Hace la tira de años, durante el tiempo de los piratas, colocaban luces de mentira a lo largo de la costa. Y las disponían con tan malaúva que los barcos encallaban en la noche, creyéndose que las luces eran faros. En estos casos, los gritos no cesaban hasta bien entrado el alba, de amanecida, cuando el canto del gallo anunciaba el fin del saqueo. Desde entonces hasta hoy las cosas no han cambiado mucho por estos lugares. Mirándolo bien, sigue habiendo luces que engañan y sigue habiendo piratas trabajándose la costa. Y de eso trata la historia que nos ocupa y cuyo protagonista es Roque, un hombre de la mar al que todo el mundo llama el Roque, pues aquí, en el sur, las gentes honran al prójimo de una manera muy especial que es plantándole a la altura de las cosas. Sigamos con él pues al final el coronel Peralta había aflojado la mosca, algo más de cien mil duros en billetes grandes que el Roque contó de uno en uno y mojándose los dedos.
—To en orden, mirusté, ya le dije que hablando se entiende la gente.
El Roque hizo un rulo con el fajo y lo guardó a buen recaudo, en la caña de la bota.
El coronel Peralta, atrapado en los vapores del Tío Pepe, guardó la cartera, se arrellanó en la silla y aplastó el culo. La Sole lo pudo ver todo desde la taberna. Apoyada sobre el mostrador, los dientes prietos y la bayeta goteante entre los dedos, echaba por la boca a la que seguía con ojo el curso del trato, poniendo en práctica lo del poderío mental. Pordiós, Roque, por Dios, que no te embarque. Y cerraba los ojos, y volvía a maldecir, mala puñalá te den, hijoeputa; mascullando con tirria, presintiendo el descalabro de su Roque a manos del coronel Peralta. Pordiós, Roque, por Dios, que no te embarque.
Llegados a este punto, es preciso desvelar las intenciones del Roque, pues lo único que pretendía nuestro amigo era pegarle el palo al coronel y quedarse con toda la cargazón. Un asunto fácil y para el cual no se requería ninguna pericia en especial. Tan sólo el Roque debería comportarse como lo llevaba haciendo hasta ahora y de la misma manera de siempre, pues era la única de no levantar cuidaos y escapar de la sospecha. Que no se le viese interesado en la verbena, vaya. Por menos no salgo a la mar, mirusté, que por ese precio salga Culochumbo o el Pecholata. O si no el hijo el Tambucho. El Roque se refería a uno que es gayumbero, uno de esos chinorris que van con la linterna a hacer señales desde la orilla y dan el cuchicuchi. ¡Amonó! ¡Amonó! Estarían encantaos, usté lo sabe. Yo no me juego la libertá por esos dineros, no tengo necesidá, mirusté. De esta forma el Roque amarraba el cabo, pues lo de dar pol saco, como él decía, era una constante de su carácter y, si lo evitaba, se descubriría a sí mismo. Y de eso nanay. Y así mismo anduvo el Roque todo lo que duró el encuentro, dando y dando pol saco, pues en el fondo los dineros que el coronel Peralta podía ofrecerle eran alcagüeses comparándolo con lo que se iba a sacar pegándole el meneo. Esta vez el Roque no iba a ser el pringao de otras bazas, qué va. Esta baza el Roque andaba dispuesto a comerse la parte tierna de la chuleta. Pero antes de hincar el diente había que disimular, había que hacer el bocao creíble.
—Macabo tropezar con el Caracuesco, a la que venía paquí. A la novia se la pegao el potaje. El Caracuesco la dejao palante y la familia de ella la tie que altanar con bulla. Anda tieso, mirusté, tie la necesidá de unos pocos de billetes y es buen marino. Si me apuro un poco entodavía le encuentro en el muelle, melacabo ver saliendo de la casa.
En ningún momento de la entrevista el coronel Peralta llegó a escamarse. Por mucho que se decía de él que sabía leer los adentros de cada cual y por mucho que sacase los ojos fuera del plato, el coronel Peralta nunca alcanzaría a desmontar la marrullería y el refinamiento del Roque. Hubo un momento en el que el coronel dejó de mirarle, para volver los ojos hacia la taberna y pegarle otra voz a la Sole que continuaba tras el mostrador, mala puñalá te den hijoeputa, malbajiando para sus adentros, mala puñalá te den hijoeputa, mala puñalá, a la que hundía las uñas en la bayeta. Ar turrón, Zole, ar turrón, candamo zeco.
