Cuando Nick vio por primera vez a los Ciceroni supo que, difícilmente, podría ganar alguna vez su favor, a no ser que tras su apellido se escondiera un imperio tan grande como el de ellos.
Un imperio. Una fortuna. Un reino. Una suculenta herencia.
Pero Nick no tenía nada de eso, ni mucho menos disponía de la altivez o la vanidad de los Ciceroni, porque, sencillamente, él no tenía nada material de lo que poder alardear.
Los padres de Sophie parecían distinguidos aristócratas, casi reyes en un mundo de plebeyos. Y él, más bien, aparentaba ser el mozo de cuadras que preparaba el sillín de los caballos para su hija: su princesa.
No obstante, aunque lo invadió cierta incomodidad al ver cómo el Jaguar negro lo conducía un chófer y aparcaba en su humilde jardín de cerezos, y al comprobar que Carlo y Maria vestían ropa cuyo coste superaría, con diferencia, lo que él y cualquier mundano podía cobrar en un mes, decidió que no iba a someterse a su poder, que no se arrodillaría ante nadie, jamás. Los Ciceroni intimidaban a aquellos que temían al dinero y que le daban demasiada importancia. Nick no era uno de esos.
Carlo tenía el pelo repeinado hacia atrás y entrecano. Le recordaba a Marlon Brando más delgado. Su carísimo traje estaba cubierto por una larguísima gabardina de diseño. Pisó el jardín con miedo a que sus lustres zapatos se ensuciaran.
El pelo ondulado y castaño rojizo de Maria estaba perfectamente peinado, y su maquillaje no tenía ni una grieta. Su abrigo marrón con cuello de visón le confería un especial porte y cierta distinción.
Maria alzó la mirada castaña, como la de su hija. Con aquellos ojos que parecían sonreír siempre analizó lo que había a su alrededor.
«Joder, no he cortado el césped desde hace dos semanas», pensó Nick.
Maria leyó su pensamiento e hizo una ligera mueca al estudiar la altura de la hierba, aunque pareció sonreír con agrado en cuanto estudió las flores de sakura dispuestas sobre el tapiz esmeralda.
Cuando Dalton se acercó para olerla, le acarició la cabeza con suavidad y le dedicó unas palabras cariñosas, a diferencia de Carlo, que parecía querer arrancarle la cabeza a alguien. Nick pensó que seguramente sería la suya.
Disimuló una sonrisa. Maria y Sophie eran calcadas, aunque su madre tenía la madurez, la tranquilidad y la seguridad de saber quién era, y Sophie…, Dios, a su Sophie se la comería a besos. Ella se dejaba llevar por su corazón, sin prestar atención a si lo que vivía era lo mejor o no para ella. Sin importarle cuán diferente pudiera ser su estatus social. Aunque Nick esperaba demostrarle que nada ni nadie podría darle más felicidad que él.
Sophie, perfectamente vestida y maquillada, como si una hora atrás no hubiera estado revolcándose desnuda, se colocó a su lado y entrelazó sus pálidos dedos con los de él. Nick bajó la cabeza para transmitirle tranquilidad.
Ella tragó saliva y miró al frente.
—Papá, mamá —los saludó, tensa.
Carlo y Maria caminaron hasta el porche como si fueran los jueces de la vida y de la muerte. Se detuvieron en las escaleras y los miraron, recriminándoles abiertamente por su actitud.
—No entiendo nada, Sophia —dijo Carlo—. Nada en absoluto. ¿Te estoy pagando la universidad y el campus para esto? —Apretó los dientes sin perder las formas—. ¿Para que… golfees con este… muchacho?
Maria parpadeó con solemnidad.
—Creo que es mejor que vengas con nosotros, cariño.
—Me llamo Nick Summers.
—Encantada, Nick. —Maria sonrió, aunque la sonrisa no le llegó esta vez a sus enormes ojos—. Pero me temo que Sophie debe venirse con nosotros…
«¿En serio?».
—Me he tomado la molestia de prepararles la cena —los interrumpió Nick encarándolos con sus ojos amarillos y sosegados—. ¿Van a rechazar mi invitación? Eso no estaría bien, ¿no creen?
