CAPÍTULO CINCUENTA Y OCHO
Grace
5 °C
Entrar en la casa de Beck fue la experiencia más feliz, y a la vez más triste, que había tenido desde la transformación de Sam: ver a Beck allí, en su mundo, era como tener a Sam delante de mí. Isabel y yo dejamos a Olivia vomitando en el baño y avanzamos por el pasillo hasta encontrarnos con Beck junto a la escalera del sótano —hacía demasiado frío para que saliera a recibirnos a la puerta principal—, y al verle me di cuenta de la cantidad de gestos que Sam había heredado de él. Era evidente incluso en los ademanes más sencillos, como la forma de extender la mano para encender la luz, de indicarnos con la cabeza que lo siguiéramos o de agacharse para no tropezar con la viga que había al pie de la escalera. Recordaba tanto a Sam que me costaba creerlo.
Cuando llegamos abajo, contuve una exclamación de sorpresa: la estancia más grande del sótano estaba repleta de libros. Era una verdadera biblioteca. Las paredes eran estanterías de obra llenas a rebosar. Aun sin acercarme, me di cuenta de que estaban perfectamente ordenados: en un estante, atlas y enciclopedias; en muchos otros, libros de bolsillo con los lomos arrugados por el uso; más allá, grandes libros de fotografía con los títulos en letras mayúsculas; al fondo, novelas encuadernadas en cartoné de colores vivos.
Me situé en el centro de la sala, sobre una polvorienta alfombra de color naranja, y miré alrededor.
Y luego estaba el olor; el olor de Sam se percibía en todos los rincones de aquel lugar como si estuviera conmigo, sujetándome la mano, mirando todos aquellos libros a mi lado y esperando a que yo dijera: «Me encanta, Sam».
Quise romper el silencio diciendo que no era extraño que a Sam le gustara tanto leer, pero Beck se me adelantó.
—Cuando te pasas tanto tiempo dentro de casa como nosotros, acabas por leer un montón —explicó, en tono casi de disculpa.
En ese momento me vino a la cabeza lo que Sam había dicho de Beck: que aquél era su último año. Nunca volvería a leer aquellos libros.
Por un momento me quedé sin palabras, y luego miré a Beck y dije la primera tontería que se me ocurrió.
—Me encantan los libros.
Beck me dirigió una sonrisa de complicidad y después miró a Isabel, que estiraba el cuello como si esperara encontrar a Jack acurrucado en uno de los estantes.
—Tu hermano debe de estar en el otro cuarto, jugando a algún video juego —dijo, indicando con los ojos una puerta que se abría al fondo. Isabel siguió su mirada.
—Si entro, ¿se me tirará al cuello?
Beck se encogió de hombros.
—No más que de costumbre, supongo. Ésa es la habitación más cálida de la casa, y creo que se siente bastante cómodo en ella. Pero sigue transformándose de vez en cuando, así que ándate con ojo.
Me llamó la atención el modo en que hablaba de Jack, como si fuera un animal más que un ser humano. Por su tono, podría haber estado explicando cómo aproximarse a los gorilas del zoo. Isabel fue a ver a su hermano, y Beck señaló dos mullidas butacas de color rojo que había en la habitación.
—¿Quieres sentarte?
Me gustó acomodarme en una de aquellas butacas; olía a Beck y también a otros lobos, pero sobre todo olía a Sam. Resultaba fácil imaginárselo allí instalado, leyendo un libro y añadiendo palabras nuevas a su vocabulario absurdamente extenso. Apoyé la cabeza en el lateral del respaldo para imaginar mejor que me encontraba en brazos de Sam y miré a Beck, que se dejó caer aparatosamente en la butaca de enfrente. Parecía cansado.
—Me sorprende que Sam nunca hablara de ti durante todo este tiempo.
—¿De verdad?
—Sí, quizá no debería sorprenderme tanto —dijo encogiéndose de hombros—. Yo no le hablé a él de mi mujer.
—Pero se enteró. Me contó la historia.
Beck se rió.
—Tampoco eso tendría que sorprenderme; era imposible ocultarle un secreto a Sam. Sabía leer en la gente como si fueran libros abiertos, si me perdonas el chiste malo.
Me di cuenta de que hablábamos de él en pasado, como si hubiera muerto.
—¿Crees que volveré a verlo?
La expresión de Beck era inescrutable y distante.
—Creo que éste ha sido su último año. Estoy bastante seguro. Y sé que es también el último para mí. Lo que no entiendo es por qué Sam ha durado tan poco tiempo; no es normal. El plazo varía según el caso, pero a mí me mordieron hace poco más de veinte años.
—¿Veinte años?
