CAPÍTULO SESENTA
Grace
2 °C
La tarde era plomiza. En el cielo, una extensión infinita de nubes parecía esperar la llegada de la nieve y de la noche. Aunque el coche estaba cerrado, se oía el crujir de los neumáticos sobre la carretera cubierta de sal y el tamborileo del aguanieve sobre el parabrisas. Isabel conducía, quejándose sin parar de la «peste a chucho mojado»; pero a mí me olía a pino, a tierra, a lluvia y a almizcle, y, tras todo eso, captaba el olor punzante y contagioso de la ansiedad. En el asiento del copiloto, Jack gimoteaba suavemente, a medio camino entre el animal y el humano. Olivia iba a mi lado en la parte de atrás, y me aferraba la mano con tanta fuerza que me dolían los dedos.
Sam estaba en el maletero. Cuando lo metimos en el todoterreno estaba totalmente dormido, era un peso muerto. Ahora respiraba con bocanadas hondas y desiguales, que yo me esforzaba por escuchar sobre el ronroneo del motor para mantener algún tipo de vínculo con él aunque no pudiera tocarlo. En realidad, estaba tan sedado que hubiera podido sentarme a su lado y acariciarle sin peligro, pero no habría hecho más que acrecentar su angustia.
Ahora era un animal. Estaba en su mundo, un mundo distinto del mío.
Isabel detuvo el coche frente a la clínica, un edificio cúbico de color gris. A aquella hora, el aparcamiento estaba vacío y oscuro. No parecía un lugar en el que ocurrieran milagros. Parecía exactamente lo que era: un sitio al que acudía gente pobre y enferma. Traté de no pensar en ello.
—Aquí tengo las llaves; se las he robado a mi madre —anunció Isabel sin un atisbo de inquietud en la voz—. Vamos. Y tú, Jack, ¿nos harás el favor de no morder a nadie hasta que no lleguemos al interior de la clínica?
Jack soltó una palabrota. Volví la vista atrás: Sam se había levantado y se tambaleaba.
—Rápido, Isabel. Los efectos del somnífero se le están pasando.
Isabel puso el freno de mano y se preparó para salir.
—Si nos detiene la policía, diré que me habéis secuestrado.
—¡Aprisa! —exclamé; abrí la puerta de mi lado, y Olivia y Jack contrajeron la expresión a la vez al notar el frío—. Vamos, vosotros dos tendréis que correr.
—Volveré para ayudarte con Sam —me dijo Isabel antes de apearse del coche.
Volví a darme la vuelta para mirar a Sam, y él me sostuvo la mirada. Parecía desorientado y adormecido.
Durante unos instantes me quedé petrificada recordando al Sam humano en mi cama, con la cara pegada a la mía y mirándome frente a frente.
Él soltó un quejido ansioso.
—Lo siento mucho —le dije.
Isabel ya estaba de vuelta, y salí del coche para ayudarla. Con gestos rápidos y diestros, se quitó el cinturón de la gabardina y lo anudó alrededor del hocico de Sam. Me dio pena verlo así, pero era necesario. Isabel no era inmune a sus mordiscos, y era difícil adivinar de qué manera reaccionaría Sam.
Lo alzamos en vilo entre las dos y lo transportamos hasta la clínica. La puerta estaba entornada, e Isabel la abrió de una patada.
—Las salas de consulta están por ahí —me dijo—. Enciérralo en cualquiera de ellas para que podamos ocuparnos primero de Olivia y Jack. Con un poco de suerte, entrará en calor y recuperará la forma humana.
Agradecí aquella mentira piadosa; las dos sabíamos que Sam no se iba a transformar a no ser que ocurriera algún milagro. Lo más que podía esperar era que Sam se hubiese equivocado, y que nuestra cura no lo matara aunque se la administráramos siendo lobo. Seguí a Isabel hasta una habitación llena de cajas en la que olía a medicamentos y a goma. Olivia y Jack ya estaban allí; tenían las cabezas juntas como si estuvieran hablando, lo cual me sorprendió. Al vernos entrar, Jack levantó la vista.
—No puedo soportar esta espera —protestó—. Acabad con esto de una vez, ¿queréis?
Vi un bote lleno de toallitas empapadas en alcohol.
—¿Le desinfecto el brazo?
Isabel se me quedó mirando.
—Vamos a contagiarle la meningitis a propósito. ¿No te parece un poco absurdo desinfectar la zona de la inyección?
Pese a todo, froté el brazo de Jack con una toallita mientras Isabel sacaba de una nevera una jeringuilla llena de sangre.