—Lo que no está bien es aprovecharse de ella —señaló Carlo dando un paso al frente.
—Nick no se ha aprovechado de mí —repuso Sophie, indignada y cogiéndose al brazo de Nick—. ¡Yo me he aprovechado de él!
Nick le apretó los dedos con ternura y reprimió una carcajada.
—Silencio, Sophie —la regañó Maria.
—¿Por qué no entran y hablamos un poco? Sophie…
—No se llama Sophie. Se llama Sophia —lo cortó Carlo.
—Él puede llamarme como quiera, papá.
—¡Sophia! Pero… ¿qué te sucede? —Su madre estaba horrorizada ante aquella actitud.
—Se llama madurez, mamá.
Nick mostró una sonrisa indulgente ante el tono del padre de Sophie. Si tenía que llamarla Sophia delante de ellos, lo haría. Pero cuando no estuvieran, sería su Sophie.
—Por favor, me gustaría que aceptaran mi invitación. Entren y hablemos. Tenía muchas ganas de conocerlos.
Carlo apretó los labios y le devolvió una mirada menos serena que la de él. Lo midió y lo analizó como un hombre más: alguien interesado por el dinero de Sophie y por su fortuna y su apellido; alguien a quien no le importaban ni la fragilidad, ni la vulnerabilidad, ni el espléndido corazón de su hija.
Le dio muchísima rabia que Carlo lo valorase así, aunque comprendió que era un padre preocupado por su hija y que solo veía que se la estaban beneficiando.
—Sé cocinar, señora Ciceroni —aseguró Nick desplegando su encanto.
Carlo era un hueso, pero a Maria tampoco se la iba a ganar con facilidad. Aun así, lo intentaría.
Cuando el señor Ciceroni iba a soltar un improperio, Maria lo detuvo por el brazo y lo tranquilizó con solo unas palabras.
—Está bien, Carlo. Cenemos con ellos. No quiero montar un espectáculo aquí afuera. Además, desde verano no veo a Sophia, y me gustaría mucho hablar con ella. Tal vez así nos podrá explicar por qué razón nos ha ocultado que estaba pasando las noches fuera del campus.
—Gracias, mamá. —Sophie se apartó y abrió la puerta de la casa para que sus padres entraran.
Nick esperó a que Carlo Ciceroni pasara por delante y fijó sus ojos brillantes y llenos de rabia en su cogote.
Él no era un entretenimiento de las noches de su hija.
Era su novio.
Era su pareja.
Estaban locos si creían que iba a renunciar a la luz de Sophie solo por que ellos se lo prohibieran.
Una lámpara de pie curvada iluminaba el centro de la mesa, que Nick había dispuesto perfectamente, con la ayuda de Sophie. Ella había comprado una vajilla nueva de color violeta, tapetes y servilletas a conjunto.
Incluso habían puesto unas velitas en el centro para hacerlo todo más acogedor.
Dalton dormía en su cabañita del porche interior, justo al lado de la puerta del balcón de la habitación de Nick. No quería que el cachorro hiciera gala de sus pocos modales, por eso lo mandó a descansar, no si antes darle un buen hueso que pudiera roer.
Nick sirvió una ensalada italiana que él mismo había aliñado y una lasaña de carne para seis personas, que le había ayudado a preparar Sophie durante la tarde. Al menos, la visita de sus padres no los había pillado con la nevera vacía y el horno frío.
Sentados los cuatro alrededor de la mesa, la tensión se podía cortar con un cuchillo. Cuando Maria probó la lasaña sonrió para sí y cerró los ojos con placer. Sabía perfectamente que tenía el toque de Sophie, no había duda alguna: su hija cocinaba como los ángeles.
Nick intentó romper el hielo varias veces, preguntándoles cómo les había ido el viaje e interesándose por su vida en Nueva Orleans, pero después de que Carlo le contestara «eso no es algo de tu incumbencia», prefirió mantener silencio, con la esperanza de que Sophie calmara los ánimos.
—Siento haberos ocultado lo mío con Nick —dijo ella finalmente.
—¿Lo tuyo con Nick? —repitió Carlo con sus ojos negros fijos en ella—. Lo tuyo con Nick no existe, ¿comprendes?
