CAPÍTULO OCHO
Grace
18 °C
Durante la semana siguiente estuve distraída en el instituto, flotando a través de las clases sin apenas tomar apuntes. Sólo podía pensar en la sensación que el pelo del lobo me había dejado en las manos y en la imagen de la loba blanca gruñendo al otro lado de la ventana. No obstante, volví en mí cuando la señora Ruminski trajo a un policía al aula para la hora de tutoría.
Lo dejó solo delante de la pizarra, algo francamente cruel considerando que estábamos en la última hora y todos esperábamos con impaciencia el momento de salir. Tal vez pensara que un miembro de las fuerzas y cuerpos de seguridad tendría capacidad de sobra para controlar a un grupo de estudiantes de secundaria. Sin embargo, a los criminales se les puede sacar el arma y a los alumnos adolescentes, por muy ruidosos que sean, no.
Pese a su cinturón cuajado de pistoleras, espráis de defensa personal y demás armas, el policía parecía muy joven. Le echó un vistazo a la señora Ruminski, que, poco dispuesta a ayudarle, aguardaba junto a la puerta del aula, y se señaló la placa que llevaba en la camisa: «William Koenig», decía. Según la señora Ruminski, había estudiado en el instituto, pero a mí no me sonaban ni el nombre ni la cara.
—Hola, soy el oficial Koenig —dijo—. Vuestra profesora, la señora Ruminski, me pidió la semana pasada que os diese una charla.
Miré de reojo a Olivia, sentada a mi lado, para ver qué expresión tenía. Como siempre, era todo orden y limpieza: la viva imagen del sobresaliente. Llevaba el oscuro cabello recogido en una trenza perfecta y una camisa recién planchada. Para saber lo que pensaba, no había que hacer caso de lo que decía; si querías entenderla, había que mirarla a los ojos.
—Es guapo —me susurró—. Y me encanta el pelo cortado a cepillo. ¿Crees que su madre lo llamará Will?
Yo aún no sabía cómo reaccionar ante el repentino y locuaz interés de Olivia por los chicos, así que me limité a bizquear. Era guapo, sí, pero no era mi tipo. La verdad es que todavía no había decidido cuál era mi tipo.
—Ingresé en el cuerpo de policía al poco de terminar el instituto —explicó el agente Will; se había puesto muy grave y ceñudo al decir aquellas palabras, como si quisiera parecerse a los policías de los anuncios—. Éste es un oficio que siempre quise ejercer y que me tomo muy en serio.
—Y tanto —le murmuré a Olivia; no pensaba que su madre lo llamase Will.
El agente William Koenig nos miró y posó una mano en la culata de su pistola. Supongo que lo haría por costumbre, pero parecía que se dispusiera a dispararnos por estar cotorreando. Olivia se acurrucó en la silla y algunas chicas intercambiaron risitas.
—Es una profesión excelente y una de las pocas para las que, de momento, no hace falta título universitario —afirmó—. En fin… este… ¿alguno de vosotros piensa optar al cuerpo policial?
Fue el «este» lo que lo mató. De no haber titubeado, supongo que la clase habría guardado las formas.
Se levantó una mano. Elizabeth, integrante de la horda de alumnos del instituto de Mercy Falls que seguía vistiendo de negro tras la muerte de Jack, preguntó:
—¿Es cierto que el cuerpo de Jack Culpeper fue robado del depósito de cadáveres?
Su atrevimiento generó una retahíla de murmullos; por un momento, el agente Koenig puso cara de querer dispararle de verdad, pero enseguida se contuvo.
—Como tal vez sepas, no estoy autorizado a mencionar detalles de una investigación abierta —dijo.
—¿Así que hay una investigación? —exclamó una voz masculina desde las primeras filas.
—Mi madre se enteró por un empleado de la funeraria —terció Elizabeth—. ¿Es cierto? ¿Por qué razón iban a robar el cadáver?
Las teorías se multiplicaron en rápida sucesión.
—A mí me huele a encubrimiento. Fue un suicidio.
—¡Tráfico de drogas!
—¡Experimentos médicos!
—Me han dicho que el padre de Tom tiene un oso disecado en casa —proclamó un chico—. A lo mejor los Culpeper disecaron también a Jack.
