Así, a primera vista, el coronel Peralta tenía todo el aspecto de un sapo al que hubiesen inflado más de la cuenta y por el culo. Si le mirabas de perfil, su panza era igual a la de los botijos. Y si le contemplabas del revés, sus nalgas tenían la misma consistencia que los cuartos traseros de un cochino al que, en lugar de maíz o bellota, hubiesen cebado con trapos. En fin, sapo, botijo o cerdo, el coronel Peralta era el resultado directo de su metabolismo, un motor de combustión interna al que le había entrado la flojera en el instante feliz de recibir la tan suspirada notificación de jubilado. Lo que para otros es un aviso cruel que anticipa ancianidad y margen para el coronel Peralta, como buen militar, lo de eximirse de prestar servicio laboral quedaba muy lejos de una terrible carga psicológica y muy cerca de una verbena con pensión vitalicia. Con todo, el coronel Peralta aún mantenía el espinazo firme, los andares estiraos y una implacable disciplina en sus costumbres, toda una colección de pautas que iban desde echarse la siestita después del almuerzo hasta renovar el permiso de armas cada vez que le cumplía. Sumado a esto y para que nadie —naide— se llevase a engaño, el coronel Peralta también conservaba la voz de mando, cuartelera y grave. Ar. Pero si hay que señalar una costumbre, una puta manía que el coronel Peralta atesoraba desde joven, ésa era la de cuidarse la próstata; glándula natural con tamaño de castaña y propia de varones, asentada allí mismito donde se cruzan las vías del amor con los húmedos caminos del aparato urinario. Por eso no entendía bien lo que estaba sucediendo. Pisshhhhhhh.
Es preciso dar cuenta aquí de los cuidados que el coronel se realizaba cada cierto tiempo. Para ello se desplazaba al Garum, un puticlub con fachada de cal y tejado a dos aguas, que queda a la salida de Conil y que lleva el mismo nombre de una salsa de los tiempos romanos y de cuya receta hoy poco se sabe. Para qué, si aquí, en el sur, el único Garum del que se tiene conocimiento está situado a las afueras de Conil y donde, tras la apariencia de un hotel, se oculta un establecimiento dedicado a los placeres de la carne. En la misma entrada, un reclamo luminoso anuncia sus grandezas en forma de pareado: Un sitio diferente para relajar cuerpo y mente. Y es en el momento de traspasar el tranco de la puerta cuando una docena de chicas se ofrecen en señal de bienvenida. Expertas en todo tipo de servicios, y con eso que los versados llaman don de lenguas, las chicas del Garum igual manejan el francés que el griego, el beso búlgaro o el beso negro, así como la gracia cubana. Sin embargo, lo que más se les pide es un servicio especial llevado a cabo con uno o más dedos, a gusto del cliente. Se trata de un masaje vigoroso aunque de frotación delicada, pues la zona a refregar se encuentra unida al cuello de la vejiga y a la uretra, o sea, en lo que se conoce con el nombre científico de próstata, llegando a ser ésta del tamaño de una castaña cuando joven, pero mudándose con los años en una castaña pilonga primero para, después, pasar a tomar el tamaño de un melón. Cuando esto sucede, la citada glándula se convierte en una incomodidad bailona que difícilmente logrará reducirse a su dimensión verdadera, como de ordinario suele acontecer a los varones que pasaron mucho tiempo montados en la bicicleta de la vida sedentaria. Sin embargo, si se hace un seguimiento y se llevan a cabo una serie de cuidados, la próstata seguirá lozana y bombeante, igual que si los almanaques no pasaran por ella.
