Capítulo 1

WASHINGTON D. C.

Potomac Park

Ocho años atrás

Nick conoció a Sophie en el inicio de una primavera, cuando ambos eran todavía muy jóvenes y sus corazones eran aún muy inexpertos.

Sucedió en el Potomac Park, un lugar precioso, lleno de árboles ornamentales que florecían con pétalos de sakura, de color rosa palo, también llamados cerezos de Washington. Cubrían todo el parque y, según decían los expertos, eran de la clase Kwanzan. A Sophie le encantaba contemplarlos en las orillas del río Potomac, en Ohio Drive, apoyada en uno de sus troncos y sentada sobre su pareo. De vez en cuando, levantaba la cabeza de su portátil, entre repaso y repaso de sus apuntes, y se quedaba prendada de aquella sutil dulzura con la que esas corolas pálidas levitaban, evocando en su imaginación todo tipo de leyendas japonesas.

Estaba estudiando Ciencias Económicas y Comerciales. Quería convertirse en una empresaria, no depender de la fortuna familiar. Por eso se mudó de Luisiana y decidió irse de Nueva Orleans y alejarse los tres años que duraba su carrera. Su idea era la de cortar vínculos y dependencias. Y, sobre todo, quería que su madre dejara de buscarle un novio adinerado, con la única pretensión de unir apellidos poderosos de Nueva Orleans.

Esa voluntad de querer separarse de los Ciceroni, no significaba que odiase su apellido, ni mucho menos. Sophie adoraba a su familia, la quería de todo corazón, pero la sobreprotección a la que la habían sometido se había vuelto insoportable. Ella, un caballo salvaje al que habían domado y educado para convertirse en el transporte de paseo de una dama de Orleans, necesitaba romper con sus raíces para hacerse a sí misma.

Y eso intentó. Intentó encontrarse. No obstante, en Washington se dio de bruces con algo más, además de con su verdadera esencia.

Dio con el amor de su vida.

Aquella tarde, estaba dándole vueltas a las características del negocio que deseaba abrir. Pensaba que tardaría varios años en ahorrar una buena entrada para empezar a montar el primero de los locales de una cadena de auténticas pizzerías italianas. Su familia era originaria de la Toscana; un lugar en el que la pizza era sagrada y los quesos eran el elemento patrio, señal de vida y amor.

Mientras destacaba en el ordenador algunas frases sobre marketing operativo, se llevó a la boca uno de los trozos de fruta fresca que guardaba en su fiambrera. Justo cuando iba a engullirlo y saborearlo, un frisbee amarillo golpeó su tenedor de plástico. Y, al instante, por sorpresa, un cachorro de labrador se tiró encima de ella y la placó, tumbándola sobre el pareo fucsia.

La zona del parque Potomac que más le gustaba a Nick Summers era, sin lugar a dudas, la de El Despertar. Un gigante oculto en Hains Point, que parecía resucitar de su propio entierro, emergiendo entre la tierra como si gritara por su propia libertad.

Sin embargo, aquel día, al contrario que otras veces, había decidido pasear a su perro golden, Dalton, por Ohio Drive.

Estaba preparando una nueva carrera. A sus veintitrés años, ya se había licenciado en Criminología en la Universidad de George Washington, pero deseaba también hacer la carrera de Lenguas Extranjeras.

Quería ser agente del FBI, y cuando tomaba una decisión, nadie se la podía quitar de la cabeza.

Agente doble, agente especial, agente de investigación… Le daba lo mismo. Él quería una placa con su número de identificación y ayudar a resolver casos. Tenía alma de héroe, y le gustaba impartir justicia. No es que pensara que siempre tuviera razón, pero de lo que no tenía duda alguna era de que no le gustaba que los malos ganaran, fuera en lo que fuera. Y él quería aportar su granito de arena.