El que había hablado se ganó un coscorrón. Todavía no estaba permitido hablar mal de Jack o de su familia.
El agente Koenig le lanzó una mirada de espanto a la señora Ruminski, que seguía montando guardia junto a la puerta. Ella adoptó una expresión solemne y se volvió hacia la clase.
—¡Silencio! —ordenó.
Todos nos callamos.
La señora Ruminski miró al agente Koenig.
—Y bien, ¿han robado el cuerpo? —le espetó.
—Como he dicho, no estoy autorizado a dar detalles de una investigación abierta —repitió él, aunque esta vez lo dijo con tono de resignada desesperanza.
—Agente Koenig —respondió la señora Ruminski—, Jack era un miembro muy querido de nuestra comunidad.
Lo cual no era sino una mentira flagrante. Con todo, la muerte había hecho maravillas con la reputación de Jack. Supongo que los demás podían olvidar su tendencia a perder los estribos —y de qué manera— en el patio e incluso durante las clases. Pero yo no. En Mercy Falls, los rumores estaban a la orden del día, y el rumor concerniente a Jack apuntaba a que había heredado el mal genio de su padre. A mí, aquello no me convencía; en mi opinión, cada uno elegía la clase de persona que quería ser con independencia del carácter de sus padres.
—Seguimos de luto —indicó la señora Ruminski, abarcando con un gesto la marea negra que inundaba la clase—. No le pido que divulgue detalles de ninguna investigación; le pido que dé explicaciones a una comunidad muy unida que las necesita.
Olivia me miró estupefacta. Yo meneé la cabeza. Lo que había que oír.
El agente Koenig se cruzó de brazos; el gesto le daba un aire enfurruñado, como de niño pequeño obligado a hacer algo que no quiere.
—Estamos trabajando en ello. Comprendo que perder a alguien tan joven —afirmó, pese a que él mismo no debía de tener más de veinte años— haya causado un gran impacto en la comunidad, pero, aun así, debo pediros a todos que respetéis la privacidad de la familia y la confidencialidad de la investigación.
Había recuperado el aplomo. Elizabeth volvió a alzar la mano.
—¿Cree que los lobos son peligrosos? ¿Reciben muchas llamadas relacionadas con ellos? Mi madre dice que causan muchos problemas a la policía.
El agente miró a la señora Ruminski, pero, a aquellas alturas, debería haber comprendido que nuestra profesora quería la información tanto como Elizabeth.
—No me parece que los lobos supongan una amenaza para la población. Al igual que el resto del departamento, considero lo ocurrido un incidente aislado.
—Pero a ella también la atacaron —replicó Elizabeth.
Oh, no. No veía a Elizabeth señalándome, pero sabía que lo estaba haciendo porque todas las caras se volvieron hacia mí. Me mordí el interior del labio. Aunque no me molestaba ser objeto de atención, cada vez que alguien se acordaba de que los lobos me habían arrastrado al bosque, la gente llegaba a la conclusión inevitable de que podía pasarle lo mismo a cualquiera. Me preguntaba cuánta gente que pensara lo mismo haría falta para que se decidieran a dar caza a los lobos.
A mi lobo.
Sabía que aquélla era la verdadera razón de que no pudiera perdonar a Jack el haberse muerto. Entre eso y su accidentado paso por el instituto, encontraba hipócrita aquello de ir de luto como muchos de mis compañeros. Sin embargo, tampoco me sentía tranquila si procuraba apartarlo de mi mente; la verdad es que me habría gustado saber cómo sentirme.
—Eso pasó hace mucho tiempo —le aclaré al agente Koenig, quien pareció tranquilizarse—. Hace años. Además, no estoy segura de que no fueran perros.
Sí, vale, mentía. Pero ¿quién se iba a atrever a contradecirme?
—Justamente —respondió el agente Koenig, enfático—. Eso es. No tiene sentido criminalizar a los animales salvajes por un incidente aislado. Ni conviene extender el pánico sin un motivo de peso. El pánico conduce a la imprudencia, y la imprudencia provoca accidentes.