Y es por eso, y no por hábito, que muchos hombres llegan al Garum, centro de salud más que burdel, y piden el citado servicio. Uno de los muchos era el coronel Peralta, que, como ya dijimos, se aplicaba los cuidados cada poco. Entraba, saludaba y, sin más dilación, subía hasta la alcoba y mandaba apagar todas las luces. Bueno, todas, todas, no, pues encendía la televisión y le bajaba el volumen. Y de esta guisa, iluminado con el reflejo azulón de la pantalla, el coronel Peralta se ponía en pompa sobre la cama. Entonces daba comienzo el ritual: primero, ya dijimos que la operación se iniciaba con los dedos, cuidadosamente y sin perder detalle en los pliegues del esfínter. Una vez conseguida la dilatación aparatosa, se van introduciendo los demás dedos y, de ahí a poco, el puño entero. Al principio a ritmo suave, para después acelerarlo. ¡Aaaaninngggg! En fin, que a la media hora o así de haber acabado el servicio, una vez duchado, con la próstata serena y el estómago vacío, el coronel Peralta ordenaba que le subieran la cena. Lo de siempre. Ar. Y lo de siempre eran ostras con tocino para abrir boca y, de segundo, unas suculentas criadillas de cerdo con miel. A veces pedía postre; hombre de rutinas, el coronel Peralta se deleitaba con una loncha de queso manchego toda ella cubierta por pepinillos en vinagre y que se llevaba a la boca con los dedos cargados. Después de ponerse garbanzón a comer, el coronel Peralta eructaba bien alto, sin ninguna contención y soltándose de un tirón hasta que las tripas se le daban la vuelta igual a un calcetín. Por estos y otros detalles, todo Dios admiraba al coronel. Pero vamos a dejarnos de ostras, de hostias y de calcetines, pues mientras el Roque desmonta a toda prisa el motor, desenroscándolo con ayuda del bardeo y mucha maña, para luego atornillarlo en un pispás y ajustárselo a la barca de refresco, mientras el Roque monta el motor y blasfema, el coronel Peralta hace su aparición en el Garum. Güeeeenas . Incapaz de reprimir el jadeo, sube los peldaños. Lleva la cabeza bien alta y la próstata alborotada. Unos escalones por delante, taconeando en corto, va la elegida.
Aquella noche le tocó a Estrellita, una guineana que, en el momento en que el coronel hizo aparición, andaba pintándose las uñas. La tal Estrellita vestía un bañador azul celeste tan mínimo, tan mínimo, que dejaba asomar los rizos duros del pelambre. Cuando le vio entrar enroscó el dedo, diciéndole ven. Aquel gesto fue definitivo para que el culo mantecoso del coronel empezase a hacer aguas. De inmediato se echó mano a la cartera. Má ze perdió en Cuba.
Diríase que apreciaba un raro placer cuando abría la cartera, como si por un instante fuera el dueño del mundo. Y fue en la búsqueda de ese placer, por sumar poderío más que por venganza, que el coronel se la jugó al Roque. Desde su posición de puto amo del Estrecho podía sentir los tirones que pegaba la presa. El Roque se había tragado el anzuelo y ahora maldecía el momento que compartió con el Lunarejo. El coronel Peralta tiraba del sedal a la que se bajaba los calzoncillos. Al Roque no le fue difícil imaginar la conversación entre el coronel y el Lunarejo. Yo me tiro a su mujer, mi coronel, pero tengo el detalle de hacerle a usted una paja con la mano. Y de esta forma tan bajuna el Lunarejo santeó al coronel los planes del Roque. Entonces el coronel se dio cuenta de la calidad de lombriz que era el Lunarejo y se echó mano a la cartera y facilitó el dinero. Y también la Zodiac. To tie su apaño. Y de esta manera el Roque se había tragado el cebo, el sedal y parte de la caña. Lo que aún no sospechaba el coronel, ni por asomo, es que el Roque ya había hecho la digestión y ahora se dirigía a darle muerte. En esos momentos andaba cerca, hundiendo sus botas en el barrizal de la noche; la chata por delante y el capote de hule empapado de derrota. Fue al ir a cruzar la carretera cuando un camión de Cruzcampo le pasó rugiendo y por poco no le atropella. ¡Cagondiós! Estuvo en tris de dispararle a las ruedas pero el Roque se contuvo y siguió su camino, pisoteando matas tomateras, sembrados de patatas, cebollas y demás verdulería de la región. Siguió su camino a la que ladridos de perros invisibles le salían al paso. Guau, guau. Sin embargo, el Roque no se detenía ni por nadie ni por naide. Atravesaba la noche envuelto en el capote de agua, lo más parecido a un demonio al que le hubieran crecido las alas.
