Capítulo 10

Estoy tan caliente, Nick.

Nick mordió levemente el hombro de su mujer, sonriendo con ternura ante su notable desesperación.

Sophie tenía un embarazo muy avanzado, pero sus ganas de sexo habían aumentado debido a las hormonas. Nick, que había leído mucho durante los ocho meses que ya habían corrido de gestación, sabía que había mujeres que le temían a la intimidad con su pareja, por miedo a que su bebé sufriera algún riesgo por la penetración.

Pero él sabía cómo tratar a Sophie, qué posiciones eran las adecuadas para ellos. Tal y como estaban, Sophie se había sentado sobre él y había apoyado su espalda en su torso, mientras se agarraba a las rodillas de su marido.

Nick besaba su cuello y lamía su hombro mientras la penetraba con cuidado, pero intensamente. Le encantaba tenerla así. Contemplar su espalda mientras él desaparecía en su interior. Poseerla mientras con sus enormes manos sostenía su vientre, en el que reposaba Cindy, esperando su momento. Nick tenía la vida de sus dos personas más importantes en sus manos. La mujer que lo hacía el hombre más feliz del mundo, y la futura hija que haría de él el padre más afortunado.

Y ahí estaba, dando placer a Sophie. La detenía cuando ella quería ir más rápido, ansiosa por llegar al final.

—Más rápido, Nick…

—No, Sophie. Tiene que ser así… Recuerda: inspira y respira…

—No, Nick. No te burles. Nick… —suplicaba mordiéndose el labio inferior.

Él la tomó de la barbilla y le giró el rostro para besarla en la boca y dejarla sin respiración.

—Jamás me burlaría de ti.

Llevó su otra mano delante y tocó su clítoris, acariciándola y haciendo rotaciones resbaladizas con el dedo.

—Oh, Dios… —murmuró Sophie agarrándose a su muñeca.

—Así, amor… Así. Te quiero tanto, Sophie… Eres tan bonita…

Ella sonrió al escuchar esas palabras, que, como si fueran un empujón, provocaron que se liberara rápidamente.

En cuanto Nick sintió las paredes de la matriz de Sophie contraerse y estrujarle, él aprovechó y se dejó ir con ella.

Sophie apoyó sus pechos en los muslos levantados de Nick y se abrazó a sus rodillas, muerta de gusto. Besó su rodilla izquierda y frotó la mejilla contra su varonil vello.

—¿Cómo puedes decir que soy bonita? Parece que me haya comido a toda mi familia…

Nick soltó una carcajada y le masajeó los riñones, todavía sin salirse de su interior. Sabía cuánto la aliviaban sus atenciones, y no cesaba de dárselas. Ahora que la tenía viviendo en Washington con él, quería tratarla como a una reina.

—Eres una exagerada, princesa. Sigues siendo preciosa para mí. Más si cabe. Verte embarazada de mi hija es tan excitante y tan hermoso que me cautiva el corazón.

Ella cerró los ojos, agradecida por esas palabras.

—¿Qué he hecho para merecerte?

—Lo mismo me pregunto yo.

No era fácil vivir alejado de ella. Y, ahora, después de empezar a prepararse para la misión de Amos y Mazmorras, valoraba aún más la intimidad y el amor que sentía por Sophie.

Nick trataba a Karen de manera impersonal, con mucho respeto, porque era una compañera, pero, al margen de que debían ejecutar domas y poner en práctica lo aprendido, ambos eran profesionales y sabían que lo que hacían lo hacían por trabajo. Al principio fue violento, pero la personalidad de Karen lo ayudaba a relajarse, y él también intentaba que ella viera en su contacto solo una interpretación de lo que debía ser un amo y una sumisa. Nada más. Porque era solo eso.

Sin embargo, Nick había descubierto algo inquietante a la vez que fascinante sobre él mismo. Habían tocado una parte de su alma que había permanecido dormida, esperando pacientemente el momento de emerger. Los juegos de dominación y sumisión le atraían hasta el punto que deseaba con locura poder ejercerlos con su esposa. Pero esperaría a que pasaran unos meses después de que ella hubiera dado a luz para proponerle jugar de otra manera.