Al Roque, lo de salir a la mar y alijar fardos le resultaba asunto fácil; ya lo había hecho otras veces, sólo que esta vez iba a ser diferente; con los fardos en su poder arreglaría cuentejas y si, llegado el caso, el coronel Peralta no aceptase su oferta, el Roque siempre podría encontrar dónde colocar la mercancía. Recordemos que es luna negra y que sopla viento de poniente, que es un viento claro y que facilita las cosas aunque cala los huesos si no llevas capote. El Roque, que se sabía el percal, había salido bien equipado. Además del capote cargaba una linterna y algo más importante: la chata, pues de todos es sabido que nada abriga tanto como un arma de fuego. La guardaba bajo tierra, dentro de un agujero que sólo él se sabía, en el cementerio, junto a la tumba de su viejo. Opaíto, que después de cerrar el trato con el coronel, a esas horas en que el pueblo empieza a fundirse con las sombras, el Roque se acercó hasta el escondrijo. Las casas, recién encendidas, se destacaban sobre la tarde. La última hora tenía el mismo color que el vino rojo. Con mucha cautela desenterró la recortada. La había envuelto en el capote de hule y luego ceñido con gomas como si, además de protegerla de la roña, hubiese querido acentuar su rigidez letal. Escarbó un poco más hasta alcanzar una bolsa negra, de las de basura, que contenía unas cuantas postas zorreras. Sopló por encima y de dos manotazos la barrió de polvo y terrerío. Los cartuchos fueron repartidos entre los bolsillos del pantalón y la caña de la bota. Luego agarró el fajo de billetes recién abonados por el coronel y miró a un lado y a otro, antes de guardarlo en la bolsa de basura, junto con la munición. Listo el paquete, lo volvió a enterrar en el escondrijo. Decíamos que todo esto lo llevó a cabo mirando a un lado y a otro de forma obsesiva, con la mosca zumbándole la oreja no se fuera a topar con los de la secreta. Los mismos que le habían parado a la que iba hacia allí. Le chistaron desde un coche, un volvo con los cristales ahumados y de un negro funeral que hacía daño a la vista. Chissst. El Roque no volteó y siguió caminando. Chissst. Chissst, le chistaron de nuevas. Y fue en ese preciso momento cuando el Roque percibió al coche negro avanzar lento, lentito, pero que muy lento, rodando por la calle el Peñón, lentito, pero que muy lentito, hasta alcanzarle el paso y detenerse. Chissst. Y es entonces cuando se fija en un tipo moreno, el mismo que le vuelve a chistar, chissst, chissst, todo él amenazador y con el codo apoyado en la ventanilla. Eeei, le vocea, necesitamos una manita. El Roque mira de reojo, el fulano se gasta bigotón, lentes de sol y pelo ensortijado. Ayúdenos a empujar el coche, cuesta abajo. Es sólo un momento. Al Roque no le huele bien el asunto, pero accede. Así que con mucha precaución se dispone a empujar; las manos apoyadas en el maletero, la chapa ardiéndole las palmas. Eeei, espérese, que no va a hacer usted todo el trabajo, y el del bigotón sale del coche de inmediato y cuando va a empujar, le chista de nuevo, pero esta vez muy bajito, chissst, y de cerca, chissst, chissst. El Roque advierte los perdigonzazos de saliva; la autoridad de la mano sobre el hombro. En la otra mano muestra la placa. Madalenos. A pesar de la calor el Roque siente un escalofrío y tiene un momento de pánico y disimula como buenamente puede. Y aguantando el tipo, las manos ardiéndole sobre el maletero del coche, el Roque pregunta qué coño sucede.
