Capítulo 7

Y el vuelo y revuelo de su inesperada boda exprés trajeron cola durante años. Su matrimonio estuvo repleto de grandes alegrías por su parte, pero de reproches entre líneas por parte de los Ciceroni.

Esas mismas Navidades, ya que Sophie no tenía intención de ir a visitar a sus padres, vinieron ellos a verlos en Año Nuevo. Ni Carlo ni Maria podían deshacer lo que su irresponsable hija, según ellos, había hecho. Así que se esforzaron por respetar el trato que habían pactado con ella, y con fría cordialidad se presentaron en su casa para darles la displicente enhorabuena.

Carlo no mencionaría ni una palabra sobre su enlace, no quería hablar de ello. Se limitaría a tratar a su yerno con cierta apatía, pero con exquisita educación. Sophia se la había jugado, con motivos o sin ellos, pero le acababa de dar un duro golpe a la familia. No hablarían de su boda, y él se limitaría a tratar temas de la empresa y a protegerla, como siempre había hecho, aunque la indisciplina de su hija y su propia intransigencia hubieran hecho mella en su relación.

Maria, en cambio, les deseó suerte. Sus ojos reflejaban pena y tristeza, aunque también un abierto reconocimiento a su valentía; eso sí, tampoco les dio ninguna palmadita de felicitación. Lo que sí les entregó fueron las alianzas que habían pertenecido a sus padres, y a su vez a sus bisabuelos, y que pasaban de generación en generación entre los Ciceroni.

—Las tenía guardadas para cuando te casaras —murmuró Maria, afectada al escuchar lo que había sucedido. Su hija estaba casada. Dios mío—. Tú de blanco, preciosa, música en la iglesia y un hombre considerado a tu lado, que tuviera en cuenta a sus futuros suegros —miró de reojo a Nick— para pedir su mano en matrimonio.

—Él no tuvo la idea. La tuve yo —replicó Sophie.

—Peor me lo pones. Él debió decírnoslo y ganarse nuestro favor antes de nada.

—Esto no es una competición para caeros bien, mamá —gruñó su hija—. Las personas deben ser aceptadas por cómo son y recibir una cálida bienvenida siempre. Vosotros ya teníais el no en la boca incluso antes de visitarnos por primera vez.

Carlo se mantenía al margen de la conversación, como había hecho durante todo el día. Con Nick solo había intercambiado un austero «felicidades», igual que con Sophie. Una vez seguido el protocolo, se alejó de ellos, como si estar en esa casa con olor a galletas, decorada con adornos de Navidad, con su hija casada con un desconocido y un cachorro de golden juguetón que no paraba quieto fuera demasiado incómodo para él.

—Sea como sea —se desentendió su madre—, os entrego los anillos de mamma. Quiero que te quites esa bisutería espantosa de calavera de los dedos. Una Ciceroni es elegante, no una ordinaria salida del Bronx.

—Gracias por tus preciosas palabras, mamá —dijo sarcástica.

—De nada.

Sophie miró las alianzas con inmenso cariño, aunque guardaría bien las de las calaveras. Los anillos de pedida de su familia eran sencillos, dorados y lisos, con una inscripción en italiano «per sempre». Recordó emocionada a sus abuelos y sonrió con ternura. Cogió los anillos y le agradeció el detalle a su madre

—Son preciosos, mamá. Muchas gracias.

—Quiero que cuides a mi hija, Nicholas —le pidió Maria a Nick, que observaba la escena desde el islote de la cocina, con una taza de café entre las manos, alejado de Carlo y de ellas.

—Eso haré, señora Ciceroni. No tenga ninguna duda de que la quiero y de que vamos a estar bien juntos.

Maria se levantó con una sonrisa de incredulidad y sorna en sus rojos labios.

—Ya veremos —musitó—. ¿Vais a vivir en esta casa?

—Por supuesto —contestó él—. Es mía, está totalmente pagada… Si quieren, ya pueden dejar de pagar la habitación del campus a Sophie —se obligó a recordarles—. Yo me encargaré de ella.

