CAPÍTULO CINCUENTA Y UNO
Grace
3 °C
Una ráfaga de aguanieve golpeo el parabrisas cuando giré para entrar en la finca de los Culpeper. Los pinos parecían tragarse la luz de los faros. La oscura mole de la casa resultaba casi invisible en la penumbra, salvo por las luces del piso inferior. Enfilé el bronco hacia ellas como sí guiara un barco hacía la costa y frené junto al todoterreno blanco de Isabel. No había más coches.
Agarré el abrigo de Sam que había cogido de su casa y salí del coche. Isabel me esperaba en la puerta trasera, y la seguí por un trastero lleno de botas, correas de perro y viejos trofeos de caza. Olía a humo, y el olor se hizo aún más intenso cuando entramos en una cocina enorme y austera. Sobre la encimera había un sándwich desmoronado.
—Está en el cuarto de estar, junto a la chimenea. Paró de vomitar poco antes de que llegaras. Ha dejado la alfombra hecha una pena. Pero no pasa nada; me gusta que mis padres me echen la bronca. Es como una tradición familiar.
—Muy bien —dije, sin saber cómo explicarle lo agradecida que me sentía.
Dejándome guiar por el olor a humo, llegué hasta el cuarto de estar. Estaba claro que encender la chimenea no era una de las muchas habilidades de Isabel; por suerte, los techos eran muy altos, y casi todo el humo se había acumulado arriba. Sam estaba arrebujado en una manta junto al fuego. A su lado había una taza todavía humeante.
Eché a correr hacia él, notando el calor que emanaba de la chimenea, y frené en seco al captar su olor intenso, almizclado y salvaje. Era un aroma que me resultaba profundamente familiar, que había aprendido a amar pero que no quería percibir en aquel preciso momento.
A pesar de todo, la cara que Sam volvió hacia mí era humana. Me agaché a su lado y le di un beso; él me abrazó con cuidado, como si uno de los dos pudiera romperse, y me apoyó la cabeza en el hombro. Seguía estremeciéndose de vez en cuando, aunque estábamos tan cerca de la chimenea que el calor de aquel fuego humeante me quemaba en el hombro.
Necesitaba que me dijera algo; aquel silencio estaba empezando a asustarme. Me separé un poco de él y le acaricié el cabello durante un largo minuto, hasta que me sentí con fuerzas para decir lo que me rondaba la cabeza.
—Aún no estás bien, ¿verdad?
—Esto es como una montaña rusa —musitó Sam—. Subo y subo hacia el invierno, pero si no llego hasta la cima, puedo resbalar hacia atrás de nuevo.
Desvié la mirada hacia la chimenea y observé el centro de las llamas, su núcleo ardiente, hasta que los colores y la luz se desdibujaron, y sólo pude ver una luz blanca y trémula.
—Y ahora estás en la misma cima.
—Podría ser. Espero que no. Pero la verdad es que me encuentro fatal.
Me tomó la mano con unos dedos helados. No fui capaz de quedarme callada.
—Beck quería venir, pero no puede salir de casa.
Sam tragó saliva como si estuviera conteniendo una náusea.
—Ya no volveré a verlo. Éste es su último año. Creía que tenía motivos para enfadarme con él, pero ahora me parece una estupidez. No puedo… no soy capaz de hacerme a la idea.
No supe si se refería a la idea de no ver más a Beck o a la de precipitarse por la montaña rusa. Me quedé mirando el fuego: ardía como un verano diminuto, reconcentrado y furioso. Deseé con todas mis fuerzas meter aquel calor dentro del cuerpo de Sam para que nunca más volviera a enfriarse. Isabel nos miraba desde la puerta, pero parecía tener la mente en otras cosas.
—No hago más que preguntarme por qué yo no me transformé —dije—. Tal vez sea inmune, o algo así. Pero no es posible, porque después del ataque enfermé de aquella especie de gripe. Y además, no soy verdaderamente… normal. Tengo mejor vista y olfato que el resto de la gente. —Me callé y traté de poner en orden mis pensamientos—. He estado pensando que fue porque mi padre me dejó encerrada en el coche. Pasé tanto calor que, según los médicos, tendría que haberme muerto. Pero sobreviví. Sobreviví y no me transformé.
Sam me dirigió una mirada triste.
—Puede que tengas razón.
—Entonces, ése podría ser el remedio, ¿no lo ves? Tal vez te cures si pasas mucho calor, como yo.
Sam meneó la cabeza. Estaba muy pálido.
—No lo creo. ¿A qué temperatura estaba el agua de la bañera en la que me metiste, por ejemplo? Además, el año que Ulrik se fue a Texas llegó a estar a más de cuarenta grados, y sin embargo sigue convirtiéndose en lobo. Si fue el golpe de calor lo que te curó, debió de ser porque eras pequeña y tuviste una fiebre altísima; fue como si te quemara desde dentro.
—¡Tal vez podamos darte algo que te produzca fiebre! —exclamé—. Aunque no se de ningún medicamento que suba la temperatura.
—Puede hacerse —dijo Isabel.
La miré: estaba apoyada en el marco de la puerta, con los brazos cruzados. Tenía las mangas del jersey llenas de tierra, supuse que por haber sacado a Sam del cobertizo.
—Mi madre es voluntaria en una clínica gratuita dos días a la semana, y una vez la oí hablar de un paciente que había tenido más de cuarenta y uno de fiebre —explicó—. Por la meningitis.
—¿Y qué le pasó? —pregunté.
Sam me soltó la mano y volvió la cabeza.
—Se murió —repuso Isabel encogiéndose de hombros—. Pero puede que un licántropo hubiera sobrevivido. Tal vez por eso no te moriste tú de niña, porque te mordieron justo antes de que el tonto de tu padre te dejase a cocer en el coche.
Sam se levantó y empezó a toser.
—¡En la alfombra otra vez no, por Dios! —exclamó Isabel.
Me levanté de un salto; Sam tenía las manos apoyadas en las rodillas y carraspeaba intentando vomitar. Se volvió hacia mí sin dejar de temblar, y la expresión de su mirada hizo que se me cayese el alma a los pies.
El salón apestaba a lobo. Durante un instante vertiginoso, me imaginé a solas con Sam a mil kilómetros de allí, con la cara enterrada en su pelaje.
Sam cerró los ojos y, al abrirlos, dijo:
—Lo siento, Grace… No me gusta pedirte esto, pero ¿podríamos ir a casa de Beck? Tengo que volver a verlo antes de que esto… —Dejó la frase en el aire.
Pero yo sabía cómo terminaba: «… acabe».