El viento, que tiene esos prontos, había mudado a levante y ahora entonaba una canción de venganza. Por lo demás todo silencio, como si Conil de la Frontera fuera una ciudad sepultada bajo el manto de la noche. Tlak tlak tlak tlak, se oyen los pasos del Roque. Tlak tlak, tlak tlak, a la que la sangre del coronel se huele ya por las aceras. Tlak tlak tlak tlak, camina el Roque por calles que la noche agranda. Tlak tlak tlak tlak, se acerca hasta el resplandor de la última ventana, allí donde la Sole espera. Puede distinguir la silueta. Benditoseadiós, terronsito asúcar, que cada vez me quea menos pa tumbarte. Benditosea. Tlak tlak tlak tlak. El portalón abierto y el gato al fresco de las baldosas que levanta los ojos y que sale disparado hacia el patio. Y el Roque, que se echa mano al revólver y cuando oye un maullido se contiene. Chico disgusto le daría a la Sole si me cargo al gato, se dice. Chico disgusto. Y como si una cosa tuviera que ver con la otra, en ese preciso instante le viene hasta la cabeza lo de la manteca colorá. Uummmh. Y vuelve sobre sus pasos con la enferma intención de conseguirla a esas horas. Para ello, el Roque se dirige al único sitio en el cual puede encontrarla. Tlak tlak tlak tlak. Con la caminata apurada llega hasta donde la Juana, viuda macheá que cohabitaba con todo hombre que se le pusiera. La Juana vivía arriba de su negocio, una tienda de comestibles en la que no faltaban ni los condones, ni el hielo picado ni el tabaco de contrabando. Tampoco las salchichas encarnadas que tan buena fama tenían en el pueblo. El Roque apretó el timbre con el dedo gordo, igual que si aplastara una polilla. Riiiiiing. Riiiiiing. Riiiiiing.
La Juana bajó a abrir envuelta en una bata guateada, mostrando sin recato un pezón negro y duro por la parte del escote. Llevaba los ojos cargados de rímel y las mejillas rotas de arrugas, culpa del trajín de la boca, actividad que luego detallaremos. Completaban el atuendo unas sandalias de medio tacón rematadas con su borla de peluche. Cuánto tiempo, Roque. A estas horas, pensé que era una pareja buscando preservativos, qué te trae por aquí, alante, niño, alante. El destello le brilló por un momento en sus ojos pintarrajeados. Pasa, anda, pasa. Pero antes de pasar hay que advertir que la Juana fue esposa del difunto don Florencio, que en gloria esté, y tendero de los de antes, o sea, de los de guardapolvos, lápiz a la oreja y gafas de culo de botella. Un buen día apareció ahorcado en el guáter de la casa. Se conoce que, cansado ya como andaba de tanto y tanto chisme acerca de su esposa, el tendero decidió quitarse la vida. Y es que la Juana era más zorra que las gallinas, si es que las gallinas alguna vez pudieron ser zorras. Y, por dar razón al rústico refrán, no le faltan hombres para hacer un caldo. Andaba en boca de todo el mundo que exprimía sin dar descanso a la lengua. Y que no paraba hasta atragantarse y sentir el calor al fondo del estómago. Por decir no quede que fue la primera mujer que cató el Roque cuando éste aún era un micurria de flequillo rebelde y mejillas heridas. Ocurrió no muy lejos, en la playa, junto al río y sobre una barca salpicada de caracolillo. Ella, aficionada al adulterio, le bajó la bragueta y emitió un suspiro. Qué alegría, niño, qué alegría. Y luego calló, pues con la boca llena no se habla. Y callada anduvo la Juana hasta sentir el tesoro pringoso de la juventud correr caliente por su garganta.
—Alante, alante, niño.
Y a la que el Roque pasaba a la tienda doña Juana se insinuó, frotándose en el bulto del revólver que levantaba el capote. Aayyyy, Roque, cómo andamos a estas horas. Sin embargo el Roque dijo que no, que él sólo venía a por manteca colorá, que hoy no podía ser, que tenía bulla.
—Ande y vístase, no le vayan a enfriá los adentros.