Maria entrecerró los párpados.

—Sophia, ¿ya sabe Nicholas cuál es el precio que debes pagar por esto? ¿Sabe que, en cuanto os graduéis, tú debes volver a Luisiana?

—Iremos juntos, si podemos —contestó Sophie mirando por encima del hombro a su marido. Este asintió dándole todo su apoyo. Tal vez su madre había pensado que le había ocultado ese detalle a Nick, pero entre ellos no habría secretos nunca. Se lo contaban todo—. Nick es mi marido, os guste o no. Él también tendrá sus propios proyectos de trabajo, y ya hemos acordado que el hecho de que yo viva en Luisiana no debe cambiar sus futuros planes laborales. Es a mí a quien han coaccionado. No a él —le recordó con cierta acritud.

—¿Y si debéis trabajar en diferentes estados?

—Eso haremos, señora Ciceroni —aseguró Nick—. La distancia no supone un problema para mí.

—¿Vais a tener un matrimonio a distancia? Eso es imposible.

—Para mí no —zanjó Nick, que le dio un sorbo a su café—. La quiero mucho, ¿comprende? Y ella a mí. Unos cuantos metros de tierra de por medio no va a cambiar eso.

—De acuerdo. Como queráis —contestó Maria, seca, y se encogió de hombros—. Ya veremos lo que dice el tiempo.

Ni siquiera se quedaron a cenar esa noche. Se fueron velozmente después de la comida.

—¿Por qué mis padres no pueden ser como los tuyos? —susurró aquella noche Sophie sobre su pecho, después de haber hecho el amor—. ¿Por qué son tan estrictos y controladores? Odio que sean tan estirados.

Nick le acariciaba el pelo con los dedos, mientras pensaba sobre ello con aquellos ojos dorados fijos en el techo de la habitación. En realidad, aunque se pasaban de la raya, los padres de Sophie se preocupaban por ella porque la querían mucho. En cambio, los padres de Nick eran el colmo del pasotismo y la indiferencia. Sus llamadas se limitaban a «¿Va todo bien?», «¿Qué tal el tiempo?»…, y otra colección de preguntas para cumplir el expediente, cosa que indicaban el poco interés o la poca maña que tenían con su hijo.

A veces, Nick hubiera deseado ser hijo de su tío Dominic. Se preocupaba por él y sus conversaciones eran trascendentales e importantes, sobre la vida, las relaciones, lo que es importante y lo que no…

Su padre, en cambio, solo se preocupaba por tener un pack de cervezas en la nevera y poco más. Y su madre… Su madre era una buena mujer, pero sumisa, que, para no tener problemas con su marido, apenas hablaba. Se limitaba a sonreírle, a ser agradable y a llevarle algo de comida cuando les iba a visitar. El día que conocieron a Sophie, Nick sintió un poco de vergüenza cuando comprobó que las diferencias básicas entre los Ciceroni y los Summers se encontraban en lo cultos que eran unos respecto a los otros, así como en sus ambiciones.

Los Ciceroni eran gente activa, y jamás se cansaban de trabajar.

Los Summers se habían relajado por completo. No sentían curiosidad por aprender nada más. Habían dejado de formarse como personas. Creían que la vida era estar en su casa de Chicago, el canal del ESPN, el programa de Oprah y tomarse la medicación para la tensión. Poco más.

—Siéntete orgullosa de tener unos padres como los que tienes, Sophie —le dijo Nick hablando con la boca pegada a su coronilla—. Tus padres no hablan conmigo porque no les gusto. Los míos no lo hacen porque no saben de qué hablar. No sé lo que es peor. Firmemente, creo que hubiera preferido a los tuyos. Aunque consideres que su comportamiento es demasiado controlador y psicótico…

—Lo de psicótico lo has añadido tú, pero lo acepto.

—Al menos se preocupan por ti. —Sonrió—. Se han preocupado por cada una de las cosas que has hecho. Te han dado una educación intachable. Te han apoyado. Te pagan los estudios. Te quieren y desean lo mejor para ti.