Mientras caminaba por el paseo de Ohio y sonreía con cada trastada que hacía su perro, Dalton, miraba receloso a las parejas que, con las manos entrelazadas, paseaban amorosamente por la senda de hierba verde y jaspeada de flores de sakura. Él no deseaba aquello, al menos no en aquel momento.

No quería enamorarse.

Lanzó el frisbee y esperó a que su cachorro fuera a por él y se lo trajera de vuelta.

Una vida como la que estaba decidido a llevar no sería buena para una mujer. Ni tampoco para él, que estaría eternamente preocupado por ella.

Perdido en sus propios pensamientos, no se dio cuenta de lo que hizo Dalton hasta que oyó el alarido lleno de humor de una chica, tumbada sobre un pareo fucsia. El cachorro, alegremente, le lamía la cara con alegría. La fruta que hacía un momento descansaba en una fiambrera roja, ahora estaba desperdigada a su alrededor, y su portátil descansaba de mala manera sobre el enorme paño.

—Joder —masculló Nick corriendo a detenerle—. ¡Lo siento! ¡Lo siento mucho!

La joven, en cambio, se reía y no hacía nada por quitarse al animal de encima. Se quedó quieta, acariciando la cabeza del perro, y dejó que Dalton le diera los lametazos que quisiera.

Nick se detuvo al escuchar el suave tintineo de su risa y al ver cómo sus increíbles labios se estiraban en la sonrisa más radiante que hubiera visto jamás.

Llevaba un jersey negro de manga larga que le cubría las manos por completo, unos tejanos cortos que dejaban ver sus largas piernas, así como unas botas militares oscuras, con calcetines largos que asomaban hasta casi cubrirle el nacimiento de las rodillas.

—Ya está, pequeño. ¿Quieres jugar? —le decía la chica rascándole por detrás de las orejas—. Ah, sí, qué besucón eres…

Ella se incorporó, con las piernas abiertas para que Dalton se acomodara entre ellas, riéndose.

Nick jamás se había quedado sin palabras, pero, cuando ella se retiró el pelo largo y liso del rostro, y se peinó el flequillo con los dedos para despejar sus ojos, no pudo hacer otra cosa que quedarse ensimismado, acuclillado, incapaz de reñir a Dalton: el rostro de aquella chica lo había cautivado. Tenía unos ojos caramelo espectaculares, llenos de ternura y, al mismo tiempo, de una picardía oculta y osada que lo puso en tensión.

Ella levantó la mirada y se dio cuenta de que el dueño del perro también estaba a su lado.

* * *

Sophie se puso roja como un tomate cuando miró directamente a aquellos ojos ámbar. Tenía ante sí a uno de los hombres más atractivos que había visto nunca. Tenía el pelo rubio, cuyas puntas despeinadas señalaban a todas partes. Sus ojos dorados sonreían y brillaban claros y firmes por la luz del sol. Tenía una peca en la comisura de uno de sus ojos, y su fisonomía era ancha y musculosa.

Los hombres así no se le acercaban nunca, y si lo hacían, ella no se daba cuenta, pues no era muy experta que digamos en tales cosas. Su familia siempre había elegido por ella a los chicos en los que se debía fijar, pero siempre pretendientes en los que ella jamás se hubiera fijado, por ser demasiado afeminados, o demasiado correctos y educados… No sabía decir qué era lo que veía o no veía en ellos. Tal vez los rechazaba porque todos ellos carecían de encanto y estaban cortados por el mismo patrón.

Sin embargo, aquel rubio que le recordaba a los colosos romanos era exactamente el tipo de hombre que podía hacerle perder el mundo de vista. Vestía con una enorme sudadera roja de los Redskins, el equipo de fútbol americano de Washington. Llevaba unos tejanos oscuros y unas deportivas blancas y rojas; y portaba, colgada a su espalda, una mochila negra.

También era estudiante, aunque parecía algo mayor que ella.

Sophie no supo disimular nada la impresión que le provocó el verle por primera vez.

