Capítulo 2

La noche de las primeras veces, también incluyó algo que ninguno de los dos esperaba que sucediera tan rápido.

Era ya muy tarde para volver al campus, con sus estrictos horarios. Sophie se moría de la vergüenza por llegar pasada la medianoche; al día siguiente, llegarían las habladurías, el conserje informaría a su padre (pues resultaba que el señor Lesson y él se conocían y eran amigos, y este le había encargado que le hiciera saber cualquier cosa extraña que pasara en la vida de su hija). Así que, aquella noche, Sophie prefería hacer como si estuviera en su habitación como una buena niña, en vez de aparecer a las dos de la madrugada y levantar suspicacias en Lesson.

Aunque, en el fondo, la verdad era que no quería que aquella noche acabase. ¿Cómo había pasado el tiempo tan rápido al lado de Nick?

Por eso, mientras el cielo de Washington se encapotaba y empezaba a chispear, y como Nick tampoco quería separarse de ella y leyó en sus ojos caramelo que él sentía lo mismo, le sugirió que pasara la noche en su casa.

—Solo como amigos, Sophie. Nada de contacto entre nosotros —murmuró con la mirada vidriosa llena de deseo—. Mañana te llevaré a tu clase matutina y yo iré a la mía.

Ella jugó con las llaves de su habitación entre sus dedos.

—No suelo hacer estas cosas —aseguró con algo de vergüenza y sorpresa al ver que iba a aceptar su proposición. Ni siquiera titubearía. ¿Qué le pasaba? ¿Ese cosquilleo en el estómago era amor?

—Yo tampoco traigo nunca a desconocidas a casa. Pero ya me has contado que el peluche con el que aún duermes se llama Tiger y que de pequeña estabas enamoradísima de Kirk Cameron. Tengo dos secretos íntimos con los que puedo hacerte chantaje. —Sonrió fingiendo maldad—. Aunque sabes que jamás se lo diré a nadie.

—¿Seguro? —Arqueó una ceja castaña.

Nick puso cara de buena persona.

—No seas tonta, Sophie. El señor Lesson llamará a tu padre y, al cabo de dos días, lo tendrás aquí con una escopeta en mano para interrogar a todos los machos del campus.

Ella se echó a reír. No iba tan desencaminado.

—Venga. Te dejaré una camiseta larga y un pantalón de deporte. Yo dormiré en el sofá —dijo, y le ofreció su mano.

Y Sophie, sin más, aceptó su enorme palma y accedió a aquella proposición supuestamente decente.

* * *

Nick tenía una casa en Gary Road. Era de su tío Dominic, que había sido agente del FBI, lo que él quería llegar a ser. Estuvo muchos años viviendo allí. Cuando murió, puesto que Nick era su único sobrino, se lo dejó todo.

Dominic y Nick estaban muy unidos. Mucho más que Nick y su padre. Veía en Dominic todo lo que su padre, Joseph, no era. Joseph Summers era un gandul, de barriga cervecera y machista que no hacía otra cosa que ir a jugar a las cartas con los amigos y poner en la televisión los partidos de la NFL, un padre made in USA, como lo eran el cincuenta por ciento de los norteamericanos. Joseph intentó darle lecciones de padre a hijo, pero Nick sabía que había consejos de los padres que jamás se debían seguir, para no cometer los mismos errores que ellos. Así que decidió querer a su padre, con todos sus defectos, y admirar y respetar a su tío por todas sus virtudes.

Dominic sentía por Nick un amor incondicional, así como un gran respeto por todas las aptitudes que el joven desarrollaba. Su sobrino era bueno en todo. Un hacha en los deportes, un as con los idiomas y un manitas con los ordenadores. Si Nick decidía ser agente como él, sería de los mejores.

Y, afortunada o desafortunadamente para los Summers, esas eran justo las pretensiones de Nick. Así que, en cuanto se graduó en Chicago con todos los honores, le ofrecieron una beca con los gastos pagados en la Universidad de Washington.

Y eso es lo que Nick había hecho: estudiar arduamente para licenciarse en las dos carreras que cursaba, y así llegar a ser lo que quería y no decepcionar la memoria de su tío. La primera ya la tenía.

La casa era de madera, de color azul. Los alféizares y las jambas verticales de las ventanas eran blancas, así como los dinteles, compuestos de madera más gruesa.