Mal fario le daba al Roque toparse otra vez con ellos. Por eso se mostraba con tanta cautela, echando los ojos a la espalda, vigilante a cada paso que daba en dirección a la playa del Palmar, donde todavía esperó las primeras luces del faro para salir a bordo de una Zodiac, una goma, que las llaman; el motor trampeao y el timón popero. Pertenecía a la flotilla del coronel y el Roque ya había navegado con ella otras bazas, sobre todo hasta el Sarchal. Ahora el asunto le quedaba más cerca, a pocas millas de la costa marroquí. El punto era un pesquero con media luna pintada en la aleta de estribor. Ahí empezaba el cuidao, por eso agarró la recortada. Para el Roque, un hijo de Alá era lo mismo que un hijo de puta. Por si quedaba alguna duda acariciaba el gatillo. Antes me vuelo yo los sesos que un moromierda me corte el cuello, sabusté. En el fondo, aquel trabajo llenaba su existencia. Mirándolo bien, el Roque no sabía hacer otra puta cosa en la vida. O eso, o morirse de asco igual que su padre. Opaíto. Hombre honrado donde los hubiera y que se dedicó a romperse la espalda descargando pescao en el muelle; a vender cartuchos de boquerón a los guiris o a subirse al andamio y darle a la clavellina encalijando las paredes. De él había aprendido que ser pobre y honrao al mismo tiempo es como hacer un pan con unas hostias. Si por lo menos su viejo hubiera estado guindando en el gobierno como sus paisanos, si su viejo hubiera andao espabilao, otro gallo cantaría. El Roque blasfemaba a la noche, a la mar y al mundo puñetero. Con el sabor de la derrota salpicándole la lengua, apagó el motor. Esta vez la consigna era Salamarecum y así hizo el Roque, que gritó la contraseña haciendo bocina con las manos. Salamarecuuuuuuum. Hubo un silencio, escuchó una tos congestionada por la flema y, de inmediato, asomó una voz que respondía: Arecumsalam. A continuación y sin ninguna delicadeza, empezaron a arrojarle los bultos. Uno, dos, tres, cuidado joder, más despacio, hostias, cuatro, cinco, cagondiós, seis, siete, ocho y así hasta una docena de sacas. Una de las últimas pegó de lleno en el motor y la goma cabeceó con violencia. Cagondiós, moromierda, que el Roque tuvo que echar mano de una de las trinchas para no perder el equilibrio. Cagondiós. Y así fueron cayendo unos trescientos kilos de jachís que el Roque cargó hacia la popa, regulando la inclinación del motor y sin perder el dedo en el gatillo. Aunque las nubes habían borrado las estrellas por completo, al final de la noche de tinta todo estaba controlado. El Roque conocía bien las sendas de los mares, las acometidas de los vientos y el pulso de las tempestades. Además, el coronel Peralta tenía sobornadas a las patrullas de ambas orillas. Por añadidura era el puto amo del Estrecho y por añadidura los cuerpos de seguridad del Estado chocaban tacones a su paso, incluso se comentaba que tenía amistad con un juez-magistrado de la Audiencia Nacional. Uno que oficia de guardameta en sus horas libres. En fin, que en este puñetero país todo es cuestión de relaciones. Y ahora punto y aparte y sigamos o, por decir mejor, retrocedamos, pues lo que al coronel Peralta le tenía ganado el respeto de las gentes era el volumen de su billetera.
Cosida en piel de cerdo legítima y con sus iniciales bordadas a fuego, la cartera del coronel Peralta siempre tenía la última palabra. Con sólo abrirla, engrasaba los ejes al más pintado. También a la más pintona. Sin ir más lejos, una vez se encaprichó de una mujer que salía en los carteles del Gran Circo Berlinés y al final se casó con ella. Tigres de Bengala, Leones hambrientos, El Hombre Bala, Los osos motoristas, la Mujer Barbuda, voceaban por megafonía desde los coches, como hacen con los toros. No se lo pierdan, payasos, domadores, tragafuegos y, como broche final, la Reina del Trapecio: Bárbara Kurkrovich. Gran Circo Berlinés, dos únicas funciones en Conil de la Frontera. Gran Circo Berlinés. No se lo pierdan, anunciaban con gran estruendo por los altavoces a la que salpicaban de pasquines las calles aplastadas por la siesta. Era una tarde de sol y lagartos que el levante encendía y que las chicharras festejaban. Y fue culpa del viento, de ese viento quemador que arremolina el polvo y los papeles bajo los coches aparcados, y fue culpa del viento que uno de aquellos pasquines llegó hasta la jeta del coronel; como una bofetada. Ocurrió el pasado año, una tarde de agosto en la que el coronel Peralta estaba sentado en la terraza de La Gigantilla. Gran Circo Berlinés, rezaba la propaganda donde aparecía ella, rubia como la peseta, subida al trapecio y vestida con un traje de lentejuelas que le ceñía el escote y que coronaba sus pechos, rebosantes como flanes. El coronel Peralta no necesitó más, agarró el pasquín y, dado a uno de esos impulsos que de tanto en tanto le acechaban, se acercó hasta el final del paseo. Pegado al campo fútbol, el Gran Circo Berlinés había instalado el tenderete. Allí estaban recluidos los viejos y perezosos leones, los osos con el hocico anillado y una media docena de monos domésticos que se masturbaban unos a otros con una rijosidad propia de los animales en cautiverio. Entre olor a bosta, mondas de patata y caravanas de lata, el coronel se fue abriendo paso hasta llegar a una carpa toda ella inflada por el viento
Para encontrar respuesta al porqué del envite del coronel hay que retroceder unos días antes, pues sentado en la taberna, con el culo al borde de la silla, se le apareció una gitana vieja a leerle la buenaventura. La conocía de vista, por ser la misma que vendía claveles a la entrada del cementerio. El coronel, que nunca creyó en augurios ni en pronósticos del destino, se la quedó mirando vivamente. Aquellos pómulos prietos, como si la gitana anduviese chupada de muelas, le venían que ni pintados para tragarle el líquido testicular sobrante.