Nick sonrió sin más preámbulo y dijo:

—No sé qué es lo que tendría que hacer para que me rasques detrás de las orejas como haces con este traidor de perro.

Sophie parpadeó un tanto desorientada, pero, al contrario de lo que pensaba él, no esquivó responderle.

—Tu perro no es un traidor —contestó ella aceptando gustosa los mimos de Dalton—. Es un cachorro y hace trastadas.

—Lo lamento mucho, de verdad —se disculpó él, recogiendo su portátil para ponerlo sobre el enorme pañuelo y cogiendo la fruta desparramada a su alrededor—. ¿Era tu… merienda?

—Ah, bueno sí… —contestó colocándose un mechón de pelo tras la oreja—. Sí. Era…

—Pues tienes que dejar que arregle esto.

—Ya lo has recogido. Ya está todo limpio. No te preocupes.

Él negó con la cabeza y le ofreció la mano, atribulado.

—Nick Summers.

Sophie miró su enorme mano y la aceptó gustosa. Nick. Nada que ver con aquellos nombres pomposos y semiaristócratas con los que sus padres querían que se relacionara.

Un nombre corto y bonito.

—Sophie. Sophie Ciceroni.

A Nick le encantó el siseo de su apellido italiano.

—¿Sabes?, muchas personas no habrían reaccionado tan bien ante el acoso de un cachorro.

—Bueno —contestó ella—, hay mucha gente a la que no les gustan los animales. Pero yo crecí con ellos. Además, este granuja —jugó con Dalton— no tiene la culpa de que su dueño tenga mala puntería.

Nick levantó las cejas y asintió conforme.

—Cierto. Pero no todos los días uno ve a una sirena fuera del agua. Me tomaste por sorpresa.

Sophie se echó a reír.

—Ni siquiera me habías visto, mentiroso.

Le encantó su sinceridad. Aquella chica era como una bebida refrigerante.

Sin embargo, Nick también era muy observador. Según lo que ponía en su portátil, estudiaba en la Universidad de Ciencias Económicas y Comerciales. Así pues, vivía en Washington, como él.

—Sé que eres del campus —afirmó como si lo supiese hacía tiempo.

—Sí. Lo soy.

—Yo también.

Ella intentó adivinar qué era lo que ese gigante estudiaba.

—¿Qué estudias?

—Lenguas Extranjeras.

—Ajá —dijo. Nick tenía la apariencia de un militar o de alguien que quisiera entrar a formar parte de los SWAT. En cambio, estaba interesado en aprender otros idiomas. Debía de ser alguien interesado en ver mundo y culturizarse. Eso le gustaba—. ¿Y el perro es tuyo?

—Sí. Vivo con él —lo acarició cariñosamente.

—¿En el campus? No permiten animales —argumentó extrañada.

—No, no —la corrigió Nick—. En una casa particular en Gary Road.

—Ah, conozco la calle —aseguró ella—. Está cerca de la escuela hebrea, ¿verdad?

—Sí.

Se quedaron mirando, sin saber qué más decir, con una sonrisa tonta de admiración en los labios. En secreto, albergaban la esperanza de que aquella conversación no se acabase ahí.

Sophie no era rubia teñida, como la mayoría de las estadounidenses. A su edad, no se había operado los pechos, como se podía adivinar tras el jersey holgado que la cubría. Ni siquiera se había puesto silicona en los labios, algo muy común en ciertas chicas desde que son apenas una crías…

Odiaba la superficialidad de todas esas chicas; casi podía decir que las daba a todas por perdidas. Perdidas en su necesidad de agradar, cuando, para agradar de verdad, lo primero que debían hacer era quererse a sí mismas. Si tenían que retocarse la cara y el cuerpo para ello, era porque no les gustaba ni aceptaban el reflejo que les devolvía el espejo.

Pero Sophie no respondía a aquel patrón.

Era natural. Y fue precisamente su sencillez la que lo dejó embelesado por completo y con ganas de más.