Tenemos que observar que el Roque se puso en la costa conileña con el motor al límite. Y que desembarcó en la Fuente del Gallo. Y que desde la Fuente del Gallo hasta el Garum hay unos pocos kilómetros, distancia que el Roque se hizo campo a través, echando humo por las muelas y maldiciendo a los perros que le salían al paso. Cuando hubo llegado hasta la misma puerta del Garum, y sin un minuto para el aliento compuso la figura, disimuló la chata y restregó las suelas en el cantillo de la entrada una y otra vez hasta dejarlas limpias. Y, envuelto en el capote de agua, el Roque apareció en el local. Y fue nada más entrar cuando columbró junto a la barra a los dos madalenos que le habían parado esa misma mañana, chissst, chissst; entonces y sólo entonces completó algunas de las piezas que le faltaban al rompecabezas de su ruina. Eeei, necesitamos una manita. Fue como si una descarga eléctrica le golpeara el pecho para, a continuación, un hedor a chamusquina y a venganza envolverle la nariz y taponar su olfato. Allí estaban aquellos dos hijoeputas, trabajadores a cuenta de Peralta, mierda de la misma tripa. Le habían intentado cargar con el muerto y nunca mejor dicho, pues el Lunarejo había aparecido a última hora, cuando ya era demasiado tarde para que Peralta se volviese atrás. Conque era eso, hijoeputa, se dijo el Roque para sus adentros. Conque era eso. Piensa mal y acertarás, que le decía su viejo. Opaíto, que no se necesitaba ser lumbreras para darse cuenta de que los días iban pasando y pasando y pasando. Y en vista de que pasaban los días y que el cuerpo del Lunarejo continuaba sin emerger, el coronel Peralta se apresuró a calar una nueva trampa, la misma de la que el Roque se acababa de librar por los pelos. De haber aparecido el Lunarejo tiempo antes, no habría existido el trato en la Gigantilla y el Roque no habría salido a la mar. Y se habría comido el marrón por homicidio. Un muerto en su balance penal que le devolvería otra vez al trullo. Ahora, una vez dentro del Garum, el Roque caía en cuenta. Conque era por eso por lo que Peralta se mostraba tan nervioso en la Gigantilla, sacando los ojos del plato, intentando por todos los medios que se hiciera a la mar. Pierde cuidao, Roque, pierde cuidao. Y recordó al coronel esa misma tarde, a la que bebía sin tasa de la botella del Tío Pepe. Pierde cuidao, que las mentiras tienen las patas muy cortas y ésta más aún, sabusté, pues ésta ya venía castrada. Motivo de sobra para no esperar a San Martín y acabar de una puta vez con un cerdo de los de peso y calibre.
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Hay que tener en cuenta que ninguno de los madalenos vio entrar al Roque, qué va, ocupados como andaban en comprobar la buena salud de una negrita recién llegada dé Sierra Leona. Lo hacían de una manera tan burda que bien merece explicarse, pues, acodados en la barra, los Starsky y Hutch le habían pedido a la de Sierra Leona que, por favor, les diera la espalda o el culo. Y puercos de salivas apartaron el elástico de las bragas, manoseando las partes más a la vista, pellizcándola con los dedos y trayendo de la carne hacía atrás. Primero el de la nariz made in cuadrilátero y luego el del palillo. Hay que apuntar que ésta es una forma un tanto arcaica, pero eficaz, de comprobar la buena salud del producto a consumir, pues si al operar de este modo la hembra en cuestión junta las piernas o se retrae, o bien las dos cosas, revela que la carne se vende enferma. Y en esas andaban los madalenos, tan ocupados que no vieron al Roque entrar y dirigirse a la barra. Ni tampoco se coscaron de su presencia cuando, muy cerca de ellos, casi rozándolos con el capote, el Roque preguntó por el coronel Peralta. La encargada, que se hacía llamar Samira y que era de Cabo Verde, le dijo que estaba arriba, que acababa de subir con Estrellita a la número sinco. La de Cabo Verde se arrepentiría durante toda su vida de haber dicho esto último, aunque esto último sea un dato que ahora mismo no nos interesa. Lo que sí nos interesa ahora mismo es saber lo que en esos momentos ocurría tras la puerta de la habitación número sinco, pues la tal Estrellita, que en realidad no se llamaba Estrellita, sino Jaira, trabajaba con la uña recién pintada los pliegues del coronel, haciéndole las delicias, a juzgar por los resoplidos de asno bujarrón que se oían a través del tabique. La tal Estrellita, o Jaira, o como diablos se llamase, cumplía con mucho mimo y por el recto. Sin embargo, cuando el Roque empujó la puerta de la habitación número sinco, ya habían pasado los preliminares y el coronel Peralta andaba arrodillado, haciendo lo que suele hacerse en esta postura. Chup, chup. Con boca de sapo hambriento suavizaba los dedos de Estrellita. Ésta se había puesto un guante de los de fregar y el coronel mamaba con los ojos cerrados. Chup, chup, una y otra vez, chup, chup, y otra vez más. Sólo dejó de mamar, chup, chup, cuando el Roque apareció como de repente en el marco de la puerta. Traía la respiración forzada y la chata entre las manos.