Nick clavó sus ojos en las nalgas abiertas de Sophie y en la humedad que brillaba en el punto en el que estaban tan unidos.

—¿Te estás endureciendo de nuevo, Nick? —Ella lo miró por encima del hombro.

Él se encogió de hombros. Se ponía duro siempre que pensaba en ella y en él de aquel modo; se excitaba al fantasear en sus futuros juegos. Con lo que Sophie confiaba en él estaba convencido de que sería receptiva y de que le gustaría todo lo que harían.

—Tú me pones así… No tengo nunca suficiente.

—Me alegra saberlo —murmuró Sophie dejándose llevar por el momento.

Y así, ambos, de nuevo, volvieron a excitarse, dejándose llevar por la pasión de su matrimonio.

* * *

Pero no todo era placer.

Eso fue algo que aprendió Nick mientras corría el pasillo del hospital al lado de su mujer, sentada en una silla de ruedas, agarrándose el vientre con fuerza y luchando por controlar la respiración.

Cindy venía de camino, y le provocaba unos dolores de parto desgarradores. Nick solo podía estar a su lado y agarrarle la mano, angustiado y preocupado por ella. Imágenes dantescas de un parto complicado y sangriento atravesaban su mente, provocándole sudores fríos y nervios.

—¿Has… llamado a mis padres? —preguntó ella frunciendo el ceño y apretando los dientes.

—Sí, cariño. Tú concéntrate…

Sophie calló, echó la cabeza hacia atrás y gritó como una descosida ante una nueva contracción, aún más fuerte que la anterior.

Todas lo eran. Parecía que la estuvieran matando. Y él, aterrado, solo tenía ganas de llorar por ella.

—¿Va a querer a epidural? —preguntó la enfermera que se encargaba de colocarla en la habitación—. Su ginecólogo vendrá enseguida.

—No quiero la epidural. Quiero sentir cómo esta niña nace y sale de mis entrañas, Nicholas…

Nick abrió los ojos y se puso pálido.

—Sophie, tú no tienes ninguna resistencia al dolor —murmuró intentando ser cuidadoso—. Es una inyección y ya está. Ni te acordarás de que…

Una vez en la cama, tumbada, ella agarró del cuello de la camiseta a su esposo y pegó su nariz a la de él.

—¡Eso haberlo pensado antes de dejarme embarazada, capullo! —Y acto seguido volvió a gritar, retorciéndose de dolor y llorando como si se la llevaran los demonios.

Nick aguantó estoico el chaparrón, ya que aquella no fue la única vez que lo insultó. Sophie podía ser una elegante verdulera cuando quería.

—¡Creo que te la cortaré! —gritaba cuando la sacaban de la habitación para llevarla al quirófano.

—¿La va a acompañar, señor Summers? —preguntó la comadrona, comprensiva—. Su ginecólogo la está esperando dentro.

Nick no lo dudó ni un instante.

—Mi marido viene conmigo adonde vaya —aseguró Sophie estirando la cabeza para buscarlo—. Nick. —Alargó la mano buscando la suya.

Él sonrió enternecido y se llenó de amor por ella. Lo necesitaba. Lo necesitaba tanto como él a ella.

Tomó la mano de su esposa y caminó al lado de su camilla, mirándola con toda la devoción del mundo.

Tal vez él no estaba en esa camilla, pero el dolor de su mujer era el suyo. No la iba a dejar sola.

—Vamos a hacer esto juntos, princesa —susurró pegando su frente a la de ella.

Sophie se echó a llorar y asintió nerviosa.

—Juntos, mi amor.

Cindy Summers Ciceroni pesó tres kilos y medio, y alertó al mundo de que por fin había llegado con un alarido ensordecedor en la medianoche.

Los padres de Nick y los de Sophie habían hecho un viaje relámpago a Washington para conocer a su nieta. Nick, les había presentado a Cindy a los orgullosos abuelos, todos ellos novatos en tal trance. Su suegro y su padre, de clases tan diferentes, tenían la misma sonrisa socarrona en los labios. Y su madre y Maria comentaban lo bonita que era con ojos vidriosos y llenos de ternura.