Hacía un momento, antes del inoportuno comportamiento de Dalton, estaba decidido a no dejarse llevar por las garras de las relaciones sentimentales. No necesitaba nada de eso en aquel momento. No lo quería. De hecho, no sabía si lo querría alguna vez.

Sin embargo, la vida o el destino le acababan de soltar un bofetón con la mano abierta que lo había despertado, exactamente igual que la escultura que tanto admiraba de J. Seward Johnson.

—Sophie Ciceroni, ¿dejarías que te cambiara esa fruta que he echado a perder por una cena?

Nick sabía que con mujeres así uno no tenía muchas oportunidades, y, además, el no ya lo tenía. Pero si Sophie decía que sí, su vida podría estar a punto de dar un giro de ciento ochenta grados.

—Pues…, no sé —replicó ella, dudando—. No suelo hacer estas cosas. ¿Eres un violador o algo así? —bromeó.

—Bueno… —la miró de arriba abajo—. Solo hasta donde me dejes.

—Eres muy atrevido, ¿no?

—No…, lo que pasa es que, tal vez, me pongas nervioso, y por eso digo alguna que otra sandez.

—Ya veo… ¿Eres un… psicópata?

—Solo con ladrones y asesinos. ¿Y tú? ¿Eres psicoanalista?

Sophie se echó a reír.

—Solo con los desconocidos que atacan con frisbees.

—Haces bien. Nunca se sabe dónde puede estar el peligro.

Ella negó con la cabeza y después le echó un último vistazo.

—¿No serás de los que se creen Superman?

—No creo. Más bien soy una especie de Clark Kent. Y créeme que ahora desearía tener rayos X. —Le guiñó un ojo.

Y cuando ella se mordió el labio inferior y volvió a sonreír tan a gusto con él como si se conocieran de toda la vida, Nick ya no sentía ningún recelo al respecto: si aquella chica aceptaba su invitación, estaba convencido de que sería para él. Y no importaba si eso cambiaba sus, hasta entonces, inquebrantables planes de futuro. Podría incluir en ellos a su compañera ideal.

Y, entonces, la educada y elegante Sophie dijo:

—Sí. Podemos ir a cenar.

* * *

Aquella, en el restaurante Bristo Cacao, fue la noche de las primeras veces.

La primera vez que ambos se iban a cenar con un completo desconocido.

La primera vez que Sophie aceptaba la invitación de alguien a quien sus padres no habían elegido.

Y la primera vez que Nick rompía uno de los puntos del esquema que se había marcado hasta licenciarse.

Quebrantaron las normas y mandaron sus reglas a paseo. Y lo hicieron porque desde que se vieron sintieron que iban a ser especiales el uno para el otro. La vida tenía golpes inesperados y maravillosos.

No dejaron de hablar en toda la cena. El local al que fueron estaba en la avenida Massachussets. La mantelería era blanca, y las cortinas rojas insinuaban todo tipo de reservados tenuemente iluminados e íntimos.

—¿Por qué has sugerido este restaurante, Sophie? —preguntó él jugando con el tenedor.

Ella, que se sentía libre y descarada, lejos de sus padres, y que ya no necesitaba la aprobación de nadie para hacer lo que le diera la gana, alzó la copa de vino blanco y contestó:

—Mi familia es de Luisiana, y allí estamos acostumbrados a la comida francesa criolla. Conozco bien este tipo de cocina.

—¿Te interesa la gastronomía?

—Sí. En un futuro quiero fundar una cadena de restaurantes en los que nuestros platos sean únicos y especiales, y se conozcan en todo el mundo.

—¿Comida internacional?

—Más bien italiana. Mi familia viene de la Toscana y…

Cada vez que Sophie abría la boca, Nick se perdía en la punta de su lengua y en la blancura de sus dientes. Ella se había recogido el pelo y llevaba un sencillo vestido negro con una rebeca y unos zapatos de tacón; él estaba tan caliente que tenía que moverse de vez en cuando para reacomodar la incomodidad que sentía entre las piernas.

