CAPÍTULO CUARENTA Y OCHO

Grace
9 °C

Hojas

Sam nunca llegaba tarde. Hasta entonces siempre lo había encontrado esperándome en el Bronco a la salida de clase, de modo que nunca había tenido que preocuparme por su tardanza mientras ideaba formas de matar el tiempo.

Sin embargo, aquel día tuve que esperar.

Esperé hasta que todos los alumnos se montaron en sus autobuses. Hasta que los más rezagados se subieron a sus coches y salieron del aparcamiento. Hasta que los profesores terminaron su jornada y se marcharon. Durante un rato dudé si sacar los libros para hacer los ejercicios que tenía pendientes. Pensé en el sol, que se iba hundiendo tras las copas de los árboles, y me pregunté cuánto caería la temperatura cuando la sombra alcanzase el aparcamiento.

—¿Tardan en venir a buscarte, Grace? —me preguntó amablemente el señor Rink al pasar junto a mí; se había cambiado de camisa después de las clases, y olía a colonia.

Supuse que debía de parecer bastante perdida, sentada en el bordillo del parterre que adornaba la entrada del instituto y abrazada a mi mochila.

—Un poco.

—¿Quieres que llame a alguien?

Con el rabillo del ojo, vi que el Bronco entraba en el aparcamiento, y me permití un suspiro de alivio. Sonreí.

—Gracias, pero ya no me hace falta.

—Menos mal —respondió—. Dicen que cuando se haga de noche, caerá una buena nevada.

—Genial —exclamé con sorna, y él se rió y empezó a andar hacia su coche despidiéndose con la mano. Me eché la mochila al hombro, me acerqué corriendo al Bronco, abrí la puerta del pasajero y salté dentro.

Un segundo después de cerrar la portezuela me di cuenta de que el coche olía raro. Miré hacia el lado del conductor, di un respingo y me protegí el cuerpo con los brazos.

—¿Dónde está Sam?

—¿Te refieres al tipo que debería estar sentado en mi lugar? —replicó Jack.

Había visto sus ojos en una cara de lobo, sabía que Isabel había estado con él, y llevaba semanas convencida de que estaba vivo; pero, aun así, no estaba preparada para toparme con Jack frente a frente.

Observé su cabello negro y ensortijado, bastante más largo de lo que recordaba, sus penetrantes ojos castaños, sus manos aferradas al volante. Real. Vivo. El corazón me dio un puñetazo en las costillas.

Sin dejar de mirar al frente, Jack sacó el coche del aparcamiento. Supuse que mantenía el coche en movimiento para evitar que yo saltara, pero en realidad no le hacía falta. No pensaba moverme hasta que no hubiera encontrado la respuesta a mi pregunta: ¿dónde estaba Sam?

—Efectivamente, me refiero al tipo que debería estar sentado en tu lugar —dije, casi gruñendo—. ¿Dónde está?

Jack me miró de reojo. Estaba agitado, tembloroso. ¿Cuál era la palabra que Sam utilizaba para describir a los licántropos recientes? Sí: «inestable».

—Mira, Grace, yo no soy ningún cabrón. Pero necesito respuestas, y las necesito ya. Porque, si no, voy a empezar a ponerme furioso.

—Pues empieza por conducir como una persona normal. Si no frenas un poco, nos va a parar la policía. ¿Se puede saber adonde vamos?

—No lo sé. Tú dirás. Quiero que me cuentes cómo se cura esto y quiero que me lo cuentes ahora mismo, porque me estoy poniendo peor.

Me pregunté si se refería a que estaba empeorando con la llegada del invierno, o a que lo estaba haciendo en aquel momento.

—No pienso abrir la boca hasta que no me lleves con Sam. —Jack se quedó callado, así que insistí—. No voy de farol, Jack. ¿Dónde está?

Volvió la cabeza bruscamente hacia mí.

—Mira, creo que no entiendes bien lo que está pasando. Yo soy el que conduce, el que sabe dónde está Sam y el que podría arrancarte la cabeza si me transformara. Y tú eres la que debería estar muerta de miedo, contándome todo lo que quiero saber.

Aferró el volante con más fuerza, tratando de contener los estremecimientos que le sacudían los brazos. Estaba a punto de transformarse; tenía que ocurrírseme algo cuanto antes para que parara el coche.

—¿Qué quieres saber?

—Cómo acabar con esto. Sé que tú conoces la cura. A ti también te mordieron.

—Jack, lo siento, pero no conozco ninguna cura. No puedo hacer nada por ti.

—Sí, ya sabía que me dirías eso; por eso contagié a la tonta de tu amiga. Si no quieres preparar la cura para mí, tendrás que hacerla para ella. Fue fácil, sólo tuve que darle un mordisquito.

Aquello me dejó sin aliento, y tuve que esforzarme para encontrar la voz.

—¿Mordiste a Olivia?

—¿Qué te pasa? ¿Eres idiota? Acabo de decírtelo. Así que ya puedes empezar a hablar, porque pienso… ¡Aaah!

El cuello de Jack se sacudió y se dobló hacia delante. Su olor empezó a emitir una avalancha de mensajes —peligro, miedo, terror, ira— que mis sentidos lobunos captaron de inmediato.

Extendí una mano y puse la calefacción al máximo. No sabía si surtiría efecto, pero no perdía nada por intentarlo.