Nick dejó su todoterreno Wrangler negro del 2005 en la entrada del garaje, y abrió la puerta de Sophie como un caballero, para ayudarla a bajar.

—¿Vives aquí solo? —preguntó ella, sorprendida.

A las plantas y al césped le hacían falta un buen mantenimiento, pero, por lo demás, era un lugar bastante acogedor, cubierto de árboles. Una adorable mesa de piedra con taburetes bajos y fornidos descansaba en la esquina del jardín iluminado, bajo el abrigo de un cerezo. Era precioso y acogedor.

Nick, que sabía que Sophie se había fijado en el detalle del árbol, le explicó que a su tío le encantaban las flores de sakura y que plantó cinco árboles alrededor del jardín, y que ya habían crecido.

—Me encanta tu casa —concedió Sophie. Y era verdad. Era una casa típicamente masculina, pero, entre la fría tecnología y el mobiliario minimalista, se podían ver detalles femeninos, como chispazos de vida y color: la manta de ganchillo que reposaba en uno de los brazos del sofá, las lamparitas decorativas o los cojines a juego con la alfombra de lana hecha a mano—. ¿Tu madre viene mucho por aquí?

Nick sonrió.

—Sí. Todo lo que ves que no cuadre con la casa lo ha hecho ella.

—Me lo imaginaba —contestó colgando el bolso y la chaqueta en el perchero del vestíbulo—. Es una artista.

—Gracias. Lo es.

Nick la guio al interior y, después de enseñarle las habitaciones y la distribución, abrió el sofá cama del comedor y lo preparó todo para acostarse allí esa noche. Sacó manta y cojines.

—¿Por qué no te acuestas tú en tu cama y yo en la de la otra habitación? —preguntó preocupada por él.

—Porque el colchón que tiene la cama de invitados hace un ruido espantoso. Yo me muevo mucho. No dormiríamos ninguno de los dos.

—Entonces, yo dormiré en el sofá. No puedo aceptar que tú duermas aquí si…

—¿Por qué? No seas tímida. A mí no me importa. En mi cama estarás más cómoda.

Al final, Sophie accedió a la petición a regañadientes. Nick le prestó una camiseta enorme de color gris oscuro con las siglas de la Universidad de Washington para que durmiera con ella. Cuando iba a entrar en el baño de la suite para cambiarse, Nick le dijo:

—Supongo que no te veré hasta mañana —le dijo en el marco de la puerta. Todavía no se había puesto el pijama y estaba tan atractivo que Sophie no podía bajarse el sonrojo de las mejillas.

—Eh, sí… —Se detuvo con el pomo de la puerta en la mano.

—Bien. ¿A qué hora empieza tu clase?

—A las ocho.

—Entonces te despertaré a las siete y cuarto y te llevaré. ¿Te parece?

—Sí. Gracias.

Nick asintió y le dio un último vistazo de arriba abajo. Si las miradas fueran mordiscos, Sophie sería solo hueso.

—Buenas noches —dijo ella débilmente.

—Buenas noches, Sophie. Lo he pasado muy bien hoy.

—Y yo.

Ambos clavaron la vista el uno en el otro, hasta que ella, atribulada por el calor que los ojos ámbar de Nick trasladaban a su bajo vientre, carraspeó y entró en el baño para cambiarse. No se tranquilizó hasta que, finalmente, escucho la puerta de la habitación cerrarse.

* * *

Sophie se miraba en aquel espejo del baño de tonos blancos y negros, mezclados con madera clara.

Había dejado la ropa pulcramente doblada sobre la silla. Había fisgoneado su pasta de dientes, los armarios del baño, sus cuchillas de afeitar, el olor de su loción de afeitado… Se sentía como una colegiala nerviosa rodeada de las cosas de Nick.

Jamás había hecho nada parecido. ¡Dormía bajo el mismo techo con un chico que había conocido aquel mismo día!

El cuello de la camiseta se le deslizaba por uno de sus hombros y la parte baja la cubría hasta medio muslo.

Sophie se miró en el espejo y se mordió el labio inferior.

Nunca había sentido la necesidad de probar los labios de nadie. Pero Nick la estimulaba hasta ese punto, y Sophie, aunque pretendía ser seria, responsable y educada, era impulsiva muchas veces, y poseía el huroneo propio de una niña que quisiera descubrir el mundo.

