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En un principio, aparte del Roque, andaba cerca el coronel Peralta; jubilado del ejército, panza de botijo y vozarrón de mando:

—Aquí se paga por marea, la mitad ahora y la otra mitad cuando alijes.

Además de la culata del revólver, su barriga lucía un lamparón fresco. Para ser exactos, de carne mechada.

—No me apetece un cagao salí a la mar, mirusté, que guié le diga, pero si me se ponen una miajita más de dineros, sabusté… La vía ha subío mucho…

—Pierde cuidado, Roque, pierde cuidado —pierde cuidao— que nos conocemos de antiguo y por lo mismo que te voy a hacer una gracia —que te viacé una gracia—. El coronel se echó un trago al gaznate y rubricó la oferta:

—Por ser tú quien eres, Roque, soltaré los dineros de golpe —de gorpe. Tenía esos detalles. Hombre distinguido y atento como pocos, el coronel Peralta te daba por el culo a la vez que cumplía con la extrema cortesía de hacerte una paja con la mano. Y eso siempre era de agradecer, aunque la mano anduviese algo seca y la paja fuese de las de pellejo tirante. Sin embargo, el Roque no era hombre de torceduras:

—Que no mirusté, que ya le he dicho que por esos pocos de dineros no salgo a la mar esta noche.

Contestaba entre dientes; el cigarrillo sin encender ajustado a la boca y el orgullo chispeándole los ojos. De un tiempo a esta parte la vida ha subío mucho, sabusté. Rascó una cerilla. El sol incendiaba la fachada de la taberna, las mesas de la terraza y las sombrillas de Cruzcampo. Pero que mucho, sabusté. Acercó el cigarrillo a la candela y aspiró hondo, masticando el humo. A sus pies un gato dormitaba la pereza del verano.

—Ya le tengo dicho que yo no me juego la libertá por unos pocos de dineros. La libertá es lo más sagrao del mundo.

Le acababan de soltar así y como quien dice. Llevaba menos de quince días en la calle y algo más de mil duros en el bolsillo, eso sin contar la calderilla. Por lo mismo que el Roque necesitaba los dineros, sabusté. Y el coronel Peralta lo sabía, vaya que si lo sabía. Sin perder de vista al Roque, se sirvió las últimas gotas que bebió al trago, con malas ansias. Y con la lengua templada por el vino, sentenció:

—Por menos —por meno— tengo quien me lo haga —melaga.

—Entonces, mirusté, que con tos mis respetos, le digo que estamos perdiendo el tiempo— el Roque, que cierra el trapicheo como el que pega un portazo. Plam.

Y en esto que el coronel prorrumpe un ronquido, como si le faltase el aire y se echa todo él hacia delante y se queda con la mirada muy fija en el Roque, igualito que si quisiera arrancarle las asaúras y dejar del Roque sólo el pellejo. Los ojos del coronel eran ahora lo más parecido a dos huevos duros a punto de saltar del plato. Plam. Aquella respuesta había sido una salida temeraria por parte del Roque; una falta de respeto bajuna que el coronel Peralta acusó de inmediato, pues hasta ahí podíamos llegar, Roque. Hastaí. Y la cara se le volvió del mismo color que las salchichas que venden donde la Juana, encarnadas y a las que hay que pinchar la tripa antes de echar a freír; de lo contrario salpican. El Roque se apartó por si acaso y el coronel Peralta se escurrió la frente con el revés de la mano; una mano custría, que la dicen, y que dejó caer de golpe, pumba, abierta sobre la mesa, pumba pumba, rebotándola varias veces más, enloartolameza, a la que llamaba con el vozarrón: Al turrón, Sole, al turrón —ar turrón, Zole, ar turrón—, que andamos secos —candamo zeco.

