El Estrecho de Gibraltar goza de una historia oculta, toda ella recalentada por el matute y la sangre de los muchos que perdieron la vida entre sus aguas. Quiso la leyenda que el océano infinito se sumase con un mar crujiente y antiguo, obteniendo como resultado la fosa común más grande del planeta; una tumba de ochocientos metros de profundidad y donde sólo los atunes son testigos de tanta patraña y tanta derrota. Sin ir más lejos, al Lunarejo lo tiraron en un punto de esta herida abierta al sur del mapa. La última vez que lo vieron andaba junto con el Roque en una taberna de la plaza. El Roque nunca lo negó y así se lo hizo saber a los madalenos que le pararon por la calle el Peñón, a la que venía de cerrar el trato con el coronel, chissst, chissst; las manos sobre la chapa del coche y el del bigotón, con tono chulesco, diciéndole que aquí los únicos que hacen preguntas son ellos. Y de seguido echarse la mano al bolsillo de la camisa y mostrarle un retrato del Lunarejo.
—No se puede desaparecer del mapa y que nadie haga preguntas.
El asunto le huele entrepetao y traga saliva. Tiene un tapón en el gaznate que le alcanza el pecho y cuenta lo que ya se sabe, que la misma tarde que salió del trullo, mirusté, y llegando pa la casa, entró donde la Sole a pegarse un homenaje. Y que, estando apoyado en la barra de la taberna, al poco de haber llegado, apareció el Lunarejo, llovía a cántaros, mirusté. El del bigotón hace como que conmigo no valen cuentos, muñeco, mientras el otro, desde el coche, habla por teléfono; la ventanilla baja, inclinado sobre el volante a la que mastica un palillo. Es un tipo amarillento como si por pellejo tuviese pergamino. Lleva el pelo ralo; recogido con la diablura del que quiere sortear lo evidente. Al Roque le habría gustado darle una mano de hostias finas, de esas que reciben las señoritas con la palma y el revés, una y otra vez, plis, plas, plas, plis, así hasta humillarle. Mirusté, que pongo a Dios por testigo que estuvimos bebiendo hasta que la Sole echó el cierre. Y que luego el Lunarejo se borró por entre el aguacero mientras yo ayudaba a la chiquilla con la puerta. Después la acompañé hasta el portal y ella me invitó a subir, sabusté. Esto último lo dijo el Roque con los ojos rientes.
—Menos cuento, que aquí todo se sabe.
Estaba tan próximo que el Roque podía masticar el aliento anisado. Hubo un instante, casi al final del interrogatorio, en que se sacó las gafas de sol y dejó a la vista los párpados carnosos; los ojos igual a dos puñalaítas en una patata. Se los restregó, como si le escocieran y volvió a ponerse las gafas.
—Tararí, que te vi.
Esta vez se pegó tanto que, además del aliento, el Roque le masticó los pelos del bigote.
Todo el pueblo se hacía lenguas con lo del Lunarejo. Fue llegar el Roque y borrarse de la vida como por arte de magia. El día que le soltaron llovía como para correr canales. En la taberna la radio estaba encendida y todas las mesas ocupadas. El Roque soltó el petate al final de la barra. Apoyándose en el mostrador, con la voz ronca de flemas, pidió un solisombra y cajetilla güinston. Después escupió al suelo. Fue una flema oscura que pisoteó con rabia sin dejar de mirar a la Sole. Llevaba un delantal atado a la cintura y aunque por las trazas no parecía asombrada al verle de nuevo, en sus adentros ocurría lo contrario. Hembra de caderas rumbosas y trasero nalgudo, de los de fondo, forro y ojo negro, la Sole era de esas mujeres que encontraba placer en el pellizco prieto y en el azote de un macho. No lo podía evitar y allí donde otras veían insulto, ella encontraba galantería, requiebros que le trastornaban el ánimo y que la disponían para llenar de chicha tibia su delirio. El Roque lo sabía, pues no hay que olvidar que para este tipo de vientos el Roque era tan sensible como veleta de altura. Con la sonrisa afilada y sin dejar de mirarla, le pegó un viaje a la copa. Si cocinas como caminas me papeo hasta la raspa. Acababa de salir del trullo y sabe Dios que todo él era de esperma contenida.