—Soy virgen —se dijo mirándose en el espejo. Se peinó el flequillo con los dedos y colocó su melena sobre un hombro—. Virgen. Tengo veinte años y… Esto lo hacen las chicas de mi edad, ¿no? —Intentó autoconvencerse—. Todas hablan de que se han acostado con uno y con otro. Y yo… —Se estiró la camiseta sobre los pechos, y los pezones se marcaron bajo la tela—. Yo nunca he hecho nada.

Crecer bajo la estricta protección de unos padres eternamente preocupados, inflexibles y temerosos acarreaba sus consecuencias. La principal fue la de alejarse de ellos para estudiar, encontrar su esencia y vivir su madurez adolescente sin sus tabús ni sus escrutinios innecesarios. Y la más importante para ella era que la actitud absorbente de sus progenitores y aquella inquebrantable educación la habían convertido en una monja, en algo que no quería ser. Su nula experiencia sexual la avergonzaba. Por no saber no sabía ni cómo debía tocarse. Y era extraño para una mujer del siglo XXI encontrarse en aquella situación, cuando todas tenían métodos a su alcance para informarse y experimentar.

Sin ir más lejos, su compañera de habitación, Ellen, a quien ya había avisado para decirle que no iría a dormir esa noche y que no avisara a nadie. Ella se lo montaba con chicos y con chicas. A veces le contaba las cosas que hacía con unos y otros, y Ellen siempre se reía de las caras que ponía.

—Pero, Sophie, ¿te has visto la cara? —Se carcajeaba y la señalaba—. Cualquiera diría que nunca te la han meneado en la cara.

«¿Menear en la cara? ¿El qué? ¿El pene?», se preguntaba Sophie disimulando su inexperiencia.

—No es eso. Es que me sorprende las cosas que haces con unos y con otros, y que te puedan gustar las dos.

—Es sexo —contestaba Ellen sin darle importancia—. Somos personas que solo buscan placer. La mujer es hermosa, y el hombre es excitante. Y son tan diferentes cuando tocan… —Se mordió el labio inferior e hizo un sonido ronco de placer—. Pero da tanto gusto todo…

—Me imagino. —Sonrió nerviosa.

Pero no se imaginaba nada. Porque ella, para su desgracia, ni con unos ni con otros.

¿No era eso injusto? ¿No era una injusticia ser una mojigata en temas carnales?

Lo cierto era que sentía pena de sí misma. Aunque la mayor verdad de todas era que nunca se había sentido atraída por nadie.

Ni por un hombre ni por una mujer.

Hasta que aquella tarde se encontró a Nick.

Y ahora no podía pensar en otra cosa que no fuera besarlo y tocarlo.

Con ese pensamiento y con su terrible insatisfacción y aquel repentino calentón, se metió en la cama. Hundió la nariz en la almohada roja y negra de Nick, y se impregnó de su aroma.

¿Se tocaría Nick ahí? ¿Cómo lo haría?

Si iba al salón y le decía que le hiciera el favor de hacerle el amor, ¿qué le contestaría él?

* * *

Nick no podía dormirse.

Era imposible hacerlo teniendo al lado, solo vestida con una de sus camisetas, a la chica más preciosa que había conocido en su vida.

Y el conocerla, el saber que estaban hechos el uno para el otro, lo llenaba de ansiedad. Quería ir a su habitación, meterse en su cama y tocarla hasta donde ella se lo permitiera.

Y ni siquiera sabía por qué no lo hacía. Porque él no era tímido con las chicas. Se había acostado con muchas mujeres, algunas mayores que él, instantes después de que le entraran en una discoteca.

A Sophie la había conocido ese mismo día, pero había hablado más con ella que con cualquiera de las chicas que se habían cruzado en su vida. Y tal vez por ese motivo, por darse cuenta de que Sophie no era como las demás, quería comportarse como un caballero, aunque tuviera el miembro erecto y duro en ese momento. La educación de aquella chica era exquisita y seguro que había tratado con otro tipo de hombres, gilipollas suertudos y poco viriles que después se habrían masturbado pensando en ella, pero que en persona habrían sido un ejemplo de finura y cortesía.

Joder, y él no era así.

Él estaba a punto de hacerse una paja en el sofá pensando en que era a ella a quien tenía encima. La verdad era que había hecho soberanos esfuerzos por no besarla en toda la noche, o por no arrinconarla en la habitación y acariciar su lengua con la de ella. Seguro que la habría asustado.

La lluvia repiqueteaba contra la ventana y el cielo de Washington empezaba a iluminarse con el resplandor de los rayos.