Jamás se había excitado tanto con la naturalidad y la valiente timidez de una mujer, pero con Sophie ardía por dentro.

Había algo en ella que la hacía diferente. Algo que rozaba lo estiloso y denotaba finura y una exquisita educación. Sabía perfectamente qué cubiertos debía utilizar para cada ocasión, como si la hubieran instruido sobre ciertas normas de protocolo. Y Nick ansiaba zarandearla y despeinarla, aunque ni siquiera sabía de dónde venía aquel instinto salvaje. Se la imaginaba colorada, sudorosa y desnuda debajo de su cuerpo.

Como él no conocía las sutilezas de la buena mesa, la copiaba y esperaba disimuladamente a que ella escogiera antes el cuchillo, la cuchara o el tenedor que se debía utilizar, porque no quería parecer un cateto a su lado.

—¿De dónde es tu familia, Nick?

—De Chicago.

—La Ciudad del Viento.

—Sí.

—No he ido nunca —dijo antes de llevarse algo de ensalada a la boca, utilizando el tenedor adecuado—. Me han dicho que es preciosa.

Nick se inclinó hacia delante, y con su descaro típico, y que Sophie empezaba a comprender que era algo inherente a aquel joven hercúleo, le dijo alzando la comisura de su labio:

—Tal vez, si quieres, un día te lleve.

—Sé ir sola a los sitios, pero gracias.

—¿Sola? Eso no puede ser. Necesitas un guardaespaldas, Sophie.

—¿Yo? ¿Por qué? —preguntó sin comprender.

—Alguien que te proteja de los violadores, de los ladrones y de toda esa calaña que hay suelta. Y resulta que yo soy tu hombre. —Alzó su copa de vino y brindó con la de ella. El tintineo del cristal sonó a música de promesas celestiales.

Sophie se prendó de su apariencia y de las sombras que las luces cortaban en su masculino rostro. Carraspeó al darse cuenta de que se perdía en pensamientos demasiado obscenos para su educación de señorita.

—¿Y quien me protegerá de ti, Nick Summers? —preguntó cortando el pollo con salsa de curry con la tranquilidad de una dama inglesa.

—Tú jamás deberás preocuparte por mí —murmuró con la mirada velada por el deseo—. Nunca te haría daño.

Ella sonrió agradecida por debajo de la nariz, y pensó que Nick era el primer hombre cuya apariencia realmente era la de un hombre y no la de un príncipe. Si se daba el caso, él la protegería con sus puños, sin lugar a dudas.

Los músculos de sus bíceps tensaban su camisa en los brazos, y, del mismo modo, estiraba la parte frontal de su pecho. Estaba fibrado y era musculoso, pero no como un luchador de pressing catch inflado a anabolizantes. No. Nick era como un gladiador, forjado en tiempos en los que uno quemaba lo que comía.

Sus espaldas eran tan anchas que estaba seguro de que podía cargar todo el peso que quisiera sobre sus espaldas.

Siguieron cenando como si aquellas palabras jamás se hubieran pronunciado, y, al mismo tiempo, hablaron de todo lo que no implicaba miradas ardientes ni palabras obligadas a pronunciarse en voz baja.

No encontraron el modo de detenerse, no hubo un momento para el silencio o para la introspección.

Como si fueran dos almas gemelas que se hubieran reencontrado, necesitaban explicarse todo lo que el uno se había perdido del otro en esos años sin verse.

Nick le habló de la fría relación con su padre y del amor que sentía hacia su madre.

Sophie había tenido un hermano mayor, un tanto rebelde. Hablaba de él con mucho cariño, pero, al hacerlo, ojos se le empañaban los ojos de una tristeza irreparable.

Nick entendió enseguida que su hermano ya no estaba vivo. Y quiso saber por qué.