A la viuda pareció no hacerle gracia esto último y se retiró despechada. Sus taconeos indecentes se perdieron por un pasillo que daba a la trastienda. Arrastraba a su paso toda la pornografía de las gallinas viejas cuando andan sobradas de caldo. El Roque imaginó que iba a por la manteca y se quedó dentro de la tienda, impaciente, pues su miembro viril había alcanzado ya las proporciones de una de esas salchichas encarnadas que la Juana exhibía sin pudor en la vitrina, junto al bacalao y al lado de los arenques de ojos secos. Mientras esperaba, el Roque detalló la tienda. La última vez que le metió un reblanquío todavía vivía don Florencio. El Roque lo recordaba. Ahora su viejo estaba criando malvas y las paredes andaban descascarilladas. Opaíto, que el Roque andaba con los recuerdos en las alturas, contemplando el techo, sin perder los avances de la araña que, colgada del rincón, acababa de atrapar a una mariposa en su tela.
—DE LA COLORÁ NO ME QUEA, MI NIÑO— voceó la Juana desde la trastienda.
Entonces póngame unos cien gramos de manteca blanca, iba a decir el Roque, pues para el caso era lo mismo, que el pimentón ya lo ponía él. Iba a decirlo cuando, de repente, la tranquilidad de la noche se rompe como si fuera una lámpara atravesada por polillas. Y el Roque siente abrirse la puerta tras él y el terror ceñir su pescuezo; el hierro ajustado a la nuca que le paraliza y el aliento vinoso que se pega a la oreja. Cagondiós. El Roque oyó a la Juana carcajearse desde dentro; la risa rota de gallina vieja. Será zorra la muy puta, se dijo el Roque para sus adentros.
—No te menees, hijo perra. ¡NO TE MENEES QUE ERES HOMBRE MUERTO!
El que así hablaba no era otro que el madaleno del bigotón. El Roque alzó las manos y miró por el rabillo del ojo. Luego fueron llegando los demás hombres; pudo oír el cascabeleo de sus risas, el jolgorio acercándose hasta la tienda. Cagondiós, que sin tiempo que perder el Roque giró sobre sus pies, la cabeza gacha; los codos por delante, directo a desarmar a Bigotón. Ziaaiiing. Un disparo atravesó la vitrina por el lado de los quesos. Luego la pistola cayó al suelo, para después cambiar de dueño. Ahora era el Roque el que encañonaba a Bigotón.
—¡Aaamonó, saliendo y endelante mía!
Y como Bigotón no se encontraba cómodo oficiando de escudo humano, hizo lo que creyó más oportuno: con la voz en grito dio órdenes para que dejaran de disparar desde la calle. Pero no le hicieron ni puto caso, sino todo lo contrario, respondiendo a sus palabras con balas. Ziaaiiing. Ziaaiiing.
—¡ CAGONLAHOSTIA… NO DISPARÉIS! ¡QUE ME VAIS A DAR!
Menosmala que fallaron en cada uno de los disparos. Menosmala, cuenta Bigotón cada vez que recuerda la chicha. Una refriega que duró más de media hora y en la que el Roque anduvo todo el tiempo protegido por la corpulencia de Bigotón. Llegado el momento, le echó a un lado y salió a la calle; el revólver del coronel en tenazón y la pistola recién adquirida en la otra mano.
—¡AQUÍ ME TENÉIS, HIJOEPUTAS!
Apostado en La Puerta de la Villa, oculto entre la sombra rota del esquinazo, Cara Pergamino, el otro madaleno, intentaba hacer puntería sobre el Roque, que seguía provocándoles:
—¡VAMO A VE EZE TINO, HIJOEPUTAS!—aunque sentía las balas rozar sus orejas, el Roque no se arrugaba: —¡CAGONTOSTUSMUERTOS, HIJOEPUTA!
Fieles a la memoria del coronel fueron situándose los demás hombres. Colocados en posición estratégica estaban los barbateros. Al frente del grupo, el Roque pudo ver al Tambucho, su barba de escoba y ese destello de mala leche en los ojos turbios; el fulgor del que ha mamado calostros negros. El citado era una rata portuaria, un matachín a sueldo que trabajaba el crimen hasta la extenuación. —¡CERRARLEL PASO!— gritaba el Tambucho a sus hombres,
—¡CERRARLEL PASO, HOSTIAS!
