CAPÍTULO CINCUENTA

Grace
4 °C

Hojas

Es aquí —dije agarrando mi mochila.

Parecía absurdo que la casa de Beck estuviera igual que cuando Sam me había llevado allí para enseñarme el bosque dorado, en vista de lo mucho que habían cambiado mis circunstancias. Y sin embargo, su aspecto era el mismo; la única diferencia apreciable era el voluminoso todoterreno que había aparcado junto a la puerta.

Jack detuvo el coche, sacó la llave de contacto y me miró con ojos recelosos.

—Sal del coche después de que lo haya hecho yo.

Me quedé sentada mientras él se apeaba, rodeaba el coche y abría mi puerta. En cuanto puse un pie en el suelo, me aferró el brazo. Sus hombros estaban mucho más adelantados de lo que habría sido natural, y tenía la boca entreabierta; supuse que no se daba cuenta. Habría debido estar preocupada por si se transformaba de repente y me atacaba, pero lo único que podía pensar era que, si cambiaba antes de decirnos dónde tenía a Sam, ya no podríamos encontrarlo a tiempo.

Deseé con todas mis fuerzas que Sam estuviese en algún sitio resguardado, a salvo de las garras del invierno. Pero lo dudaba.

—Deprisa —dije, tirando de Jack para que se apurara—. No tenemos tiempo que perder.

Tal y como había prometido Beck, la puerta principal no tenía echada la llave; Jack la abrió, me empujó al interior, entró detrás de mí y la cerró de un portazo. En el aire flotaba un débil aroma de romero; alguien había estado cocinando, y me vino a la cabeza la historia que Sam me había contado sobre Beck, las chuletas y la barbacoa. Y en ese momento, a mi espalda sonó un grito gutural, casi un gruñido.

Era Jack quien gritaba. Al volverme, encontré una escena muy diferente a la silenciosa pugna de Sam por conservar la forma humana. Aquello era un revoltijo violento y furioso. Los labios de Jack se deformaron en una mueca feroz mientras la cara se le afilaba hasta convertirse en un hocico, y su tez cambió de color en un instante. Dio un paso hacia mí como si quisiera agarrarme, pero los dedos se le cerraron hasta convertirse en garras de uñas negras.

Con cada uno de los cambios, su piel se hinchaba y ondulaba por un instante, como una placenta con un niño monstruoso y salvaje en su interior.

Observé la camisa de Jack, que colgaba arrugada en torno al torso del lobo. Sólo mirándola lograba convencerme de que lo que acababa de ver era cierto.

El Jack lobo estaba igual de furioso que el Jack humano, pero su ira no estaba controlada por la razón. Abrió las fauces y me enseñó los dientes sin emitir ningún sonido.

—¡Atrás!

Un hombre, ágil pese a su gran envergadura, se precipitó en el vestíbulo y se abalanzó sobre Jack, pillándolo desprevenido.

—¡Túmbate! —gruñó el hombre, con tanta autoridad que yo hice ademán de agacharme antes de comprender que se lo decía al lobo—. ¡Quieto! Ésta es mi casa. Aquí mando yo, ¿estamos? —gritó junto a la oreja de Jack, manteniéndole el hocico cerrado con una mano.

Jack gimoteó, y Beck le empujó la cabeza hasta dejarla pegada al suelo. Luego levantó la mirada hacia mí y me habló con voz sorprendentemente sosegada.

—Grace, ¿me echas una mano?

Hasta entonces, no me había atrevido ni siquiera a moverme del sitio.

—Sí —respondí.

—Agarra el borde de la alfombra que está debajo de él. Vamos a arrastrarlo hasta el baño. Está en…

—Sé dónde está.

—Estupendo. Vamos allá. Yo intentaré ayudarte, pero tengo que evitar que se levante.

Entre los dos tiramos de Jack hasta llegar al cuarto de baño en el que yo había evitado que Sam se transformara. En el último momento, Beck se colocó detrás de Jack y lo lanzó al interior, y yo empujé la alfombra con el pie para meterla del todo en el baño. Luego Beck retrocedió de un salto, cerró la puerta y echó el pestillo. Me fijé en que el pomo estaba instalado del revés para que el pestillo quedara por fuera, y me pregunté cuántas veces habría ocurrido algo parecido en aquella casa.