—¿Qué sucedió con Rick? —preguntó interesado, mientras esperaban a que trajeran los postres.

—Bueno… —Sophie se limpió la comisura de los labios con la punta de la servilleta blanca—. Como te he contado, mi familia se dedica a la exportación de azúcar desde hace tres generaciones. Se suponía que Rick y yo debíamos dedicarnos a lo mismo para prolongar el legado familiar. Pero él decidió ser policía. Eso provocó una pequeña fisura en la familia, pues mis padres no podían comprender por qué mi hermano prefería arriesgar su vida a mantenerse seguro y a tener un vida próspera entre los cálidos brazos y los billetes de mi familia. Lo que ni mi madre ni mi padre comprendieron era que Rick se sentía un espíritu libre. —Suspiró, recordándolo con alegría—. Ahora tendría casi treinta años. Murió cuando yo tenía trece.

—¿Cómo murió, si no es mucho preguntar?

—Intentó salvar a una mujer de un hombre que quería abusar de ella —explicó con la dureza de quien ya había asumido la desgracia—. Rick lo detuvo, pero lo que no sabía era que el violador tenía una pistola en el bolsillo de su pantalón. Le disparó, con tan mala suerte que le dio de lleno en el corazón.

Sophie no había superado del todo perder a Rick. Era su mejor amigo, un hombre a quien ella admiraba y que quería con todo su corazón.

—Sophie. —Nick alargó la mano y la posó sobre la de ella—. Lo lamento mucho.

—Sí. Yo también. Lo quería muchísimo. Todos lo queríamos mucho. —Se secó las lágrimas que se le habían escapado con rapidez—. Uf, me pongo un poco sentimental con esto…

—Te entiendo.

—Por ese motivo, ni mi madre ni mi padre ni yo —puntualizó con vehemencia— queremos tener nada que ver con hombres con placa. De hecho, la desgracia de Rick es la razón por la que se aseguran de rodearme de pretendientes completamente opuestos a su perfil… Ya sabes, con baja testosterona y pocas ideas emprendedoras en la cabeza. —Bebió lo que le quedaba de vino.

—¿Insinúas que los policías no tienen ideas emprendedoras?

—Supongo que sí. Pero salvar el mundo es imposible, ¿no crees? —Lo miró a los ojos.

Nick se quedó en silencio y después añadió:

—¿Así que te dan miedo los policías? —preguntó, impactado por la revelación.

—Sí. Admiro lo que hacen, pero los quiero bien lejos. —Lo estudió sin titubear—. No podría vivir tranquila pensando que alguien al que quiero corre peligro ahí afuera.

Sophie quiso cambiar de tema. Aquello no era algo de lo que hablar en ese momento.

Sin embargo, Nick escuchó sus palabras de un modo diferente.

Si su relación con Sophie prosperaba, como esperaba, habría un secreto insalvable entre ellos. Por tanto, mejor que hiciera bien las cosas para que nunca se enterase de la verdad.

Porque no iba a cambiar su decisión de ser agente del FBI por mucho que pudiera llegar a enamorarse de ella, aunque el flechazo hubiera surgido con la rapidez y la dureza del impacto de una bala en el corazón, como el que acabó con la vida de su hermano. No iba a renunciar a aquella belleza castaña, lista, divertida e inteligente.

Lo lamentaba por ella. Lo lamentaba mucho. Pero era un egoísta y, desgraciadamente, se sentía intrigado, estimulado y fulminado por aquella empresaria en ciernes que tenía enfrente. Y cuando Nick quería algo, lo quería para él, aunque fuera a su modo.

Estaba claro que a ninguna mujer le gustaba que su pareja fuera un policía, pero muchos de los dinosaurios del FBI estaban casados y tenían hijos, así que tan difícil no podía ser.

Ingresar en el FBI era su vocación.

Y una vocación auténtica no se enterraba por el miedo y la inseguridad de una chica.