Eso mismo pensaba yo. Sentí cierta afinidad con el monótono agente Koenig mientras le escuchaba reconducir la conversación hacia nuestro posible futuro en el cuerpo policial. Al término de la clase, los demás se pusieron a hablar de Jack una vez más, pero Olivia y yo nos escabullimos hasta nuestras taquillas.
Sentí que alguien me tiraba del pelo y, al darme la vuelta, me encontré a Rachel, que nos miraba con expresión triste.
—Chicas, no voy a poder planear lo de las vacaciones esta tarde. A mi madrastra se le ha ocurrido que vayamos toda la familia a Duluth para estar más unidos. Si pretende que la quiera, tendrá que comprarme un par de zapatos nuevos. ¿Qué os parece si lo dejamos para mañana?
Antes de que me diera tiempo a asentir, Rachel nos dedicó una sonrisa deslumbrante y se alejó por el pasillo a toda velocidad.
—¿Y si vamos a mi casa? —le propuse a Olivia.
Aún se me hacía raro preguntarle aquellas cosas. En otra época, Rachel, Olivia y yo pasábamos todas las tardes juntas, según una especie de acuerdo tácito. Sin embargo, todo cambió después de que Rachel empezara a verse con su primer novio y, con ello, nos dejase atrás a Olivia y a mí —la rara y la pasota—, fracturando nuestra fácil amistad.
—Vale —respondió Olivia, que recogió sus cosas, avanzo hacia mí y me pellizcó en el hombro—. Mira —dijo señalando a Isabel, la hermana pequeña de Jack y compañera nuestra de clase.
Al atractivo físico compartido por todos los Culpeper Isabel añadía una angelical cabellera de rizos rubios. Conducía un todoterreno y tenía uno de esos chihuahuas minúsculos, al que vestía a juego con su indumentaria. Siempre me preguntaba cuándo se daría cuenta de que vivía en Mercy Falls, Minnesota, un lugar donde la gente no hacía esas cosas.
Isabel inspeccionaba su taquilla como si guardara en ella tesoros de otro mundo.
—No viste de negro —señaló Olivia.
En ese momento, Isabel salió de su trance y nos miró como si supiera que estábamos hablando de ella. Bajé los ojos, pero sentí que ella no los apartaba de mí.
—Tal vez ya no esté de luto —reflexioné una vez nos hubimos alejado.
Olivia abrió la puerta y me dejó pasar.
—Tal vez ella haya sido la única que lo estuvo de verdad.
De vuelta en casa, preparé café y unos bollos de arándanos, y las dos nos sentamos a la mesa de la cocina para admirar las últimas fotografías de Olivia a la amarillenta luz de la lámpara que colgaba del techo. Para Olivia, la fotografía era una religión; adoraba su cámara, y estudiaba las técnicas fotográficas como si fueran reglas por las que guiar su vida. Al ver sus fotos, yo misma deseaba convertirme también en una creyente. Te hacían sentir como si formaras parte de las escenas que retrataban.
—Era muy guapo. Tienes que reconocerlo —dijo Olivia.
—¿Sigues con el agente «no sonrío ni de casualidad» en la cabeza? Pero ¿qué te pasa? —Hice un gesto desdeñoso con la mano y contemplé la siguiente foto del montón—. Es la primera vez que te veo obsesionada por una persona de carne y hueso.
Olivia sonrió y se me quedó mirando a través del vapor que salía de las tazas. Tras darle un mordisco a un bollo, se puso a hablar con la boca llena, tapándosela para evitar bombardearme con las migas.
—Creo que me estoy convirtiendo en una de esas chicas a las que les gustan los tipos uniformados. Venga, ¿no te pareció guapo? Empiezo a sentir la necesidad de… tener novio. Deberíamos pedir una pizza. Rachel me ha contado que hay un repartidor de pizzas muy mono.
Se me cayó el alma a los pies.
—¿Quieres tener novio? ¿Así, de repente?
Olivia no desvió su atención de las fotos, pero me dio la impresión de que estaba muy pendiente de mis palabras.
—¿Tú no?
—Cuando encuentre a la persona adecuada, supongo —murmuré.
—¿Y cómo te darás cuenta de que lo es si no la miras, eh?