—Es el frío. El frío es lo que hace que te conviertas en lobo, y el calor lo impide —hablaba muy deprisa para que Jack no pudiera interrumpirme, con la esperanza de que se fuera apaciguando—. Lo peor es el principio, porque cambias continuamente, pero luego te vuelves más estable. Pasas más tiempo siendo humano, veranos enteros —los brazos de Jack se contorsionaron; el coche derrapó en la grava del arcén y, tras unas cuantas sacudidas, regresó al carril—. ¡Jack, no estás en condiciones de conducir! Por favor. Te prometo que no voy a tratar de huir. Quiero ayudarte, de verdad, pero tienes que decirme dónde está Sam.

—Cierra la boca —gruñó Jack con voz apenas humana—. La otra mentirosa también dijo que me ayudaría. Ya no me lo trago. Me contó que te habían mordido y que no te habías transformado, así que te seguí. Hacía frío, y no te transformaste. ¿Cómo lo haces? Olivia me dijo que no lo sabía.

La piel me ardía por el calor y la tensión. Cada vez que Jack pronunciaba el nombre de Olivia era como si me diera una patada en el vientre.

—Porque no lo sabe. Es verdad que me mordieron, pero no llegué a transformarme. No me curé por la sencilla razón de que nunca enfermé. No sé por qué no me contagié; nadie lo sabe. Por favor…

—Deja… de… mentirme —silabeó; cada vez me costaba más atenderle—. Quiero que me digas la verdad ahora, porque si no, voy a hacerte daño.

Cerré los ojos. Me sentía como si hubiera perdido todos los puntos de apoyo y el mundo se alejara girando de mí. Tenía que decir algo para calmarlo. Abrí los ojos.

—Vale. Está bien. Existe una cura. Lo que pasa es que no hay bastante para todo el mundo, así que nadie quería que te enteraras. —Me estremecí al ver cómo su mano golpeaba el volante; en vez de uñas tenía garras negras. Traté de borrar aquella escena irreal y me concentré en la imagen de la enfermera poniéndole a Sam la vacuna de la rabia—. Es una especie de vacuna, hay que inyectarla en vena. Pero duele. Duele mucho. ¿Seguro que la quieres?

—¡Esto duele más! —rugió Jack.

—Vale, tú mismo. Si te digo cómo conseguirla, ¿me dirás tú dónde está Sam?

—¡Sí, lo que sea! Dime adonde tengo que ir. Si me mientes, juro que te mato.

Le indiqué cómo ir a la casa de Beck, rogando para mis adentros que no se transformara completamente antes de llegar. Luego busqué el teléfono móvil en la mochila.

El Bronco dio otro bandazo. Levanté la vista: Jack tenía los ojos clavados en mí.

—¿Qué haces?

—Voy a llamar a Beck. Él es quien tiene la cura. Tengo que decirle que reserve una dosis para ti. ¿Te parece bien?

—Como me mientas te…

—Mira, Jack, éste es el número que estoy marcando. No se parece al de la policía, ¿verdad?

Recordé el número de teléfono de Beck sin dificultad; se me daban mejor los números que las palabras. Sonó un tono, dos, tres. «Responde. Responde, Beck. Por favor, que esto salga bien».

—¿Diga?

Era su voz.

—Hola, Beck. Soy Grace.

—¿Grace? Me suena tu voz, pero lo siento, no…

Lo interrumpí.

—Escucha, ¿aún te queda alguna dosis de la cura? Por favor, dime que no os la habéis acabado.

Beck se quedó callado, y yo seguí hablando como si me hubiera respondido.

—Ah, menos mal. Escucha. Jack Culpeper va conmigo en el coche. Tiene a Sam retenido en algún lugar, y dice que no me dirá dónde hasta que no le demos una dosis. Estamos como a unos diez minutos de tu casa.

—Maldita sea —musitó Beck.

Por alguna razón, al oír aquellas dos palabras se me estremeció el pecho; tardé un momento en darme cuenta de que un sollozo reprimido me subía por la garganta.

—Exacto. ¿Estarás ahí?

—Sí. Desde luego. Grace… ¿Sigues conmigo? ¿Puede oírme Jack?

—No.

—Tranquila, ¿me oyes? Intenta no parecer asustada. No le mires a los ojos bajo ningún concepto, pero sé enérgica. Te estaremos esperando dentro de casa; dile que pase. Yo no puedo salir, porque me transformaría y entonces sí que estaríamos jodidos.

—¿Qué dice? —inquirió Jack.

—Me está explicando por qué puerta tenemos que entrar en la casa para evitar que te enfríes y te transformes. No pueden ponerte la inyección cuando eres lobo.

—Muy bien, Grace —me animó Beck.

Su amabilidad me afectó mucho más que todas las amenazas de Jack. Los ojos se me llenaron de lágrimas.

—Enseguida llegamos. —Apagué el teléfono y me volví hacia Jack, procurando no mirarle directamente a los ojos—. Cuando llegues, entra con el coche en el jardín. La puerta de la casa estará abierta.

—¿Cómo sé que puedo confiar en ti?

Me encogí de hombros.

—Como tú mismo has dicho, eres el único que sabe dónde está Sam. Soy la primera interesada en que no te pase nada.