Un relámpago crepitó con fuerza e iluminó el salón.

—Pensarás que soy tonta.

Nick giró la cabeza con tanta rapidez que casi se desnuca con el movimiento. Sophie estaba ahí, de pie frente a él, abrazándose a sí misma, con los ojos enormes y las pupilas dilatadas. Los muslos pálidos y torneados se recortaban a cada rayo que alumbraba a través del cristal de las ventanas. Sus pies descalzos parecían diminutos en comparación de los de él.

—¿Sophie? ¿Qué te pasa? ¿Necesitas algo? —preguntó medio incorporándose.

Ella no sabía ni qué decir de lo incómoda que se sentía.

—Tengo pánico a las tormentas.

Nick parpadeó sin poder creerse su suerte.

—¿Pánico? ¿Y… qué… puedo hacer?

«Que me diga que quiere dormirse aquí. Por favor, Dios… Por favor, Dios».

—Yo… Bueno… ¿Cómo es de grande el sofá?

—Enorme. —Nick se echó a un lado con una sonrisa y retiró la manta para que ella entrara.

«Dios, gracias».

—De verdad… —titubeó azorada entrando bajo la manta con un saltito—. No quiero que me malinterpretes. Yo no suelo hacer estas cosas…

—Ya lo sé —le dijo dulcemente—. Aunque esta noche estás haciendo muchos «no suelo».

—Sí, es verdad… —reconoció ella, desconcertada—. Pero es solo que las tormentas me provocan ansiedad, y me muero si estoy sola. No te rías… He llegado a acosar en la cama a mi compañera de cuarto cuando ha llovido…

Nick se retiró un poco para no tocarla con el cuerpo y que ella no viera que estaba erecto como un campeón orgulloso.

—Por favor, Nick —susurró con la manta por encima de la nariz—. Sé que es demasiado, pero… ¿tú podrías?

—¿Qué? —dijo con los dientes apretados y tenso como la cuerda de una guitarra. ¿Acaso lo estaba calentando a propósito? No. Sophie no era así. Realmente estaba asustada y temblaba.

—¿Podrías, por favor, ponerme el brazo por encima?

Nick cerró los ojos y descansó la cabeza sobre la almohada. Nunca había sido creyente. Tal vez ahora debía replantearse sus credos.

—Sophie…

—Nick, de verdad. Esto no es ninguna encerrona. Estoy aterrada.

Los pies helados de la joven rozaron sus espinillas velludas. Estaba temblando, pobre niña.

Nick se pegó a su espalda y la atrajo hacia él, rodeándola con uno de sus enormes brazos, rezando por enésima vez en una noche para que esa chica no se diera cuenta de su excitación.

Sophie tardó varios minutos en dejar de temblar y cuando lo consiguió se quedó quieta y callada.

—Seguro que no me crees —susurró al cabo de un rato, con sus almendrados ojos clavados en la ventana y en la tormenta exterior—. Seguro que piensas que intento seducirte.

—No pienso nada —susurró con la boca casi pegada a su nuca—. ¿Por qué tienes miedo a las tormentas?

Ella se frotó la nariz contra la manta y, tras pensárselo, respondió:

—La noche que vinieron a avisarnos de lo que le pasó a mi hermano, Rick, llovía a cántaros y tronaba, como ahora. Desde entonces, me da terror. No lo llevo nada bien —se corrigió.

Él la escuchó con atención. Deseaba arrullarla, pero no se atrevía por temor a que ella entendiera que lo que quería era aprovecharse de su vulnerabilidad.

—Es un trastorno. Desaparecerá cuando dejes de asociar las tormentas con la muerte, Sophie —contestó.

En Criminología había hecho algún curso de psicología; aunque prefería estudiar perfiles de asesinos, en ocasiones, los comportamientos de las víctimas de algún homicidio eran mucho más relevantes. Como el caso de Sophie.

—¿Cómo sabes eso?

Nick no le había explicado que ya estaba licenciado en Criminología y que había estudiado psicología aplicada al campo criminológico, tanto al de los delincuentes como al de las víctimas. Viendo los problemas y los prejuicios que tenía Sophie contra los hombres de la ley, lo mejor era seguir ocultándolo o, de lo contrario, ella huiría de su lado. Y no quería que Sophie se fuera. Olía demasiado bien como para dejarla marchar. Olía a primavera. Y, ante todo, deseaba repetir más noches como aquella a su lado.