La joven parpadeó y un fulgor rojizo atravesó sus pupilas. Nick sabía que estaba a punto de estallar y protestar contra ellos.
—Nick es mi novio, papá, te guste o no.
—Nick es solo un capricho pasajero —sugirió Maria—. Ya sabes que él no encaja en tu vida, ni en la nuestra…
—Nick está aquí —interrumpió Nick, anonadado con la frialdad de los Ciceroni. Pero ¿qué se habían creído? ¿Qué podían hablar de él como si no estuviera presente?
—¿Y desde cuándo las personas son piezas de puzles para que tengan que encajar o no? —replicó Sophie enrojeciendo de la rabia—. Esta es mi decisión y no podéis hacer nada para cambiarla.
Carlo se limpió la boca con la servilleta y la lanzó sobre el plato vacío de lasaña.
—He tenido suficiente. Llevo casi dos años encargándome de tu educación, y toda una vida cuidando de ti como para que ahora me salgas rebelde y elijas mal.
—Gracias, señor —comentó Nick, irónico—. Pero no creo ser una mala elección para su hija. La quiero.
—Muchacho —Carlo entrelazó los dedos y se inclinó hacia Nick—, ¿acaso no comprendes que ella juega en una liga a la que tú no puedes llegar?
Nick cerró la boca y miró a Maria y a Carlo con estupefacción.
—Su dinero no me importa, si se refiere a eso. Hay personas que no le damos importancia a esas cosas y que podemos vivir felices sin necesidad de lujos.
—Nick va a especializarse en Lenguas Extranjeras con matrícula —lo defendió Sophie—. Tal vez no proceda de una familia rica, pero eso ni a él ni a mí nos influye.
—Pero a nosotros sí —aseguró su madre mirándola con reprobación.
—¿Acaso quieres esta vida? —preguntó Carlo desdeñando todo lo que había en ese salón—. Porque eso es lo que tendrás si sigues adelante con esta locura infantil de amor adolescente. ¿Qué hace un hombre de veinticuatro años estudiando el segundo año de Lenguas Extranjeras? ¿Acaso ha sido un gandul que no hizo nada en cuanto se graduó del instituto?
—¡Papá! —gritó Sophie.
—Sophie. —Nick le pidió que guardara silencio con una mirada—. Lamento no tener unos padres que pudieran pagarme la universidad y la estancia como han hecho ustedes con su hija —se defendió; odiaba la pomposidad de sus, hasta el momento, suegros.
Estaba mintiendo, porque, gracias a su esfuerzo, ya tenía una carrera y también una casa propia en Washington, que le había legado su tío, sin embargo, no podía reconocerlo. No ante ellos. Acabarían despreciándolos aún más si decía que iba para agente del FBI.
—A eso me refiero —señaló Carlo—. Tú nunca podrás darle esa vida a mi hija, y ella siempre querrá más. Se merecerá más. ¿Le darás tú esa vida que merece?
—Infravalora a su hija, señor. —Nick no dudó en no parpadear cuando lo enfrentó—. Sophie es más que apariencia y dinero; mucho más que superficialidad y riqueza. A ella no le importan esas cosas.
—No somos superficiales, Nicholas —replicó Maria—. Solo queremos lo mejor para nuestra niña. Está acostumbrada a una serie de… privilegios a los que tú no puedes aspirar. Ahora todo es muy bonito, es el principio. Después, ella se cansará.
Sophie, mientras tanto, se cubría el rostro con las manos, avergonzada por la situación.
—No voy a cansarme —musitó incrédula.
—Sophie —Carlo tomó la mano de su hija—, vuelve al campus con nosotros, olvídate de esto y despierta. Esta no es la vida que yo quiero para ti. No es la vida que tú planeabas. Nicholas no podrá cuidar de ti.
—No me llamo Nicholas —lo cortó él—. Mi nombre es Nick.
Carlo lo miró de soslayo y apretó los dientes con frustración.
—Papá, quiero a Nick. Me hace feliz. ¿No lo comprendes? Hace casi un año que me hace feliz. —Sophie cubrió la mano de su padre con la suya. Lo miraba con tristeza, desilusionada porque los que más la querían no pudieran comprenderla.