—EEEI, MAMONASO, SIGUE SHUPANDO, SIGUE SHUPANDO, QUE CONTRIMÁS SHÚPES MENOS SHAMULLAS.
El coronel Peralta se quedó de una pieza. Ahora el blanco de los ojos le llenaba toda la cara. La tal Estrellita rompió a chillar, aaaa-aaaauxilio, socorrooooo, socorrooooo, nooooo, aaaa-aaaa, a la que se cubría con el ropón de la colcha. El Roque fue a por ella y le devolvió la calma de un guantazo. Cate, guarra. Y sin más, apuntó al coronel con la chata.
—CREÍAS MABÍAN TRINCAO, ¿VERDÁ, MAMONASO?
—Espera —pera—, Roque, espera… pera…—, no… no me mates, dé… jame —de… hame—, no me ma… tes —de… ha… me te cuente.
Cualquier guionista habría sabido encontrar algo mejor que poner en su boca. Sin embargo lo que sucedía en la habitación número sinco del Garum no era ninguna película. Era una situación tan real como esperada por todos. Se trataba del anticipo de la matanza del cerdo. Así que, después de subir el volumen del televisor el Roque se puso a la labor. Y atornilló la chata a la cabeza del gorrino.
—No… no, Roque, no, dé… ja… me que te cuente —de… ha… me te cuente—. No… No lo… hagas.
Y el coronel cerró los ojos. Y apretó los dientes hasta que rechinaron.
Entonces el Roque se fijó en el culo, hinchado como el de un batracio. Y un brillo peligroso chispeó en sus ojos cuando le introdujo por, el agujero chico los cañones de la recortada.
—BUEN VIAJE AR CORTIJO LOS CALLAOS, ¡HIJOEPUTA!— le deseó el Roque.
Hubo un fogonazo sordo, lo más parecido a un triquitraque de feria. Y de seguido un pestazo a pólvora que, de tan vivo, se podía masticar. Cagondiós, se dijo el Roque, que no entendía nada. ¡CAGONDIÓS!
—No, no, no, no me… hagas esto —magas ezto—, no me… mates, Roque— el coronel Peralta se arrastraba con el culo desencajado de puro miedo, —no, no… magas ezto.
El asunto tiene fácil explicación. Recordemos que el Roque, a falta de remo y para abrirse paso en la mar, había utilizado la recortada. Y tanto la recortada como las postas zorreras estaban humedecidas. Cagondiós, que por lo dicho el coronel no murió aún. Cagondiós, que sin tiempo que perder el Roque le metió un culatazo en la cabeza que le puso a sangrar como un marrano. Y fue que llamaron a la puerta. Y fue que el Roque se palmeó el bolsillo trasero del pantalón y se echó mano a la navaja. Cagondiós, que el Roque bajó el volumen del televisor y se acercó hasta la tal Estrellita y le avisó muy bajito:
—No cagues fuera er tiezto, negramierda, que te pinsho.
—Aló, aló, ¿quién va?— preguntó Estrellita, la de la Guinea, muy entera a pesar de la punta de la navaja ajustada al cuello.
—¿Todo bien mi coronel? Alguien tras la puerta se preocupaba por el cerdo.
El Roque, que sabía clasificar voces y sonidos tendió el oído.
—¿SE ENCUENTRA BIEN, MI CORONEL?
Por la voz tabernaria supo que se trataba de uno de los madalenos, para ser exactos el del bigotón, aquel que tenía el puente de la nariz aplanado como un pirbull y el aliento vinoso.
Al Roque se le subió la sangre a la cabeza. Y se puso en guardia.
—Mu bien, lo estamos pasando aquí de maravilla, señol— contestó Estrellita, que falseaba la realidad como la puta que sabía ser.
El Roque se acercó bisbiseante hasta la oreja de Estrellita:
—Cate, negra, que responda él mesmo— muy bajito, a la que agarra al coronel y le retuerce el pellejo de la vergüenza igual que si fuese una bayeta. —Aagggh. Aayyyy. Aayyyy— chillaba igual a un cerdo al que estirasen el rabo.