Cuando Sophie pudo coger en brazos a su pequeña con calma, ya la habían aseado y estaba vestidita con un conjunto rosa y un gorrito. Era tan diminuta, sonrosada y tan arrugada que parecía mentira que algo así abultara tanto en su barriga.

Ni Nick ni ella pudieron retener las lágrimas de emoción después de la tormenta y las presentaciones.

Ahora querían estar solos.

Eran padres. Y se juraron que serían padres no por darle la vida a Cindy, sino porque se encargarían de protegerla y ofrecerle todo el amor del mundo.

Mientras Sophie dormía tumbada de lado, de cara hacia ellos, Nick sostenía a Cindy contra su pecho. En el instante en que sintió el minúsculo corazón de su bebé latiendo contra el suyo, se llenó de orgullo por ella.

Mientras acariciaba el puño cerrado de la pequeña, tan bien acunada por sus brazos, observó a Sophie, cuyo rostro bañaba una luz de la luna que entraba por la ventana.

Nick era incapaz de encontrar parecidos en Cindy. Los bebés, de pequeños, parecían viejos con enanismo. Así que, observando las facciones cinceladas y adorables de Sophie, no pudo encontrar semejanzas, aunque no dudaba de que la pequeña, cuando creciera, sería tan hermosa como su madre. Hermosa, justa, honesta, inteligente y divertida.

Nick suspiró y apoyó la cabeza en la silla.

Las dos mujeres de su vida necesitarían toda la protección del mundo. Ahí afuera, en la realidad, había asesinos, pederastas, violadores y sádicos que solo eran felices provocando el dolor gratuito de los demás.

Él se encargaría de cuidar de sus dos princesas. De manera anónima, como hacían los superhéroes.

—Vas a ser un padre maravilloso, Nick —musitó Sophie con voz adormecida, mirándolo atentamente—. No puedo imaginarme esta aventura con otro que no seas tú.

—Ni yo puedo imaginarme una madre mejor ni una esposa tan buena como tú. Adoro que hagamos este camino juntos —acercó su rostro al de ella.

—Métete aquí conmigo —le pidió retirándose levemente para hacerle un hueco.

Él asintió y se medio tumbó en la cama, con su hija en brazos y su esposa a su lado, con la cabeza apoyada en su pecho.

¿Había una dicha más increíble que esa?

Nick besó a Sophie y permanecieron juntos, frente con frente. Ella acarició la espalda de su hija.

—¿No quieres dejarla en la cuna?

Nick negó con la cabeza.

—Esa cuna de hospital es muy grande para ella.

Sophie arqueó las cejas castañas y sonrió divertida. Era minúscula, pero suponía que Nick quería estar en contacto con ella. Era inevitable. Rebosaba sensibilidad y amor, y Sophie no dudaba de que iba a ser un padre ejemplar, igual que era un marido atento y lleno de detalles amorosos.

—Dame un beso, Nick —le pidió Sophie con los ojos llenos de lágrimas.

Nick parpadeó confuso y la besó, queriendo transmitir todo lo que sentía por ella. Y era tanto que seguro que un beso no sería suficiente. Nunca lo sería.

—Me haces muy feliz, Sophie. Nunca olvides que te quiero. Pase lo que pase, tengamos las dificultades que tengamos a partir de ahora, recuerda que mi amor por ti está fuera de toda duda. Eres lo mejor de mi vida.

—Oh, Nick. —Alzó su mano y posó sus dedos sobre la mejilla rasposa de aquel chico rubio, su Nicholas—. Me hace feliz ser madre junto a ti. Te quiero tanto que parece mentira que tenga amor para alguien más… —Miró a su hija con eterna ternura—. Pero de ese amor ha nacido esta personita que no ha tenido que hacer nada para que la quiera. Y te quiero todavía más por eso. Por el regalo de Cindy.

Se quedaron mirando mutuamente, embelesados el uno con el otro, con sus rostros enmarcados por la pálida luz de la luna.

—Empieza una nueva aventura —aseguró él.

Sophie asintió y sonrió resplandeciente.

Entrelazaron los dedos de sus manos y se besaron, disfrutando de la calidez y la magia del momento.

—Cuidaré de mis princesas —juró.