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Los hombres del Tambucho no eran otros que el Moquillo, el Pandorga y el Lagarto. Empecemos por este último, conocido como el Lagarto debido a las horas que aguantaba con el sol de plano, así como por el color de la piel, de un pardo oliváceo y más propio de reptil que de ser humano. El Lagarto era pescador atunero, de la almadraba de Barbate para ser exactos. Tenía sobresueldo como ayuda de cámara del coronel en su barco de recreo. Era el encargado de preparar los cebos y arrastrar las piezas que el difunto pescaba. Se excitaba con el olor a sangre y fue uno de los encargados de dar pasaporte al Lunarejo. Le agarró por los pelos y le metió la cabeza contra una de las setas de hierro que hay en el muelle. No contento, el Lagarto ofreció la presa al cabecilla de la banda. Y el Tambucho se sacó la minga y orinó en la boca del Lunarejo. Fue una meada gruesa que encharcó sus pulmones. Luego, una vez en alta mar y por encargo del Tambucho, el Lagarto cogió un machete y le abrió el vientre. Y con las tripas desatadas de sangre al Lunarejo le metieron en un saco y lo reventaron a palos antes de arrojarle al agua. Comida para los peces. El Lagarto estaba convencido de que el Lunarejo no iba a tardar en aparecer, pues la mar devuelve todo lo que no es suyo. Pero el Lagarto se equivocó en los cálculos. El cuerpo del Lunarejo tardaría en asomar unos cuantos días más de la cuenta, con el coronel Peralta ya nervioso, elaborando un plan sobre la marcha que pringase al Roque y que amortizara la inversión, utilizándole como señuelo. Por último, cabe decir del Lagarto que era de esos que no aguantaban ni un pelo y que, de un grito, paralizaba a los peces más grandes, para después atravesarlos de parte a parte.
Otro elemento bueno era el Moquillo. El apodo le venía porque cuando saludaba lo hacía con un apretón de mano. Esto último no tendría nada en especial si no fuera porque en la palma siempre llevaba un moco crudo. El citado individuo era, además de guaneras, un tipo sin ningún escrúpulo a la hora de llevarse por delante a quien fuese. Capaz de meterle fuego a un orfanato sólo por darse lumbre, el Moquillo trabajaba como soplón de la policía desde que cumplió edad penal y era de un servilismo viscoso en su trato con la Guardia Siví. El Roque le tenía ganas, pues aunque no hubiese tenido nada que ver en la emboscada del Sarchal, el Roque daba por seguro que sí. Sus tejemanejes con la policía, el suspirar de insecto y los ojos agrios y de pupilas verdes, como dos guisantes, le hacían recelar de él.
Y ya por último nos queda el Pandorga, molleja corpulenta de Barbate, conocida en el ambiente más picante de la zona por sus espectáculos nocturnos, espolvoreados con la sal y la pimienta de los amores impúdicos, los mismos que combinan excremento y semen con la mariconería más escatológica, en fin, una suerte de cabaret donde el Pandorga ponía en práctica su comicidad grasienta. El citado se travestía con su combinación bajera, el abanico de plumas y la peluca color ceniza. Y con las mismas proporciones de una foca adulta, aparecía en escena para hacerse una imitación faratona de la Sarita Montiel, con su clavel recién cortado entre los dientes y mucho movimiento de trasero. Pero que mucho. Fu-man-does-pe-ro-al-hona-bre-que-más-quie-ro. Además de lo dicho, hay que añadir otra peculiaridad en sus maneras desinhibidas, y ésta no es otra que la del candao gaditano, ejercicio en el que el Pandorga destacaba para sobresaliente. Lo del candao gaditano, más que habilidad, es un rasgo distintivo de los transformistas de la costa. Aún así, el. Pandorga se destacaba por encima de todos en tan lascivo ejercicio consistente en juntar los muslos y mantenerlos prietos, a la que se disimula el pene entre ellos. Por decir no quede que los detractores del Pandorga justificaban la habilidad del mismo diciendo que lo del candao gaditano era asunto fácil para él, pues su pene era de un tamaño semejante al de la cunina de un niño. Y quieras que no, este detalle siempre ayudaba. Y si a eso le sumas los muslos, deformados por culpa de la grasa, para qué seguir hablando. Para qué, contestaba el Pandorga desde la altura de sus plataformas. Para qué, si como resultado tenemos a una primera figura en el arte del transformismo gaditano. Algún día cuando alguien escriba un estudio serio, pero erotizado, en el que la bisutería relumbre tanto como la charcutería fina y en el que se cuente la historia del transformismo ibérico, el Pandorga ocupará un capítulo aparte. Pero eso será el día en que se escriba. De momento hay que apuntar que el Roque y el Pandorga coincidieron en el trullo. Y que juntos pasaron más de un ratito. El Roque jargolao perdido por el encierro no sucumbió a la grasa electrizada de sus nalgas y le desfondó el cerote hasta la empachaera. El Pandorga anduvo varios días con los ojos volteados y los calambres de una florida diarrea pinchándole el vientre. Eso fue la primera vez. La segunda fue en el rincón de las duchas donde el Pandorga, siempre de buen lamiar, sorbió al Roque hasta dejarlo como un trapo. Después del trabajito, el mamón se le acercó a la oreja y preguntó, muy bajito, pero que muy bajito:
—¿Qué humilla más, miarma, que te rompan to er bulla o sacarla llena mierda?
