Capítulo 8

Dos años después

Grandes sacrificios. Ya había hecho grandes sacrificios. Eso era en lo que pensaba Nick sentado en la butaca del avión de vuelta de Japón.

Dos años después de su ingreso en Washington y de trabajar en varias operaciones junto a Clint, su compañero de trabajo, les encomendaron la misión más arriesgada e importante de sus vidas hasta la fecha.

Elias Montgomery, el subdirector jefe del FBI, un tipo calvo con unos increíbles ojos azules y muy respetado en toda la organización, tenía plena confianza en sus capacidades para resolver un tema de tráfico de drogas en Japón. Normalmente, esos casos se los daban a la CIA, pero como no había connotaciones políticas ni era un asunto de terrorismo internacional, y al haber de por medio ciudadanos norteamericanos, era competencia de la oficina federal.

Nick y Clint hablaban japonés a la perfección, sobre todo Nick. Debían hacerse pasar por traficantes de drogas de diseño en Tokio, donde un grupo de narcotraficantes norteamericanos mantenían relaciones y negocios con clanes mafiosos japoneses. Unos y otros se intercambiaban la droga y la vendían en Japón y en Estados Unidos. La compraban barata en la ciudad oriental y la revendían como droga de diseño en su país.

Nick y Clint debían seguirles los pasos y entrar como nuevos compradores interesados en su material.

Y fue muy difícil. Fue muy difícil hacerse pasar por algo que no era, actuar como ellos para que se creyeran su papel, probar la droga…

Sin embargo, aquel era su trabajo. Era para lo que tanto se había esforzado y por lo que tanto había mentido. Y ahora, con tres kilos menos y un tatuaje en forma de tigre que le cubría la nalga izquierda y parte del muslo, se cuestionaba si había valido la pena tanto esfuerzo.

Tanto Clint como él se habían hecho aquel tatuaje como señal de fidelidad al clan en el que se infiltraban. Madre de Dios, ¿qué diría Sophie cuando lo viera? Tenía un maldito tigre en el culo, y su cola se enrollaba a lo largo de su cuádriceps. Un felino atigrado de dientes puntiagudos y ojos amarillos y brillantes.

Se pasó la mano por la cara. Sophie le miraría muy raro.

Se había sentido ligeramente ofuscado en esos dos años de trabajo y de misiones. No sabía si ella lo había notado o no, pero él sí percibía cómo, día a día, cambiaba por dentro. Y lo que había vivido en Japón había superado las cotas de depravación y vanidad que estaba dispuesto a presenciar.

El poder por el poder. La mafia más cruel en estado puro. Gente que compraba a gente, y gente millonaria que compraba vicio y muerte. ¿Así se levantaban las bases de una sociedad? Nick estaba tan asqueado que solo quería ver a Sophie para creer que seguía habiendo cosas buenas.

Su inocente mujer estaba tan al margen de todo aquello que era como un mundo paralelo, el mundo al que realmente él pertenecía, aunque no se lo mereciera.

Un mes. Un mes sin ver a su esposa, hablando con ella con un teléfono de prepago para que nada ni nadie pudiera registrar sus llamadas.

Otro mes más mintiéndole. Llevaba tantos que ya había perdido la cuenta.

Un mes echando de menos la dulce protección que le ofrecía.

Un mes al borde de que lo descubrieran y de que su vida quedara patas arriba.

Un mes entero fuera de casa. Clint había desempeñado el papel de socio capitalista en sus negocios de droga.

Juntos habían contactado con los miembros del segundo clan mafioso más importante de la ciudad, los Sumi, integrantes de la Yakuza japonesa. Se habían hecho amigos de los narcos americanos, y se habían dividido las zonas en las que iban a repartir en Estados Unidos para vender su mercancía. No se estorbarían y mantendrían una relación lo más amistosa posible. Los pillaron a todos con las manos en la masa.

Sin embargo, aunque la misión había sido un éxito, muchos miembros del clan Sumi saldrían en nada a la calle, ya que la Yakuza controlaba Japón a su antojo. Era una pena, porque esa gente, aunque estaba regida por una serie de códigos que los clanes actuales no seguían, estaba muy loca. Era inusualmente agresiva, excéntrica y vengativa. La Yakuza era peligrosísima, como una especie de mafia rusa o de terroristas de la Yihad, aunque todo maquillado de cultura oriental y familias prestigiosas.