* * *

Nick gozó de dos semanas de permiso para estar con Cindy y Sophie, y para poder ayudar a su mujer. Al cabo de cuatro días de dar a luz ya estaban en su casa. Los padres de los dos se habían quedado allí para hacerse cargo de Dalton y preparar las habitaciones y todo lo que hiciera falta para la llegada de Cindy.

Nick no se podía creer que Carlo y Maria accedieran a pasar varios días con ellos en la misma casa, cuando ambos matrimonios provenían de cunas tan distintas.

La opulencia y la humildad material.

La educación y la sencillez.

Polos muy opuestos, que por una razón que ni Sophie ni él comprendían, habían logrado llevarse bien en un territorio neutral, a pesar de sus notables diferencias en sus orígenes.

Nick no se avergonzaba de sus padres, pero conocía sus limitaciones. Al igual que Sophie no sentía vergüenza de provenir de una familia rica y poderosa, aunque sabía lo insultantes que sus padres, en ocasiones, podían llegar a ser.

Y, aun así, se habían dado cuenta de que las reservas y los prejuicios venían, por esta vez, de su parte y de nadie más. Porque los cuatro se entendían a la perfección.

Las consuegras cocinaban juntas y hablaban de lo que fuera que podían llegar a hablar dos mujeres maduras y con hijos.

Los hombres veían el fútbol el uno al lado del otro y conversaban sobre política. A veces, se iban a pasear a Dalton y a tomarse unas cervezas.

Nick seguía sin adivinar de qué podían llegar a hablar o qué podían tener en común dos personas tan diferentes como para dialogar tanto y estar cómodos el uno con el otro, incluso en el silencio. Pero, aunque no daba con la clave, sí estaba seguro de algo: estaría siempre agradecido a Carlo y Maria por tratar tan bien a sus padres. Del mismo modo que Sophie, sentía un cariño muy especial por sus suegros, por no tener en cuenta la estirada educación de sus padres y tomárselo todo con tan buen humor, riéndose con ellos de sus propios modales, no tan de etiqueta como los de los Ciceroni.

Entre todos, esos días, consiguieron crear un ambiente familiar variopinto y especial.

Sophie se reía de las peleas entre Carlo y su suegro por coger a Cindy. O de las discusiones entre su suegra y su madre para adivinar la cantidad de chile en una quesadilla.

Era adorable ver a las dos mujeres mayores sonreír a su nieta, arroparla y quererla con tanta devoción. Sophie se veía reflejada en ese amor. Su madre la había tratado así cuando era pequeña. A ella y a su hermano. A veces, sentía punzadas de dolor al imaginarse el dolor de su madre cuando perdió a su único hijo. Tuvo que ser tan devastador… No lo quería ni pensar. Por eso, gracias a que ahora era madre, comprendía mejor el estricto control al que la habían sometido. Ni ella ni su padre querían volver a pasar por nada parecido.

Y ahora, a pesar de las diferencias que había habido entre ellas por aquella boda tan precipitada y sus desafiantes locuras, Maria aún la cuidaba de ese modo. Y Sophie estaba agradecida y se sentía afortunada por ello. Lo que antes no soportaba, ahora lo valoraba. Qué extraña era la vida…

Cindy acababa de unir para siempre dos mundos antagónicos, que, sin embargo, podían convivir en el amor por una niña.

* * *

La noche antes de que los abuelos se fueran, Nick estaba sentado en el porche del jardín interior, tirando la pelota a Dalton, que ya tenía siete años. En el salón, Sophie dormía a Cindy, mientras sus padres y sus suegros tomaban el café hablando sobre la diferencia entre los americanos del norte y del sur.

Sophie, con la ayuda de las mujeres, ya sabía cómo llevar a Cindy por la mano. Las mamás primerizas siempre tenían dudas sobre un montón de cosas que las abuelas se encargaban de solucionar.

Nick acarició el cuello de Dalton. El perro, igual que el hombre, había acusado los cambios de la llegada de un nuevo miembro de la familia. Dalton siempre saludaba a Cindy por las mañanas. Sophie se agachaba para que el perro le dijera hola y la oliera. Cuando Dalton percibía que todo estaba bien, entonces se iba al jardín a jugar y a correr.