—Como si tú tuvieras el valor suficiente para acercarte a un chico que no sea el James Dean de tu póster.
Había un resquemor involuntario en mi tono de voz, y añadí una carcajada al terminar la frase para suavizarla. Las cejas de Olivia se fruncieron, pero preferí quedarme en silencio. Estuvimos así un largo rato, ojeando sus fotografías.
Reparé en un primer plano de Olivia, Rachel y yo; la foto la había hecho la madre de Olivia justo antes de que empezaran las clases. Con la pecosa cara contraída en una sonrisa monumental, Rachel ceñía los hombros de Olivia con un brazo y los míos con el otro; parecía que nos estuviese aplastando para que las tres cupiéramos en el encuadre. Como siempre, ella era la que nos mantenía juntas; ella, la extrovertida, la que llevaba años tirando de nosotras dos, las calladas.
En la foto, Olivia, con la piel bronceada y los ojos verdes saturados de color, parecía la personificación del verano. Su dentadura formaba una perfecta sonrisa de luna creciente a la que no le faltaban ni los hoyuelos. A su lado, yo encarnaba, en cambio, el invierno: cabello rubio oscuro y adustos ojos castaños, como si mi verano se hubiese desdibujado en el frío.
En cierta época, había llegado a pensar que Olivia y yo éramos muy parecidas: ambas introvertidas e incapaces de sacar la nariz de los libros. Pero, con el tiempo, me había dado cuenta de que mi reclusión sí era voluntaria, mientras que la de Olivia se debía a una timidez exagerada. Aquel año tenía la impresión de que, cuanto más tiempo pasábamos juntas, más difícil se volvía conservar nuestra amistad.
—En ésta tengo cara de estúpida —opinó Olivia—. Y Rachel, de loca. Y tú, de enfadada.
Mi aspecto era el de quien no está dispuesto a aceptar un no por respuesta; rozaba la irritación. Me gustaba.
—Nada de eso. Tú pareces una princesa y yo un ogro.
—No pareces un ogro.
—Era broma —le aseguré.
—¿Y Rachel?
—Ahí has acertado. Cualquiera diría que está loca. O, por lo menos, que ha tomado demasiado café, lo que suele ser cierto.
Volví a mirar la imagen. Rachel parecía desempeñar el papel del sol, un sol brillante y energético que, por medio de la irresistible fuerza de su voluntad, nos mantenía a nosotras dos, las lunas, girando en órbitas paralelas.
—¿Has visto ésta? —Olivia interrumpió mis pensamientos mostrándome otra instantánea. Era de mi lobo; estaba en las profundidades del bosque, oculto a medias tras un árbol. Había logrado enfocarle una pequeña franja del rostro, y sus ojos miraban directamente al objetivo—. Puedes quedártela. O, casi mejor, quédate con todas. Luego pondremos las mejores en un álbum.
—Gracias —contesté con un entusiasmo que no fui capaz de expresar. Señalé la fotografía—. ¿Es de la semana pasada?
Olivia asintió. Observé la imagen del lobo; asombrosa, pero, al tiempo, plana y desvirtuada si se la comparaba con la realidad. La recorrí con un dedo, como si pudiera acariciar su piel. Algo, un nudo de amargura o de tristeza, se me aposentó en el pecho. Me di cuenta de que Olivia no apartaba los ojos de mí y eso hizo que me sintiera peor, más sola. En otro tiempo se lo habría contado, pero ahora prefería reservármelo para mí. Algo había cambiado, y ese algo estaba en mi interior.
Olivia me ofreció una serie de fotografías que había separado del resto.
—Éstas son las resultonas.
Distraída, las observé sin ninguna prisa. Eran impresionantes: una hoja flotando en un charco, alumnos reflejados en la ventanilla de un autobús escolar, un autorretrato de Olivia en blanco y negro con los bordes hábilmente difuminados. Me deshice en exclamaciones varias y luego coloqué la imagen del lobo sobre las otras para volver a mirarla. A su lado, lo demás carecía de importancia.
Olivia carraspeó, irritada.
De inmediato, volví a la foto de la hoja flotando en el charco. La estudié de cerca mientras trataba de recordar el tipo de cosas que decía mi madre ante las obras de arte.