Era su mujer especial. Todo el mundo decía que había un momento en la vida de un hombre en el que llegaba una mujer que sacudía tu mundo y que te hacía replantear todos tus dogmas.

Ella confirmaba tal creencia.

—Leo muchos libros sobre psicología y veo muchas series policiacas y demás —comentó sin importancia—. Me gusta observar los perfiles de los implicados en cada caso.

—¿Sabes que son actores, verdad? —preguntó mirándolo de reojo con una sonrisa.

—¿En serio? —contestó él siguiéndole el juego.

Un nuevo trueno sacudió los cristales con tanta fuerza que Sophie se dio la vuelta de golpe y ocultó el rostro en el pecho de Nick. El movimiento hizo que colocara una pierna entre las de él, y entonces, con la parte superior de su muslo y su cadera, notó por primera vez la erección de un hombre contra su cuerpo.

Nick tragó saliva avergonzado y no osó a mover un solo músculo. Maldita sea. Lo había pillado por completo.

Ella enmudeció y mantuvo la cabeza agachada, con las manos abiertas contra su duro y musculoso pecho caliente.

«Nick está duro. Muy duro. Ay, señor…», pensó afligida. El cuerpo de ese chico estaba tan caliente que parecía una estufa. El efecto de sus brazos a su alrededor y el puerto seguro de su piel la reconfortó y la tranquilizó. Sin embargo, su erección, que presionaba contra su cadera, le encogía el estómago y le estimulaba el bajo vientre.

—¿Eres de los que dejas el mando de la televisión en el sofá? —preguntó tímidamente.

—No. No soy de esos —contestó entre dientes. Estaba tan erecto que cualquier roce le dolía—. Sophie, lo mejor será que ignores que me tienes cachondo perdido, ¿de acuerdo? Tú duérmete y relájate. Yo me encargo de la tormenta.

Ella sonrió contra su pecho. Nick era exactamente el tipo de hombre que a ella le encantaba. Iba de frente, era honesto y sincero, y siempre anteponía la seguridad de los demás a la suya propia.

Inhaló disimuladamente su piel. Sin querer, rozó con la nariz uno de sus pezones oscuros, que en respuesta de la leve caricia se endureció.

—Perdón —se excusó con timidez, levantando un poco el muslo, y rozó sus testículos con suavidad. Él solo llevaba unos calzoncillos blancos y su piel moderadamente morena resaltaba con luces y sombras como la del hijo de un adonis y un gladiador.

Él ya no pudo aguantar más y echó una larga bocanada por la boca.

—Joder… Porque estoy convencido de que esa no es tu intención, Sophie, porque, si no, apostaría pie y medio a que intentas meterme mano. Y deberías tener mucho cuidado, porque no te quiero asustar —dijo mirando su coronilla—, pero estoy a un suspiro de besarte y quitarte esa camiseta. Y no dejo de preguntarme qué pasaría si lo hiciera.

Ella levantó la cabeza de golpe y sus ojos avellana brillaron en la íntima oscuridad, al tiempo que un nuevo resplandor iluminaba el cielo.

—¿Quieres besarme? —preguntó con sorpresa entreabriendo aquellos gruesos labios.

—¿Que si quiero besarte? ¿Es una pregunta con trampa o qué? ¿Tengo que responder sí o no?

Sophie sacudió la cabeza, azorada.

—Esto no lo he hecho nunca… Discúlpame.

—¿Qué quieres decir?

—Nunca hago estas cosas… Nunca había estado tan cerca de un hombre como lo estoy ahora contigo. No sirvo para esto —le explicó creyéndose cada una de sus palabras—. Y además estoy así —señaló sus cuerpos— con un hombre que acabo de conocer. ¿Eso en qué me convierte?

—¿En una mujer libre?

—Sé que no te lo crees, pero no sé leer señales. Nunca sé si atraigo a un hombre o no. Los chicos que he conocido en Luisiana…

—¿Los chicos que has conocido? —repitió Nick, enternecido por la inseguridad de su actitud. Levantó su barbilla con dulzura—. ¿Los chicos que ha elegido tu madre para ti?

—Sí. Esos… Bueno, nunca me han insinuado nada.

—Pero, Sophie… ¿Tú te has visto?

—Sí.

—Créeme que cualquier hombre querría hacer cosas contigo. Esos cabrones afortunados se han tenido que hinchar a pajas pensando en ti —soltó de repente, olvidando que estaba frente a una chica de buena cuna y exquisita educación—. Lo siento.