Decir que la botella de Tío Pepe tiritó. Y decir también que la sombrilla de Cruzcampo acusó los meneos del coronel y que el gato salió escopetado de debajo de la silla. Y por decir no quede que la Sole levantó un palmo de pechuga por encima del mostrador para ver qué coño pasaba, si es que podía saberse, y luego maldecir, mala puñalá te den, hijoeputa; si tienes sed, traga saliva, hijoeputa, clavándole las uñas a la bayeta, imaginándose que entre sus dedos chorreaba el pellejo cojonero del coronel Peralta, hijoeputa, mala puñalá te den. Había en su blasfemia un deseo inmediato, una esperanza de ver al coronel con los higaditos fuera del cuerpo. Ar turrón, Zole, ar turrón, candamo zeco. Aparte de las exigencias, lo que a la Sole la sacaba de quicio era el brillo de maricón ardiente que desprendían sus ojos cuando se trataba de mirar al Roque. A su Roque. Y era entonces que le empezaba la pólvora a correr, a encenderse por todo su temperamento; ay, qué sofoco, chochito, que le prende las entrañas y la pone a malbajiar, mala puñalá te den, hijoeputa, mala puñalá te endiñen, para volver de seguido a hundir las uñas en la bayeta y a echar por la boca. Si tienes sed, traga saliva, hijoeputa. No necesitaba figurarse lo que el coronel Peralta andaba proponiéndole al Roque. A su Roque. El vozarrón se podía escuchar dentro de la taberna y la Sole presentía el banquete que el hijoeputa se iba a pegar. ¡Qué coraje la daba ver a su Roque to cuajao! ¡Mira tú, qué coraje! Y sin embargo el muy capullo se mostraba tranquilo, con ese destello de acero en la mirada del que las tiene todas consigo. No estés tan seguro, miarma, no estés tan seguro, se repetía la Sole, envuelta en la penumbra de la taberna, intentándole llegar a su Roque con el pensamiento, así como por poderío mental que ella decía.

Desde muy chica era dada a lo de los pronósticos del destino: horóscopos, baraja de cartas, posos de café y demás jaleo. Pero sobre todo lo demás, la Sole era dada a desentrañar los enigmas escritos en la palma de su mano. Ahí la Sole es que se rendía. Por eso que cada dos por tres una gitana del Colorado le echaba la buenaventura. Luego también tenía sus creencias y, por Pascua, siempre por Pascua, la Sole se acercaba hasta la iglesia de la Misericordia y cogía una banca en primera, clavaba las rodillas y, ni corta ni perezosa, rezaba nueve avemarías del tirón. Dios te salve María, llena eres de gracia, venga nosotros tu reino y hágase tu voluntad, ave maría purísima, ruega por nosotros pecadores sin pecado concebidos, mezclándole a la buena de Dios el Padre Nuestro al Yo Pecador y a los Diez Mandamientos. Más que confusión, lo que había era urgencia; ganas de acabar pronto con el batiburrillo de plegarias, una tras otra y una y otra vez, así hasta llegar a nueve rezos y bendita tú eres entre todas las mujeres, no cometerás actos impuros y bendito es el fruto de tu vientre, Jesús, María y José y en ese plan, había veces que hasta perdía la cuenta y, ay, chochito, que la Sole andaba como medio ida durante los nueve días que duraba la purga. Una vez finalizada la misma, le pedía a san Judas Tadeo, y de carrerilla, un raudal de deseos inconfesables. Decir que la mayor parte de estos deseos hacían referencia a su Roque, y decir también que, una vez satisfecha la penitencia, la Sole insertaba un anuncio por palabras en el Europa Sur, tal y como le habían dicho que había que hacer para que los citados deseos se cumpliesen. Pero a lo que vamos, que por mucho que la Sole concentraba sus fatigas en hacerle llegar al Roque avisos de peligro por poderío mental, éste, su Roque, andaba en otra. Torcido en la silla, las piernas cruzadas y el humo enroscado a los ojos, amarraba en corto un negocio que olía a cochiquera.

—No me tires de los cojones —cohone—, Roque, no me tires…— el coronel se inclinó pesado; la punta de los dedos en la culata del revólver.

Había tratado con él otras veces y sabía que el coronel era cerdo de los que gustan del columpio. Y por este saber, el Roque le dejó un tiempito hasta que completase el traqueteo. Así que le pegó otra pitada al cigarrillo y se perdió en el tendido eléctrico. Lo que habría dao él, en ese momento, para que cualquiera de los pájaros allí sujetos, en el alambre de la luz, hubiese escurrido su mierda sobre la calva del coronel. Lo que habría dao él. Chica la cosa, que con tales deseos le soltó una bocanada de humo. Directa al pecho.