—Ponme unos alcagüeses, mientras la espera, mi niña.
Hubo un momento en que los pitidos de las señales horarias anunciaron el noticiero de la tarde. Y todos los marinos se entregaron a la última hora que informaba acerca del temporal. Pero el noticiero no sólo comunicaba el estado de los cielos, también informaba acerca de un atropello ocurrido hacía pocas horas en el Puerto Santamaría. Un funcionario de prisiones que respondía al nombre de Carlos Requena Hidalgo se encontraba en estado grave, debatiéndose entre la vida y la muerte. El Roque se echó mano al bolsillo:
—Prepárame argo tapiñeo, vengo esmayao. Ah, y ponme esta cintita el Camarón.
Ella parecía tener el mal de la víbora en los ojos. Con desaire cogió la cinta Y a la novia el Rintintín que se la caío el mandil y no lo quie recogé porque está su novio ahí. En esto que la puerta se abre y el Roque nota la corriente en sus riñones y voltea. Y ve entrar al Lunarejo. Ahí te quería yo, chota, pronunció el Roque para sí, ahí te quería yo. Y le midió de abajo arriba, punzándole con los ojos, clavándole una mirada de esas que no se aprenden.
—¡Aaaaai, Roque!, malegroverte, no te esperábamos por aquí tan pronto. Antié mismito pregunté por ti. Cuéntame, quillo, cuéntame, cuándo te han soltao. Qué sorpresa, quillo. Tómate argo.
Las palabras brotaban de su boca y parecían no tener fin, culpa de los nervios. Mientras tanto el Camarón sonaba en el chisme con la novia el Rintintín que se la caío el mandil y afuera llovía a cántaros, sabusté. A todo esto, el gato se entretenía bajo las piernas de los marineros que jugaban al dominó. Ajeno a la tormenta, tascaba la espina de un chicharro y cada vez iban llegando más y más marineros a la taberna. A pesar de la lluvia todos iban en mangas de camisa. Pedían banquetas y se apiñaban alrededor de las fichas de dominó. La partida estaba en su pico y las fichas formaban una culebrilla sobre la mesa. Cinco doble. Paso y en ese plan andaban, sabusté, golpeando las fichas con violencia. Doble pito. Paso. Hay que joderse, ahí va el pito cinco, julandras. De tanto en tanto chocaban los vasos entre sí y brindaban, alzándolos hacia las vigas del techo. Total, que ninguno de los allí reunidos parecía interesado en lo que iba a ocurrir, aunque a decir verdad, todos los allí reunidos esperaban que empezase pronto la chicha.
—Antié mismito pregunté por ti al Pandorga, que me contó coincidisteis adentro.
Al Roque el cuello se le desplegó en abanico. La vena empezaba a latir. No estaba de humor para escuchar guasas. El Lunarejo ya lo había advertido; aún así, siguió en sus trece:
—Tómate argo, Roque, malegroverte, a que no adivinas de ahónde vengo.
En las palabras del Lunarejo había un exceso de saliva. Se empezaba a desatar, a darle a la mojarra, a contar que acababa de llegar del cabo de Roche, de hacer una chapuza en la casa del coronel. Una cañería de cobre que reventó, compadre, le dice al Roque sin mirarle a los ojos; las manos siguen en los bolsillos y la amenaza sobre los hombros. Luego le empieza a contar lo de la manteca colorá y, sin dejar sitio a la respiración, pide una cerveza a la Sole. Bien sudaíta. Y con el vaso desbordado de espuma sigue contando al Roque los pormenores de la chapuza. La cañería estaba pa los restos y la mujer del coronel estaba caliente. Una pipa asín, compadre, te la pone en la boca y te crees que tienes un gambón pelao de los de Sanlúcar, me maten a mí si miento. Y le pega un trago a la cerveza.
