CAPÍTULO SESENTA Y DOS

Grace
4 °C

Hojas

Me parece que Jack no debe de ir bien —opinó Olivia acomodándose en el asiento de mi coche nuevo, un pequeño Mazda que olía a limpiador de tapicerías y a soledad. Se rodeó el vientre con los brazos: aunque llevaba dos jerséis míos y un gorro de lana, no dejaba de temblar—. Me extraña que Isabel no nos haya llamado.

—A mí también —admití—. De todas maneras, Isabel no es muy aficionada a llamar.

Aun así, me daba la impresión de que Olivia estaba en lo cierto. Hacía tres días que le habíamos puesto la inyección a Jack, y la última llamada de Isabel había sido ocho horas atrás.

Día uno: Jack padecía dolor de cabeza y tenía molestias en el cuello.

Día dos: más dolor de cabeza y fiebre alta.

Día tres: contestador de Isabel.

Aparqué el Mazda en la entrada de la casa de Beck, detrás del gigantesco todoterreno de Isabel.

—¿Preparada?

Olivia no tenía aspecto de estar preparada, pero aun así, se apeó del coche y corrió hacia la puerta principal. Entré tras ella y cerré de un portazo.

—¿Isabel?

—Estoy aquí.

Seguimos la dirección de la que venía su voz hasta llegar a un dormitorio.

Era una habitación pequeña, pintada de un alegre amarillo que no casaba muy bien con el olor a enfermo que lo impregnaba todo.

Isabel estaba en una silla, a los pies de la cama. Sus ojeras eran tan oscuras que parecían huellas dactilares impresas con tinta morada.

Le di el café que le había traído.

—¿Por qué no llamas?

Isabel me miró.

—Se le están pudriendo los dedos.

Hasta entonces había evitado mirar a Jack y, al dirigir la vista hacia él, vi que yacía encogido en la cama como una oruga dentro de la crisálida. Las yemas de los dedos se le habían puesto de un desconcertante color azulado. Tenía el rostro bañado en sudor y los ojos cerrados. Algo se me atravesó en la garganta.

—He estado buscando en internet —dijo Isabel, levantando su teléfono móvil como si eso lo explicara todo—. La cabeza le duele porque tiene inflamada la membrana que rodea el cerebro. Lo de los dedos es porque el cerebro ha dejado de enviar sangre hasta allí. Le tomé la temperatura hace un rato. Tiene más de cuarenta.

—Voy a vomitar —anunció Olivia precipitándose al pasillo.

Me quedé a solas con Isabel y Jack.

No sabía qué decir. «Si Sam estuviera aquí, encontraría las palabras justas».

—Lo siento.

Isabel se encogió de hombros con expresión ausente.

—Al principio pensé que todo iba bien. La primera noche estuvo a punto de transformarse en lobo cuando bajó la temperatura; pero ésa fue la última vez, aunque anoche se fue la calefacción por un apagón. Así que eso sí que ha funcionado: no ha vuelto a convertirse desde que le subió la fiebre. —Isabel cerró los ojos—. ¿Me has conseguido un justificante para faltar a clase?

—Sí.

—Estupendo.

Le indiqué con una seña que me siguiera al pasillo, y ella se levantó con esfuerzo de la silla y salió conmigo. Entorné la puerta de la habitación para que Jack no pudiera oírnos.

—Hemos de llevarle al hospital, Isabel —dije en voz baja.

Soltó una carcajada desagradable.

—¿Y qué diremos cuando lo vean? Se supone que está muerto. ¿Crees que no le he estado dando vueltas al asunto? Aunque lo registráramos con un nombre falso, lo reconocerían. Su cara lleva más de un mes saliendo en las noticias.

—Pues correremos el riesgo; ya se nos ocurrirá alguna explicación. Tenemos que hacer algo, Isabel.

Sus ojos enrojecidos se quedaron fijos en mí. Cuando al fin habló, lo hizo con voz hueca.

—¿Crees que quiero que se muera? ¿Crees que no quiero que se salve? ¡Ya es tarde, Grace! Es difícil superar esta clase de meningitis, incluso si recibes tratamiento desde el principio. Y Jack lleva tres días enfermo. Ni siquiera tengo analgésicos que darle. ¿De dónde voy a sacar medicamentos? Pensé que su parte de lobo resistiría, igual que resististe tú. Pero ya no tiene ninguna oportunidad. Ninguna.

Le quité la taza de café de las manos.

—Isabel, no podemos quedarnos de brazos cruzados viendo cómo se muere. Lo llevaremos a un hospital donde sea menos probable que lo reconozcan. Podemos ir hasta Duluth; seguro que allí tardan más en darse cuenta de quién es y, para cuando lo hagan, nos habrá dado tiempo a inventar una historia creíble. Lávate la cara y mete las cosas de Jack en una bolsa. Vamos, Isabel. Muévete.

Isabel se encaminó a la escalera sin decir nada. Yo fui al baño del piso de abajo y abrí el armario con la esperanza de encontrar algún medicamento; me habría extrañado que no hubiera ninguno en una casa donde convivían tantas personas. Vi una caja de paracetamol y unos analgésicos. Lo cogí todo y regresé a la habitación de Jack.