—No me se ponga asín, mirusté, que por na del mundo quiero yo faltarle. Sólo le pido una miajita más de dineros. Ya le conté el percal, tengo la condena pendiente, ya sabusté que ando en libertá condicional.

—Todo tiene su apaño —to tie su apaño—, Roque. Aquí, o se está conmigo o se está en contra mía.

Le habían entrado en el talego las otras Navidades. A los quince meses y con la mitad de la condena cumplida el Roque ya andaba en la calle. Puta chamba. To tie su apaño, igual a una sentencia retumbaba el vozarrón del coronel dentro de su cabeza. To tie su apaño. Y con el retumbo en la cabeza no le fue difícil interpretar que la cuestión de su libertad dependía de aquella marea. Puta chamba, que no hay mejor que aguantar con el sieso agarrao para que el asunto coja color, se dijo entre dientes, a la que le arrancaba otra pitada al cigarrillo.

—Que no, mirusté, que ya le dije que no —cortante como una navaja—. Que la vía ha subío mucho, sabusté. El Roque se conocía al dedillo el idioma de las porquerizas de la vida y bien sabía lo que para un cerdo con las hechuras del coronel significaban las noches de luna negra y viento de la mar: bellota. Y por eso mismo y por la calidad del resuello, el Roque presintió que aquel porcino con revólver al cinto y permiso de armas en toda regla estaba a punto de cerrar el trato.

—Tú mismo —tú mezmo—, Roque, o comes garbanzos o comes piedras— la grasa brillaba en su barbilla, un currusco de pan mal cocido entre las carnes de la papada. —Tú mezmo.

Llegando al otoño de su vida, el coronel Peralta tenía todas las trazas de ser como los porcinos poco corridos, de esos que son cebados en marraneras y con basuras, de ahí que, en las entrañas de esta clase de cerdos, abunde más el sebo que la chicha. Sin embargo, al Roque no parecía importarle ni lo uno ni lo otro y para soltar los nervios, y también por alegrarse un poquillo, tamborileó con los dedos sobre la mesa. Y a rintintín tin tin y a rintintín tin tan. Llevaba la roña pegada a los nudillos como un tatuaje. Y a rintintín tin tin. Mientras marcaba el compás se distraía con el meneo de la Sole, que venía con la bandeja y con el garbo. El coronel Peralta alcanzó la botella y la empuñó por el cuello. Y fue al llenar la copa cuando la mesa cojeó, derramándose el vino sobre su panza primero, para después alcanzar el revólver y, todo sea dicho, buena parte de su bragueta.

—Esta mesa va a haber —vaber— que calzarla —carzala.

Embistió con la mirada a la Sole.

—A usted sí que vaber que calzarle, mi coronel.

