CAPÍTULO CINCO

Grace
6 °C

Hojas

Hasta que no mataron a Jack Culpeper, no supe que los lobos del bosque eran, en realidad, licántropos.

En septiembre de mi último año de secundaria, cuando todo ocurrió, Jack era el único tema de conversación en el pueblo. La verdad, no podía considerarse que Jack, en vida, hubiese sido un tipo estupendo; lo más notable que podía decirse de él era que poseía el coche más caro del aparcamiento del instituto, incluyendo el del director. En realidad, había sido un imbécil. Sin embargo, la muerte le hizo merecedor de una santidad instantánea. La naturaleza de lo sucedido había dejado huella, una huella honda y horripilante. A los cinco días de su fallecimiento, circulaban por los pasillos del instituto mil versiones diferentes de los hechos.

Y todas conducían a la misma conclusión: los lobos eran muy peligrosos.

Dado que mi madre no solía ver las noticias y mi padre padecía una fobia crónica a estar en casa, ese temor generalizado tardó en filtrarse en nuestra familia, y sólo tomó cuerpo al cabo de unos cuantos días. Durante los seis años anteriores, mi incidente con los lobos había ido desdibujándose en la mente de mi madre, siempre ocupada en sus cuadros y envuelta en una nube de olor a trementina, pero la muerte de Jack volvió a colocarlo bruscamente en primer plano.

Sin embargo, no habría sido típico de mi madre canalizar su creciente inquietud hacia algo razonable como, por ejemplo, pasar más tiempo con su única hija, la misma a la que habían atacado los lobos. Lejos de eso, se volvió aún más dispersa que de costumbre.

—Mamá, ¿quieres que te ayude con la cena?

Mi madre me miró con expresión culpable. Concentrada como estaba en el televisor, dedicaba escasa atención a los champiñones que tenía dispuestos en la tabla de cortar.

—Qué cerca, ¿no? Me refiero al lugar donde lo encontraron —dijo, señalando el televisor con el cuchillo.

En la pantalla se veía un presentador de expresión exageradamente sincera, junto a un mapa de nuestro condado y una borrosa imagen de un lobo. «La búsqueda de la verdad continúa», decía. Llevaban una semana contando la misma noticia una y otra vez, y aún no había nada claro. El animal de la foto ni siquiera pertenecía a la misma especie que mi lobo; no tenía el pelo de color gris plomizo ni aquellos ojos de un amarillo ambarino.

—Es que no me lo puedo creer —continuó mi madre—. Ocurrió al otro lado del bosque de Boundary. Lo mataron allí.

—O se murió.

Mi madre me miró frunciendo el ceño, tan débil, delicada y hermosa como siempre.

—¿Cómo?

Levanté la vista del cuaderno, en donde se sucedían unas reconfortantes líneas de números y símbolos.

—Tal vez se desmayara junto a la carretera, y luego, mientras estaba inconsciente, los lobos lo arrastraran al bosque. No es lo mismo. No entiendo por qué hay que sembrar el pánico sin motivo.

Con la mirada puesta de nuevo en el televisor, mi madre cortaba los champiñones en trozos tan diminutos como para alimentar a una ameba. Meneó la cabeza.

—Lo atacaron, Grace, lo atacaron.

Contemplé el bosque a través de la ventana, las desvaídas hileras de árboles que se erguían fantasmales en la oscuridad. No había rastro de mi lobo.

—Mamá, ¿no me has dicho mil veces que los lobos suelen ser pacíficos?

«Los lobos son animales pacíficos». Mi madre llevaba años con la misma canción. En mi opinión, la única manera que tenía de seguir viviendo en nuestra casa era convencerse de que los lobos atacaban en rarísimas ocasiones, e insistir en que lo que me había sucedido a mí era excepcional. No sé si ella se lo creía de verdad, pero yo sí. No en vano había visto lobos en el bosque desde que tenía uso de razón, y conocía sus caras y caracteres.

Por ejemplo, estaba aquel lobo flaco con manchas oscuras y aspecto enfermizo que permanecía en las profundidades del bosque y sólo se mostraba durante los meses más fríos. Todo en él —el pelo enmarañado e hirsuto, la oreja cortada y el ojo tuerto— hablaba de un cuerpo maltrecho, y su mirada desorbitada y salvaje insinuaba una mente enferma. Recordé cómo me había desgarrado la piel con los dientes. No me costaba imaginármelo volviendo a atacar a un ser humano en el bosque.

