Nick se convirtió en el hombre de las primeras veces para Sophie. La primera vez que se enamoraba, la primera vez que experimentaba el deseo físico y las ansias de tocar y de que la tocaran. La primera vez que conseguía estar cómoda con alguien sin necesidad de preocuparse por su educación o sus estrictos protocolos. Era ella misma, ni más ni menos. Y estaba descubriendo un mundo nuevo, un territorio inexplorado de sentimientos y sensaciones.
Aquel rubio con el que, tan libertinamente, se había acostado el primer día en que se conocieron, era, para su incredulidad, el hombre de su vida. Uno de esos hombres de película que costaba encontrar en la vida real.
Un chico atento, considerado, sensible, cariñoso y muy divertido. La escuchaba cuando hablaba, y hablaba de todo con él. No había un solo tema que se les resistiera. Era buen estudiante, sacaba muy buenas notas en su carrera y era tan guapo que cada vez que lo veía las rodillas le temblaban y una sonrisa tonta aparecía en sus labios.
Lo que Sophie no sabía era que, para Nick, ella también era su primera vez en el amor. Nunca se había enamorado antes. Parecía que la amaba de toda la vida. Era una sensación curiosa para alguien que había decidido vivir solo y sin pareja porque consideraba que su profesión no era compatible con mantener una relación. Y desde que vio a Sophie ya no se podía imaginar la vida sin ella. Quería cuidarla y venerarla. Quería protegerla del mal que él sabía que acechaba anónimamente en la vida de todos, incluso sin ser conscientes de ello. Nick quería ser su héroe. Su héroe enmascarado, porque jamás sabría que él se convertiría en agente del FBI.
En cierta ocasión, había hablado de ello con su amigo Clint, que cursaba la carrera de Lenguas Extranjeras con él y que también quería trabajar en el FBI.
Ambos querían ser agentes secretos.
Aquel día practicaban kickboxing en el gimnasio Primal de Washington. Envueltos en el olor de los tatamis y del sudor de los cuerpos que allí se congregaban daban lo mejor de sí mismos, Nick golpeaba el saco con sus puños, y de vez en cuando combinaba sus golpes con patadas voladoras. Su amigo sostenía el saco con fuerza mientras meditaba sobre lo que le estaba contando.
—¿Cuándo me la vas a presentar? —preguntó con interés.
—Cuando esté seguro de que no meterás la pata con tu bocaza. —Dio un salto e impactó la bolsa con la planta del pie.
Clint se echó a reír.
—Nunca diría algo así… No quiero ser el culpable de vuestra ruptura —resopló—. Colega, cuando se entere, te va a cortar la polla de cuajo.
Nick levantó los puños, en los que llevaba unos guantes rojos de boxing Lonsdale, adoptó la posición de defensa y después soltó un derechazo potente hacia delante. Un prístino sudor cubría sus musculosos brazos y hombros, y la camiseta de tirantes negra se le había empapado por completo, pegándose a su torso y marcando cada una de sus formas.
—Por eso he decidido no contárselo.
—¿Y te parece bien que la persona en quien más debes apoyarte jamás sepa quién eres en realidad?
—¡Claro que no! —Nick soltaba puñetazos con rabia.
Por supuesto que no estaba conforme. A él tampoco le gustaba aquella situación, pero había dado con una chica cuya familia estaba traumatizada por la desaparición de un ser querido cuya muerte estaba relacionada con la ley y las armas. Y evitaban cualquier contacto con alguien con esas inclinaciones.
Él, sin embargo, siempre tuvo fijación por trabajar para el FBI, como su tío. Aún recordaba las charlas y las aventuras que Dominic le contaba cuando llegaba a su casa de Chicago y se reunían todos alrededor de la chimenea solo para oírle hablar. Su padrino parecía sacarse un gran peso de encima cuando llegaba la hora de encontrarse con ellos y de narrar sus experiencias secretas en países extranjeros. Era como si decidiese sacarse la máscara y ser él mismo.
—Me gustaría contárselo —admitió Nick—, si supiera que después de ello aún le apetecería seguir conmigo. Pero no es el caso. Me dejaría. Sophie odia todo lo que tenga que ver con placas y números de identificación. No puedo darle ese disgusto.
—¿Y sí puedes engañarla?
Nick detuvo el ejercicio y miró de frente a aquellos ojos negros como el carbón de Clint.
¿Si podía engañarla? ¿Qué podía replicarle a su amigo? Nada en absoluto. Por primera vez, dejó ver la angustia que conllevaba guardar un secreto como ese durante más de cuatro meses. Siempre intentaba aparentar una expresión de calma y ligera alegría. Pero esta vez no. Sus ojos ambarinos se oscurecieron con pensamientos culpables y llenos de reproches.