—Le das la espalda y te da por culo, la Chochovich.
El Roque no dijo una palabra. Se dedicó a medirle. El Roque era de esos que ahorran en amenazas y que todo lo guardan para el momento de entrar a matar.
—Qué güena está la fulana, me maten a mí, Roque.
Pero el Roque seguía impasible, con una mano sostenía el solisombra y con la otra se rascaba la oreja, hurgándose el interior con la uña del meñique, afilada y con luto de meses.
—Me maten a mí si miento, Roque, que la japuta tie los labios del coño como las vurvas de una navaja fresca.
El Lunarejo era campero chaparro de cara redonda y con joroba en la frente, un promontorio rocoso que le hacía parecer siempre de mala follá, incluso cuando sonreía. El Lunarejo iba de otro palo, pero en el fondo era igual al pez que llaman dentón y que es malo como un dolor. Todo esto lo pensó el Roque a la que le medía, mientras el Camarón le cantaba a la novia del Rintintín y en otra de las mesas se hablaba de fútbol, que si el Atleti, que si Clemente, que si Lopera, que si la mujer del Figo, que si el bulla del Guti, que si el césped del Bernabeu. Atentos a sus cosas, ni nadie ni naide de los allí presentes parecía interesado en la conversación que en la barra se estaba sucediendo. Pero esto eran sólo apariencias. Y así estuvieron, con la mujer de Raúl, con el culo de la del Figo, con el césped de la mujer del Guti. Y así hasta que el Roque disparó:
—Ya que me estás hablando, qué es lo que me quies decir, Lunarejo.
Entonces se hizo el silencio. Hasta el Camarón pareció quedarse mudo por un tiempito y el Lunarejo miró achancao, igual a un sombrero cuando se le sientan encima.
—¿Qué coño inchi, Roque, que se tan pelao los cables en el trullo? Tranquí, tómate argo.
El Roque ardía en ganas de abrirle un tajo en la boca, de señalarle la mejilla para siempre. Al Lunarejo le entró la angurria.
—No sé de qué me hablas, Roque, tómate argo, malegro verte.
El gato, que ya había dado cuenta de la raspa, se puso a olisquear las servilletas de papel, el estribo de la barra, los zapatos del Roque y la pernera del Lunarejo, que para disimular se agachó a rascarle el cogote. Minino, bonito, minino. Un relámpago iluminó el bar y el Roque se echó mano al bolsillo de atrás, donde guardaba la navaja. La acababa de recuperar, junto con el cinturón, la cartera y el peluco. Sus pertenencias, le dijo un boqui a la salida el Penal. Y le tendió una bolsa. Écheme una firmita aquí y otra aquí abajo. Y después de marcar con una equis el documento, lo primero que hizo el Roque fue comprobar la soltura de su arma, abriéndola y cerrándola varias veces ante la mirada desconfiada del boqui que sostenía el impreso con dedos temblorosos.
—Te vi a carneá, por chivato.
El Roque se dirigía al Lunarejo en bajito, con la seguridad del que ya lo ha hecho más veces. Y con el aplomo del que todo se lo sabe de memoria lo empujó hacia la salida. Fue cuando el gato maulló, culpa del pánico.
—Caquí dentro no quiero yo líos— saltó la Sole; los dientes del Lunarejo castañeteando de miedo. Ria pita pita pita.
Y en esos momentos tan decisivos para el Roque, se abre la puerta de nuevo y aparece Chinarro, policía municipal en acto de servicio que busca cobijo para la lluvia. El Roque se contiene las ganas, deja las manos quietas y vuelve a por su copa. Mientras la apura desea al Lunarejo la más dolorosa de las muertes. Tú no te me escapas, Lunarejo, que de hoy no pasa que te voy a carnear.