Y también estaba la loba blanca. Una vez leí que los lobos se emparejaban para toda la vida, y a ella la había visto con el jefe de la manada, un lobo corpulento y tan negro como blanca era ella. Él le olfateaba el hocico mientras la guiaba entre los árboles desnudos, hasta que ambos se perdieron en la espesura centelleando como peces en un arroyo. Había en aquella loba una hermosura bárbara y agitada; a ella también me la imaginaba atacando a una persona. Pero ¿al resto? Eran fantasmas silenciosos y gráciles que se fundían con la naturaleza. No me daban miedo.

—Sí, pacíficos… —Mi madre le hizo un tajo a la tabla—. Tal vez lo mejor fuera que los cazaran a todos y los soltaran en Canadá, o algo por el estilo.

Ceñuda, volví a fijar la vista en los deberes. Los veranos sin ver a mi lobo ya eran bastante malos. Cuando era pequeña, aquellos meses se me hacían intolerablemente largos y estaba todo el tiempo esperando a que los lobos volvieran a aparecer.

Pero desde mi encuentro con el lobo de ojos amarillos, era aún peor. Durante aquellos interminables meses, me imaginaba corriendo grandes aventuras en las que me transformaba en loba por las noches y corría junto a mi lobo hasta llegar a un bosque dorado en el que nunca nevaba.

Con el tiempo, comprendí que ese bosque dorado no era real, pero la manada y el lobo de ojos amarillos sí lo eran.

Suspirando, dejé el cuaderno de matemáticas en la mesa y me coloqué junto a mi madre, frente a la tabla de cortar.

—Déjame hacerlo a mí. Tú te estás armando un lío.

Como era de esperar, no protestó, sino que me regaló una sonrisa y se alejó como si hubiera estado esperando a que yo me diera cuenta de lo mal que lo estaba haciendo.

—Si terminas de hacer la cena —manifestó—, te querré para siempre.

Hice una mueca y cogí el cuchillo. Mi madre siempre estaba manchada de pintura y vivía en un estado de permanente despiste. No se parecía en nada a las madres de mis amigos: jamás llevaba delantal y nunca pasaba la aspiradora ni nada semejante. En realidad, a mí me gustaba tal como era: diferente. Pero en aquel momento, lo que quería era terminar de una vez los deberes.

—Gracias, cariño. Estaré en el estudio.

Si mi madre hubiera sido una de esas muñecas que reproducen una frase grabada cuando les presionas la barriga, no cabe duda de que aquellas palabras habrían formado parte de su repertorio.

—No te intoxiques con la trementina —le dije, pero ya había desaparecido escalera arriba.

Tras echar los restos mortales de los champiñones en un cuenco, me fijé en el reloj que colgaba de la pared pintada de amarillo claro. Todavía faltaba una hora para que mi padre regresara del trabajo. Tenía tiempo de sobra para hacer la cena y, tal vez, para salir más tarde a ver si estaba mi lobo.

En la nevera encontré un pedazo de carne que, creí intuir, debía acompañar a los champiñones. Lo saqué y lo puse sobre la tabla. En las noticias de la tele, un «experto» elucubraba sobre la conveniencia de limitar o trasladar la población de lobos de Minnesota. Aquello me puso de mal humor.

Sonó el teléfono.

—¿Sí?

—Hola, ¿qué tal?

Era Rachel. Me alegró oírla; era el polo opuesto a mi madre: organizada hasta la saciedad y siempre atenta y disponible. Con ella no me sentía tan marciana como de costumbre. Me coloqué el teléfono entre la oreja y el hombro y, mientras hablaba, corté la carne y separé un pedacito para más tarde.

—Aquí estoy, haciendo la cena y escuchando las bobadas que dicen en el telediario.

Rachel adivinó al instante a qué me refería.

—Ya. Surrealista, ¿eh? Están dale que te pego con lo mismo. En realidad, es puro morbo. ¿Por qué no se callarán y nos dejarán pensar en otra cosa? Ya es suficiente con ir al instituto y oír la historia una y otra vez. Además, para ti debe de ser bastante desagradable, después de lo que te pasó con los lobos, y más para los padres de Jack. Seguro que están deseando cerrarles el pico a esos periodistas —Rachel parloteaba a tal velocidad que me costaba entenderla. Me perdí momentáneamente y sólo retomé el hilo cuando me hizo una pregunta—. ¿Te ha llamado Olivia?