Al final, todo clan organizado sembraba el terror, fuera de la religión o la cultura que fuera.

Los traficantes americanos que viajaban con ellos en el avión, con las esposas puestas, ocultas bajo la manta, en posición preferente, para no despertar la curiosidad de los viajeros. Ellos irían directamente a la cárcel.

Las nubes del atardecer se teñían de colores eléctricos y resplandecientes, iluminadas por el sol. Aquel era el cielo de su tierra, y por fin entendía el dicho de «como en casa, en ningún sitio». Nick se sentía feliz de volver a su país. Maldita sea, si hasta deseaba ver a sus suegros y pasear con sus caballos por los campos de caña de azúcar.

No tardaría nada en estar allí. Después de esa misión, tendría varias semanas libres de descanso, y las pasaría con Sophie.

Miró a su izquierda, a Clint, que tenía la cabeza apoyada en la ventanilla, mirando cómo sobrevolaban las nubes. Triste y cabizbajo.

Lo de Clint había sido un imprevisto en la misión. Nick jamás se hubiera imaginado que su compañero iba a perder la cabeza por una japonesa, hija del líder de la Yakuza.

El resultado había sido terrible. El líder, Kai Sumichaji, tenía dos hijos: Ryu y Mizuki. Mizuki era una joven con medio cuerpo tatuado que sufría el maltrato de los hombres del clan de su padre.

Ryu, su hermano, era el único que la protegía de las noches de alcohol del clan. Pero cuando se enteró de que Mizuki tenía sentimientos hacia un extranjero americano, hacia Clint, se lo contó a su padre.

El mismísimo Kai asesinó a su hija por traidora. Tener relaciones o enamorarse de miembros que no fueran del clan ponía en peligro a la Yakuza, y eso no lo podían permitir.

La misma noche que desmantelaron la operación se enteraron por boca de Ryu de que su hermana había muerto. Clint no podía meter la pata, no debía mostrar ninguna emoción al respecto, ya que tenían todo lo que necesitaban y esa misma noche iban a coger a los americanos arrestados de Japón y a denunciar al clan Sumi por tráfico de drogas. Ellos debían limpiarse las manos y participar como si también los hubieran pillado, ya que no debían mostrar sus placas en ningún momento.

Clint, pese a no poder con la rabia y la frustración al saber que Mizuki ya no estaba, tuvo que tragarse la ira y la impotencia.

Nick no se podía llegar a imaginar cómo se sentía su amigo. Aquello debía de haberle dejado echo polvo. Se imaginaba a Sophie en lugar de Mizuki y se lo llevaban los demonios.

—Eh —le dijo Nick llamándole la atención. Clint lo miró de reojo, pero no le contestó—. Joder, lo siento mucho, tío.

—Estoy bien. Lo nuestro era imposible —reconoció con gesto ensombrecido—. Pero no se merecía ese final. Ella estaba muy sola… Y desesperada por salir.

—Sí. Lo sé —admitió Nick con pesar—. Pero no estábamos ahí para salvarla. Esa no era la misión.

—La misión —gruñó con desagrado—. Ya ni siquiera sé para el bien de quién trabajo. Esos hijos de puta nipones saldrán de la cárcel dentro de menos de un mes. Lo tienen todo comprado. Mizuki, en cambio —lamentó—, ya no saldrá del hoyo en el que la han metido.

Clint calló, pensativo, concentrado en su dolor y en todo lo que había pasado en Japón.

Nick, por su parte, quería consolar a su amigo, pero no tenía ni idea de cómo hacerlo. ¿Cómo coño se consolaba a alguien que decía que acababa de perder al amor de su vida?

En una misión como aquella, nunca había ganadores.

Todos perdían algo: algunos, sus principios; otros, su salud; y otros, como Clint, su corazón.

Los federales acudieron al aeropuerto de Washington para recoger a los detenidos. Elias Montgomery, trajeado como un ejecutivo, saludó diligentemente a Nick y a Clint, y los felicitó por su trabajo.