Tuvimos una discusión, sabusté, una tontería de na, le dijo el Roque al secreta. Nada grave, nos criamos juntos, éramos como hermanos, sólo que yo me irrité porque no cerró la puerta y la corriente seguía jodiendo mis riñones, sabusté. Pueden hablar con la Sole, ya sabe, la niña encargada de la taberna, o con el Culochumbo o con el Tambucho, barbatero que aquel día andaba por aquí y que jugaba al dominó con el Moquillo, o si lo prefieren con el Chinarro, que es de la munisipá y que también estaba en la taberna. Fue una riña tonta, sabusté. El Roque intentaba quitarse el muerto de encima. El Lunarejo había aparecido con el pellejo hecho jirones y las cuencas de los ojos vacías. Las gaviotas se entretenían en picotearle las cejas y arrancarle los pelos de las axilas. Todo implicaba al Roque en el homicidio. Los madalenos tenían sabido que al Lunarejo se le soltó la lengua y que eso mismo le había costado al Roque su última visita al trullo. Yo no fui, mirusté, yo tengo coartada, hablen con la Sole, llovía a cántaros, sabusté. También pueden hablar con el Chinarro, iba contando el Roque, pueden hablar con el Chinarro que es de la munisipá, iba contando el Roque, cuando interrumpió el de la cara de pergamino. Sin sacarse el palillo de la boca le hizo una seña a su compañero y el del bigotón se inclinó hacia la ventanilla. El Roque advirtió el cuchicheo nervioso que se traían; el cuero engrasado de la cartuchera y el bolsillo trasero por donde asomaba el pico de la galleta. ¡Ahora!, piensa el Roque. ¡Ahora! Y es en ese preciso instante que el madaleno se da media vuelta y agarra al Roque por la camiseta. Lo hace con una mano. Con la otra se saca los lentes de sol y el Roque vuelve a ver el relámpago asesino de unos ojos gruesos de carne.
—O me zuerta o le engancho un bocao en to la nue.
El madaleno le empuja a un lado y se mete en el coche. Conque una manita, hijoeputas, conque una manita. No se despidieron del Roque. Para qué, si muy pronto los volvería a encontrar de nuevo. Se verían las caras unas horas más tarde, cuando el Roque ya no era más que una polilla a punto de ser aplastada. Pero no adelantemos acontecimientos y sigamos donde nos habíamos quedado: noche adentro, con el Roque. Lleva una mano en el timón y la chata al sobaco, preparada para responder a la patrullera de la Guardia Siví, cada vez más cerca.
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Al final de la noche la mar era un espejo de tinta donde se reflejaba la confusión del momento. Con la Heineken cada vez más cerca el Roque no tenía otra elección que la de reunir todo el valor del que disponía. Y ya dijimos que disponía de un puñao.
—¡ALTOAHÍ!— oyó la voz metálica, amplificada por el megáfono. —¡ALTOAHÍ! ¡NO HAGA MOVIMIENTOS RAROS QUE ME CAGONLAHO STIA!
El Roque achinó la vista, el foco de la patrullera le cegó con violencia y una nube de polillas le emborronó el momento.
—¡ALTOAHÍ!
