CAPÍTULO CINCUENTA Y DOS
Grace
1 °C
Conducir en noches de niebla siempre me había puesto nerviosa. No era sólo que las nubes taparan la luz de la luna; es que, además, parecían debilitar la luz de los faros, absorberla en cuanto tocaba la oscuridad.
Aquella noche, con Sam a mi lado, tuve la impresión de estar viajando por un túnel oscuro que se estrechaba a medida que avanzábamos. Empezó a caer aguanieve, y yo aferré el volante al notar cómo las ruedas del coche resbalaban sobre el asfalto mojado.
La calefacción funcionaba a tope, y me quise convencer de que Sam tenía mejor aspecto. Isabel había echado el café en un vaso de cartón, y yo había obligado a Sam a bebérselo a pesar de sus náuseas. Parecía surtir efecto, más que el fuego de la casa de Isabel o la calefacción del coche. Me pareció un argumento más a favor de nuestra hipótesis sobre el calor interno.
—Sigo dándole vueltas a tu teoría —comentó Sam como si me hubiera leído el pensamiento—. Suena razonable. Pero nos haría falta conseguir algo que hiciera subir la fiebre, como la meningitis de la que habló Isabel, y me temo que no resultaría muy agradable.
—¿Por la fiebre en sí, o por la enfermedad?
—Por la enfermedad. Creo que podría ser… peligrosamente desagradable. Sobre todo teniendo en cuenta que el tratamiento nunca se ha ensayado en animales. —Sam me miró de soslayo para comprobar si había captado la broma.
—No tiene mucha gracia.
—Pero es mejor que nada.
—Ahí estoy de acuerdo contigo.
Sam alargó una mano y me tocó la mejilla.
—Sin embargo, yo estaría dispuesto a intentarlo. Por ti. Para quedarme contigo.
Lo dijo de una manera tan sencilla, tan normal, que me llevó un momento comprender el alcance de sus palabras. Quise añadir algo, pero me faltaba el aire.
—No quiero volver a pasar por esto, Grace. Ahora que te conozco, que he estado contigo de verdad, ya no me vale con espiarte desde el bosque. Ya no. Prefiero arriesgarme a…
—¿Morir?
—Sí, a morir. Prefiero eso a quedarme de brazos cruzados mientras todo se acaba. Necesito hacer algo, lo que sea. Pero, si vamos a intentarlo, supongo que tendremos que hacerlo mientras soy humano. No me parece muy posible acabar con el lobo que tengo dentro mientras soy lobo.
Yo estaba temblando, y no porque sintiera frío sino porque aquello parecía posible; horrible, peligroso y tal vez mortal, pero posible. Y yo lo quería. Quería que nunca me abandonara el roce de los dedos de Sam en mi mejilla, el timbre triste de su voz. Debería haberle dicho que no, que no valía la pena; pero hacerlo habría sido traicionarme a mí misma. No, no era capaz.
—Grace… —dijo Sam de pronto—. Sólo lo intentaría si tú quieres que esté contigo.
—¿Como? —inquirí, y justo en ese momento comprendí lo que había dicho.
Me resultó increíble que tuviese que preguntarlo; no me parecía tan difícil adivinar mis sentimientos. Y entonces me di cuenta —tarde, como siempre— de que Sam necesitaba oírmelo decir. El siempre me había dicho cómo se sentía, y yo, mientras, me había limitado a comportarme… con estoicismo. Hice memoria: no, nunca se lo había dicho. Nunca le había dicho cuánto le necesitaba.
—¿Cómo no voy a querer estar contigo? —le dije—. Estoy enamorada de ti, Sam Roth, deberías saberlo a estas alturas. Llevo años enamorada de ti. Pero eso ya lo sabías, ¿verdad?
Sam se rodeó el torso con los brazos.
—Sí, lo sé. Pero quería oír cómo lo decías.
Hizo ademán de agarrarme una mano y, al darse cuenta de que yo no podía soltar el volante, enroscó mi cabello en su muñeca y me posó las yemas de los dedos en el cuello. Imaginé que aquel minúsculo punto de contacto era una conexión a través de la cual se acompasaba el latido de la sangre en nuestras venas. «Podría tener esto para siempre».