—Me agrada —alcancé a decir—. Los colores están… estupendos.
Olivia me la arrebató y me lanzó la fotografía del lobo con tanta fuerza que me rebotó en el pecho y cayó al suelo.
—Ya. A veces, Grace, no sé por qué me molesto en…
Dejó la frase en el aire y sacudió la cabeza. No la estaba entendiendo. ¿Quería que fingiese que me gustaban más aquellas imágenes que la de mi lobo?
—¡Hola! ¿Hay alguien en casa? —Era John, el hermano mayor de Olivia; su llegada no podía haber sido más oportuna. Me sonrió desde la entrada y cerró la puerta—. Eh, hola, bombón.
Sentada frente a la mesa de la cocina, Olivia levantó la vista con expresión glacial.
—Oye, espero que te estés refiriendo a mí.
—Desde luego —respondió John mirándome. Era guapo, pero su atractivo resultaba un poco convencional: alto, de cabello oscuro como su hermana y con una expresión siempre sonriente y acogedora—. Sería de muy mal gusto que intentara ligarme a la mejor amiga de mi hermana. En fin. Son las cuatro en punto. Qué rápido pasa el tiempo cuando estás… —se interrumpió, miró la pila de fotografías que estaba frente a Olivia y luego reparó en la que había a mi lado—… haciendo nada en particular. ¿Por qué nunca se os ocurre hacer algo?
Olivia ordenó las fotos de su montón y respondió:
—Somos introvertidas. Disfrutamos no haciendo nada las dos juntas. Mucha charla y nada de acción.
—Lo encuentro fascinante. Oli, tenemos que marcharnos si no quieres llegar tarde a clase. —Me dio un golpecito amistoso en el brazo—. Oye, Grace, ¿por qué no vienes con nosotros? ¿Están tus padres en casa?
Resoplé.
—Lo dices en broma, ¿no? Me estoy criando a mí misma. Deberían descontarme impuestos por ejercer de cabeza de familia.
John se rió, tal vez más de lo que merecía mi comentario, y Olivia me endosó una mirada cargada de suficiente veneno para matar a un animal pequeño. Cerré la boca.
—Venga, Oli —dijo John, ajeno a los puñales que volaban desde los ojos de su hermana—. Las clases se pagan tanto si se va como si no. ¿Vienes, Grace?
Miré por la ventana y, por primera vez en meses, me imaginé desapareciendo entre los árboles y corriendo hasta encontrar a mi lobo en medio de la vegetación. Meneé la cabeza.
—Mejor en otro momento, ¿vale?
John me dedicó una media sonrisa fugaz.
—Bueno. Vamos, Oli. Adiós, guapa. Ya sabes a quién llamar si, después de tanta charla, te apetece un poco de acción.
Olivia le dio un golpe con la mochila que produjo un ruido sordo. Pese a ello, fui yo la que se ganó la mirada de reprimenda, como si fuera responsable de que John quisiera ligar conmigo.
—Cállate y vámonos. Adiós, Grace.
Tras acompañarlos hasta la puerta, regresé a la cocina sin un propósito claro. Me siguió la agradable voz de un locutor de radio que describió la obra clásica que acababa de sonar y presentó la siguiente; mi padre se había dejado la radio del despacho encendida. De algún modo, los sonidos derivados de la presencia de mis padres acentuaban su ausencia. Sabiendo que, si no lo impedía, la cena consistiría en algún plato precocinado, rebusqué en la nevera y puse un resto de sopa a calentar en una cacerola.
Me quedé en la cocina, bañada en la luz oblicua de la tarde que entraba por la puerta del porche. Sentía una vaga tristeza, más por la fotografía de Olivia que porque la casa estuviese vacía. No veía a mi lobo desde el día en que lo había tocado, hacía casi una semana; su ausencia todavía me dolía, aunque sabía que no debía pensar en él. Era absurdo que necesitara su sombra en el borde del patio para sentirme completa. Absurdo, sí, pero irremediable.
Fui a la puerta trasera y la abrí, deseosa de oler el bosque. Descalza, caminé por el porche y me apoyé en la barandilla.
Si no hubiera estado fuera, creo que no habría oído el grito.