La guasa trajo consigo el silencio. Los ojos del coronel Peralta eran ahora dos cañones apuntando a quemarropa, pero la Sole no se apucharó, qué va. Con los brazos en jarras y la bandeja apoyada en la cadera, la Sole le plantó cara. Aguantó su mirada igual que de chica, como si estuviera jugando a uno de esos juegos en los que se pierde por pestañear. Y así anduvo la Sole durante un tiempito, con el aire radiante de una colegiala que ha hecho novillos y ha topado con el hombre de los caramelos y le mira con zumba, como diciéndole, mira tú qué pequeña la tienes, cabrón. Estuvo en un tris de escupirle, pero se contuvo. Al fin y al cabo, si el coronel entraba en vena podría coger y meterle de cuajo un buen atao. Mira tú, que por algo la Guardia Siví y los militares destinados en la zona chocaban tacones y se cuadraban a su paso. Y mira tú, que aunque ya no luciera las divisas de coronel, todas las gentes se acercaban a él con entrega y sumisión, tratándole de usted, sí, mi coronel, lo que usté mande, mi coronel, y en ese plan ni nadie ni naide le apeaba el tratamiento. Incluso a sus espaldas, en la intimidad de los hogares, pocas eran las personas que se referían a él con desprecio. La Sole era una de esas pocas. Mala puñalá te den, hijoeputa, le desea para sus adentros, a la que retira las copas, la bayeta, la botella de Tío Pepe. Mala puñalá te den, a la que se agacha y asegura la mesa. Mala puñalá, a la que lo consigue con una chapa de cerveza que encuentra por el suelo. Ea, ya está. Y es al levantarse que encabrita el sieso de tal modo que el Roque sorbe saliva en alto. Bendito sea tu culo emperaora, masculla con los labios espumajosos; ajustando el mirar, sin perderle ripio a la falda, corta y menguante. Benditosea. Y el Roque vuelve a sorber saliva, esta vez por lo bajo; pasándose la lengua por los labios, arrugando las cejas, sumergiéndose en el oleaje de carne que ahora cruza por su pensamiento. Benditoseadiós, que cuando la Sole se incorporó, el Roque no se pudo aguantar más y le pegó una sardineta que resonó en la plaza como un estampido. Ella le devolvió una hoguera por mirada y él siguió con los nudillos sobre la mesa. Y a rintintín tin tin y a rintintín tin tan. Entonces la Sole ofreció su mejor estampa, la bandeja en alto y los andares de yegua alazana entrando en el bar. El coronel Peralta rió a las carcajadas y el Roque se metió un viaje de la misma botella que le abrasó el gollete. Sintió todo el sol de Andalucía bajar por su garganta, directo al pecho, donde le alumbró por un ratito. Luego se limpió con el puño, arrastró la silla y fue tras la Sole.

Por si no lo he dicho antes, estamos hablando de Conil de la Frontera, un pueblo marinero situado en la región más antigua y más ofendida de occidente: la costa gaditana. El pueblo no es muy grande y, visto de lejos, se asemeja a un brochazo blanco sobre la playa que llaman de los Bateles. Sin embargo, a la noche, recién encendidas las casas, guarda cierto parecido con un belén navideño de los tiempos de Augusto, no haciendo falta que sea época de villancicos para que el milagro acontezca. Ocurre en todas las épocas del año, incluso en las de verano, con sus noches de brisa agradable y sardinita a la plancha, siendo en tan candente estación cuando el Nacimiento puede verse al completo. No faltan ni las luces de mentiras ni las estrellas de purpurina, ni tampoco los camellos ni sus tabernas brillando a lo lejos. Una de estas tabernas lleva por nombre la Gigantilla y tiene un cartel a la entrada donde pone: Especialidad en Caracoles y Carne Mechada. Y aquí nos vamos a parar, pues es donde la Sole trabaja. Abre una vez pasada la calor, a eso de las seis de la tarde. Y echa los cierres después del último cliente, que suele ser a las mil y gallo.

Situada en el mismo centro del pueblo, en la plaza de España, la Gigantilla disfrutaba de ese aire pícaro de sombra y contacto que hace que una taberna tenga más clientela que la de al lado pues, a decir verdad, lo que atraía a la chusma a cruzar la puerta de la Gigantilla era que la Sole despachaba. Igual se te ponía detrás del mostrador a servir frasquillas y tirar cerveza que salía a las mesas de la terraza, bandeja en alto y con esa desenvoltura que la hacía tan cercana. Vamos a seguir con ella, pues en el instante en el que el Roque cruza el umbral de la taberna, la Sole anda en la cocina, jabonando platos. Huele a fritura de pimientos y el Roque ha de esperar un ratito todavía para que sus ojos se hagan a la penumbra.

—Un par de cajetillas del güinston a cuenta el barco.

Ella hizo como que no se había enterado y siguió con el fregoteo. Él atravesó la barra, corrió la cortina de chapines y se plantó en el marco de la puerta. Sus pupilas chispearon. Se restregó los ojos y se esforzó por distinguir las formas a la media luz de la cocina. Benditosea tu culo emperaora. Benditosea, que el Roque siempre hacía lo mismo, primero hundía la mirada y luego todo lo otro. Cogió una de las manzanas del cesto y, sin mudar los ojos, se echó mano al bolsillo y sacó la navaja. Apoyando el dedo pulgar sobre el lado bueno de la hoja, muy fino él, cortó un garrón de manzana que se llevó hasta la boca.

—Digo, que un par de cajetillas del güinston— a la que masticaba; la bola de comida en un carrillo, los ojos impacientes y la navaja en la mano; —que digo, que se las apuntes al coronel.