—Pero se equivocan —dijo Sophie incorporándose en los codos, mirándolo con un eterno amor en sus almendrados ojos—. Lo mejor para mí eres tú, y ellos ni siquiera lo ven.

—Es normal que piensen que puedo aprovecharme de la ricachona de su inocente hija.

—Ya no soy inocente —le recriminó.

—Lo sé —ronroneó él atrayéndola y abrazándola con fuerza. Después le dio un fuerte beso en los labios y sonrió exultante de felicidad—. Me voy a ganar a tus padres. Es un desafío, y me encantan.

—Son muy duros.

—No importa —aseguró dándole un golpecito en la nariz—. Al final, el tiempo, como dice tu madre, nos dará la razón.

* * *

Y el tiempo habló de muchas cosas.

Dos años después, habló de dos recientes graduados; uno en Ciencias Empresariales y otro en Lenguas Extranjeras.

Un matrimonio de licenciados que debía emprender destinos distintos para no romper sus palabras.

La primera separación sucedió al elegir el destino de su año de especialización. Sophie eligió Luisiana, para trabajar en la empresa azucarera de su padre.

Y Nick, con sus dos carreras debajo del brazo, decidió presentar la solicitud de ingreso a la policía federal preventiva, exactamente a la Sección de Inteligencia, aunque no le dijo nada a Sophie. Le contó que iría a Virginia a hacer prácticas en una empresa de telecomunicaciones. Y ella, que confiaba plenamente en él, lo creyó a pies juntillas. Y no, no estaba orgulloso de lo que hacía, pero ya había interiorizado tanto su propia mentira que él mismo empezaba a creérsela.

* * *

Clint, su inseparable amigo, entró con él en la academia de Quantico, que pertenecía al área metropolitana de Washington. Cerca del río Potomac, justo al lado de la base militar de los marines, se encontraba la academia de preparación de los agentes del FBI.

Durante veinte duras semanas, Nick y Clint trabajaron arduamente para adquirir todos los conocimientos en armas, obtener la excelencia física y absorber los conocimientos legales necesarios para aprobar y convertirse en los mejores de la base.

Nick no pudo evitar emocionarse al descubrir sus instalaciones, al inhalar el aire de disciplina e inflexibilidad que rodeaban el lugar.

Allí otorgaban las habitaciones por orden alfabético de los apellidos, y Nick y Clint tuvieron que separarse, pero solo para dormir. No tardaron en darse a conocer por sus habilidades tanto en tiro como en idiomas.

Las plantas más concurridas eran el comedor, la biblioteca, la sala de conferencias, donde agentes ya retirados hablaban de sus experiencias, y el gimnasio, se trabajaban los músculos y la agilidad. Como a veces las máquinas estaban todas ocupadas, Nick y Clint se iban a la piscina para hacer largos durante hora y media.

En los campos de tiro de Quantico, los alumnos disparaban tres mil seiscientas balas a lo largo de doscientas cincuenta horas, en esas veinte semanas de prácticas. Así se aseguraban que los agentes salían más que preparados para manejar una pistola. Y Nick y Clint solo necesitaron la mitad para demostrar que su puntería y su manejo de las armas eran excelentes.

Desde las cinco de la mañana hasta las siete de la tarde, la instrucción era intensa. Vestían con pantalón caqui y polo azul marino, para diferenciarse de los veteranos que, de vez en cuando, aparecían por allí para hacer algún curso de reciclaje.

Por la tarde caían rendidos, cenaban y se acostaban temprano para estar en forma y despejados al día siguiente.

Entonces, antes de dormir, Nick llamaba a Sophie: si no oía su voz, no se quedaba tranquilo. Salía al larguísimo pasillo de las habitaciones y hablaba con ella, contestando a cada una de las preguntas que le hacía su mujer, adoptando el papel de aplicado y competente comerciante.

—¿Le gustas al director?

—Sí, mucho. Creo que al final me ofrecerá un trabajo como jefe de producto.

—Eso es genial, Nick. Estoy tan orgullosa de ti.