El Roque no contestó, se limitó a cerrar los ojos y dejarse pasar la mano jabonosa del Pandorga por la espalda. La pregunta quedó flotando en el aire durante un rato y luego pinchó, igual a una de esas pompas de jabón carcelario que por un tiempito quedan en el espacio a merced del aguijón del Destino. ¿Qué humilla más? La pregunta le vino otra vez hasta la cabeza, cuando a lo lejos adivinó las hechuras de morsa. ¿Qué humilla más? Para el Pandorga, el coronel era lo más sagrao del mundo, tanto como el Nazareno de Barbate y al que el Pandorga también rendía tributos. Desde que el coronel intervino para que le sacasen de la cárcel, el Pandorga entonces repartió su corazón. Una mitad para el Ardero, la otra para el coronel Peralta. Llegaba a tal su devoción por el coronel que, a veces, le acompañaba hasta el Garum y le convidaba. Má ze perdió en Cuba. Y por honrar memoria, el Pandorga se puso en Conil con unos tacones que herían la noche, pegando la espantá de un tablao con farolillos del Tío Pepe y estrellas de purpurina y que abandonó al enterarse de la gravedad de la noticia, dejando el espectáculo a medias y justo en el momento en que un chulazo danés, animado por el licor y los amigos, se había subido a campanear el miembro viril alrededor de sus morros. Se trataba de un pene picudo y lo más parecido a una sardina correosa y de esas que echan a las focas. Siguiendo con esto, el Pandorga había sacrificado la cena. ¡Can matao al coronel! ¡Can matao al coronel en el Garum! Alguien gritó. Así que se suspendió la sesión y el Pandorga, con el colorete a la deriva y forzando tacones, se puso en el pueblo.
—Ozú, qué zofocón, miarma.
Y fue decir esto y sacar del bolso acharolado una pistola. Y apretar el ojo primero y el disparador después. Ozú, miarma. Ziaaiiing. Ziaaiiing. Recordemos que el Roque estaba a cubierto, detrás de uno de los coches. Ziaaiiing. Ziaaiiing ¿Qué humilla más? Y la respuesta quedó flotando en el aire, pero no por mucho tiempo, pues el Roque acertó de lleno en ella. Un balazo que ensartó el paladar del Pandorga y cuyo orificio de salida quedó abierto en el cráneo. ¿Qué humilla más? El segundo en caer fue el Lagarto, que ya dijimos quién era. Y murió de un disparo certero en la cabeza. Bang. Un boquete por el que se podía meter el dedo. A partir de aquí la cosa se complicaría para el Roque, pues cuando tuvo a tiro al Moquillo, parapetado tras los cubos de basura, cuando tuvo a tiro al Moquillo, apretó el disparador del revólver primero y el de la pistola después. Y allí ya no quedaban más balas. Cagondiós, que no tenía otra que tirar de navaja para salvar el pellejo. Cagondiós, que el Roque echó a correr en zigzag, salvando los disparos que rozaban su cuerpo, cagondiós, que el Roque echó a correr a través de un reguero de gritos, mondas de naranja y hojas de lechuga. ¡Amonó! ¡Amonó! La gente se echaba a los balcones y salía a la calle de forma atropellada, lo mismo que el pus cuando revienta una costra infecta. Había ganas de saborear el espectáculo de la sangre. Ni nadie ni naide iba a perdérselo. ¡Amonó! ¡Amonó! Hagan sitio, que todos tenemos derecho. Hagan sitio, pues de un momento a dos la plaza se convertirá en una sucursal del infierno.
—¡ANDA Y SUS COMÁIS MI CAGAO, HIJOEPUTAS!