Ella no supo qué decir ni qué contestar ante aquellas palabras. Finalmente, se encogió de hombros.

—No creo que sea así.

—Sí lo es. Te lo digo yo. Y mejor no hablemos de esos pomposos con los que has llegado a tener citas…

—No eran citas exactamente. —Se lamió el labio inferior y cerró los ojos con fuerza, algo molesta por la situación—. Creo que estoy quedando en ridículo. Si no estuviera muerta de miedo por la tormenta, saldría de debajo de la manta y me iría a tu habitación. No quiero molestarte.

Él le lanzó una mirada algo fiera y negó firmemente.

—No me molestas. Mira, joder. —Nick adelantó un poco la cadera y rozó su vientre con la punta de su pene—. Esto es exactamente lo que me provocas.

Sophie dejó escapar un ahogo de sorpresa.

—Estoy así desde esta tarde. Desde que te vi. Sé que no tienes ninguna experiencia en estos temas…, pero conmigo no tienes de lo que preocuparte.

—Ya veo… ¿No harás nada tampoco?

—¿Cómo dices? —Nick estaba más que perdido con Sophie. ¿Qué insinuaba? ¿Acaso le daba permiso para tocarla?

—Pues eso, que supongo que no querrás… —Movió las manos con nerviosismo.

—¿Que no querré qué?

Ambos estaban excitados, nerviosos. Nick se sentía a punto de estallar tras los calzoncillos, y era la primera vez que Sophie quería experimentar lo que era el deseo físico.

Ella se armó de valor y lo miró con ojos vidriosos, y el cuerpo más sensible que nunca.

Él ni siquiera se atrevió a parpadear.

—¿Te puedo besar? —preguntó ella de repente—. Solo una vez.

Nick soltó el aire que ni siquiera sabía que había retenido en los pulmones como a un rehén gaseoso, y entonces sonrió con dulzura y acunó su rostro entre sus manos.

—Esa es la pregunta que ansío hacerte desde que fuimos a cenar.

—¿Ah, sí? —preguntó ella, permitiendo que él se acercara a sus labios con cuidado.

—Sí —aseguró con firmeza—. ¿Te han besado alguna vez?

Sophie, hipnotizada por el candor de sus ojos, asintió con timidez, pero Nick supo ver que aquella no era, ni de lejos, la respuesta de alguien a quien habían besado de verdad.

—Yo te besaré con ganas —le anunció antes de concentrarse en sus labios para apresarlos con fuerza.

Su primer beso fue una mezcla de cuento de hadas y de novela romántica de la escritora de Nueva Orleans Anne Rice. Nick tenía unos labios perfectamente perfilados y ella poseía una boca esponjosa y con forma de beso.

Él le lamió el labio inferior con delicadeza para después abrirle la boca con la suya y dejar que, poco a poco, su lengua rozara su excitante cavidad. Rozó sus dientes y ella gimió embelesada. Nick se retiró para coger aire. Un solo beso estaba a punto de hacer que se corriera, y se había jurado que mantendría el control.

—Abre la boca Sophie y dame tu lengua —le pidió acariciándole la barbilla con el pulgar.

Ella obedeció, mientras se sostenía a su torso y deslizaba las manos por sus hombros.

Nick succionó su lengua, y ella le clavó las uñas en los bíceps. Pero, al contrario de asustarla, Sophie reaccionó y con un femenino gemido se internó en la boca de Nick con su pequeña lengua.

Él quiso lanzar fuegos artificiales al ser el artífice de aquella primera respuesta sexual en aquella mujer.

Nick pensó que aquello sería suficiente para ella, puesto que era como una niña y no quería atemorizarla ni con su cuerpo, ni con su arrojo, ni tampoco con su deseo, así que tomó la decisión de retirarse sin alejar su rostro del de ella, quedándose muy cerca.

Sophie se mantuvo con los ojos cerrados, respirando algo agitada. Se lamió los labios húmedos e hinchados por el beso, y después abrió los ojos titilantes. Y entonces, ¡zas!

Nick vio algo en aquellos ojos rasgados y avellana que lo conmocionó. Era una luz tímidamente depredadora, pero ansiaba comer y cazar. Y él era su caza.

—Vaya… —murmuró endureciéndose más aún.

Sophie lo tomó del rostro y se tumbó sobre él. Su larga melena lisa cayó a su alrededor, cobijándolos en una cortina sedosa de deseos y confidencias.