—Gracias, cariño.

—Te echo tanto de menos —lloriqueó.

—Y yo a ti. Este fin de semana nos veremos. ¿Cómo te va con tus padres?

—Aquí hay mucho por hacer, ¿sabes? No entiendo cómo mi padre ha sacado su negocio adelante con un sistema tan obsoleto, sin publicidad y sin nada que le promocionara. Todo debe relanzarse. Tardaré un tiempo, pero lo conseguiré.

—¿Te gusta estar ahí? —preguntó, preocupado por ella, a sabiendas de que había vuelto a su casa a regañadientes.

—No es lo que quiero hacer —aseguró ella, momentáneamente rendida—, pero cuando pase el tiempo y deje las cosas como quiero, me replantearé mi pacto con mi padre. Nick, ¿sabes qué?

—¿Qué?

—Mi madre me ha preguntado si te gusta la lasaña de verduras. Va a pedir a los cocineros que la preparen este fin de semana, para ti —anunció risueña.

—Eso es un avance, ¿no? Es una buena noticia —contestó esperanzado.

—Sí, yo creo que sí.

—¿Y tu padre no te ha preguntado si me gustan los habanos que él se fuma?

Sophie dejó escapar una carcajada. Aquel sonido le dio todo el calor y el amor que necesitaba para sobrevivir sin ella unos días más. Hasta que la viera de nuevo.

—Mi padre es más duro. Pero lo estás haciendo muy bien.

Nick lo sabía, pero no cesaría en su empeño de ganárselo. Y no lo hacía por él, ni siquiera por Carlo. Lo hacía por su preciosa e increíble mujercita.

La mejor de todas.

* * *

Aquellos cinco meses de separación no fueron fáciles. Sophie y Nick habían vivido juntos los últimos años. No se habían separado jamás. Su convivencia era maravillosa, y no tenían nada de lo que desconectar el uno del otro, así que, la distancia que había entre Virginia y Luisiana los deprimía.

Sophie se llevó a Dalton a Luisiana y el perro se convirtió en un experto cuidador de los campos de caña. Carlo lo adoraba y jugaba con él de vez en cuando, o se iban a dar larguísimos paseos junto a Maria, que trataba al perro como si fuera un hijo.

Nick, por su parte, echaba muchísimo de menos a Sophie. Todos los fines de semana la iba a ver. Todavía le quedaba dinero de lo que le había dejado su tío, ya que nunca gastaba más de lo que podía, excepto para Sophie. Se gastaba el dinero en ella, en él casi nunca.

Cuando la visitaba, solía traerle regalos, y algún detalle de su falsa empresa para sus suegros, que, poco a poco y casi con calzador, empezaban a mirarlo con familiaridad, en vez de cómo a un completo desconocido.

El fin de semana de antes de su graduación, Nick llevó con él un regalo único y especial para Carlo.

Cuando el chófer lo dejó en las puertas del hogar de los Ciceroni, recordó la primera vez que llegó a Luisiana, a aquella palaciega y suntuosa mansión rodeada de campos de caña de azúcar de la familia de su mujer. En aquel entonces, no pudo evitar no sentirse intimidado por su grandeza, sus mayordomos, sus esculturas de época, sus extensos jardines y ricas fuentes y su arquitectura casi novelesca.

No es que Sophie fuera rica, es que era inmensamente rica.

Y él solo era un chico de Chicago, que se alejaba mucho de ser humilde, pero que no alcanzaba ni por asomo el estatus de la sangre casi azul de su esposa.

Sin embargo, ahora esos miedos y esas inseguridades habían desaparecido. Tal vez no tenía apellido ni sangre aristócrata como los demás pretendientes con los que seguramente sus suegros habían querido enlazar a Sophie, pero sí tenía algo que los demás no tenían: valor para aceptar que la riqueza de uno no se medía por sus posesiones, sino por la fuerza con la que amaba y respetaba a las personas que conformaban su vida. Y Sophie Ciceroni era su valor más preciado.