Los fogonazos iluminan la noche y las balas le buscan los cojones. Ziaaiiing. Ziaaiiing. Las esquirlas de cristal azotan su cara y un granizado de vidrio cruje bajo sus pies. Tuvo que ser el Moquillo el que le cerrase paso. Cortándole no sólo el camino sino también el aliento, plantándose frente a él, pero a una prudente distancia, todo sea dicho, pues de todos era sabido que el Roque era capaz de cortarle las alas a una mosca con un solo golpe de bardeo. Y el Moquillo con mucha casta, todo él echao pa’lante y un cigarrillo colgándole del labio, el Moquillo agarró la pistola con las dos manos y le encañonó.
—¿ÁNDE VAS, ROQUE, ÁNDE VAS?
—TA PARTAS O TE CARNEO, HIJOEPUTA— le gritó el Roque; la navaja en la mano y el sabor de la sangre en la boca.
Frente al Moquillo, el Roque era un animal acosado dispuesto a morir con la dignidad de una bestia, defendiendo las últimas gotas de vida. Y fue que el Moquillo apretó el disparador, con tan buena suerte para el Roque que de aquella pistola del nueve corto no salió balazo alguno. "El revólver da mejor resultado, por lo menos no se tranca", al Moquillo le vinieron a la cabeza las palabras del merchero que le había vendido la fusca, aconsejándole que por un poco más de dineros se podía llevar el revólver. "Un Misangüeso del especial." Puta chamba la del Roque que el Moquillo era un agarrao y que no entró en razones y que, desde un primer momento, se inclinó por la pistola. De haber sido el Moquillo más espléndido, esta historia habría acabado aquí mismo, en la plazoleta de un pueblo andalú, así como suena, sin zeta y con el cuerpo del Roque nadando en un charco de sangre, todo él atravesado por las balas. Benditoseadiós que encasquilla pistolas y da ventaja a este hombre de la mar al que todo el mundo llama el Roque. Benditoseadiós que, aprovechando el milagro, el Roque se abalanza sobre el Moquillo. Y le entierra la faca en el estómago. Aagggh. Y fue al sacarla que un chorro de sangre viva le tiñó la camisa. Por decir no quede que el Moquillo murió al poco y que su pistola cayó sobre el charco que había formado su propia sangre. Y decir también que en la culata de su pistola había un moco pegado, un moco largo y elástico, como la cría de un gusano blanco.
—¡Aaamonó, aaamonó! ¡Que no zus sescape, que no zus sescape!
De los balcones llegaba el vocerío de la chusma pendiente de la sangre. Un espectáculo que ni nadie ni naide quiso perderse.
Pero el Roque, antes de huir, remata su trabajo y marca la cara del Moquillo, atravesándole la jeta con un chirlo. Para que cuando se presente a las puertas del cielo, sepa san Pedro de qué va el fulano. Pa que se le conozca, se dijo el Roque, a la que tiraba hacia la calle el Peñón a la carrera; el sabor de la sangre abrasándole la lengua. Lo que no sabía el Roque es que muy cerca esperaba el Charles, fulano malencarao al que no había visto en su puta vida y que era uno de los enlaces del coronel en La Roca. Casualidades de la vida hicieron que, en los momentos en que el coronel moría a manos del Roque, el tal. Charles se encontrase en Conil cerrando trato con unos alemanes. El Charles contaba cuarenta y cinco años de edad, pero antes de cumplir los veinte ya andaba metido en tráfico de drogas. Según ficha policial, fue condenado por un tribunal inglés a diez años de cárcel por un delito contra la salud pública. Escapó de prisión y cambió de nombre y de residencia, fijando ésta en la Línea de la Concepción. —Quieto, parrao— advirtió al Roque en un lenguaje trufado por el acento guiri. El Charles se palmeaba la mano con una vara de mimbre.
—Quieto, parrao— a la que empezaba a manejarla igual a un arma mortífera.
El Roque esquivaba los varazos con agilidad. Si en uno de aquellos giros el inglés acertaba de lleno con la mimbre, le dejaría sin ojos. Pero el Roque no se amilanó, qué va, sino todo lo contrario. Se arrancó el capote de agua y, utilizándolo a manera de engaño, se lo lanzó al Charles a la cara, dibujando un volteo con la navaja. Un molinete que el Charles sorteó por los pelos. —Tu puta marre, hijo peggga— el Charles, a la que se deshacía del capote y tiraba un varetazo que acarició al Roque a la altura de la ceja.