Me acerqué a la cabecera de la cama.

—Jack, ¿estás despierto?

El aliento le olía a vómito; no quise ni imaginar lo que debían de haber pasado Isabel y él durante los tres días anteriores. Intenté convencerme de que se merecía todo lo que le estaba pasando por haberme hecho perder a Sam, pero no lo logré.

A Jack le llevó un rato largo responder.

—No —dijo al fin.

—¿Puedo hacer algo por ti? ¿Qué necesitas?

—La cabeza me está matando —dijo con un hilo de voz.

—Tengo aquí unas pastillas para el dolor. ¿Quieres?

Respondió con un gemido que interpreté como un sí, de modo que cogí el vaso de agua que estaba sobre la mesilla de noche y le ayudé a tragar un par de pastillas. Murmuró algo parecido a «Gracias». Me quedé mirándolo: al cabo de un cuarto de hora, el medicamento hizo efecto y su cuerpo se relajó.

En algún lugar, Sam debía de estar sufriendo algo parecido. Me lo imaginé acostado en cualquier rincón con el cerebro explotándole de dolor, febril, moribundo. Pensé que, si algo le ocurría, yo me enteraría de algún modo, que sentiría al menos una punzada de angustia en el momento de su muerte. Jack se removió y dejó escapar un quejido, casi un gañido; yo no dejaba de pensar que a Sam le habíamos inyectado lo mismo que corría por las venas de Jack. Me venía a la cabeza una y otra vez la imagen de Isabel apretando el émbolo de la jeringuilla.

—Vuelvo enseguida —le prometí a Jack, aunque no creía que pudiera oírme.

Fui a la cocina y me encontré a Olivia inclinada sobre la mesa, doblando una hoja de papel.

—¿Cómo está?

Meneé la cabeza.

—Vamos a llevarlo al hospital. ¿Vienes con nosotras?

Olivia me miró con una expresión que no fui capaz de interpretar.

—No. Creo que me ha llegado el momento —dijo ofreciéndome la hoja de papel que acababa de plegar—. ¿Puedes dejar esto en algún lugar donde lo encuentren mis padres?

Empecé a abrir la hoja, pero Olivia negó con la cabeza. Alcé una ceja.

—¿Qué es?

—Es una nota en la que les explico que me he escapado y les pido que no intenten encontrarme. Sé que me buscarán de todos modos, pero al menos no creerán que me ha secuestrado alguien.

—Vas a transformarte —afirmé.

Ella asintió e hizo un mohín.

—Cada vez me cuesta más aguantar. Y no sé, tal vez sea porque me cuesta horrores impedirlo, pero el caso es que tengo ganas de transformarme de una vez. Estoy muerta de ganas. Sé que es difícil de entender.

A mí no me costaba nada entenderlo: habría dado cualquier cosa por estar en su lugar, por poder reunirme con los lobos y con Sam. Pero no me apetecía decírselo, así que opté por hacerle la pregunta obvia.

—¿Piensas transformarte aquí?

Olivia me indicó que la acompañara al cuarto de estar y, al llegar, se acercó a los ventanales que daban al patio trasero.

—Quiero que veas algo. Mira. Tendrás que esperar un poco, pero tú no dejes de mirar.

Nos quedamos de pie contemplando el paisaje invernal, la enmarañada maleza del bosque. Durante largo rato, no vi más que un pajarillo parduzco que aleteaba de rama en rama. Luego distinguí otro movimiento a ras de suelo y, al bajar la mirada, vi un lobo grande y oscuro entre los arbustos. Sus ojos, de un gris casi transparente, estaban fijos en la casa.

—No entiendo cómo pueden saber que estoy aquí —dijo Olivia—, pero creo que me están esperando.

De pronto me di cuenta de que la expresión de su rostro era de alegría reprimida, y me sentí aún más sola.

—Quieres irte ya con ellos, ¿verdad?

Olivia asintió.

—No aguanto más. Tengo ganas de dejarme ir.

Suspiré y contemplé sus ojos verdes y brillantes: quería memorizarlos para poder reconocerla después. Pensé que debía decirle algo, pero no se me ocurrió nada.

—Les daré la carta a tus padres —dije al fin—. Cuídate, Oli. Te voy a echar de menos.

Abrí la puerta de cristal y el frío nos azotó.

Olivia se echó a reír mientras se estremecía por el viento helado. La miré, extrañada: tenía un aire feliz y despreocupado que no conocía en ella.

—¡Nos vemos en primavera, Grace!

Echó a correr por el patio, quitándose los jerséis que llevaba puestos, y al llegar a la línea de árboles ya era una loba joven que brincaba juguetona. En su transformación no había rastro del dolor que había visto en Jack y en Sam; parecía como si Olivia estuviera hecha para aquello. Algo me cosquilleó en el estómago, pero no supe si era tristeza, envidia o felicidad.

Sólo quedábamos tres. Los tres que no íbamos a transformarnos.

Encendí el motor del coche para que fuera calentándose, pero Jack murió quince minutos después. Ahora sólo quedábamos dos.