Al cabo de una semana sería agente del FBI, cumpliría con su máxima aspiración. Lo había conseguido. Y aunque ellos no iban a asistir a su graduación, y pese a que, lamentablemente, no podía dar la buena nueva a su familia política para que se sintieran orgullosos de él, porque no lo harían, Nick decidió fingir que ese fin de semana iban a celebrar su logro, aunque mintiera diciéndole que había conseguido trabajo como jefe de producto.

Lo cierto era que, como Clint y él tenían la primera y segunda nota más alta de su promoción, con sus idiomas y sus aptitudes, no iban a tardar en ofrecerles un puesto en Washington. Su destino sería la capital, estaban convencidos, pues desde ahí se repartían las operaciones más importantes de carácter externo.

Nick solo esperaba saber cuándo y a qué departamento lo asignarían.

Mientras tanto, ese fin de semana en Luisiana, trajo una caja de bombones Baci, de origen italiano. Sabía que a Maria, con lo golosa que era, le encantaría.

Y a Carlo le regaló un libro muy antiguo que trataba sobre la historia de los inmigrantes italianos en Luisiana, y donde se hablaba sobre el origen de los Ciceroni. Le divirtió leer que eran muy amigos de los principales mafiosos italianos de Nueva Orleans, y que usaron parte del dinero de sus intercambios para fundar sus empresas punteras.

Aquella noche, cenando en el jardín, acompañados de la luz de las velas y en un ambiente distendido, Carlo ojeaba el libro con las gafas de leer en la punta de la nariz, intrigado y curioso. De vez en cuando, miraba por encima de las páginas a Nick, ocultando una ligera y casi invisible sonrisa de agrado.

—Nicholas, ¿insinúas que mi familia tiene sangre mafiosa? —preguntó, adoptando un tono serio repentino, imperceptiblemente forzado.

Nick sonrió mientras tomaba la copa de champán con delicadeza. Sabía cuánto agradaba a sus suegros sus esfuerzos por ser más educado, más fino…, y, aunque sus músculos y su porte guerrero hablaban de lo contrario, él intentaba disimularlo con excelente dedicación.

—En absoluto, señor Ciceroni. Su familia tiene raíces históricas muy poderosas en la historia del desarrollo de este estado. Son casi fundadores. Deben sentirse orgullosos de ello. Su apellido y su origen han quedado registrados en un libro de la expansión de América. ¿No es maravilloso?

Maria y Sophie parecían entretenidas con aquella conversación. Sophie se reía internamente ante la inteligencia y el atrevimiento de su marido. Estaba tan guapo con su camisa blanca, sus zapatos negros y sus pantalones beis de pinza que si sus padres llegaban a saber lo que quería hacerle en su alcoba, en la intimidad, cuando él y ella se llamaban Nick y Sophie en vez de Nicholas y Sophia, la habrían internado en un convento.

Carlo le miró con reconocimiento. Cerró el libro y lo dejó sobre la mesa.

—Lo es —sentenció, sacando pecho.

Maria, por su parte, parecía querer probar todos los bombones que había llevado Nick, para degustar el sabor de la bella Italia, decía.

—Nicholas.

—¿Sí, señora Ciceroni?

—Los bombones están deliciosos. Muchas gracias —reconoció. Hacía algún tiempo que lo trataba más cordialmente—. Por cierto, ¿no te cansa viajar cada fin de semana a Luisiana? ¿No podrías pedir que abrieran aquí una delegación de tu empresa? Estarías más cerca de Sophia, que no pasaría tanto tiempo sola.

Nick negó con la cabeza sin perder la calma.

—Lamentablemente, no podemos, señora. La sede no está dispuesta a abrir pequeñas delegaciones en el resto de los estados, pero sí he pedido que me den más días libres y más libertad de movimientos para ver a Sophia. Ya saben que tengo a mi mujer en Luisiana y que ella no puede moverse de aquí, así que he pedido un trato especial. Washington es mi destino, por ahora. —Se encogió de hombros—. ¿Quién sabe en un futuro? Estamos creciendo, así que cabe esa posibilidad, pero no de manera inminente. —«Qué corporativo sueno»—. Al menos, Sophia no está sola, está con ustedes. Y eso me deja tranquilo.