Con gesto de cansancio, Sam se arrellanó en el asiento y ladeó la cabeza para mirarme mientras jugueteaba con mi pelo. Empezó a tararear una canción, y después, tras unos compases, se puso a cantar con voz suave. Era una melodía a medio camino entre la música y la poesía, y me pareció increíblemente dulce. No comprendí todas las palabras, pero trataba sobre una chica de verano. Yo. Pensé que tal vez, sólo tal vez, pudiera ser su chica de verano y de invierno, su chica para siempre. Sam cantaba con los ojos entrecerrados y, en aquel momento dorado, suspendido sobre el paisaje invernal como una burbuja de esencia de verano, vi que mi vida se extendía ante mí.
De pronto, el Bronco se sacudió violentamente y vi cómo en cámara lenta un ciervo que rodaba sobre el capó. Una raja se ramificó por el parabrisas, transformándolo en una telaraña de cristal. Pisé el freno, pero el coche no respondió.
Me pareció que Sam gritaba que torciera, aunque tal vez lo imaginara. Di un volantazo, pero el Bronco no cambió de trayectoria: resbalaba sin control sobre la carretera helada. Del fondo de mi mente surgió la voz de mi padre: «Si derrapas, no frenes, y acompaña al coche con el volante». Traté de hacerlo, pero ya era demasiado tarde.
Sonó un crujido como de huesos tronchándose; el ciervo estaba sobre el coche y también dentro del coche, y había trozos de cristal por todas partes y un árbol empotrado en el parabrisas y mis nudillos manchados de sangre y yo no podía dejar de temblar. Sam me miró con expresión desencajada, y entonces me di cuenta de que nos habíamos parado y de que por el agujero del parabrisas se colaba un viento helado.
Lo miré durante un momento, incapaz de reaccionar. Después intenté encender el motor, pero no respondía.
—Voy a llamar a la policía para que vengan a buscarnos —manifesté.
Con los labios fruncidos en una línea delgada y triste, Sam asintió como si de verdad creyera que aquello iba a servir de algo. Marqué el número, pedí ayuda hablando tan rápido como pude y tratando de indicar dónde estábamos exactamente, y luego me quité el abrigo, con cuidado de no rozarme los nudillos, y cubrí con él a Sam, que seguía inmóvil y en silencio. Cogí una manta del asiento trasero, se la eché también por encima y después me pegué a él para tratar de transmitirle mi calor.
—Llama a Beck, por favor —dijo Sam.
Marqué, conecté el altavoz y dejé el teléfono sobre el salpicadero.
—¿Grace? —dijo la voz de Beck.
—Beck —dijo Sam—. Soy yo.
Una pausa.
—Sam. Yo…
—Ahora no hay tiempo para eso, Beck —le interrumpió Sam—. Acabamos de atropellar un ciervo. Hemos tenido un accidente.
—Dios. ¿Dónde estáis? ¿Funciona el coche?
—Estamos lejos. Hemos llamado a la policía. El motor no responde. —Sam le dio un momento a Beck para que digiriera la información—. Beck, siento no haber ido a verte. Hay cosas que necesito decirte…
—No, escúchame tú a mí, Sam. Mira, esos chicos… Quiero que sepas que fue consentido. Ellos lo sabían. Lo supieron desde el principio. No les hice nada en contra de su voluntad, como a ti. Lo siento mucho, Sam. Nunca he dejado de sentirlo.
Las palabras de Beck no me decían nada, pero era evidente que a Sam sí. Tenía los ojos brillantes y no hacía más que parpadear.
—No lamento que lo hicieras, Beck. Te quiero.
—Yo también te quiero, Sam. Eres el mejor de todos, y nada podrá cambiar eso.
Sam se estremeció: el frío empezaba a hacer mella en él.
—Tengo que colgar. Se me acaba el tiempo.
—Adiós, Sam.
—Hasta pronto, Beck.
Sam me miró y yo corté la llamada.
Durante un momento se quedó quieto, pestañeando, y luego se desembarazó de la manta y el abrigo, y me abrazó con todas sus fuerzas. Noté cómo se estremecía mientras enterraba la cara en mi pelo.
—Sam, no te vayas —dije con un hilo de voz.
Él me tomó el rostro entre las manos y me miró. Clavé mis ojos en los suyos: amarillos, tristes, lobunos. Míos.
—Mis ojos no cambiarán. Recuérdalo cuando me veas; recuerda que soy yo. Por favor.
«No te vayas. Sam, no te vayas».
Sam se despegó de mí y se agarró al salpicadero con una mano y al respaldo de su asiento con la otra. Agachó la cabeza y vi cómo sus hombros empezaban a temblar y a ondularse, cómo sufría en silencio el dolor desgarrador de la transformación hasta aquel gañido lastimero que indicaba que se había perdido a sí mismo.