Beck asintió.
—En Canadá. Tenía veintiocho años y un brillante futuro profesional. Cuando ocurrió, estaba haciendo senderismo.
—¿Y los demás? ¿De dónde son?
—Pues de muchos sitios. Cuando me enteré de que había lobos en Minnesota, pensé que muy probablemente fueran como yo. Así que probé a venir, vi que no me había equivocado y Paul me tomó bajo su protección. Paul es…
—El lobo negro.
Asintió.
—¿Te apetece un café? Me muero de ganas de tomar uno.
Me pareció una idea estupenda.
—Sí, no me vendría mal. Dime dónde está la cafetera y me ocupo de hacerlo. —Beck la señaló: estaba oculta entre dos estanterías, junto a una pequeña nevera—. Tú sigue contándome cosas.
—¿Sobre qué? —replicó, con expresión divertida.
—Sobre la manada. Sobre cómo es ser un lobo. Sobre Sam. Sobre las razones por las que le mordiste —me interrumpí mientras cogía un filtro de café—. Sí, eso. Háblame de eso.
Beck se tapó la cara con la mano.
—Vaya, el peor tema. Le mordí porque, en aquel entonces, yo era un egoísta y una mala persona.
Empecé a echar café en el filtro.
La voz de Beck transpiraba arrepentimiento, pero no pensaba dejarle escapar así como así.
—Eso no es una razón.
Suspiró hondo.
—Lo sé. Jen, mi esposa, acababa de morir. Cuando la conocí padecía un cáncer incurable, así que yo ya sabía lo que iba a ocurrir. Pero era joven y estúpido, y me convencí a mí mismo de que tal vez ocurriera un milagro que nos permitiría vivir felizmente. No hubo ningún milagro, claro, y caí en una depresión. Pensé en acabar con mi vida, pero lo curioso de ser un lobo es que el suicidio no parece muy buena idea. ¿Te has dado cuenta de que los animales nunca se matan a sí mismos?
Pues no. Procuraría recordarlo.
—En fin —continuó Beck—, fui a Duluth un día de aquel verano y vi a Sam con sus padres. Uf, esto suena fatal, pero te juro que no fue tan sórdido. Jen y yo hablábamos constantemente de tener hijos, aunque sabíamos que era imposible. Ella tenía una esperanza de vida de ocho meses. ¿Cómo iba a quedarse embarazada? El caso es que no pude evitar fijarme en Sam. Tenía aquellos ojos amarillos, como un lobo de verdad, y me obsesioné con la idea de adoptarlo. Además… no hace falta que me digas lo injusto que fui, Grace, pero sus padres parecían tan bobos y superficiales, tan ignorantes… Pensé que yo podía ofrecerle una vida mejor. Que podía enseñarle más cosas.
Me quedé callada, y Beck volvió a llevarse la mano a la frente. Cuando volvió a hablar, su voz me pareció antigua, como salida de otro tiempo.
—Ya lo sé, Grace. Lo sé. Pero ¿sabes qué es lo más irónico? Pues que a mí, en realidad, me gusta lo que soy. Al principio lo odiaba, lo consideraba una maldición. Pero luego aprendí a disfrutar de mis dos identidades, como una persona que disfrutara tanto del verano como del invierno. No sé si me estoy explicando… Siempre he sabido que llegará el día en que pierda al Beck persona, pero eso lo acepté hace ya mucho tiempo. Creí que a Sam le pasaría lo mismo.
Encontré las tazas en un armario situado sobre la cafetera y saqué dos.
—Pero no fue así. ¿Leche?
—Un poco. Sólo un poco —suspiró—. Sí, para él es un infierno. Convertí su vida en un infierno. Necesita tener conciencia de sí mismo para ser feliz, y cuando la pierde al transformarse en lobo… lo vive como un castigo. Sam es la mejor persona que he conocido en toda mi vida, y yo le he amargado la existencia. Llevo años lamentándolo a diario.
Tal vez se lo mereciera, pero no me vi con fuerzas para hacer leña del árbol caído. Le di una de las tazas y volví a ocupar mi butaca.
—Sam te quiere, Beck. Odia ser un lobo, pero te quiere. Además, tengo que decirte que estar aquí contigo me está matando, porque todo en ti me recuerda a él. Si lo admiras, es porque tú has hecho que sea quien es.
Beck sostuvo la taza humeante entre las manos y me miró a través del vapor; parecía muy vulnerable. Al cabo de un rato, dijo:
—Si algo voy a olvidar con gusto, será la mala conciencia.
Fruncí el ceño y bebí un sorbo de café.
—¿Os olvidáis de todo?