—Ay —murmuró Olivia con los ojos fijos en la jeringuilla.
No teníamos tiempo para tranquilizarla. Tomé la mano de Jack y la coloqué con la palma hacia arriba, tal y como había hecho la enfermera antes de ponerme la vacuna antirrábica.
Isabel miró a su hermano.
—¿Estás seguro?
Jack enseñó los dientes. Apestaba a miedo
—Cállate y hazlo.
Aun así, Isabel vaciló. Tardé un momento en darme cuenta del motivo.
—Ya lo hago yo —dije—. A mí no puede hacerme daño.
Isabel me dio la jeringuilla y se hizo a un lado para que yo ocupara su lugar.
—No mires —le ordené a Jack, y él apartó la vista. Le clavé la aguja y, al ver que volvía la cabeza para morderme, le di una bofetada—. ¡Domínate! —grité—. No eres un animal.
—Perdona —susurró.
Empujé el émbolo hasta el fondo, procurando no pensar en su contenido, y saqué la aguja. En el lugar del pinchazo quedó un punto rojo; me pregunté si sería sangre de Jack o del enfermo. Isabel se había quedado mirándolo ensimismada, así que me di la vuelta, cogí una tirita y cubrí con ella la gota. Olivia gimió.
—Gracias —dijo Jack, rodeándose el cuerpo con los brazos.
Isabel no parecía encontrarse muy bien.
—Dame otra —le dije.
Isabel me alcanzó una nueva jeringuilla y las dos nos volvimos para mirar a Olivia: estaba tan pálida que se distinguían las venas de sus sienes, y las manos le temblaban. Esta vez fue Isabel la que se encargó de limpiarle el brazo; era como si las dos necesitáramos sentirnos útiles para aguantar aquel horror sin venirnos abajo.
—¡He cambiado de opinión! —chilló Olivia—. ¡No quiero hacerlo! ¡Prefiero quedarme así!
Le agarré la mano.
—Olivia. Cálmate, Oli.
—No puedo —dijo, sin quitarle ojo al líquido rojo oscuro que llenaba la jeringuilla—. Lo siento, pero no puedo.
No supe qué responder. No quería tratar de convencerla de que hiciera algo que la podía matar; pero, al mismo tiempo, no aguantaba la idea de que dejara de intentarlo por miedo.
—Pero Olivia, tu vida entera…
Olivia meneó la cabeza.
—No vale la pena. Jack ya lo ha hecho; prefiero esperar a ver qué pasa. Si a él le va bien, entonces lo haré. Pero ahora… no puedo.
—Sabes que noviembre está a la vuelta de la esquina, ¿verdad? —le dijo Isabel—. ¡Hace muchísimo frío! Dentro de nada te transformarás del todo, y tendremos que esperar hasta la próxima primavera.
—Dejadla en paz —intervino Jack—. No pasa nada si prefiere esperar. Es mejor que sus padres crean que se ha ido de casa una temporada, a que se enteren de que es medio loba.
—Por favor —susurró Olivia con los ojos anegados en lágrimas.
Me encogí de hombros y devolví la jeringuilla a su lugar. Yo tampoco estaba segura de que aquello fuera a funcionar. Además, en el fondo sabía que, de haber estado en su lugar, yo habría elegido lo mismo: mejor vivir con los lobos que morir de meningitis.
—Muy bien —concluyó Isabel—. Jack, tú y Olivia id al coche. Esperad allí y vigilad por si viene alguien. Grace, tú y yo vamos a ver qué ha hecho Sam en la sala de consulta aprovechando que lo hemos dejado solo.
Jack y Olivia se alejaron por el pasillo, abrazados para darse calor y no transformarse. Isabel y yo nos encaminamos a la sala de consulta, hacia el otro lobo. El que ya se había transformado sin remedio.
Al llegar a la sala quise abrir la puerta, pero Isabel me puso una mano en el brazo para impedírmelo.
—¿Estás segura de que quieres hacerlo? —me preguntó—. La inyección podría matarlo. De hecho, es muy probable que lo haga.
Abrí la puerta por toda respuesta.
Sam estaba agazapado junto a la camilla; a la cruda luz de los fluorescentes, parecía un animal pequeño y ordinario, casi un perro. Me arrodillé frente a él deseando que aquella posible cura se nos hubiera ocurrido antes, cuando aún no era demasiado tarde.
—Sam —murmuré.
«No quiero presentarme ante ti como una cosa astuta y oscura…». Nunca había llegado a creer que el calor de la calefacción bastase para hacerle recobrar la forma humana; lo había llevado hasta aquella clínica por puro egoísmo. Egoísmo y terquedad: si ya era dudoso que la cura surtiera efecto, todavía lo era más que diera resultado con Sam siendo lobo.