El que ignora su miedo es débil, y el Roque, que no era débil, sintió el tiburón del terror navegarle las tripas. También sintió el sudor, la humedad bajándole por los sobacos al resto del cuerpo. Ahora entre el trullo y él tan sólo mediaba un latido. Cagondiós, que después de la última visita no andaba dispuesto a volver más. Me tien que matá, se juró a la salida, a la que se hacía la señal de la cruz sobre la frente. Me tien que matá, a la que sellaba el juramento besándose el dedo pulgar. Me tien que matá. La metralla del recuerdo salpicó al Roque de lleno, devolviéndole otra vez a la salida del trullo, que más que salida, para él siempre sería entrada. Y se volvía a ver de nuevo el día que le soltaron, hecho un carajote. Llovía con rabia y el viento era cuchillero, de ese que consigue que los paraguas tronchen y que los buzones abran la boca. De vez en vez, el latigazo de un relámpago lo envolvía todo en un resplandor azulado. Sintió la sordidez y la obscenidad de la nueva vida que para él empezaba. Estaba libre, pero la puta sensación de que muy pronto empezaría la verdadera condena calentaba su cabeza. Ahora el recuerdo le mordía como una pared recién encalijada, pues no tenía un puto duro, sabusté, y desde aquel momento sabía que el Puertodos esperaba su regreso. Vaya que si lo sabía. Y al igual que un chucho recién salido de la perrera, el Roque orinó en la misma piedra el Puertodos. Una firmita aquí y otra aquí más abajo, cabrones, a la que el chorro espumoso rubricaba la pared. Se sacudió las últimas gotas y, en vista de que el capullo de su abogado no llegaba a recogerle, el Roque agarró el petate y echó a correr a través de la lluvia. ¡Abogaos, gremio rateros!, blasfemaba cada vez que sus pasos se hundían en un charco. Y fue al pasar por la urbanización que por beneplácito del Estado les ponen a los boqueras, a pocos metros del trabajo, y fue al pasar por la urbanización cuando vio el hueco. La puerta abierta del coche, las llaves puestas y la música a todo volumen, a la novia el Rintintín se la caío el mandil y no lo quiere recogé porque está su novio allí y a rintintín tin tin y a rintintín tin tan, cantaba el Camarón. Y el pringao del boqui sujetando el paraguas, para que la parienta pudiera sacar la compra sin mojarse. Y a rintintín tin tin. "Deberíamos haber hecho una puerta interior en el garaje, como tiene Piluca en su chalet", se quejó ella. "Cuidado, cariño, no te vayas a escurrir", dijo él bajo el paraguas, a la que sacaba del coche las bolsas del Pryca. Cuidao, shosho, no sea que te escoñes, pensó el Roque. Para calzarla a cuatro patas y quitarle la tontería, a ella y a Piluca, a las dos, pensó. "Ahora te ayudo yo, cariño", escucha decir al atento esposo y a rintintín tin tan, cantaba el Camarón ajeno a lo que pronto iba a sucederse. ¡Ahora!, piensa el Roque, ahora, joder. Y en un visto y no visto el Roque se pone a desfilar por delante de sus narices; el petate al hombro y escondiéndose la cara. Lo hace a paso resuelto, mientras Camarón sigue con la novia el rintintín que se la caío el mandil y en ese plan, lo que menos se puede sospechar un carcelero es que cualquier recién salido del trullo pueda robarle el coche. Y así pasa, que, sin darle tiempo al boqui para que reaccione, el Roque se pone al volante y con un chirrido de ruedas va y le dice adiós y a rintintín tin tin y a rintintín tin tan. Y fue al ir a recular que por poco no se le lleva por delante. Cagondiós, que le rozó con la puerta del maletero que continuaba abierta, bueno, le rozó o eso creyó el Roque, pues más que roce lo que hubo fue crujido. Crac. La cabeza de Carlos Requena Hidalgo, mayor de edad y funcionario de prisiones que, tras recibir un fuerte impacto en el occipital derecho, entró en coma. Por eso, cuando a la tarde le chistaron los de la secreta, chissst, chissst, el coche negro rodando sobre el empedrado de la calle el Peñón, chissst, el Roque se dijo date, que ya me han pescao.
Carlos Requena Hidalgo, funcionario de prisiones, natural de Sevilla y destinado al Puerto de Santa María, Carlos Requena Hidalgo entró en coma la misma tarde en la que el Roque había salido del trullo. Y tras debatirse entre la vida y la muerte durante setenta y cuatro horas, al final, Carlos Requena Hidalgo falleció. Nada se pudo hacer por salvar su vida. Tuvo un entierro digno de funcionario de prisiones, con su ataúd de pino barnizado en mate y su crucifijo y sus coronas y sus lágrimas de viuda. Al entierro asistió Piluca, toda ella envuelta en llantos y con unas gafas negras que velaban sus ojos de zorra. Pero vamos a dejar a Piluca, a la viuda y al cortejo fúnebre y, sobre todos ellos, vamos a dejar al finado que descanse en paz y sigamos con el Roque, al volante del Pajero y con el Camarón a carajo sacao. Y a rintintín tin tin y a rintintín tin tan, seguía aquella canción que al Roque le recordaba su época de coches chocones en la verbena, a la novia de Rintintín se la caío el mandil y no lo quiere recogé porque está su novio allí y a rintintín tin tin y a rintintín tin tan. El Camarón le transportaba a su juventud, cuando todavía el mundo estaba aún por descubrir y el Roque era un micurria que marcaba paquete güinston en la manga de la camiseta, ¿ties fuego, shoshito? Y a rintintín tin tin y a rintintín tin tan. Y con el a rintintín tin tin, el Roque pudo escuchar las sirenas de fondo. Ninoninonino. Vienen a por mí, pensó. Ninoninonino. Vienen a por mí. Y pisó el acelerador. A través del aguacero, la carretera empapada, las sirenas aullando cada vez más cerca. Ninoninonino. Aquí me queo, rumió.