Clint aguantó con estoicismo las palabras del subdirector. Nick tenía tanta prisa en ducharse, limpiarse y rodearse de la esencia de su casa para viajar inmediatamente a Luisiana que apenas escuchaba lo que le decía.

—Tienen tres semanas de permiso. Hagan lo que les venga en gana. Recupérense y desconecten. Su país los necesitará de nuevo.

—Sí, señor —contestaron.

Ambos regresaron a sus casas con sus malos recuerdos, una maleta en una mano y el estrés y la ansiedad de haber vivido una aventura como esa.

Después de un abrazo sentido, cada uno se fue por su lado.

Nick tomó su todoterreno, del que no quería desprenderse, aunque pasara el tiempo, y fue a su casa de Gary Road.

Al menos, allí los cerezos no le recordaban a la cruda realidad de los Yakuza. Esos árboles en su jardín, solo le hablaban de eso, su espacio, su vida y su intimidad. Las ramas estaban llenas de sus pétalos y su hogar adquiría un inusual tono pastel; madera azul clara, ventanas blancas, flores rosa palo… Aquel lugar tenía una especial calidez al atardecer.

Nick cogió su maleta de viaje negra y su bolsa de mano, del mismo color, que se colgó al hombro.

Se moría de ganas de acariciar a su perro, que ya tenía seis años. Cuanto más se alejaba, más lo echaba de menos, aunque sabía que el golden se sentía como un pequeño dios en Luisiana, bajo los mimos y los cuidados de Carlo y Maria, y de su cariñosa Sophie.

Caminó a través del paseo de piedra que cruzaba el jardín. Se detuvo al detectar una mancha amarilla bajo el porche de madera. Era un New Beetle. El de su esposa.

Tragó saliva, levantó la mirada llena de esperanza y agradecimiento, y la fijó en la gran ventana que daba a la cocina. Había luz tras el cristal.

La puerta de la entrada se abrió, y apareció Sophie, con su pelo largo y perfectamente liso sobre los hombros, enmarcando su precioso rostro ovalado.

Cada año que pasaba estaba más hermosa.

Llevaba una camisa blanca medio desabrochada, unos pantalones caquis cortos y unas sandalias de verano cogidas a los tobillos.

No esperó. Salió como un relámpago, saltando los escalones del porche, volando, con una meta fija entre ceja y ceja: llegar hasta Nick.

Él dejó caer la bolsa y su maleta y la cogió al vuelo, mientras se fundían en un emocionante abrazo lleno de amor y pasión.

Sophie lo besó por toda la cara, sin dejar de acariciarlo y de sonreírle.

—Cariño, estás más delgado… Dios, cuántas ganas tenía de verte… Te he echado tanto de menos… Tanto… No soporto que estés lejos de mí tanto tiempo…

Nick no le contestó ni le dijo nada.

Simplemente, le tomó el rostro entre las manos, absorbiéndola como si fuera un espejismo o algo demasiado hermoso como para ser de su mundo. Ella dejó de hablar, acallada por un profundo beso que los silenció y los calentó.

* * *

Entraron a trompicones en la casa. Nick estampó a su mujer contra la pared de la entrada, y a punto estuvo de tirar al suelo el perchero negro de metal.

Sophie gimió, feliz al sentir la lengua de su marido contra la suya y al notar cómo la apresaba de las nalgas para frotarse contra sus piernas, al tiempo que ella lo rodeaba con un ansia inaudita.

La distancia podía enfriar a muchas parejas. Para ellos, en cambio, era como un afrodisiaco. Decían que el amor era una planta que se debía regar…, pues su planta permanecía siempre regada.

Sabían perfectamente cómo sentían el uno respecto al otro, así que no dudaban sobre sus sentimientos. Por eso, cuando se veían de nuevo, se limitaban a demostrarse cuánto se habían echado de menos.

Y sus cuerpos lo hacían por sí solos. Necesitaban tocarse, rozarse, acariciarse…

Nick le arrancó la camisa y la apoyó sobre el islote de la cocina. La sentó y se colocó entre sus piernas.