—¿Quieren café? —preguntó Nick—. ¿O tal vez prefieren un té? —Se levantó dispuesto a servirles de nuevo.
Maria negó con la cabeza. Carlo, en cambio, volvió a mirar a Sophie, con un tono entre la súplica y la amenaza.
—Vas a cometer un error, cariño. En Nueva Orleans, en nuestro círculo, hay hombres buenos para ti.
—No me insultes, papá —le pidió ella.
—No te insulto, Sophia. Pero, si sigues adelante, me decepcionarás. Te estoy pagando una carrera para que sepas cómo llevar nuestro negocio, no para que te distraigas con muchachos que…
—No me distraigo. Mis estudios van muy bien. Y ya te dije que mi intención es crear mi propia empresa.
—¿Todavía sigues con eso?
—Por supuesto. No quiero llevar el negocio familiar. Quiero una cosa que yo misma haya creado.
Maria agachó la cabeza como si ya se hubiera dictado sentencia. Carlo se levantó y tomó aire por la nariz. Su ancho pecho se levantó y su barbilla se endureció, altiva.
—Andiamo, Maria —dijo urgiendo a su mujer para que abandonaran la casa.
—Papá, por favor, no os vayáis así —rogó Sophie, preocupada, al borde de las lágrimas—. ¿Por qué no puedes apoyarme en esto?
—No voy a animarte a que te tires por un precipicio —sentenció Carlo—. Ni voy a subvencionártelo.
—Carlo, espera… —le pidió Maria, nerviosa.
—Si esto es lo que deseas, Sophia, no voy a darte mis bendiciones ni mi ayuda. Este es el último mes que pago tu estancia en el campus y tu especialización. A partir de ahora, tendrás que hacerte cargo de tus decisiones.
Ella parpadeó, incrédula ante lo que oía. Su padre le acababa de decir que no la iba a ayudar más.
Le cerraba el grifo, aunque aquella no era su mayor traición. Su mayor traición era no apoyarla en el camino que había tomado impulsada por su corazón.
—Vámonos, Maria —volvió a ordenar, Carlo.
—Cariño —le dijo su madre acercándose a Sophie. Apoyó las manos en sus hombros y le limpió las lágrimas de sus mejillas—. Piensa bien lo que vas a hacer. Sabes que papá es de ideas fijas y que cuando toma una decisión…
—¿Estás de acuerdo con él? —la cortó Sophie de repente—. ¿Crees que no puedo ser feliz con Nick?
Nick miraba aquella escena con incredulidad, desde debajo del marco de la cocina, apoyado en la pared. Sophie era una mujer adulta. ¿Por qué no dejaban que tomara sus propias decisiones? ¿Por qué la presionaban de ese modo?
Nick no podía obviar que bajo la altivez y el poder de esa pareja, se había marcado a fuego en sus ojos la tragedia de haber perdido a un hijo. Podía ser empático en ese sentido y comprender el miedo a perder el control sobre su hija, el miedo a que volara del nido y a que alguien le hiciera daño sin que ellos pudieran evitarlo. Tal vez vieran el desafío de Sophie como otra pérdida más. Por eso les afectaba tanto y se oponían a aquella relación.
La cuestión era que ese primer encuentro con los Ciceroni no había sido ni por asomo como él se lo había imaginado. Había sido peor.
—Me gustaría hablar contigo. —Maria peinó su flequillo con mimo y sonrió nerviosa—. Nos has ocultado cosas y…
—Por supuesto que lo ha hecho —añadió Carlo, beligerante—. Ya estaba con él en las vacaciones de verano, por eso se fue antes… Nos engañaste.
—Omití una información, papá. Dime, mamá —insistió, centrándose en su madre—, ¿estás de acuerdo con él? ¿Crees que Nick es malo para mí?
—No creo que Nick sea un hombre malo. Pero no es el adecuado —reconoció con honestidad—. Es muy diferente a nosotros, ¿no te das cuenta?
—Por lo que a mí respecta, si tomas esta decisión, ya sabes lo que hay —sentenció su padre. Se fue al perchero de la entrada y cogió su gabardina y el abrigo de su mujer—. O vienes con nosotros, o las cosas dejarán de ser como han sido hasta ahora —la amenazó.