Olivia era la otra integrante de nuestro trío, y también la única capaz de comprender vagamente mi fascinación por los lobos. Pocas eran las noches en que no hablaba por teléfono con ella o con Rachel.

—Supongo que andará por ahí haciendo fotos. Esta noche había lluvia de estrellas, ¿no? —respondí.

Olivia se enfrentaba al mundo a través del objetivo de su cámara; la mitad de mis recuerdos escolares parecían estar en blanco y negro, estampados en un papel brillante de diez por quince centímetros.

—Tienes razón —convino Rachel—. Olivia no se la perdería por nada del mundo. ¿Tienes un rato para hablar tranquilamente?

Miré el reloj.

—Más o menos. Sólo mientras termino de hacer la cena. Luego tengo que ponerme con los deberes.

—Vale. Será un segundo. Escucha con atención lo que voy a decirte. Son dos palabras: escapada.

Puse la carne a dorar.

—Eso es una palabra, Rachel.

Hizo una pausa.

—Sí, pero me sonaba mejor en dos. En fin, ahí va la noticia: mis padres han dicho que si quiero ir a algún sitio esta Navidad, me pagarán el viaje. Me muero de ganas de viajar a algún lado, a donde sea, con tal de salir de Mercy Falls. Mañana, después de clase, ¿vendríais Olivia y tú a ayudarme a escoger?

—Sí, claro.

—Si encontráramos un buen sitio, incluso podríais apuntaros —propuso Rachel.

Me tomé unos momentos para contestar. La palabra «Navidad» me había hecho evocar de inmediato el aroma del árbol navideño, la infinidad oscura del estrellado cielo invernal sobre el patio trasero y los ojos de mi lobo asomándose entre árboles cubiertos de nieve. Tal vez estuviese ausente el resto del año, pero mi lobo nunca faltaba a su cita en Navidad.

Rachel resopló.

—¡Grace, no te pongas a mirar al infinito pensando en las musarañas! ¡Sé que estás haciendo eso exactamente! ¡No me digas que no te apetece salir de este agujero!

Lo cierto era que no me apetecía demasiado. Aquél era mi sitio.

—No he dicho que no… —protesté.

—Tampoco te has puesto como unas castañuelas gritando «síii, síii», que es lo que tendrías que haber hecho. De todas maneras, vendrás a mi casa, ¿no?

—Por supuesto, ya lo sabes —le aseguré, estirando el cuello para mirar por la ventana trasera—. Ahora tengo que colgar.

—Vale, vale —repuso Rachel—. Trae galletas. No te olvides. Te quiero. Adiós. —Soltó una carcajada y colgó.

Dejé el teléfono en la encimera y puse el estofado a fuego lento para estar segura de que no se iba a quemar en mi ausencia. Luego cogí mi abrigo del perchero y abrí la puerta corredera que daba al porche.

El aire frío me mordió las mejillas y me aguijoneó la parte superior de las orejas, recordándome que el verano había llegado a su fin. Tenía el gorro de lana guardado en el bolsillo del abrigo, pero como sabía que mi lobo no siempre me reconocía cuando lo llevaba puesto, preferí dejarlo donde estaba. Atisbé el fondo del patio y salí del porche intentando adoptar un aire de indiferencia. El trozo de carne que llevaba en la mano estaba frío y resbaladizo.

Caminé pisando la hierba seca y desvaída, y me detuve un momento en el centro del patio, abrumada por el rosa violáceo del atardecer que se filtraba a través de las oscuras hojas de los árboles. Aquel paisaje severo pertenecía a un mundo diferente al de nuestra pequeña y cálida cocina, con su reconfortante aroma a supervivencia fácil. La cocina se encontraba en mi mundo; en el mundo donde, en teoría, yo deseaba estar. Sin embargo, los árboles me llamaban, me invitaban a olvidar lo que conocía y a desaparecer en la noche que se avecinaba. Hacía algún tiempo que aquel deseo me acuciaba con una intensidad desconcertante.