La cocina de la Gigantilla, más que cocina es vulgar chivitín, cuartucho prieto y separado por un tabique del resto del bar. El citado recinto, además de cocina, hace las veces de almacén y otras tantas de alcoba matrimonial. Cuando esto último sucede, los fogones se ponen al rojo vivo y la mesa, ay la mesa, tal y como está, espolvoreada de harina, ajo y escamas de pescado, pasa a convertirse en lecho apañado para consumar posturas venéreas. Otras bazas, cuando las acrobacias apetecen, lo más indicado es hacerlo contra los azulejos de la pared, dando igual que la ventana esté abierta al patio y que los churretones de grasa pringuen las espaldas. De esta forma, el juego del amor, lejos de ser un juego seco, se convierte en rito jugoso y suculento a los ojos del vecindario. Decíamos que la ventana siempre está abierta a los olores del patio y que, en una de las paredes, clavado con chinchetas, hay un almanaque de la Caja de Ronda. Junio de 1999; señalados a rojo los días de menstruación. Y un poco más abajo, atorando el fregadero, se pueden encontrar los torreones de platos y de copas y de vasos apilados, algunos de ellos con chicharras de cigarros, pues hay que apuntar que los distinguidos clientes tienen por costumbre no utilizar ceniceros. Para qué. Sobre la cocina una sartén chisporrotea aceite y en otro de los fogones una olla con caracoles aguarda la salsa que la Sole aliña con un toque especial. Una fórmula secreta que no vamos a desvelar. Tan sólo decir que los caracoles los cogía ella misma, en el cementerio y una vez pasada la lluvia. Para rehogarlos utilizaba guindilla, ajo, laurel y una poquita de harina a la hora de espesar la salsa. Decir también que, bajo la cocina, había un barreño con garbanzos en remojo y por decir no quede que, a un lado del barreño, sobresalía el mango del desatrancador, utensilio de enorme utilidad y que la Sole siempre tenía a mano, pues los distinguidos clientes cegaban el retrete casi a diario. Completaba el equipo un congelador propaganda de la Cruzcampo y donde igual cabían filetitos de atún que cubitos de hielo que litronas de cerveza. Y ahora volvamos con la Sole.

Ya dijimos que, aunque muerta de ganas por adentro, siguió fregoteando como si tal cosa. Y así estuvo dos platos más, hasta que, llegando al tercero y no pudiendo contener por más rato las hambres que mataban los adentros, llegando al tercero la Sole volteó, clavándole una mirada de necesidad a su macho que él interpretó de la única manera posible. El corazón empezó a darle brincos y un oleaje venéreo, de los de espuma y borbollón, sacudió la cocina. Benditoseadiós, Sole, que con el primer vaivén, y para no perder gobierno, el Roque dejó la manzana y se agarró al cortinaje. Aquella mujer provocaba en él algo parecido a los embates de la mar, que avivan a la vez que emborrachan. Aunque el Roque se hubiese castigado algo más de una botella de Tío Pepe sin sentir el menor efecto, fue en la cocina cuando se le emborrachó la sangre. Desde la quilla hasta el tope de los palos, todo le bailaba. Se aferró al cortinaje; los chapines clavándosele en la palma de la mano y la crujiente espuma venérea salpicándole de lleno. Benditosea, que el Roque tomó el pulso a la tempestad; se relamió y, sin una guiñada que pusiese el rumbo en evidencia, fue hacia la Sole.

—Lusero de la madrugá. Terronsito asúcar.

La Sole puede advertir el roce del aliento, el aroma a macho que todo él desprende; la fragancia antigua que endulza su bajo vientre. Cielosanta, Roque, a la que los dedos tostados le pellizcan las carnes y ella se deja hacer, gustosa por sentir la pericia de marino curtido que se gasta su macho. Cielosanta. Va armado con un cuchillo, lo lleva entre los dientes y brilla tanto como su sonrisa. El corazón se le apresura. Acaricia con el filo de su boca allí donde el cabello arranca y la Sole suspira toda ella salpicada por el vértigo de espuma, cielosanta, Roque, cielosanta. Y así restriega sus nalgas prietas a un calor que prende igual que armado de brasas. Y un reguero de pura candela le corre los muslos y la Sole deja caer la bayeta, plash, al suelo. Y cierra los ojos y respira a fondo el aroma a macho que le pringa allí abajito, abajo, más abajo de su bajo vientre. Cielosanta.