—Sam, ¿sigues queriendo intentarlo?
Le acaricié la cabeza, imaginando que acariciaba su oscuro cabello, y tragué saliva para deshacer el nudo que tenía en la garganta.
Sam resolló. Me era imposible saber hasta qué punto entendía mis palabras; en cualquier caso, estaba tan sedado que no se estremecía cuando lo tocaba.
Volví a intentarlo.
—Sam, esto podría matarte. ¿Seguro que quieres hacerlo?
Isabel, apoyada en la puerta, carraspeó. Sam gimoteó y levantó la vista para mirarla. Le acaricié la cabeza y le miré a los ojos. Dios, eran los mismos. Me desgarraba verlos en su cara de lobo.
«Esto tiene que funcionar».
Una lágrima me resbaló por la mejilla. Sin molestarme en enjugarla, giré la cabeza para mirar a Isabel. No sabía si Sam volvería a ser humano; sólo sabía que nunca había deseado nada con tanta fuerza.
—Tenemos que hacerlo.
Isabel no se movió.
—Grace, no creo que tenga ninguna oportunidad siendo lobo. Todo esto me parece una equivocación.
Recorrí con un dedo el vello corto y suave del hocico de Sam. Si no hubiera estado sedado, no me habría permitido hacer algo así, pero el somnífero le adormecía los instintos. Cerró los ojos, en un gesto tan humano que recobré la esperanza.
—Grace, tienes que decidirte ya. ¿Lo hacemos o no?
—Espera —respondí—. Tengo una idea.
Me senté en el suelo y le susurré a Sam:
—Quiero que me escuches, si puedes.
Luego apoyé la cabeza en su cuello y recordé el bosque dorado que él me había mostrado hacía ya tanto tiempo. Recordé el modo en que las hojas, amarillas como sus ojos, revoloteaban como mariposas que buscaran posarse en el suelo. Pensé en los esbeltos troncos de los abedules, lechosos y suaves como la piel humana. Vi a Sam en medio del bosque con los brazos extendidos, su silueta oscura y sólida entre los árboles difuminados. Recordé cómo me había abrazado aquella tarde, cómo yo le había golpeado el pecho, la ternura con la que nos habíamos besado. Repasé cada beso que habíamos compartido y todas las ocasiones en que me había acurrucado entre sus brazos. Rescaté la tierna tibieza de su aliento acariciándome la nuca mientras dormía.
Recordé a Sam.
Lo recordé aquel día de invierno, cuando dejó de ser lobo por pura fuerza de voluntad. Por mí. Para salvarme.
Sam se revolvió y retrocedió con la cabeza gacha y el rabo entre las piernas. Se estremecía.
—¿Qué está pasando? —dijo Isabel sin soltar el picaporte.
Sam siguió retrocediendo hasta chocar con el armario que estaba tras él, se ovilló en el suelo y volvió a estirarse. Estaba liberándose. Estaba despojándose de su piel del lobo. Era el lobo y era Sam, y entonces volvió a
ser
tan
sólo
Sam.
—Rápido —susurró; sufría violentas sacudidas, y sus uñas aún eran garras que rayaban las baldosas—. Vamos, hazlo ahora.
Isabel se había quedado petrificada junto a la puerta.
—¡Isabel! ¡Date prisa!
Saliendo de su pasmo, Isabel se acercó y se acuclilló junto a nosotros. Sam se mordió el labio con tanta fuerza que empezó a brotarle sangre. Le sujeté la mano.
—Grace… aprisa —me urgió con voz crispada—. No puedo aguantar más.
Sin hacer ninguna pregunta, Isabel agarró el brazo de Sam, le dio la vuelta, hundió en él la jeringuilla y comenzó a empujar el émbolo; pero en aquel momento Sam sufrió un espasmo y la aguja se salió del brazo a media inyección. Sam se apartó de mí y vomitó.
—Sam…
Se había ido. Se había vuelto a transformar en lobo en la mitad de tiempo que le había llevado recuperar la forma humana, en un lobo tembloroso y tambaleante que se derrumbó en el suelo.
—Lo siento, Grace —dijo simplemente Isabel, dejando la jeringuilla en un estante—. Mierda. Creo que Jack está gritando. Vuelvo enseguida.
La puerta se abrió y se cerró a sus espaldas, y yo me arrodillé junto a Sam y hundí el rostro en su pelaje. Su respiración sonaba trabajosa. «Lo he matado. Esto lo va a matar», pensé una y otra vez.