—Aagggh, aayyyy, aayyyy. Aagggh.
Aquello fue prueba suficiente para que los madalenos se borrasen del pasillo. Una vez que se hubieron ido, el Roque agarró de la barbilla a la tal Estrellita y, sin más, le metió un tozolón que le vidrió el mirar. Negramierda.
Entonces el coronel aprovechó el momento y, como si una humeante idea atravesase los chicharrones de su pringoso cerebro, con los ojos nublados de sangre, se arrastró hasta la mesilla, donde tenía el revólver. Sus movimientos eran lentos y la respiración fatigosa. Y fue al echar mano de su revólver cuando el Roque le arreó un puntapié en la boca que le dejó los labios como dos solomillos.
—¿Qués lo que quies, mollejón?— el Roque, muy bajito, arrancándole el revólver y encañonándole en crudo, al entrecejo. Los ojos viscosos de sangre pidieron clemencia. Sin embargo, antes de apretar el gatillo, el Roque se dio cuenta de que aquel cerdo no se merecía una bala. Y una pérfida sonrisa se le dibujó en la boca. Pensándolo bien, le descuartizaría de poquito a poco, sin regalarle el alivio rápido de la muerte. Y el Roque se metió el revólver al cinto y subió el volumen del televisor. En la pantalla, sorpresa, sorpresa, entrevistaban a la viuda de un tal Carlos Requena Hidalgo, funcionario de prisiones asesinado a las puertas de su propia casa. ¿Alguien, quizás, que salía del Penal?, pregunta la entrevistadora, cuestionando el sistema judicial español. No sé, contesta la viuda, no sé, quién sabe. Son tantos los que salen y entran a todas horas que una no sabe ya qué pensar. La cuestión queda en el aire y es el momento, s00000rpresa, s00000rpresa, en que la presentadora escarba, hurga en el pecho consumido de la viuda y, con aire sombrío, pregunta que si no sospechaba de la relación que mantenía su marido con Piluca, su mejor amiga. Me enteré una vez le hubimos dado sepultura, contesta la viuda. A la que hice limpieza y encontré unas cartas; declaraciones amorosas que la presentadora ahora lee en alto, haciéndoles partícipes del drama a los telespectadores. En primer plano una mujer enlutada, atormentada y engañada. Una confusión de sentimientos, sooooorpresa, sooooorpresa, que al otro lado del teléfono anda ya Piluca. Y mientras Piluca habla, la viuda llora y la presentadora deja escapar unas lágrimas de cocodrilo, unas pocas, parece que le soplan de atrás, unas pocas, se oye al regidor, unas pocas que si te pasas no es creíble. Y mientras Piluca habla a través del hilo telefónico, conexión en directo, sooooorpresa, sooooorpresa, en la habitación da comienzo el sacrificio, la liturgia de una muerte tan lenta y cruel como merecida. La televisión alumbra los cuerpos, el escandaloso brillo de la sangre y el Roque carneando una y otra vez, y otra vez más, toma hijoeputa, toma puyazo carrasco, que ahonde las dan las toman. Oprime con tal vigor la empuñadura de la navaja que hasta le duelen los dedos de tanto apretar. Toma, maricón, toma, que te víi a arrancar las asaúras. Aagggh. Los gritos y la sangre que mana a chorros. Y tómate ésa, y esa otra, hijoeputa. Aayyyy, aayyyy. Y así hasta que al final hunde la hoja en esa arteria que pasa por el pescuezo y que te desangra en dos minutos.
—QUE CONMIGO NO JUEGA NAIDE, HIJOLAGRANPUTA.
Los fogonazos de la pantalla iluminaban la ensalada de vísceras que salpicaba el cuarto, la carne negra y obscena de la mujer sobre el ropón de la colcha y las paredes decoradas con brochazos de sangre gorda. También mostraba al coronel Peralta echando el madejón de los intestinos por la boca, mirando al Roque con los ojos dolientes, invitándole a compartir viaje al Cortijo los Callaos.
—PERO QUE NAIDE, MAMONASSSSO.
Y fue terminar de decir esto y el Roque escaparse por la ventana con el revólver al cinto, llevándose a su paso parte del cristal y alejándose al fondo de la noche, allí donde ahora los grillos callan.