—Sophia, por favor —le suplicó su madre—. Acompáñanos y habla con nosotros. No te quedes aquí…
Nick tragó saliva, angustiado por la decisión de Sophie, cuya cara era un poema, rebosante de nervios y pena. No sabía lo que hacer ni cuál era la mejor decisión que tomar.
No quería perder a sus padres. Pero tampoco a Nick.
Y él no quería perder a Sophie, y le daba miedo la terrible presión a la que iban a someter.
En un alarde de valentía, se acercó a Sophie, que temblaba de la ansiedad, y la tomó de la mano, para que le prestara atención.
—Sophie. —La miró a los ojos, transmitiéndole la calma y la seguridad que necesitaba—. Acompaña a tus padres y pasa esta noche con ellos… Tú y yo ya hablaremos mañana.
—Pero, Nick… —Sus ojos castaños, llenos de lágrimas, titilaban de la impresión—. Yo quiero quedarme contigo.
«Por Dios, qué bonita es», pensó, agradecido y sintiéndose afortunado.
—Y te quedarás conmigo si esa es tu decisión. Nadie puede cambiar lo que sientes, ¿verdad, Soph?
—No.
—Bien. Así me gusta. Pero no puedes pelearte con tus padres por mí. Ellos también te quieren.
Maria escuchó a Nick con atención y parpadeó, confusa y asombrada por sus palabras, aunque no tardó en disimular.
—Me voy con ellos, pero mañana estaré aquí. Tengo que arreglar esto y hacerles ver que eres bueno para mí.
Nick negó con la cabeza. Él sabía que alguien que no quería ver la realidad, y que anteponía su criterio al de los demás, difícilmente podría cambiar de opinión.
Y era una lástima. Porque él no iba a ser uno más. Iba a ser un importante agente secreto del FBI. De hecho, era imposible que Sophie estuviera mejor protegida que con él.
Sin embargo, los Ciceroni temían las placas, Sophie se lo había advertido. Y aquel sería un secreto eterno entre ellos.
Nick estaba dispuesto a arriesgarse por la mujer de quien estaba enamorado.
—Haz lo que tú creas conveniente, Sophie. Te quiero mucho como para decirte qué debes hacer.
Sophie pegó su frente a la de él y acarició su barbilla con la punta de sus dedos.
—Watashi wa anata o erabu. —Esas eran las palabras que Nick le había enseñado en japonés. Cada noche, le enseñaba algunas frases y palabras, y al día siguiente las recordaban—. Tsuneni.
Nick quiso secuestrarla y llevársela a su habitación, para protegerla de lo mal que la estaban tratando sus padres, de la crueldad de la vida. Pero debía dejarla volar y permitir que ella decidiera por sí misma, cosa que ni Carlo ni Maria le permitían hacer sin coaccionarla.
Sophie era libre. Y si su corazón le pertenecía, volvería a él.
—Tsuneni —repitió él besándola en la nariz—. Ahora ve con tu madre.
Sophie asintió sorbiendo por la nariz. Humillada por la escena que había tenido lugar entre ella y su familia.
Maria la cubrió con su abrigo y la acompañó a la salida, pero, antes de salir de la casa, volvió la cabeza y miró a Nick por encima del hombro.
—Gracias, Nicholas. La lasaña y la ensalada estaban buenísimas.
Él asintió diligentemente con la cabeza.
—No hay de qué, señora Ciceroni. Cuiden de Sophie.
—Siempre lo hemos hecho.
—Lo sé. Y mi nombre es Nick. No es Nicholas —insistió.
Maria sonrió y achicó los ojos.
Después cerró la puerta tras ellas, y dejó a Nick en una soledad extraña y desconocida.
De pie, solo y algo turbado, sintió que, por un momento, la duda y el miedo se cernieron sobre él.
¿Y si Sophie decidía, como decían sus padres, que no era bueno para ella?
Se dejó caer sobre una de las sillas. Esa noche la confianza y la credibilidad que había depositado en la valentía de Sophie menguaron, por su momentáneo abandono y por la inflexible intransigencia de sus padres.