—No es fácil, Clint —explicó agotado—. No es fácil ocultarle que ya tengo la carrera de Criminología, y que estoy estudiando Lenguas Extranjeras para tener una mejor preparación en Asuntos Externos. No resulta sencillo no decirle cuál es mi verdadero sueño. Para mí no es fácil mentirle. Pero Sophie… Ella… —Guardó silencio y dio un último puñetazo sin fuerza contra el saco, como si se sintiese abatido.
Clint dejó de juzgarlo y decidió actuar solo como lo que era: uno de sus mejores amigos. Nick estaba inquieto y arrepentido.
—Debes de quererla muchísimo para arriesgarte de ese modo.
Nick levantó la barbilla y, sin vergüenza, confesó:
—Es como el juguete que siempre deseé de pequeño y que nunca tuve porque era inalcanzable para mí —reconoció—. Estoy tan enamorado de ella que a veces me olvido de pensar en mí.
Clint sintió un pequeño pinchazo de envidia respecto a Nick, que era capaz de querer a alguien de ese modo. Y también lo admiró por sacrificar tantos secretos y pensamientos, todo para intentar que aquella relación funcionara.
Era increíble que ese enorme chico rubio de aspecto infranqueable pudiera resultar tan frágil cuando se trataba de su relación con aquella mujer.
Era increíble… y un milagro de la vida, pensó con satisfacción. Si Nick podía enamorarse, él también lo haría algún día, ¿no?
Solo tenía que esperar a su Sophie. Mientras tanto, sería el mayor confidente de Summers, porque eso hacían los amigos. Y él era el mejor amigo de todos.
* * *
Se veían absolutamente todos los días, no perdonaban ni uno en el calendario. Nick le había dado una copia de las llaves de su casa, que se había convertido en su particular nido de lujuria y desenfreno.
Por las tardes, cuando terminaban sus respectivas jornadas de estudio, se reunían en Gary Road. Sophie pasaba casi todas las noches allí, había perdido la vergüenza y el decoro por completo, y sabía que, tarde o temprano, el señor Lesson informaría a su padre de aquella conducta. No lo había hecho antes porque el hombre había cogido una baja muy larga después de que lo operaran de la rodilla izquierda.
Pero ya había regresado. Y sabía que iba tras sus pasos, esperando informar a los Ciceroni sobre los cambios en la vida de su hija.
Sin embargo, hasta que eso no pasara, ella no les diría nada sobre Nick. No le apetecía escuchar los sermones clasistas de sus padres. Había decidido que se quedaba con Nick. Y punto.
Ambos habían descubierto que les encantaba el sexo. Se divertían, lo disfrutaban. Para ellos hacer el amor era como comer un enorme cuenco de fresas con nata, o un bol de plátano con chocolate deshecho… Puro gozo. Se sentían seguros, confidentes y cómplices en la cama. Y fuera de ella se habían convertido en los mejores amigos.
Muchas parejas buscaban su espacio al principio, y disponer de tiempo para hacer todo lo que hacían cuando aún no compartían nada con nadie. No era su caso. No encontraban mejor persona con la que pasar el tiempo que en compañía el uno del otro.
* * *
A veces, Sophie lo esperaba desnuda, sentada en la encimera de la cocina, y le sonreía juguetona cuando él entraba. En ocasiones, sus encuentros eran explosivos y desmedidos: era verse y arrancarse la ropa el uno al otro, incluso antes de entrar a su casita, sorprendidos por su misma ansia.
Podían hacer el amor rápido o hacerlo lento, con más intensidad o con menos, con dulzura o con algo de salvajismo. No importaba, porque el maravilloso final era siempre el mismo.
—Fuegos artificiales —decía Nick sepultado tan dentro del cuerpo de esa chica que parecía increíble que no le hubiera hecho daño.
Sophie se mecía lentamente, todavía disfrutando del reflejo del potente orgasmo. Mordió su labio inferior y sonrió maravillada.
—Cada vez es mejor que la anterior… Si eso es posible —gruñó ella desplomándose hacia delante, después de haber exprimido hasta la última gota de energía de su hombre.
Dalton descansaba sentado sobre sus patas, en la alfombra a los pies de la cama, mordiendo un pollo de goma. El golden ya tenía un año, y una complexión de perro adulto, pero para ellos continuaba siendo un cachorro.
—Si Dalton hablase… —Nick se llevó el antebrazo a los ojos, mientras acariciaba con la otra mano libre la espalda sudada de su chica.
Sophie sonrió y besó su hombro.
—Gracias a Dios, jamás hablará.