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Obligados por la exigencia del relato, cabe señalar que el coronel Peralta sufría eso que se conoce como mal de próstata. Sin ir más lejos, aquella misma mañana había despertado con los genitales más bailones que de costumbre y una preocupante mancha delatora, lo más parecido a una olorosa jarinilla color coñac. Pisshhhhhhh. Con la cabeza tan desajustada como la próstata, el coronel se inquietó. No era para menos. El asunto, más que alarmante, requería ser atajado con todos los medios al alcance de sus posibilidades. Y aquella gitana de encías desnudas y pómulos prietos se había puesto al alcance de sus posibilidades. Así que, cuando el coronel Peralta agarró a la gitana por la barbilla, le metió los dedos en la boca y sintió la calidad de unas encías desnudas de dientes, de seguido se echó mano a la cartera. Y anda con el payo, se muera papa que la gitana entendió el trato en un santiamén; se muera papa que con los jurdós apretaos en el puño le acompañó hasta el chervichio de la taberna, donde el coronel tomó posición igual que si fuese a hacer de cuerpo y se dejó absorber los jugos. Se muera papa, que la boca de la gitana, fruncida en mil arrugas, no le paró de succionar, schlurp… schlurp… schlurp… hasta que las encías gotearon. Después y por el mismo precio, le leyó la buenaventura. Conocerá a una extranjera, se muera papa, le dijo la gitana. Y con ella se casará, Dios mediante. El coronel, sin dar importancia a los augurios de la desdentada, se incorporó, subió su bragueta y salió del retrete. Sin embargo, no fue hasta unos días después cuando la extranjera aparecería en su vida. Primero impresa en cuatricromía, sobre el trapecio de un pasquín. Luego en carne viva. Y no vayan a creer que el coronel Peralta se casó con ella por no llevar la contraria a los avisos del Destino, qué va. El coronel Peralta se casó por una cuestión de negocios. Más que la mujer, lo que le interesaba era la nacionalidad de la misma, pues en los tiempos en los que se desarrolla esta historia, las bandas de alemanes empezaban a operar en el Campo de Gibraltar. Y al coronel Peralta lo de emparentarse con una germana le daba prestigio, reputación y algo más importante todavía: el respeto, virtud esta de gran importancia por si las cosas se ponían feas. Además, lo de organizar una boda por todo lo alto e invitar al pueblo entero afianzaría su poderío. Una excusa para seguir en el negocio. Y con tales ideas rondándole por su cabeza, el coronel Peralta se acercó hasta la carpa.
Lo que sucedió dentro de la carpa nadie lo sabe, aunque no es difícil imaginarlo, o sea, que el coronel echó mano de la cartera. Y como su cartera tenía siempre la última palabra, pues allí mismito se cerró el trato con el patrón del circo. Y lo que vino después ya es historia. Que el coronel y la extranjera se apellejaron con mucha pompa y por la iglesia, en la misma parroquia de Santa Catalina. Que el coronel iba con el traje de gala, fajín, charreteras y el pecho inflado de medallas además de los pantalones flojos. Que los llevaba tan caídos que barría los regalitos caninos que alfombraban la entrada a misa. Que ella iba de blanco y que ni vestida de novia había perdido los aires de ramera. Que esa misma noche, mientras el pueblo andaba de parranda y del cielo llovían fuegos artificiales, que esa misma noche, el coronel Peralta se enteró de que los integrantes de aquel circo no eran alemanes, sino rusos, y que por esa extraña querencia que hace que los argentinos se sueñen italianos y que los negros con dinero se sueñen más blancos, por eso mismo los rusos de aquel circo se sentían alemanes. Lo que sucedió después de esta breve disertación territorial, cuando el coronel Peralta se enteró del engaño, lo que sucedió después está en boca de todo el mundo: fue tal la paliza que propinó a su recién adquirida mujer, que los gritos de la quejosa se escucharon a kilómetros, llegando incluso a ensordecer los petardazos de la fiesta.