Tras dejar el vehículo abandonado cerca de la Plazatoros, continuó andando bajo las cornisas hasta el mismo puerto. No se molestó ni en cerrar el maletero, que continuaba a la vista y con las bolsas del Pryca llenas de compra. En menos de lo que se tarda en decir joder, el todoterreno andará en Algeciras con destino a Ceuta, pensó a la que sacaba la cinta del Camarón. Y a rintintín tin tin, y a rintintín tin tan. Y con el macuto al hombro el Roque serpenteó las calles hasta llegar al muelle, donde los barcos cabeceaban y la lluvia desteñía el paisaje. De vez en vez gotas gordas de lluvia caían directas a su cuello y le bajaban frías por la espalda. Al final de la noche de tinta, el Roque recordaba todo aquello como si de una película se tratase. La perorata oficial decía que las instituciones penitenciarias tienen como fin primordial la reeducación y reinserción social de los sentenciados a penas y medidas penales privativas de libertad, bla, bla, bla, bla, así como la retención y custodia de los detenidos presos y penados, bla, bla, bla, bla. Estos y otros formalismos se le habían grabado al Roque en su memoria de convicto. Y de qué carajo le servía. ¡ALTOAHÍ! ¡ CAGONLAHOSTIA! Que al Roque se le pasaba de todo por la cabeza y todo malo. ¡ALTOAHÍ! Que la cárcel era un lugar poco saludable, donde los días empiezan muy temprano y lo más fácil es que uno acabe con el culo hecho un san Lorenzo. ¡ALTOAHÍ! Si era verdad aquello de que existía un Dios, el Roque se cagaba en Él.
Balanceándose sobre el oleaje, alzó las manos en señal de rendición y puso en marcha la escaramuza. Por momentos le subía una fiebre interior de origen misterioso. Era la temperatura del riesgo, la misma que hacía tan gustoso aquel puto trabajo. Y es que el Roque experimentaba placer en el combate. Lo suyo era guerrear hasta la muerte, siempre y cuando el contrario diera la talla, claro está. Entonces, y sólo entonces, era cuando el Roque encontraba mérito en la victoria. Así había sido siempre, desde micurria, cuando se ponía a ronear en la verbena con sus gafas de espejo y el paquete güinston, apoyado en el quiosco de altramuces, a la espera de encontrar a alguien que se midiese en la pista de los chocones. Y a rintintín tin tin y a rintintín tin tan. El tiempo, que todo lo prescribe, no había podido con él, sino todo lo contrario. Había afianzado aún más su personalidad. Ahora el Roque iba a por todas.
—¡ALTOAHÍ!