Las sombras que bordeaban el bosque parecieron moverse y entonces vi a mi lobo junto a un árbol, olisqueando el aroma de la carne que yo llevaba en la mano. El alivio de verlo se desvaneció cuando movió la cabeza y el rectángulo de luz amarilla procedente de la puerta corredera le iluminó la cara. Entonces vi que tenía el hocico cubierto por una costra de sangre vieja y reseca. De hacía días.

No dejaba de husmear; captaba el olor de la carne en mi mano. Fuera por ese motivo o porque reconocía mi presencia, se atrevió a dar unos pasos más allá del lindero. Y después, unos cuantos pasos más. Nunca se había acercado tanto.

Estábamos tan próximos que podría haber acariciado su deslumbrante pelaje, e incluso haberle limpiado la mancha roja del hocico.

Deseaba con todas mis fuerzas que aquella sangre fuese suya, de algún corte o arañazo producido en una pelea.

Pero no me parecía que fuera así. Aquella sangre pertenecí a otro.

—¿Lo mataste tú? —susurré.

Para mi sorpresa, no huyó al oír mi voz. Estaba quieto como una estatua, y sus ojos ambarinos me miraban a la cara en lugar de fijarse en el trozo de carne.

—Sólo hablan de eso en las noticias —dije, como si pudiera entenderme—. Dicen que fue una carnicería, y que la hicieron animales salvajes. ¿Fuiste tú?

Me estuvo mirando, inmóvil y sin pestañear, durante un rato más. Y luego, por primera vez en seis años, cerró los ojos. Aquello contradecía todos los instintos naturales que un lobo podría tener. Después de toda una vida de vigilancia constante, se quedaba ahora petrificado, como atravesado por un dolor humano, con los ojos cerrados, la cabeza gacha y el rabo pegado a las patas.

Nunca había visto una escena tan triste.

Muy despacio, con sumo cuidado, me acerqué a él, más temerosa de asustarlo que del hocico teñido de escarlata o de los dientes que éste ocultaba. Alzó las orejas como si quisiera reconocer mi presencia, pero no se movió. Me acuclillé y dejé el trozo de carne en el suelo, a mi lado. Él se estremeció al oírlo caer. Estaba tan cerca que podía percibir su punzante olor y notar la calidez de su aliento.

Entonces hice lo que siempre había querido hacer: le acaricié el cuello y, al ver que seguía quieto, hundí las manos en su pelo. La capa externa no era tan suave como parecía, pero, bajo esa primera línea de pelo áspero, encontré un vello suave y algodonoso. Todavía con los ojos cerrados, el lobo gruñó suavemente y apoyó la cabeza en mis brazos. Lo abracé como si fuese el perro de la familia, aunque su aroma rudo e intenso me recordaba cuál era su verdadera naturaleza.

Por un momento, olvidé quién era yo o dónde me encontraba. Por un momento, no me importó.

Un movimiento captó mi atención: apenas visible en la penumbra, la loba blanca nos observaba desde el lindero del bosque con fuego en los ojos.

Sentí que el cuerpo del lobo vibraba y comprendí que le estaba gruñendo a la recién llegada. Llevada por una audacia extraordinaria, la loba se nos acercó, y mi lobo se revolvió para zafarse de mis brazos y enfrentarse a ella con una feroz tarascada.

La loba ni siquiera le gruñó y, de algún modo, eso hizo que la situación fuera aún más tensa. Cualquier otro lobo habría respondido; pero ella se limitaba a mirarnos alternativamente al lobo y a mí, transpirando un odio palpitante.

Sin dejar de gruñir por lo bajo, mi lobo me empujó y fue obligándome a retroceder hasta el porche. Tanteé los escalones con los pies y reculé hasta la puerta corredera. El lobo se quedó al pie de la escalera, esperando a verme entrar en la casa y cerrar la puerta.

En cuanto estuve en el interior, la loba blanca saltó hacia delante y se hizo con el trozo de carne. Aunque mi lobo estaba más cerca de ella y, por lo tanto, representaba la amenaza más directa, era a mí a quien miraba la loba. Nos estuvimos observando a través del cristal de la puerta durante unos largos instantes, y luego, como un fantasma, se evaporó en la espesura.

Mi lobo se quedó titubeante en el lindero del bosque, contemplando la tenue luz de la casa, observando mi silueta recortada en la puerta.

Extendí una mano sobre el cristal.

Nunca me había parecido tan vasta la distancia que nos separaba.