—No sabes cuánto te he necesitado, Soph… —murmuró Nick lamiéndole la garganta, afanándose en desabrocharle los pantalones caquis y bajárselos por sus delgadas piernas. Inmediatamente después, cubrió su pubis con su mano y disfrutó al notar el vello rizado de su esposa. Castaño claro. Precioso.

Sophie echó el cuello hacia atrás y se apoyó con las manos en el mármol del islote.

—¿Me has echado de menos?

—Sí, Nick. Mucho —aseguró atrayéndolo con sus piernas—. Házmelo ya. Me muero de ganas.

Nick sonrió, y a Sophie le hirvió la sangre al ver sus blancos dientes entre sus labios, y el brillo endiablado de sus ojos de oro. Solo necesitaban eso. Estar juntos, unidos el uno al otro de aquel modo.

Él se quitó el cinturón y se desabrochó los pantalones, para después liberar su erección de sus calzoncillos negros. La penetró de una sola vez, y ella ya estaba húmeda. Apretada, deliciosamente resbaladiza e hinchada hasta unos límites increíbles. Sophie siempre lo reconocía y lo esperaba de aquel modo. Preparada para él.

Nick empezó a bombear en su interior sin dejar de besarla, permitiendo que ella llevara el ritmo. Era todo un caballero, siempre le dejaba a ella el timón, él disfrutaba igualmente de todas maneras. Solo le importaba estar dentro de su cuerpo y vaciarse en ella.

Como hacía en ese momento. Sin salirse de ella, la cogió en brazos mientras subía y bajaba sobre su erección. Se tumbó en la cama y dejó que lo montara como una amazona.

Nick cubrió sus pechos con las palmas de las manos, a punto de eyacular, a punto de explotar por la estimulación de la carne con la carne.

Sophie no se iba a detener, estaba en el punto de no retorno. Ambos los estaban.

—Más rápido, más… —susurró Sophie—. Oh, Dios… Nick… Más…

—Sí. Sí… —La tomó de las caderas, subiendo las suyas para llegar con cuidado hasta lo más profundo.

Y entonces, como si hubieran llegado a un tácito acuerdo, los dos se corrieron a la vez.

—Oh, Sophie…

—¡Nick! —Ella se desplomó sobre su pecho y hundió su rostro en su cuello.

Mientras él la consolaba y la calmaba, pensó que aquella era una excelente bienvenida: un orgasmo enloquecedor y lleno de amor y alegría, después de un mes sin verse.

* * *

Su marido estaba en casa. Por fin.

Cómo odiaba esas ausencias. No se acostumbraba nunca.

Sophie seguía trabajando con su padre en Luisiana, esperando todos los fines de semana a que Nick regresara a su lado.

Pero esos viajes de negocios eran interminables y una tortura. Nick tenía un buen trabajo y un buen sueldo. Y esperaba con aplomo la decisión del director de su empresa de abrir una sucursal en Nueva Orleans. Pero, mientras eso no sucediera, tendrían que vivir de aquel modo.

Ella, centrada en la empresa familiar, que ya había conseguido relanzar y actualizar.

Él, a la expectativa de la nueva sucursal.

Ambos, separados.

Lo increíble era que su amor y su relación no se había visto comprometida, ni siquiera un poco, por su situación laboral.

En lo personal, en lo físico y en lo emocional, cumplían a la perfección con sus papeles y sus deseos. Ni grietas ni reproches. Solo amor y comprensión.

Sophie abrazó a Nick y rozó su mejilla con la nariz.

—Has perdido peso.

—Sí. Lo sé. Han sido días muy movidos.

—¿Habéis conseguido abrir la cuenta en Japón?

Nick no tenía otro remedio que seguir mintiendo. «Hemos abierto y cerrado las cuentas de los Sumi con Estados Unidos. Eso hemos hecho».

—Sí. No nos ha ido mal. Les gusta nuestro material.

—¿Clint está contento con su nuevo trabajo?

Nick le había contado que hacía un año que Clint había entrado a trabajar en su empresa, él mismo lo había recomendado. Lo había pedido como compañero. Y ahora trabajaban juntos.

—No le ha gustado demasiado la cultura japonesa.

—Ajá…

—¿Y a ti cómo te ha ido? ¿Has conseguido plantearle a tu padre lo de abrir tu propia cadena de restaurantes?