Sin embargo, la mayor parte de día se ponía al lado de Cindy y Sophie, como un guardián protector, como una esfinge de las pirámides egipcias. Aunque sus pirámides fueran una niña y una mujer que merecían toda su atención.

Nick tomó un sorbo de limonada mientras observaba la alianza dorada en su dedo anular, herencia de los Ciceroni. Prefería las calaveras, pero por respeto a su familia política había decidido mantener las clásicas.

Carlo salió al porche junto a él y se llevó las manos a los bolsillos, para contemplar la noche de la capital y las luciérnagas que aparecían entre los matorrales del jardín de cerezos.

—¿Te sientes abrumado? —le preguntó el padre de Sophie.

Se hablaban claramente, sin tapujos. Al principio, su abierta antipatía los llevó a decirse las verdades a la cara, y no habían perdido la costumbre desde entonces, aunque su relación ahora era más que cordial.

Nick sonrió por encima del hombro.

—No, señor —contestó Nick.

—Es increíble cómo puede cambiar la vida de un hombre ante el nacimiento de su primer hijo, ¿verdad? Muchos de los planes que tenías ya no los podrás realizar… Un bebé comporta sacrificios.

—¿Los hizo usted? —le preguntó.

Nick no podía sacrificar nada. Su trabajo era preservar la seguridad de los ciudadanos, y alguien con tal vocación no podía ignorar la necesidad de trabajar para hacer el bien.

Era un agente del FBI, no un agente comercial como todos creían. Incluso sus propios padres se habían tragado el bulo sin hacer más preguntas. Fue tan fácil ocultarle la verdad a todos…

Carlo se encogió de hombros y tomó asiento a su lado, en los escalones.

—Habría vuelto a Italia a extender nuestro negocio. Pero Maria estaba enamorada de Luisiana y no se quiso marchar.

—Su hija ha abierto el negocio a Europa.

—Sí. Ha hecho exactamente lo que yo no pude hacer.

—¿Y se siente orgulloso de ella? ¿Siente así que su sueño se ha hecho realidad?

—La quiero, es un orgullo para mí tener una hija como ella —reconoció con serenidad—. Pero mi deseo es que ella ame los campos de caña de azúcar tanto como yo.

—Respeta el negocio, pero le falta su pasión.

—Sí… —reconoció meditabundo—. Cuando pienso en ella y sé que no está a mi lado, solo espero que el hombre que me haya relevado se sienta tan orgulloso de ella y la quiera tanto como yo. —Los ojos de Carlo se fijaron en los dorados de Nick. Siete años no pasaban en balde. Carlo tenía arrugas en los ojos, y Nick…, Nick había madurado tanto física como emocionalmente. Eran dos hombres que, pese a sus diferencias, se miraban a los ojos y ponían sobre la mesa cuáles eran sus inquietudes, aunque pudieran ofender al otro con sus dudas o sus prejuicios—. Que le dé todo lo que yo no le he dado. Que la haga feliz. Y, sobre todo, que la proteja, Nicholas.

Tras una pausa, él asintió.

—Cindy es mi hija. Sophie es mi mujer. Le aseguro que no permitiré que nada ni nadie les haga daño.

—¿Puedo confiar en ti definitivamente, Nicholas? ¿Me das tu palabra?

—Por supuesto —asintió sin dudar—. Tiene mi palabra.

Carlo asintió con la cabeza, para decirle que confía en él. Nicholas no había roto ninguna de las promesas que le había hecho, pero, de todas, esa era la más importante para él. Carlo le estrujó el hombro y después le dio palmaditas reconfortantes.

—Eso espero, Nicholas. Un abuelo puede enloquecer por una nieta. Pero un padre —chasqueó con la lengua—, un padre puede convertirse en un asesino por su hija.

Nick se echó a reír con incredulidad. Le acababa de decir que, si no cuidaba de su familia, lo mataría.

Lo cierto era que Carlo era un cabrón. Un cabrón que le caía simpático y al que era incapaz de odiar, por mucho que su suegro se hubiera esforzado durante esos últimos años.

Pero no. Nick no lo odiaba. Lo respetaba por el amor que sentía hacia los suyos, por cómo los protegía.

Él mismo querría así a sus dos princesas.