—No dejes de besarme, por favor. Hazlo otra vez.

Se haría adicta a los besos de Nick, no tenía ninguna duda. Qué sensación más ardiente y maravillosa.

Él pasó sus manos por debajo de su camiseta y masajeó su suave y pequeña espalda.

—Sophie, ¿no te doy miedo?

—No. —Negó ella con seguridad—. No… No quiero que pares.

—Si sigo besándote y me emociono, vas a tener que encontrar el modo de detenerme.

Ella movió asintió con la cabeza, sin pestañear.

—Está bien. Quiero que sigas.

Y Nick no necesitó más.

Seguiría adelante porque no tenía ni idea de cómo pausar la marcha. Sus manos viajaban solas a través del continente corporal de Sophie, y le fascinaba cómo ella respondía a su toque.

La joven soltaba unos gemidos gustosos, como una gata que deseara más caricias.

Y Nick se las daba al tiempo que la besaba y la dejaba sin respiración. Fue entonces cuando llegó un viraje decisivo durante su primer encuentro físico.

Nick cubrió sus pequeños pechos desnudos con la palma de sus manos, y la miró a los ojos al tiempo que los estrujaba con suavidad.

—¿Sophie? —preguntó con ojos indagadores—. ¿Alguna vez…?

—Nunca. No —replicó emocionada.

—¿Me dejas que los pruebe yo? —preguntó eufórico por su confianza.

—Sí. Sí —repitió tensa al notar cómo Nick le levantaba la ancha camiseta y la dejaba desnuda ante sus ojos.

El vientre plano y las caderas de Sophie le parecieron inquietantes y sexis. Descendió sobre sus pezones y empezó a lamerlos como un perro haría con un cazo de leche. Con suavidad, sin dejar ni una gota… Y después como un animal ansioso que no supiera si iba a poder comer durante las horas siguientes.

Se sació de ella, y lo hizo con tantas ganas y tanta delicadeza que no encontraba el modo de detenerse.

Ni siquiera los quejidos ansiosos de Sophie lo podían sacar de aquella obsesión por sus pezones.

Y a ella, la tormenta dejó de parecerle amenazadora, tan sumida como estaba en los dientes, la lengua y la boca de ese hombre.

Nick colocó la mano entre sus piernas, acunando su sexo con dulzura. Levantó la cabeza con ojos vidriosos.

—¿Sophie?

—Continúa, Nick. No te detengas. —Deseaba que ese hombre le hiciese todo lo que se tenía que hacer para convertirla en una mujer.

Mientras él le bajaba las braguitas con cuidado y la acariciaba con los dedos entre las piernas, Sophie no pensó en lo inadecuado o en lo poco aristócrata que pudiera parecer Nick, pues era el que ella había elegido, y en eso sus padres no tenían nada que hacer.

Se imaginaba el sermón que le daría su padre o los reproches que le dirigiría su madre. No obstante, en cuanto Nick empezó a introducir un dedo en su interior, todo pensamiento cabal se esfumó.

Aquel dedo ancho y grande la estaba acariciando por dentro, y ella lo sentía en cada terminación nerviosa. Ahora rozaba un punto que le estimulaba el interior del vientre y que hacía que se humedeciera con mucha rapidez.

—Sophie… Es tu primera vez, ¿verdad?

—Sí.

—¿Y quieres que sea yo?

Ella asintió con la cabeza, intentando prestar atención a sus palabras en vez de a aquel dedo intruso. ¿Acaso la tormenta había menguado? ¿Por qué ya no la escuchaba?

Nick no podía creer lo afortunado que era al recibir la confianza plena de esa chica.

—¿Por qué? ¿Por qué quieres que sea yo?

Ella se pasó la lengua por los labios hinchados y dijo con sencillez:

—Porque has hecho que la tormenta se desvanezca. Me siento segura contigo, Nick. Y hace años que no me siento segura con nadie. Y… me gustas mucho.

Él sonrió y negó, deslumbrado por su belleza y por aquella elocuente honestidad.

—Yo creo que nadie me ha gustado tanto como tú —reconoció sin poder aguantarse las ganas de poseerla—. Te va a doler un poco —advirtió emocionado.

—Me da igual. Hazlo ya…

Él se echó a reír de nuevo y se colocó entre sus piernas, sin dejar de besarla y de masajearla por dentro. Sophie era muy receptiva y reaccionaba a su toque, humedeciéndose y contrayendo su útero.