Sophie arrugó la nariz y negó con la cabeza.

—No encuentro el modo de decírselo. Está tan ilusionado con el buen funcionamiento de la empresa que me da miedo que nos volvamos a enfrentar.

Nick la besó en la frente. No la presionaría. Pero Sophie ya había hecho su función; reconvertir la clásica azucarera de su padre en una marca internacional con marca estándar y gourmet. Había conseguido producir varios tipos de azúcar, no solo el moreno, y eso les había permitido abrir más mercado y aumentar la productividad.

—Mi padre ahora te acepta. Me pregunta por ti muchas veces. Creo que empiezas a gustarle.

—Ya va siendo hora. Después de cinco años… Digamos que nos empezamos a tolerar.

—A lo que me refiero es a que si le digo que quiero ir por mi cuenta, me preocupa que vuelva a tomarla contigo y se empecine de nuevo en separarnos.

Nick sonrió maliciosamente.

—No lo conseguiría.

—Por supuesto que no. Pero aún no es buen momento para presentarle mi idea.

—Ya la demoraste por él.

—Sí, es cierto. Pero creo que aún puedo esperar un poco más… Además, no es el momento adecuado.

Nick no estaba tan de acuerdo, pero ¿cómo iba a decirle lo que tenía que hacer con su vida cuando él era incapaz de explicarle lo que él hacía con la suya?

El agente levantó la cabeza de la almohada y le dio un beso en los labios.

—Me has dado una buena sorpresa, Sophie… Verte es justo lo que necesitaba hoy. Pensaba que me esperabas en Luisiana. Tenía pensado ducharme e ir para allá mañana.

Ella se encogió de hombros y se incorporó para salirse de él, acariciándole el cuerpo con la punta de los dedos. Le desabrochó la camisa mordiéndose el labio inferior y después le bajó los pantalones hasta las rodillas.

—Resulta que he venido porque tengo una sorpresa que… ¡Por el amor de Dios! —exclamó atónita, quedándose de rodillas a los pies de Nick, con los ojos fuera de órbita y su mirada castaña clavada en su muslo—. ¡Dime que eso que tienes ahí es henna!

¿Henna?, pensó Nick, divertido. No era henna, sino tinta de tatuaje que corría bajo su piel. Y lo haría eternamente.

Sophie al ver que Nick sonreía y no contestaba, le dio una torta con la mano abierta en la barriga.

—¡Ouch! —se quejó él.

—¡¿Ouch?! ¡¿Te has tatuado?!

—No te enfades. Clint y yo perdimos una apuesta, y nos tuvimos que hacer esto —explicó con tranquilidad.

—¿Qué os tuvisteis que tatuar? ¿Una apuesta? ¿Y no pudiste tatuarte una letra o una estrellita en la muñeca?

—Es solo un dibujo.

—¡Nick! —le dio la vuelta como a una croqueta y volvió a clamar a los cielos cuando comprobó que el mismo dibujo recorría la nalga de su esposo—. ¡¿Te has vuelto loco?! ¡Tienes el culo tatuado! —gritó incrédula.

—Deberías ver el de Clint…

—¡No me interesa el culo de Clint! ¡Él no es mi marido!

—Y me alegro por él —ronroneó intentando suavizar su impresión—. Y también por mí. De lo contrario, jamás habríamos sido amigos. Me habría sentido fatal deseando a la esposa de mi mejor amigo, ¿no crees?

Sophie negaba con la cabeza, y se echó el largo flequillo liso hacia atrás.

—Dios… Pareces un mafioso…

—Pero te gusto, ¿a que sí? —La cogió de repente por la cintura y la tiró de nuevo sobre la cama.

—Nick… —suplicó medio sonriendo—. Cuando mis padres vean eso…

—Debería bañarme desnudo para ello. Y no queremos violentar a los Ciceroni, ¿verdad, princesa?

—¿Desde cuándo te gustan los tatuajes?

—Ah, siempre me han gustado. Siempre quise hacerme uno —mintió—, pero no sabía el qué.

—Claro, y fuiste a Japón a descubrirlo.