El perro levantó la cabeza y gimoteó como si supiera que hablaban de él, pero, al ver que no decían nada de interés, como «calle», «comida», o «a jugar», se distrajo de nuevo con su entretenimiento.
—Se acercan las vacaciones de Navidad —dijo Nick, meditabundo.
Ella permaneció en silencio.
Odiaba separarse de Nick. Ya lo había hecho en verano, y los dos habían acortado el periodo vacacional con sus respectivas familias solo para poder estar juntos lo antes posible. Y el verano el uno al lado del otro había sido maravilloso.
Después iniciaron los nuevos cursos con normalidad. El tiempo pasaba tan deprisa cuando estabas con las personas que querías…
—¿No crees que va siendo hora de que les hables a tus padres de mí?
Habían acordado no hablar de su relación con los padres de ella, ya que no querían ni oír hablar de relaciones mientras cursaba sus estudios. Y mucho menos saber que estaba con un hombre que se alejaba tantísimo de sus pretensiones.
Sophie apoyó los antebrazos en el pecho de Nick y después descansó la barbilla sobre ellos.
—No quiero escuchar sus tonterías. Es mi vida y hago lo que me da la gana.
Nick no iba a contradecirla: eso era una gran verdad. Pero los padres de Sophie siempre habían sido una gran influencia en su vida, y eso era algo que no se podía cambiar. No quería que su relación con ellos se resquebrajara por su culpa. Por otra parte, era un hombre de honor y deseaba mirar a los ojos a su padre, Carlo, y decirle lo enamorado que estaba de Sophie, y lo bien que iba a tratar a su princesa, como ellos la llamaban.
Sabía que podría hacerla feliz.
—Esta situación me pone nervioso. Es como si estuviéramos haciendo algo mal. —Clavó los ojos en el techo oscuro de la habitación. Ya había anochecido—. Me siento como un ladrón.
Sophie arqueó sus negras cejas y sonrió como una filibustera.
—Eres un ladrón. El peor de todos. Me has arrebatado la inocencia y la vergüenza.
—Lo primero no lo niego. Lo segundo es absurdo, porque nunca tuviste vergüenza. Tus padres creen que tienen a una niña de ángel, pero, en realidad, es la semilla de Satanás.
Sophie pellizcó con fuerza el pezón de Nick, retorciéndolo. Nick soltó una carcajada y rodó sobre la cama y la colocó bajo su cuerpo.
—Mereces un castigo.
—Uh, qué miedo —dijo sin casi expresividad—. Eres incapaz de matar a una mosca. ¿Qué serías capaz de hacerme a mí?
Los ojos de Nick ensombrecieron y un brillo diabólico asomó a sus pupilas.
—¿Así que crees que soy un blando?
Sophie negó con la cabeza y levantó una mano para posar los dedos en su mejilla.
—No eres blando. Solo eres muy bueno.
—¿Y te gustaría que fuera más malo?
—Te quiero, Nick, tal y como eres. No cambiaría nada de ti.
La respuesta lo satisfizo. Se sentía más que satisfecho al ser el centro de ese amor tan puro. Quería deleitarse de nuevo con su cuerpo. Mientras la miraba, se preguntó si alguna vez se iban a cansar de hacerlo como conejos.
—¿Quieres otro, Sophie? —preguntó adelantando sus caderas y entrecerrando los ojos con placer—. Estás tan húmeda ahí abajo que me pongo cachondo solo con notarte.
Ella abrió los ojos al sentir su dureza internarse en toda su profundidad. Rodeó sus caderas con sus piernas y asintió con fruición.
—Yo siempre quiero más de ti.
Cuando se besaron y Nick empezó a mecer sus caderas de nuevo, Dalton salió disparado al escuchar la música del teléfono de Sophie vibrar acompañado de la letra de Mamma mia.
Ambos levantaron la cabeza y Sophie alargó el brazo hacia la mesita de noche de la cama. Puso el índice sobre sus labios e indicó a Nick que guardara silencio.
—Ciao, mamma.
—Sophie, ¿dónde estás?
—Dile que venga al campus inmediatamente… —se oía decir a su padre.
Sophie frunció el ceño al escuchar aquella frase.
—¿Mamá? ¿Qué pasa? ¿Dónde estáis?
—Trae —dijo Carlo.
Sophie miró aterrada a Nick mientras escuchaba el sonido de un teléfono pasar de unas manos a otras. A continuación, llegó el fin del mundo.
—Princesa, ya me estás diciendo dónde estás. Tenemos que hablar.
—¿Papá?
—Ni papá ni papó, cariño. Quiero que me expliques por qué desde que llegaste de Nueva Orleans no duermes en tu apartamento. Ven aquí ahora mismo.
Sophie cerró los ojos y se frotó la frente con disgusto.