—Tu puta marre.
Aunque sólo fuera un roce, hubo tanta violencia en el golpe que el Roque apretó los ojos durante unos segundos.
—Cagondiós, que yo a ti te vi a carneá— y de una patada al aire desarmó al Charles, —que yo a ti te mato, hijoeputa.
Pero el Charles no duró desarmado mucho tiempo. Con un garabato de su mano desnuda se sacó de la manga una navaja mariposa. Y empezó a soltar silbantes de esos que arrugan al más pintao.
—¡Tuputamare!— le escupió el Roque. —¡Cagontuputamare!
El Charles era de movimientos circulares tan rápidos como seguros, sin embargo el Roque había notado que, en los golpes hacia delante, el Charles perdía firmeza, así que, sin perderle la mirada, aprovechó que jugaba una guardia baja y el Roque volvió a cargar la suerte. Y con otro molinete le cortó el cuello. El Charles achinó los ojos y dejó caer la navaja al suelo, a la que se llevaba las manos al pescuezo. Aagggh.
A su muerte se calculaba que el Charles había dejado un patrimonio de muchos billetes, bien repartidos entre negocios inmobiliarios, prostitución y locales nocturnos. El Campo de Gibraltar era su feudo. No es que tuviese más dinero que el señorío de Guzmán o que el coronel Peralta, pero casi, casi. Sin embargo esto último no nos interesa ni poco ni mucho ni nada. Lo que ahora nos interesa es que el Roque había salvado el pellejo y que se dirigía quemando suelas por la calle el Peñón, noche abajo. ¡Amonó! ¡Amonó!
—¡Que no zusescape!
Entró en el portal de la Sole con el bardeo por delante. Traía el fuelle de los pulmones a no poder más y, con la respiración acelerada, subió las escaleras. Clomp clomp clomp clomp clomp. Y cuando iba por el cuarto o quinto peldaño y desde el fondo de un agujero oscuro, alguien salió al paso con un cuchillo en forma de media luna. ¡Cagondiós! Cagondiós, que se trataba de uno al que llamaban el Al-Josulín, un morapio al que el Roque ya conocía de otras veces. Llegado de Tánger, primero trabajó para los chiclaneros y luego le fichó el coronel. En poco tiempo se convertiría en enlace con la mafia del Zoco Chico. Pues bien, como no podría ser de otra forma, el tal Al-Josulín era hijo de las enfermedades secretas de la otra orilla y hombre de creencias religiosas atávicas y poco higiénicas. Las mismas que le obligaban a empompar el culo una vez al día, como manda Mahoma, y las mismas que le obligaban a creer en la vida más allá de la muerte. Por lo dicho no tenía nada que perder. Y como el Roque parece ser que tampoco, esquivó el cuchillo con forma de media luna y le plantó cara. A oscuras pudo percibir el olor a pachulí, el brillo satánico de los ojos y una buena parte de su rostro. Las mejillas, de la misma consistencia que un bizcocho medio crudo, revolvían la memoria del Roque. Era como si ya hubiese visto esa jeta mucho antes. Pero a lo que vamos, que el Roque le plantó cara y se abalanzó sobre él ciñéndole los riñones con un ímpetu tal que rodó con él escaleras abajo. El tal Al-Josulín se descalabró en el último escalón, o mejor dicho en el primero según se sube. Y el Roque aprovechó que el moro estaba en el suelo para escupirle un gargajo de desprecio y después marcarle las suelas. Y acto seguido volverle a escupir. ¡Sputtt! Un esgarro veloz con tejido pulmonar incluido. Y fue al remontar los escalones cuando el Roque se dio cuenta del fregao en que podía meter a la Sole si subía hasta la casa. Así que cambió de idea y volvió a bajar, saliendo del portal cagando centellas y pisoteando al morapio otra vez, pero esta vez en las costillas. Y cagando centellas el Roque bajó hasta la Plaza. Y fue entonces, frente a la Torre, cuando tuvo la iluminación, la brillante idea de esconderse en el único sitio donde, a esas horas, no le encontrarían. Y, sin tiempo que perder, dio la vuelta al pueblo, subió las escaleras de la Atalaya y, aferrado a su navaja, el Roque se confundió con las sombras de la noche. Y saltó la tapia del cementerio. ¡Amonó! ¡Amonó!