Beck resopló y me miró con atención.

—¿Estás bien? ¿Te ha mordido?

Meneé la cabeza con tristeza.

—No importa mucho, pero creo que no. ¿Cómo vamos a encontrar a Sam?

Beck me indicó con la cabeza que lo siguiera a la cocina, de donde procedía el olor a romero. Me sobresalté al ver un hombre sentado en la encimera. Si alguien me hubiera pedido más tarde que lo describiera, sólo habría podido decir que era un hombre oscuro, una figura hosca, inmóvil y silenciosa que olía a lobo. Al ver las cicatrices recientes en sus manos, decidí que tenía que ser Paul. No dijo nada al verme, y Beck, también callado, se inclinó sobre la encimera y cogió un teléfono móvil.

Marcó un número, conectó el altavoz y luego me miró.

—¿Está muy enfadado conmigo? ¿Aún conserva el móvil que le di?

—Creo que sí. Lo que pasa es que yo no tengo el número.

Beck volvió la mirada hacia el teléfono, y los tres nos quedamos escuchando la señal distante y mortecina. «Por favor, responde», pensé con el corazón desbocado. Me acodé en la mesa del centro y observé a Beck, las líneas angulosas y sólidas de sus hombros, su mandíbula, sus cejas. Todo en él sugería seguridad, franqueza, honestidad. Hice un esfuerzo por confiar en él, por creer que, si Beck conservaba la calma, nada malo podía ocurrir.

Al otro lado de la línea sonó un chasquido.

—¿Sam? —dijo Beck inclinándose sobre el teléfono.

Contestó una voz entrecortada e incomprensible.

—¿Gr… tú? ¿Dó… tas?

—Soy Beck. ¿Dónde estás tú?

—… eper. Grace… Jack pa… on.

Lo único que me quedaba claro era su angustia. Sentí un ansia irreprimible de encontrarlo, de estar con él.

—Grace está conmigo —dijo Beck—. Todo bajo control. ¿Dónde estás? ¿Te encuentras bien?

—… frío…

Aquella palabra sonó con aterradora claridad. Me aparté de la mesa, incapaz de seguir quieta.

Beck siguió hablando sin perder la calma.

—No se te oye bien. Repite dónde estás. Trata de decirlo claramente para que te entendamos.

—Dile a Grace… llame a I… bel… en… bertizo… do. Oí… rato.

Me arrimé a la encimera.

—¿Quieres que llame a Isabel? ¿Estás en un cobertizo, en algún lugar de su finca? ¿Está ella contigo?

—… os —dijo Sam; cada vez parecía más agitado—. ¿Grace?

—¿Qué?

—… quiero.

—Ya me lo dirás cuando me veas —repuse—. Te sacaremos de ahí.

—Apur…

La línea se cortó.

Levanté la mirada y me topé con los ojos de Beck. Transparentaban una preocupación que su voz no revelaba.

—¿Quién es Isabel?

—La hermana de Jack —contesté, quitándome la mochila para dejarla sobre la encimera. Abrí uno de los bolsillos y saqué mi móvil; mis movimientos eran desesperantemente lentos—. Sam debe de estar encerrado en algún lugar de la finca de los Culpeper. En un cobertizo, o algo parecido. Voy a llamar a Isabel para pedirle que lo busque. Si no puede, iré yo misma.

Paul miró por la ventana para contemplar la puesta de sol, y supe lo que estaba pensando: no me daría tiempo a llegar a la casa de los Culpeper antes de que la temperatura bajase demasiado. En cualquier caso, no merecía la pena pensar en eso. Encontré el teléfono de Isabel en la lista de llamadas recibidas y apreté la tecla verde.

Contestó al cabo de dos tonos.

—¿Sí?

—Isabel, soy Grace.

—Ya sé que eres Grace. He visto tu número.

Quise meter la mano en el teléfono para estrangularla.

—Escúchame: Jack ha encerrado a Sam en algún lugar de vuestra finca. —Isabel empezó a preguntar algo, pero no dejé que terminara—. No, no sé por qué lo ha hecho. Pero, si pasa demasiado frío, Sam terminará por transformarse. Por favor; dime que estás en casa.

—Sí, acabo de llegar. Estoy en mi cuarto. Pero no he oído ni he visto nada raro.