—Maldito Lesson, bocazas… —dijo con rabia.
—¿Cómo? —exclamó su padre.
Nick se moría de ganas de arrebatarle el teléfono de las manos y presentarse a su padre. Pero, si lo hacía, las consecuencias para Sophie, que odiaba que hicieran las cosas sin preguntarle, serían desastrosas.
—Ahora voy, papá. Solo…
Nick no soportó que se comiera el problema sola. No quería parecer un cobarde frente a Carlo y Maria, la madre de Sophie, así que sabiendo que se la jugaba, le arrancó el teléfono de las manos.
—Señor Carlo.
—¿Qué crees que estás haciendo, Nick? —dijo subiéndose a la inmensa espalda de Nick y dándole golpes para que le devolviera el teléfono.
—Soy Nick Summers.
—¿Quién diablos eres tú?
—Les invito a comer, a su mujer y a usted, en mi casa. Vengan, y Sophie les explicará todo. Tiene muchas ganas de verlos.
Sophie cogió la bota de Nick y se la lanzó a la cabeza, pero él se agachó y la esquivó. Cómo odiaba sus reflejos. Y cuánto deseaba arrancarle los dientes por lo que acababa de hacer.
—No sé quién diantres eres. Pero no solo Sophie tendrá que explicarme cosas, ¿entendido? —aclaró Carlo—. Si me entero de que has tocado un solo pelo de mi princesa…
—¡Carlo! —se escuchó gritar a Maria.
«Demasiado tarde, señor Carlo», pensó agriamente.
—Hablemos, señor Ciceroni. De hombre a hombre.
—¡Devuélveme el teléfono, cretino! —exclamaba Sophie que ahora lo perseguía alrededor de la mesa del comedor—. ¿Te has vuelto loco? ¡Tú no tienes ni idea de quién es mi padre!
—De acuerdo, señor Summers —respondió Carlo—. Deme su dirección.
Nick se la dio y quedaron que se verían en su casa al cabo de una hora. Cuando colgó, no fue lo suficientemente rápido para esquivar el cuerpo de Sophie, que se abalanzó como una gata salvaje a por él. Lo tumbó sobre el parqué y lo agarró del pelo.
Nick solo hacía que reírse. Cómo le gustaba cuando Sophie se ponía peleona. Aunque entendía su enfado.
—Mi padre es un nazi, ¿comprendes? ¡Acabas de joder lo nuestro! —le gritó roja por la furia.
—No es para tanto, Sophie. Solo es un hombre preocupado por su hija. Suéltame el pelo.
—¡Tú eres tonto! ¿Sabes lo que es la mafia italiana? —Lo empujó por los hombros—. El Padrino no es nadie al lado de mi padre. —Bajó la mano a su estómago y lo pellizcó con fuerza.
«Me puedo hacer una idea».
—No será para tanto. Deja de pellizcarme o…
—¿O qué? —lo desafió repleta de bravura.
—O esto. —Nick agarró su pezón desnudo y lo apretó. Sophie soltó un alarido de dolor y risa a la vez—. ¿Me vas a escuchar, fiera?
—Vete a la mierda. Ahora mismo te odio… Ah… No aprietes tanto, animal…
—Escúchame: vamos a estar bien. Deja la cena en mis manos. ¿Entendido?
Sophie tardó varios segundos en relajarse, hasta que al final los ojos se le llenaron de lágrimas y se cubrió la cara con las manos.
Nick no podía comprender el poder de persuasión que podían llegar a tener los miembros de su familia.
—Si por esto mis padres me separan de ti, te juro que te mato.
Nick la agarró y se la colocó sobre las piernas, abrazándola con ternura.
—Me ganaré a tus padres, Sophie, aunque sé que soy lo último que querrían para su hija. Pero me los ganaré.
—A mí me da igual que ellos te elijan o no. Yo ya te he elegido —dijo, con aquella pasión que impulsaba la sangre italiana que corría por sus venas—. Lo que no soporto es que te juzguen, ¿comprendes? ¡No quiero que pases por eso! —espetó nerviosa.
Nick sintió un inmenso amor por aquella mujer. Sophie no temía que él quedase en ridículo, sino que sus padres, de alguna manera, le hicieran daño. Le alzó la barbilla con suavidad y le juró:
—Tus padres jamás podrán separarme de ti. Nada ni nadie puede separarme de aquello que quiero, ¿entendido?
—Oh, Nick…
Lo abrazó con fuerza y se echó a llorar, afligida.
Después de meses idílicos, llegaba el primer contratiempo en su relación, algo que el destino no podía esquivar.
Maria y Carlo Ciceroni estaban en Washington y habían llegado con ganas de guerra.