Y el Roque cuenta hasta tres, uno… dos… y… tres, el Roque cuenta, antes de tirarse a lo largo de la, goma, uno… dos… y… tres, antes de agarrar la chata y apretar el gatillo. ¡Ahora! Y empieza con el fuego graneao, a bulto. ¡Bang! ¡Bang! Aagggh. Fue como si una mano invisible hubiese tirado del picoleto que se dobló como una navaja antes de caer al agua. Splash. Y sin tiempo que perder y aprovechándose del desconcierto, el Roque buscó un resquicio para la huida. En su semblante se reflejaba la jindama. Tiró del motor y aceleró hasta el límite, cortándole el paso a la patrullera, dando pol saco y por la proa. ¡HIJOEPUTAS! ¡ ¡QUE SOIS LA ESTIÉRCOL!! ¡HIJOEPUTAS, QUE ME VI A FOSHÁ A VUESTRAS HIJAS!, gritaba el Roque, disparando a diestra y siniestra, volviendo locos a los picoletos, que intentaban rescatar el cuerpo sin vida del compañero. ¡HIJOEPUTAS!, bang, bang, ¡HIJOEPUTAS! ¡Ziaaiiing! ¡Ziaaiiing! Ahora la mar era lo más parecido a un campo de tiro. ¡Ziaaiiing! ¡Ziaaiiing! ¡Ziaaiiing! ¡Ziaaiiing! El Roque oía las balas silbar como avispas. ¡Ziaaiiing! ¡Ziaaiiing! ¡Tatatatata! ¡Tatatatata! ¡Tatatatata! ¡Tatatatata!, eso debían de ser metralletas por lo menos. ¡Tatatatata! ¡Tatatatata! ¡Tatatatata!, pues sí, eran metralletas. ¡Tatatatata! ¡Tatatatata! ¡Tatatatata! ¡Tatatatata! ¡Tatatatata! Los tímpanos se rompían con el estruendo. ¡Tatatatata! ¡Tatatatata! ¡Tatatatata! ¡Tatatatata! ¡HIJOEPUTAS! ¡Tatatatata! ¡Tatatatata! ¡Tatatatata! Y así, a duras penas, con una mano en el timón y la otra en la chata. ¡Bang! ¡Bang!, el Roque pudo salir de la emboscada.
—Ahí sus quedáis, ¡HIJOEPUTAS!
Ya dijimos que el Roque era marino de los de antes, nada que ver con los de ahora. Hoy en día la mar ha cambiado tanto que cualquier niñato puede echarse a navegar con sólo tener dinero y un equipo para orientarse. Tan sencillo como dar al botoncito de abajo. Sin embargo, el Roque, para situarse, no necesitaba gepeeses ni mariconadas que se le parecieran, qué cojones, si el Roque era de los de empaque y bravura. Deducía por puro instinto y con ayuda del cielo. Sólo de un vistazo podía señalar su posición gracias a las estrellas. Para él no eran más que flechas luminosas que indicaban su camino. Se las sabía todas y las llamaba con nombres llanos. A ojo de buen cubero las iba nombrando, primero el cucharón que tachonaba la piel oscura del cielo y cinco veces más allá, la Polar, la misma que ahora escupía sobre él un fulgor de purpurina que marcaba su rumbo hacia el islote Perejil. Se trata de un islote mitológico donde años antes las hogueras de los piratas chisporroteaban día y noche. En la actualidad está deshabitado y cuenta con una cueva de amplio tamaño que, en los momentos en los que ocurre esta historia, además de dar cobijo al sueño de los murciélagos sirve para alijar mercancía procedente del narcotráfico. Y hasta allí que se dirige el Roque a través de la noche cuando, al poco de alcanzar la costa, le llega hasta los oídos el chiflido de un helicóptero. Ratatatatata. Ratatata. Ratatatatata. Apareció de repente, sacudiendo la inmensidad de la noche, como escurrido del cielo, igual a mierda de gaviota. Ratatatatata. Ratatata. Ratatatatata. Cagondiós, que a los de Vigilansiaduanera no se los esperaba el Roque. Ratatatatata. Ratatata. Ratatatatata. La ventolera de la máquina rugía cada vez más cerca. Ratatatatata. Ratatata. Ratatatatata. Ratatata. Ratatatatata. Cagondiós, que me trincan, masculló entre dientes. Cagondiós. Ra ta ta ta. Ra ta ta ta ta ta, que, con el pajarraco sobre su cabeza, el Roque sólo podía hacer dos cosas. La una era huir y la otra enfrentarse. Pues bien, si la una era improbable, la otra era imposible. Así que el Roque no se lo pensó dos veces y se decidió por la otra. No hay que olvidar que, desde muy chico, había buscado posibilidades en lo imposible. El que luego las hubiera encontrado era otro cantar. Y aprovechándose de la maniobra del pajarraco, el Roque le lanzó una pagaya. ¡HIJOEPUTAS!, vociferó, y el remo entró flechado a las aspas, para después romperse en mil astillas. Cagondiós. Entonces el pajarraco hizo un ejercicio de equilibrio no muy distinto del de un funambulista cuando ha perdido el paso. El patín rechina en la goma y todo el pajarraco que se viene abajo. Y el Roque, que no se lo termina de creer y tira de gatillo. Bang. Bang. Y vuelve a cargar la escopeta recortada. Y otra vez. Bang. Bang. Y otra. Bang. Bang. Y así hasta que lo vio hundirse del todo. Glu, glu, glu.