—¿Tenéis algún cobertizo en el jardín, o algo parecido?

Isabel resopló.

—Tenemos seis.

—Pues tiene que estar en uno de ellos. Acabamos de llamarle y nos ha dicho que estaba allí. Cuando el sol se ponga, empezará a hacer frío en unos dos segundos.

—¡Vale, vale! —protestó Isabel; oí unos ruidos—. Me estoy poniendo el abrigo. Voy a salir. ¿Me oyes? Ya estoy fuera. Oye, hace un frío que pela y me voy a congelar por tu culpa. Estoy caminando. Voy hacia el parterre en el que meaba mi perra antes de que se la comiera el desgraciado de mi hermano.

—¡Date prisa, por favor! —le rogué.

—Ya casi he llegado al primer cobertizo. Voy a llamarle… ¡Sam! ¡Sam! ¿Estás ahí? No oigo nada. Como se haya transformado en lobo y me deje la cara hecha un mapa al abrirle la puerta, se te va a caer el pelo.

Oí un chasquido amortiguado.

—Mierda, la puerta está atrancada. —Otro chasquido—. ¿Sam? ¿Chico lobo? ¿Estás ahí? Nada, en el cobertizo del cortacésped no hay nadie. Por cierto, ¿dices que fue Jack quien lo encerró? ¿Y dónde está Jack?

—Aquí. Está bien. ¿Oyes algo?

—Jack no está bien, Grace; está fatal. Pero de la cabeza. Y no, por aquí no se oye nada. Voy a mirar en el siguiente cobertizo.

Paul apoyó la mano en el cristal de la ventana y se estremeció. Cada vez hacía más frío.

—Vuelve a llamar a Sam —le pedí a Beck—. Dile que grite para que Isabel pueda localizarlo.

Beck agarró su teléfono, pulsó un botón y esperó.

—Estoy en el siguiente —anunció Isabel resollando—. ¡Sam! ¿Estás ahí? ¿Me oyes? —Sonó el chirrido de una puerta al abrirse, y luego silencio—. A no ser que se haya convertido en una bicicleta, aquí tampoco está.

—¿Cuántos cobertizos quedan? —pregunté, deseando estar en la casa de los Culpeper en lugar de Isabel.

Sabía que iría más aprisa que ella. Estaría desgañitándome para lograr que Sam me oyera.

—Ya te lo he dicho: cuatro. Pero sólo dos están aquí cerca. Los otros están lejísimos, en medio del campo. En realidad, son graneros.

—Tiene que ser uno de los cercanos; dijo que estaba en un cobertizo.

Miré a Beck, que continuaba con el teléfono pegado a la oreja. Meneó la cabeza: no había respuesta. No quería ni imaginarme por qué Sam no contestaba.

—He llegado al cobertizo del huerto. ¡Sam! Sam, soy Isabel. Si te has convertido en lobo, haz el favor de no tirarte a mi cuello —dijo, con la voz entrecortada por los jadeos—. Espera, esta puerta tampoco se abre. Le estoy pegando patadas con mis zapatos nuevos; ya puedes darme las gracias.

Beck estampó el teléfono en la encimera y se dio la vuelta cruzando los brazos tras la nuca. Era un gesto tan típico de Sam que me costó dominar las ganas de llorar.

—Ya la he abierto. Uf, aquí apesta. Hay basura por todas partes. No parece que… Mierda.

Isabel se interrumpió y su respiración se volvió más apurada.

—¿Qué pasa? ¿Qué pasa?

—Espera un… Cállate. Me estoy quitando el abrigo. Está aquí, ¿me oyes? Sam. Sam, mírame. Te digo que me mires. No pienso permitir que te transformes, ¿queda claro? No te atrevas a hacerle eso a Grace.

Me apoyé en la encimera y me dejé caer lentamente, atenta a cada una de las palabras que salían del teléfono. Paul me observaba sin inmutarse, silencioso, oscuro y lobuno.

Oí un golpe y después un taco. Al fondo sonaba el aullido del viento.

—Le estoy metiendo en casa. Por suerte, mis padres no están. Te llamo dentro de un rato; ahora me hacen falta las dos manos.

El teléfono enmudeció. Miré a Paul, que seguía observándome, y me pregunté qué podía decirle hasta que me di cuenta de que ya lo había entendido todo.