—En realidad, no olvidamos nada; sólo vemos las cosas desde otra perspectiva, desde la mente de un lobo. Cuando somos lobos, hay cosas que pierden importancia y emociones que dejamos de sentir. Pero la mayoría podemos aferramos a lo más importante.
Como el amor. Recordé a Sam mirándome antes de conocernos en persona, me imaginé a mí devolviéndole la mirada. Enamorándonos, por difícil que pudiera parecer. Se me retorció el estómago y, durante unos momentos, no pude articular palabra.
—A ti también te atacaron —dijo Beck.
No era la primera vez que oía aquel comentario, siempre a medio camino entre la afirmación y la pregunta. Asentí.
—Hace poco más de seis años.
—Pero nunca te has transformado.
Le conté cómo mi padre me había dejado encerrada en el coche, y luego le describí la teoría que Isabel y yo habíamos desarrollado. Beck estuvo un rato en silencio, trazando círculos con el pulgar sobre la taza y observando los libros de los estantes con expresión ausente.
—Podría funcionar —convino al cabo de unos minutos—. Sí, podría ser. Pero creo que tendrías que ser humano cuando te contagiaran la enfermedad.
—Eso mismo dijo Sam. Dijo que si lo que quieres es matar al lobo, no puedes intentarlo mientras eres uno.
—Sin embargo, es arriesgado —observó Beck, aún con la mirada perdida—. No podrías tratar la meningitis hasta no estar seguro de que la fiebre ha matado al lobo. La meningitis bacteriana tiene una tasa de mortalidad elevadísima, incluso cuando la diagnostican pronto y la tratan desde el principio,
—Sam me dijo que estaba dispuesto a arriesgar su vida con tal de curarse. ¿Crees que lo diría en serio?
—Seguro —recalcó Beck—. Pero ahora es un lobo, y todo indica que seguirá siéndolo durante el resto de su vida.
Dejé caer la vista y me quedé mirando la forma en que el café de mi taza cambiaba de color al acercarse a los bordes.
—Estaba pensando que tal vez pudiéramos llevarle a la clínica para ver si la calefacción logra que vuelva a hacerse humano.
Se hizo un silencio durante el que preferí no mirar la expresión de Beck.
—Grace —musitó.
Tragué saliva sin levantar la vista de la taza.
—Sí, ya lo sé.
—Llevo más de veinte años observando licántropos. El proceso es siempre el mismo. Un día, llega el final y no hay nada que hacer.
Me sentí como la típica niñita cabezota.
—Pero este año se transformó fuera de temporada, ¿no es cierto? Cuando le pegaron el tiro, se volvió humano.
Beck tomó un largo sorbo de café. Oí que tamborileaba con los dedos en la taza.
—Sí, y también lo hizo para salvarte hace años. No sé ni cómo ni por qué, pero el caso es que se convirtió en humano. Siempre he sospechado que tiene algo que ver con la adrenalina; tal vez cuando sube le da al cuerpo una falsa sensación de calor. Sé que Sam intentó convertirse voluntariamente en otras ocasiones, pero nunca lo logró.
Cerré los ojos y me imaginé a Sam llevándome en brazos. Casi podía verlo, olerlo, sentirlo.
—Qué diablos. —Beck se quedó callado durante unos momentos—. Qué diablos —repitió—. Él lo hubiera hecho, lo hubiera intentado —apuró el café que le quedaba en la taza—. Te ayudaré. ¿Has pensado en algo? Adormecerlo para el viaje, quizás?
En realidad, no había dejado de pensar en ello desde la llamada de Isabel.
—Supongo que sí, ¿no? No soportaría el viaje despierto.
—De acuerdo —concluyó Beck—. Tengo somníferos en el piso de arriba. Así se adormecerá y no se pondrá histérico en el coche.
—Lo único que no se me ha ocurrido es cómo atraerlo hasta aquí. Llevo sin verlo desde el accidente —dije, procurando no emocionarme demasiado; no podía permitirme el lujo de concebir esperanzas.
Beck respondió sin sombra de duda en la voz.
—Yo me ocuparé. No te preocupes, lo encontraré y haré que venga. Le pondremos el somnífero en un trozo de carne o algo así.
Se levantó y me quitó la taza de las manos.
—Me caes bien, Grace —dijo—. Ojalá Sam hubiera podido…
Se interrumpió y apoyó una mano en mi hombro. Cuando volvió a hablar, su voz sonó tan tierna que estuve a punto de romper a llorar.
—Puede que salga bien, Grace. Puede.
Me di cuenta de que no confiaba en ello, pero que, al mismo tiempo, deseaba creérselo. En aquellas circunstancias, con eso me bastaba.