—No te enfades, Soph… Si no te gusta, con el tiempo me lo quitaré. Pero fíjate bien. Es un tigre. Tal y como tú me llamas a veces cuando quieres jugar conmigo. Un tigre —le recordó—, como el peluche que aún conservas en tu cama de cuando eras niña. Lo he hecho en tu honor —improviso. No había nada como tener la mente rápida.

Sophie tragó saliva, y sus ojos perdieron el matiz de acusación para convertirse en un tono de credulidad.

—Te he traído un regalo —le dijo él de repente.

—Eso no va a suavizar el hecho de que tengas un tigre en el culo, tramposo.

—Lo sé. Pero creo que te gusta…, en el fondo…

—Cállate.

—Y vi algo en ese mercado que no pude evitar llevarme para mi mujer. Ya verás, te encantará.

Se levantó de la cama, tal y como su madre lo trajo al mundo. Salió corriendo al jardín, procurando que nadie de las casas de al lado lo cazaran, y agarró la maleta en la que llevaba toda su ropa. Una vez dentro de la casa, sacó un peluche de oso panda de su interior y se acercó a Sophie, con su rostro de pícaro, que a su esposa tanto le gustaba.

—Mira —le dijo haciéndolo bailotear frente a su cara—. Es para ti. Si le aprietas la panza, dice en inglés «te quiero».

A Sophie el rostro se le iluminó por completo y le dirigió una sonrisa radiante, y al instante, sus ojos se inundaron de lágrimas de emoción…

Nick, extrañado, miró el oso. No se hubiera imaginado que Sophie llorase por eso… Corrió a sentarse a su lado y le pasó el brazo por encima, para cobijarla y protegerla de lo que le pasara.

—¿Qué sucede, princesa? ¿Estás llorando?

Sophie hacía mohines con la boca y Nick deseó besarla, pero si lo hacía ella no le contaría nada.

—Dios, Nick… —Con una mano sostuvo al oso y con la otra tomó la de Nick y se la llevó a su propio vientre.

—¿Qué?

Pensó que tendría los dolores de la menstruación. A Sophie le costaba soportarla, y él le hacía masajes en los riñones o le colocaba la palma sobre los ovarios para calentarlos y que el dolor fuera a menos. Sophie siempre decía que sus manos tenían magia.

—¿Te va a venir la regla?

Ella sorbió por la nariz y, al negar, el flequillo se le movió hacia todos lados.

—No. Hace dos meses que no me viene.

—¿Hace dos meses que no…? —Nick frunció el ceño sin comprender.

—No lo sabías, cariño, pero sin quererlo, este —dijo sacudiendo el oso con dulzura y golpeándole la nariz con él— es el primer regalo que va a tener nuestro hijo.

Nick se quedó sin aire al recibir la noticia. ¿Él? ¿Un hijo? ¿Iba a ser padre? ¿De verdad?

—¿Cómo?

—Si te tengo que explicar cómo, es que no lo he hecho muy bien…

—No. No me refiero a… ¿Has ido al ginecólogo?

—Sí. Fui hace diez días. Estoy de cinco semanas. —Sophie se encogió de hombros, como si aquello hubiera sido sin querer y se echó a reír con fuerza—. Vamos a ser papás.

Él intentó percibir aquella vida nueva que crecía en el interior de su esposa a través de su palma. De repente, quería escuchar su corazón y cientos de caras diferentes de cómo podía ser aquel bebé cruzaron por su mente.

No tuvo miedo. Quería ser padre. Antes jamás lo hubiera imaginado. Pero Sophie había cambiado su vida por completo, a mejor. Y ahora sería papá. Un padre con un tigre tatuado.

—Vamos a ser papás… Vamos a ser papás —lo repetía para asimilarlo, para poder creérselo. Hasta que estalló, cogió a Sophie en brazos y, dando vueltas sobre sí mismo, gritó—: ¡Vamos a ser papás!

Una nueva etapa empezaba para ellos.

Un nuevo desafío.

Mientras Sophie se prometía a sí misma ser una madre ejemplar, transigente y sin prejuicios, Nick se prometió otra cosa distinta: se convertiría en el mejor agente de todos para legarle a su pequeño o pequeña un mundo menos turbulento, menos injusto, y menos maligno del que él conocía.

Para su hijo quería un mundo mejor.