Al Roque, que sabía más por viejo que por diablo, los años le habían enseñado que una mujer es igualita a una hoguera a la que hay que avivar de poco en poco; de lo contrario se extingue. Y que por lo mismo y una vez encendida, ya no hay quien la sofoque. Y eso era lo que le estaba ocurriendo a la Sole, a la que la temperatura del amor había ya alcanzado y ahora engrasaba la intimidad de sus muslos. Lencería fina que pregonaba el Sota en el mercadillo. Tres mil, conjunto de braguita y sujetador, tres por tres mil, voceaba con zumba y chacota, a la que cogía una de las bragas a la manera de un tirachinas y disparaba con ella, las tres por tres mil, pa que su marío no se vaya con la otra, y volvía a soltar el elástico. Tres mil, tres pares, en luto y color hueso, tres mil, con puntillita y calaíto, por tres billetes, tres pares. Y la Sole, convencida de que le iban a gustar a su Roque, se llevó los tres pares. Ea. Sin embargo, al Roque lo de los complementos le traía al pairo. No era hombre de detalle. Baste decir que el Roque era macho de los que piensan que una hembra desprende más erotismo inclinada sobre el fregadero o aljofifando los suelos que vestida de encajes y al borde de la cama.

Y mientras la lucha carnal se declara en la cocina, afuera, en la terraza de la Gigantilla, el coronel Peralta bebe al bochorno de la plaza. De vez en vez, le da por hurgarse la nariz, metiéndose el dedo a conciencia, taladrando bien adentro, hasta el anillo de bodas, para sacarlo al rato y llevárselo instintivamente a la boca. Vamos a dejarle ahí, sentado de media arqueta, empuñando la botella y envuelto en los vapores del Tío Pepe. Vamos a dejarle ahí, amasando velas, a la espera de que el Roque salga a cerrar el trato, y, antes de seguir con él, volvamos al campo de batalla donde la Sole y el Roque responden a los estímulos del amor carnal.

—Bendito sea tu culo emperaora.

A ella le gustaba escuchar burraquerías por boca de su Roque. Palabras encendidas que le quemaban abajo, abajito, más abajo del bajo vientre. Cielosanta, Roque, cielosanta que con las manos en remojo la Sole buscó los contornos de una virilidad que se conocía de memoria. Clavó las rodillas al suelo y le desabotonó la bragueta. A todas las mujeres les faltaba cordel para atarle. A toas menos a ella. Ahora las palmas de sus manos ardían como fogatas y al Roque los ojos le bailaban. Cielosanta, que el Roque sólo tenía que sacarla para trastornar el ánimo de las mujeres, y convertirlas a todas en perras dóciles. Era secreto a voces que la caricia pringosa de su órgano era irresistible hasta para la carne más difícil. La Sole lo sabía y por eso lo sostenía igual a un trofeo. Cerraba los ojos de negrísimas pestañas y lo empuñaba con violencia, guerreando con él hasta conseguir ponerlo robusto; una inquieta abundancia de nervios y gruesas arterias que la Sole tragó entera hasta enterrar sus labios en la mata alborotada de rizos. Si el Roque conocía los resortes más íntimos de una mujer, la Sole no era para menos: sabía cómo amarrar en corto a un macho. Versada en lo del gusto carnal le saboreó, tardándose en cada lametón con la lengua afilada y lo más parecido a un pincel que dibuja los contornos. Así estuvo un rato, luego los labios se deslizaron vivos, como en un tobogán de carne contenida. Era tal la tensión que al Roque le aparecieron diminutas gotas de sudor en la frente. Y fue entonces que la Sole se aupó sobre él y que él sintió el calor nutritivo de la entrepierna, y dijo que no, Sole, que no, que esta noche salgo a la mar. Y apretó los ojos hasta contener el desbordamiento y renunció a seguir, que no, Sole, que no, abandonándola al antojo de las tormentas.