Se bajó los calzoncillos y se quedó desnudo bajo la manta, y encima de Sophie, entre sus piernas.

Ella no lo podía ver y no se atrevía a tocarlo. Como era su primera vez, no sabía muy bien qué era demasiado atrevido y qué no lo era. Pero su curiosidad ganó a su temeridad.

—¿Me dejas que te toque?

Nick apretó los dientes. Sus ojos dorados destellaron con sumo interés y excitación. Si ella lo acariciaba, al final se correría en nada. La tomó de la muñeca y guio su mano a su erección.

Sophie entreabrió la boca y sus pupilas se dilataron al tocar carne dura, caliente y suave, hecha de seda y acero. Era muy gruesa, porque su mano no la podía rodear al completo, y palpitaba. Palpitaba en cuanto lo tocaba.

—¿Te duele? —le preguntó.

Nick asintió a la vez que seguía estimulándola con el dedo.

—Es un dolor como el que tienes entre tus piernas.

—¿Un dolor como de insatisfacción? —susurró deslizando los dedos por su largura—. Oh, Dios, Nick… Creo que no vamos a encajar. Es imposible que eso entre ahí.

—Entrará. ¿Te lo demuestro?

Al ver que ella estaba dispuesta y que se abría de piernas para él, Nick colocó los codos a cada lado de su cara, encarcelándola entre él y la almohada. Con una mano guio su pesado miembro a su entrada, algo dilatada y muy resbaladiza.

Colocó el prepucio en el diminuto orificio, y empujó las caderas hacia delante, sintiendo como la carne íntima se estiraba, y con dificultad y paciencia, conseguía hacerse paso hasta dilatar su entrada y entrar. Sophie dejó escapar un aullido de dolor al sentir que aquella cabeza en forma de champiñón entraba en su cuerpo. Se puso a temblar y a moverse para acomodar su peso y su inesperada fragilidad. Tenía la sensación de que la iba a partir en dos.

Nick se detuvo y besó a Sophie hasta que empezó a relajarse. Todavía no la había penetrado por completo, y si empujaba podía sentir el trozo de carne impidiendo su total posesión. Necesitaba romper su himen.

—Lo haremos a la de tres…

—¿A la de tres?

—Sí. Una…

Dossss¡Argh! ¡Hijo de puta!

Nick hizo caso omiso de su insulto y aprovechó para alojarse hasta los testículos antes de decir tres. Ella le arañó los hombros y hundió su rostro en su garganta. ¡Santo cielo, cómo dolía! Arrancó a llorar y Nick, solícito y con mucho tiento, calmó su desasosiego.

—Ya está, Sophie… —La besó repetidas veces—. Lo peor ya ha pasado. Ahora me moveré un poco y el dolor irá desapareciendo.

—Dijiste a la de tres —le reprochó.

Nick sonrió, muerto de placer y de excitación. Estaba tan apretada e hinchada que temía eyacular con la primera embestida. La tomó del rostro, obligándola a mirarlo.

—Sophie, necesito hacerte el amor ya… ¿Crees que puedes aguantarlo?

Ella vio algo en los perfilados rasgos de Nick. Era desesperación, permiso, y un absoluto respeto hacia ella. Y le gustó. Le gustó tanto que le consultara y que la tuviera en cuenta que acercó su boca a la de él y empezó a besarlo hambrienta de sus atenciones. Por supuesto que quería que le hiciera el amor. Lo estaba deseando.

Nick tomó su respuesta como un sí, y empezó a moverse y a bombear en su interior sin remisión.

La sensación estaba llena de contradicciones. Dolor y placer, ardor y frío, dureza y suavidad… Sophie gemía y Nick se tragaba sus gemidos, mordiéndolos, lamiéndolos y engulléndolos para él con avaricia, dejándose llevar por las nuevas y calientes sensaciones de un acto carnal como aquel.

Y no con cualquiera mujer, no. Con Sophie.

La primera vez que se vieron, todo su mundo cambió, todos sus planes se fueron al traste. Lo que creían que deseaban se desmoronó al verse. Al encontrarse.

Al hacer el amor, mientras Sophie tenía su primer orgasmo, en su primera vez, en cada cruce de aquellas miradas ámbar y avellana sellaban una gran verdad.

La única que existiría a partir de ese día: aquella iba a ser la primera vez de muchas.