Se llamaba Bárbara Kurkrovich o algo así, y el Roque sólo la conocía de oídas. Nunca la había visto; no habían coincidido ni el día de la boda, pues cuando la ceremonia el Roque andaba en chirona. Sin embargo, sabía por otras lenguas que la tal Bárbara Kurkrovich era mujer de clítoris pipotudo y también que olisqueaba los grifos de las fuentes públicas como una perra. Sin ir más lejos, el Lunarejo, campero de Facinas, se calentaba la boca contándole a todo el mundo cómo él mismo se beneficiaba de la rusa. Y que lo hacía a espaldas del coronel Peralta y que esto ocurría cada vez que al Lunarejo se le demandaba para una chapuza en la casa; asuntos tales como remendar una cañería, barnizar las puertas o arreglarle los setos al jardín. Una pipa asín de grande, pisha, te das la vuelta y te da por culo, contaba el Lunarejo por los bares de Conil. Parece ser que, desde la misma noche de bodas, el coronel Peralta la había confinado en aquella negra mansión del cabo de Roche y que, cuando por la lejanía la tal Bárbara Kurkrovich vislumbraba la figura de un macho, entonces ponía a calentar sus fogones moscovitas. Chica la pipa, pisha, chica la pipa, decía el Lunarejo a la que se te ponía a hacer chistes a costa del coronel. El coronel sólo puede darle gusto a la Chochovich de una forma, pisha, sólo cuando se quita de encima. Y también contaba otro, uno que decía que el coronel se trajinaba a la Kurkrovich en el suelo para que la fulana sintiese algo duro. Y con las carcajadas el Lunarejo se pagaba otra ronda. Pisha. Este campero de Facinas era otro de los pocos que no guardaba ningún tipo de respeto a la figura del coronel Peralta. O tal vez sí, y aquellos chistes no servían más que para ocultar su verdadero miedo, quién sabe.
Aunque el Lunarejo era pelín exagerado, algo de cierto había en todo aquello que contaba, pues desde la otra noche y como quien no quiere la cosa, el Lunarejo se había borrado para siempre de la vida, apareciendo su cadáver esa misma tarde a la que el Roque andaba en la Gigantilla cerrando el trato. La mitá ahora y la otra mitá cuando alijes. Y entre una mitá y otra había aparecido el Lunarejo, de cuerpo presente, en la playa los Bateles. Bandadas de gaviotas picoteaban las carnes putrefactas. Sin embargo, a pesar del estado del cadáver, el Lunarejo seguía con la mueca del cabrón arrebullao que había sido en vida. Parece ser que primero le atravesaron de parte a parte con un machete y que, cuando empezó a escupir sangre por la boca, le metieron en un saco hecho un ovillo para después reventarle a palos. Al final se deshicieron de él alta mar. Pero antes de todo esto le orinaron en la boca hasta encharcarle los pulmones. Mirándolo bien no era el estilo del coronel Peralta. A cada uno lo que le corresponde, pues el coronel, además de detallista, era un hombre de respeto con la vida y con los sacramentos de la Santa Madre Iglesia. Ya dijimos que te daba por el culo, pero por lo menos tenía la puta cortesía de hacerte una paja con la mano. Sus ejecuciones, al igual que sus pajas, eran públicas y estaban en boca de todo el mundo. Siempre tenía la delicadeza de poner un clérigo para la cosa de la extremaunción.