El Roque estaba a salvo, pero no por mucho tiempo, pues la última maniobra del pajarraco le había reventado a estribor y el suelo de la goma se inundaba por momentos. No le quedaba otra. Redujo velocidad, tiró del compartimento hacia dentro y empezó a achicar agua. Cagondiós y en to lo que se menea. Cagondiós, que, con la culata de la recortada a manera de remo, el Roque consiguió acercarse hasta el islote. La goma bailaba sobre las aguas y si no se daba prisa iba a naufragar. Con extenuación y ayuda de la chata, el Roque remó con rabia. Y así estuvo durante rato, hasta que después de mucha fatiga pudo alcanzar el islote. Uf, se dijo con la cabeza ardiéndole como si llevase fiebre. Uf. Y pisó tierra y arrastró la Zodiac. La marea estaba alta y la mar embestía las rocas, formando numerosos riachuelos que se estancaban con pereza. Una verdadera guarida de piratas donde el eco de las olas se convierte en un bramido y las aguas arrastran toda su basura cueva adentro. Tablazones de pateras, compresas menstruadas, botellas de vino vacías sin otro mensaje que el de la resaca y celulosa mojada y envuelta en mierda. Es una cueva escabrosa, desigual, con cavidades y abolladuras pringadas de baba y salivazo marinero. Un poco más allá de la entrada, en el recodo que sirve de almacén, asoman algunas planeadoras. Son restos de trapicheo, lanchas que quedan al abandono, con el motor vencido y cubierto de herrumbre una vez que han sido descargadas. El Roque había navegado en casi todas, motivo más que suficiente para sentirse dueño de cualquiera de ellas. Le echa el ojo a una goma que no parece maleada. Pero antes de ponerse a la tarea de ajustarle el motor, se apura a descargar la mercancía. Y es al ir a alijar los fardos, con una nube de polillas revoloteando alrededor de la linterna, y es al ir a alijar los fardos cuando la noche se derrumba sobre el Roque. Entonces cae en cuenta. Cagondiós. Jachís de jaravaca, de ese que no vale un cagao y el mismo que utilizan para los señuelos, para pringaos como él. Date. Y repara en que todo ha sido una trampa tendida por el coronel Peralta. El Roque había tragado el anzuelo y ahora lo podía sentir tirando de su estómago. Y él, que se creía tan listo y que pensaba pegarle el palo. Cagondiós qué carajote. Al final no había sido más que una puta polilla, como todas aquellas que revoloteaban alrededor suyo y que, buscando la luz de la luna, confundían su vuelo y se estrellaban contra la linterna. Cagondiós, gritó cuando descubrió el material. Cagondiós, que le habían tomado por un pringao para que le trincasen mientras una carga de calidad llegaba a la costa y sin problemas. La mitá ahora, la otra mitá cuando alijes.
—CONQUE ERA ESO, HIJOEPUTA, CONQUE ERA ESO!
Y el eco de sus palabras rebotó una y otra vez en la gruta, como si en vez de palabras fuesen balas lo que salían por su boca.