CAPÍTULO SESENTA Y UNO

Grace
2 °C

Hojas

La puerta de la consulta se abrió para dar paso a Jack.

—Grace, vamos. Tenemos que irnos; Olivia lo está pasando mal.

Me puse en pie, avergonzada porque me hubiera visto llorar. Cogí la jeringuilla usada del estante donde la había dejado Isabel y la tiré a un contenedor para residuos biológicos.

—Necesito que me ayudes a llevarlo al coche.

—¿Para qué te crees que me ha hecho venir Isabel? —respondió Jack frunciendo el ceño.

Bajé la vista y el corazón se me paró: el suelo estaba vacío. Me agaché para mirar debajo de la camilla.

—¿Sam?

Jack había dejado la puerta abierta. Sam se había escabullido.

—¡Ayúdame a encontrarlo! —le grité a Jack, empujándolo para salir al pasillo.

Ni rastro de Sam. Al llegar al vestíbulo, vi la puerta abierta de par en par; más allá se extendía la noche. Era la ruta de escape más lógica para un lobo: el frío. El cielo nocturno.

Salí al aparcamiento e intenté distinguir a Sam en la estrecha franja de bosque que se extendía tras la clínica. Sólo vi oscuridad. Ni una luz. Ni un sonido. Ni rastro de Sam.

—¡Sam! —grité, aunque sabía que no acudiría a mi llamada: Sam era fuerte, pero su instinto de animal salvaje lo era más.

Me lo imaginé acurrucado en un rincón, mientras la sangre infectada se iba mezclando con la suya. Apenas lo podía soportar.

—¡Saaaaam!

Mi voz se convirtió en un gemido, en un aullido que se perdió en la noche. Sam se había marchado.

Una luz me deslumbró y el todoterreno de Isabel se detuvo junto a mí con una sacudida. Isabel se inclinó para abrir la puerta del coche; el resplandor difuso del salpicadero hacía que su cara pareciera la de un fantasma.

—Grace, sube. ¡Venga, monta de una vez! Olivia está a punto de transformarse, y ya llevamos aquí demasiado tiempo.

No podía abandonar a Sam.

—¡Grace!

Jack se removió en el asiento trasero y me miró con ojos suplicantes. Tenía la misma mirada que le había visto al encontrarme con él en el bosque, cuando acababa de transformarse por primera vez. Cuando yo aún no sabía nada.

Subí al coche, cerré la puerta de golpe y miré por la ventanilla justo a tiempo para ver una loba blanca parada en el borde del aparcamiento. Era Shelby. Había sobrevivido, tal como había predicho Sam. Observé su reflejo en el espejo retrovisor: seguía en el aparcamiento, contemplando cómo nos marchábamos. Me pareció ver un brillo de triunfo en su mirada; luego se internó en las sombras y desapareció.

—¿Quién era ese lobo? —preguntó Isabel.

No respondí. En mi cabeza sólo había sitio para una cosa: «Sam. Sam. Sam».