Entre unas cosas y otras, el asunto no andaba muy claro. Lo único claro que había en todo aquello era que el Lunarejo había aparecido muerto y que el fulano, según el Roque, lo merecía. El Lunarejo, además de pelín exagerado, era pelín bocazas. Chamullaba y enredaba de lo lindo, el chota. Culpa de su mala lengua se había comido el Roque una pila de meses en talego. Según el Lunarejo, lo que más le gustaba a la tal Bárbara Kurkrovich era untársela con manteca colorá antes de ponerse a chupar. Y en esta vida hay que andarse con cuidado, pues nunca se sabe qué oídos va a mojar lo que uno escupe. Tiene gracia. Que primero te la unten con manteca colorá pa que luego te la piquen los pájaros. Tie gracia, se decía el Roque, que no había probado ninguna de las dos cosas. Y así fue cómo, surcando la noche a bordo de una lancha, al Roque se le ocurrió que lo de la manteca colorá podría gustarle a la Sole. En cuantito llegase a la costa y arreglase precios y diferencias con el coronel Peralta, el Roque probaría. Primero que la untase bien untada y luego que se la comiese hasta atragantar. La Sole, golosa de platos como aquél, no se le negaría. Y para continuar calentando quimeras, el Roque se imaginó en plena acción, tumbándola sobre la cama, empujando con todo su nervio una y otra vez, cada vez más fuerte, uummmh, Roque, así y en este plan hasta que los muelles del catre chirriasen como el casco de un barco en alta mar. Benditoseadiós, Sole, que en este pensamiento duró durante un rato convocando la violencia que el placer obliga. Suponía a la Sole desnuda, de rodillas sobre la sábana, esperando su llegada, esponjada igual a un bizcocho, deseando que el Roque le abriera el culo con los dedos, como si sus nalgas fuesen ahora los gajos de una zumosa naranja. Lo mismo que la otra noche, recién salido en del trullo, templado por el encierro y con los genitales colmados de ganas. Después de echar el cierre a la taberna, la agarró por la cintura y juntos serpentearon las calles del pueblo, muy arrimaditos, así y como quien dice, atravesando el chaparrón igual a dos enamorados. La lluvia desteñía el paisaje y en todo el camino nada se dijeron, pues cuando doblaron la esquina, antes de llegar a la calle el Peñón, ya todo estaba dicho. Y entonces se separaron, más que por gusto para que el vecindario no se hiciese lenguas. Ella iba por delante, con el vestidito de lunares untado al cuerpo. Él detrás y sin perder de vista las piernas desnudas, el reflejo en cada charco del suelo. La Sole apuraba el paso. A través de la mojadura del vestido, la pestaña de la braga. Benditoseadiós, que hizo tu culo pa que to lo demás se quedase pequeño. Benditoseadiós que cuando por fin llegaron al portal, la Sole se arrancó una horquilla del pelo y la hundió a la altura de la cerradura. Ea.
El Roque llevaba los testículos contraídos de dolor; un dolor que se acentuaba en cada peldaño. Benditoseadiós, que nada más llegar a la habitación y sin mediar palabra ella se despojó del vestido y se tumbó sobre la cama. Era un lenguaje sordo el de la Sole, tendida a lo largo del lecho, con la expresión de la necesidad en sus carnes desnudas; lo más parecido a una gata de arrabal que es de todos y de ninguno y que espera la embestida erótica del macho que la haga suya. Uummmh. Lejana sonaba una radio, y una polilla, escapada de la lluvia, batía sus alas por el cuarto, quién sabe si atraída por la luz de aquel cuerpo, lo más parecido a un faro desnudo que arranca destellos a la noche. Afuera llovía a mansalva y del techo escurrían gotas de agua a un barreño. Din, dan, din. A la mañana siguiente, como era de esperar, el barreño amaneció desbordado. En su superficie revoloteaba la polilla. Presa del momento, batiendo sus alas mojadas, pujaba por no ahogarse. Cuando la Sole se despertó, lo primero que hizo fue retirar el barreño. Y mientras se inclinaba desnuda, el Roque pudo comprobar a la luz del día el trasero más incendiario de la costa gaditana. Benditoseadiós, Sole. Y de un salto la acaballó por detrás. Con el recuerdo encharcado de esperma, el Roque seguía el cuerpo de la Sole, tendida ahora en el suelo de la alcoba, escurriéndose en el agua derramada. La mano que araña el barreño mientras la marea de carne la embiste por detrás y hace naufragar el trabajo doméstico. Uummmh. Y cuando empezaba la cosa a calentarse, en ese momento más propio para la masturbación que para la navegación y la incontinencia, en ese preciso instante, un motor cercano arranca al Roque del pasado. Sin atisbo de lujuria en los ojos levanta la mirada. Se trata de una patrullera de la Guardia Siví. Cagondiós. Una Heineken, que las llaman por su semejanza con las latas de cerveza. Al Roque se le heló la sangre. Paró el motor y sacó la chata.