Sophie lo miró con tristeza, pero aceptó las reglas del juego. Al menos, podían verse más, no tanto como a ella le gustaría, pero menos era nada. Y cuando se veían, se amaban y se entregaban el uno al otro como si fuera el último día. Eso también les daba vida e impedía que se convirtieran en una de esas parejas monótonas y aburridas que solían encontrarse en sus paseos o en los restaurantes.

Al día siguiente, después de tanto tiempo y por primera vez, Carlo invitó a Nick a que recorriera los campos de caña de azúcar junto a él, a caballo, para explicarle cómo funcionaba todo. Sophie galopaba cogida a la cintura de Nick en un precioso semental negro.

—Las máquinas cortan los tallos —le explicaba Carlo—. Después, otras los cargan y los llevan a la planta de procesamiento. Nuestras máquinas exprimen el tallo y extraen su jugo de los caños.

—¿Qué se hace con el sobrante? —preguntó Nick.

—El bagazo se usa para las calderas y los fertilizantes —contestó Sophie.

—Sí —asintió Carlo observando la extensión de sus campos dorados—. El jugo del caño se hierve, y la evaporación provoca la cristalización del azúcar. Azúcar puro, moreno y virgen —dijo como una exhalación poética—. Después se hace la afinación del azúcar, al retirar la capa líquida que cubre el cristal de azúcar. Cuando hierves el azúcar bruto, consigues azúcar blanco refinado, y el líquido que emerge de él se llama melaza.

—¿Y vosotros comerciáis con todo? ¿Azúcar moreno, azúcar blanco y melaza? —preguntó Nick.

—Sí, Nicholas. Nosotros lo vendemos todo al resto del país. Sophie se está encargando de llevar nuestro azúcar a mercados internacionales. Quiere abrir mercado en Asia y en Europa.

—Y lo conseguiré, papá. Quiero dejar este negocio rodando solo. Y para ello tenemos que abrirnos a nuevas potencias que apuesten por nuestro producto. Hasta ahora —Sophie le explicó con pelos y señales el crecimiento del Azucaroni, su marca patentada—, nuestro producto se conocía por ser caro y elitista, y con razón, porque era el mejor, y utilizábamos mucha mano de obra y dedicación, en vez de máquinas. Pero la evolución exige el uso de esas máquinas para poder exportarlo mejor en menos tiempo. A menor tiempo, más productividad —explicaba Sophie llevándose un palo mojado con melaza a la boca. Estaba deliciosamente dulce—. La productividad y la cantidad harán que podamos bajar los precios y vendamos más. Eso nos dará más beneficios y seremos mucho más competitivos que Hawái, Florida o Texas.

—Su hija es un cerebro, ¿no cree, señor Ciceroni? —asintió Nick acariciándole el muslo a Sophie.

Carlo miró a su hija con orgullo, pero solo asintió.

—Por eso la quiero aquí —aseguró, espoleando a los caballos para continuar su ruta.

* * *

El domingo era el peor día de la semana, porque era cuando Nick debía tomar el avión de vuelta a Virginia y despedirse de ella. Ese fin de semana, después de muchos mimos y arrumacos, y de despedirse educadamente de sus suegros, cuando Nick entró en el coche del chófer y miró al palacio Ciceroni a través del cristal trasero del Cruiser, supo que una etapa había acabado.

Sophie y sus padres estaban convencidos de que él era agente comercial y jefe de producto de una empresa en Washington. Y así vivirían hasta que él se decidiera a contarles la verdad, pero la tregua levantada entre ellos en los últimos meses todavía era muy frágil, y algo así la rompería definitivamente.

Nick solo sabía que sería uno de los mejores agentes de la Oficina de Investigación del Estado, y lo mantendría en secreto, por el amor de una mujer.

Y por la aprobación de su familia.

A veces, los grandes logros requerían grandes sacrificios.