CAPÍTULO CINCUENTA Y CINCO
Sam
0 °C
Acudí a mirarla como siempre había hecho.
Mis pensamientos se habían vuelto resbaladizos y fugaces como rastros de olor en un viento helado, demasiado lejanos para atraparlos.
La chica estaba acurrucada cerca del columpio. Al cabo de un rato empezó a estremecerse por el frío, pero ni siquiera entonces se movió. Durante un largo rato, no supe qué hacía.
La observé. Una parte de mí deseaba ir con ella, aunque el instinto me ordenaba que no lo hiciera. De aquel deseo surgió un pensamiento y de éste surgió un recuerdo de bosques dorados, de días que revoloteaban y caían a mi alrededor, días que quedaban arrugados y rotos en el suelo.
Y entonces entendí por qué la chica seguía allí, encogida y aterida. Quería que el frío la hiciera temblar hasta que su cuerpo cambiara de forma. Tal vez aquella nota nueva que captaba en su olor fuera esperanza.
La chica vivía con la esperanza de transformarse. Yo también. Los dos ansiábamos algo que ninguno podía tener.
Al fin, la noche avanzó sigilosa por el patio, alargando las sombras y sacándolas de los bosques hasta cubrir con ellas el paisaje.
Yo seguí mirándola.
La puerta se abrió y yo me agazapé en la oscuridad. Un hombre salió de la casa y agarró a la chica. Ella se levantó. La luz de la casa arrancaba destellos de los rastros congelados que surcaban su cara.
La miré. Mis huidizos pensamientos desaparecieron con ella en el interior de la casa. Sólo me quedó la añoranza.