA ESCAPADO!!— el madaleno de la cara de palillo y los cuatro pelos iguales a cuatro anchoas rubias no supo qué decir. —¡INÚTIL, SE TE HA ESCAPADO! ¡JODER! ¿NO LA VISTE BAJAR, O QUÉ?
Pelo de palillo dijo lo primero que se le ocurrió. Y no se le ocurrió decir otra cosa que decir que había visto a la Sole bajar a toda prisa. Y que por esa razón pensó que su compañero corría peligro. Y se puso a enumerar las disposiciones generales del reglamento policial en casos de riesgo.
—¡INÚTIL!
La Sole había echado a correr por calle el Peñón abajo; la melena al viento y la rabia entre sus puños prietos, como si en ellos llevara el pellejo cojonero del coronel Peralta. Mala puñalá te den, hijoeputa. Cuando no pudo más, y ya en la playa, se echó sobre una duna. Arrancada de adentro, la Sole sepultó su rostro en la arena y se puso hecha una botija. Por sus mejillas de fango rodaron, rodaron y rodaron todas las lágrimas que nunca lloró. Eran lágrimas gruesas de dolor doliente; de ese dolor que parte y ahoga. Qué coraje, Roque, qué coraje, se repetía entre una lágrima y la siguiente. Y se acordaba de la voz rasposa en el oído, del aroma a macho que todo él desprendía, de las noches a su lado y del día que le conoció, cuando hizo aparición en el bar; los andares chulescos y aquella pose de galán que se gastaba, igualito a un actor antiguo, capitán de barco recién llegado a puerto. Cielosanta, que la Sole andaba tras la barra, sirviendo unos cafés, cuando hizo aparición.
—¿Ties lumbre?
Acostumbrada a las proposiciones que los hombres deslizaban en su oído, no la sorprendió que el Roque, con el cigarrillo en la boca, le preguntase aquello de: a qué hora sales, shoshito. Ella no se molestó en contestar. Guardó el mechero en el mandilón y le miró con desprecio, como diciéndole: mira tú. Y se puso a aliñar unas papas. Él, con la sonrisa afilada y sin dejar de mirarla, pidió un solisombra. Sabe Dios que estaba dispuesto a tomarse la copa e irse, cuando la puerta del bar se abrió y el Roque notó la corriente de aire en sus riñones. Y volteó. Y vio a un fulano que se acercaba a la barra, directo al rincón donde la Sole disponía las papas. Traía la cara de pocos amigos y las mejillas picadas, con la misma consistencia de un bizcocho medio crudo. Huele a morapio, pensó el Roque, a moro cagón y venido a más, siguió pensando. Además de la cara de pocos amigos traía las manos en los bolsillos. Hizo una seña a la Sole con la barbilla, y ella apartó las papas hacia un lado, dejando listo el aliño para que uno de los gatos mojase los bigotes. El otro gato se entretenía bajo las piernas de unos marineros sentados al fondo y que le daban a la pisparra entre blasfemias, eructos y demás soniquete timpánico. Jugaban al cinquillo de manera acalorada, golpeando los naipes sobre la mesa, como si se les fuese la vida en cada descarte. Atentos al juego, ni nadie ni naide pareció interesado en el recién llegado. Bueno, sí, sólo el Roque, que le columbró de abajo arriba. El fulano llevaba un turbante de seda enroscado a la cabeza, olía a pachulí, calzaba botas de chúpame la punta y remataba el atuendo con un cinturón de tachuelas. Las manos seguían en los bolsillos.
—¿Dónde andar tu jefe?
—No está…No llega hasta mañana— respondió la Sole, y le dio la espalda y siguió con las papas aliñás, espantando al gato, que saltó al suelo con los bigotes mojados y se puso a olisquear las servilletas de papel y las botas del recién llegado.
—Yo venir a cobrar deuda.
—Aquí… Aquí no me ha dejao na— y ni le miró, mientras se perdía hacia la cocina con mucho movimiento de caderas.
—Yo entonces cobrar con otras maneras.
Y dicho esto, sin sacarse las manos de los bolsillos, el del turbante dobló su elástico cuerpo por debajo del mostrador y pasó al otro lado. El Roque pensó que se conocían, así que se dijo que lo mejor era no meterse por el medio. Pero eso sí, la corriente le seguía en los riñones y aquel fulano no había cerrado la puerta. Inclinándose sobre la barra el Roque le pegó un toque en la espalda.
—Sooo, eh, ahónde va, creo que equivocó el camino.
El del turbante volteó amenazador. Pero el Roque no se amedrentó:
—Me da igual lo que tenga usté con el shoshete, moromierda, pero antes de seguí sierre la puerta que se la quedan abierta. Padesco los riñones. Mu zenzible a la corriente, sabusté.
Sin mediar palabra, el bizcocho a medio hacer, soltó una de las manos hacia el Roque. Pero el Roque esquivó el golpe y, de un salto, se puso de pie sobre la barra y le metió un puntapié en la boca. Aagggh. La bronca no había hecho más que comenzar. Hagan apuestas y no se equivoquen, pues aunque el moro tenga el instinto asesino tan desarrollado como la polla, el Roque la tiene más larga. Tanto como el ancho de este libro cuando está abierto. Y no hablemos del instinto asesino.
—¿Quie usté que lo explique otra ve?
Sin darle tiempo a recuperarse, se tiró sobre él, le cogió del cuello y le pegó una morrada contra el mostrador. Y sin soltar le dijo muy bajito:
—Ella está aquí pa trabajar. Y yo pa invitarle a usté a tomá argo. Pero antes va a cerrá la puerta, por tos mis muertos.
Los marineros, igual a tiburones que se revuelven con el olor a sangre, apartaron las cartas y sacaron sus navajas. Había ganas de gresca y el Roque se llevó un par de tozolones. La Sole no se quedó atrás, anduvo viva y, cuando el del turbante fue a coger una botella, la Sole agarró el sacacorchos y le clavó la mano al mostrador. Aagggh. Hubo un marinero que saltó tras la barra y se plantó ante el Roque, navaja en mano, y le dijo aquello de cuidao donde pisas. Y la Sole aprovechó y le midió las costillas a sartenazos. Ea. Tómate ésa. Y así anduvo la cosa hasta que llegaron los de la munisipá a desalojar. Cuando preguntaron que qué coño había pasao, ni nadie ni naide de los allí presentes abrió la boca. Después de aquello el bar cerró para siempre. Se traspasa, pone aún en la puerta.
La Sole encontraría trabajo muy pronto. Fue por recomendación del Roque, que la llevó hasta el Apolo XI, un bar de carretera donde había quedado con el coronel. Hay que decir que ni la Sole se sorprendió ni el Roque tampoco cuando, nada más entrar, encontraron a un hombre bebiendo con el coronel. Llevaba un brazo en cabestrillo y era el mismo de la disputa, sólo que ahora había cambiado el turbante por una venda y juraba fidelidad absoluta a su nuevo jefe. Y es que el coronel Peralta era irresistible cuando ofrecía trabajo. Y si Cara Bizcocho había aceptado la oferta, la Sole no iba a ser menos.
—Vas a llevar —a llevá— una taberna— le dijo, pinchándola con los ojos.
Ella sintió un calambre en las tripas que le subió hasta la garganta. No pudo articular palabra alguna durante el tiempo que duró el acuerdo. Ahora la Sole, enterrada la cara llorosa en la arena, intentaba cerrar la brecha que el tiempo abría. Pero eso era imposible, para eso no existía remedio, como tampoco hay remedio cuando le meten a una un balazo en el corazón y se lo rompen para siempre.