CAPÍTULO CUARENTA Y SIETE
Sam
6 °C
Cuando Grace se bajó del coche, me quedé inquieto. Debido a la discusión haber discutido con ella, por las dudas que me acuciaban, por el frío que amenazaba con transformarme en lobo. Aunque, más que inquieto, estaba desasosegado, angustiado. Había demasiados cabos sueltos: Jack, Isabel, Olivia, Shelby, Beck.
Me costaba creer que Grace y yo fuésemos a encontrarnos con Beck. Puse la calefacción a tope y estuve un rato con la cabeza apoyada en el volante, hasta que empezó a dolerme la frente. Con tanto aire caliente, el interior del coche pronto se volvió sofocante, pero me gustaba aquella sensación. Me hacía sentir que la transformación estaba muy lejos, que estaba a gusto en mi propio pellejo.
Pensé quedarme allí sentado todo el día, entonando canciones a media voz —«Cerca del sol es cerca de mí, / siento la piel abrazarme con fuerza»— y esperando a Grace, pero al cabo de una media hora comprendí que tenía que moverme. Sentía la necesidad de compensar de alguna manera lo que le había dicho a Grace, de modo que decidí visitar de nuevo la casa de Jack. Seguía sin saberse nada de él: ni había aparecido su cuerpo ni había ocurrido ningún incidente en el que pudiera haber intervenido, y su casa era el único lugar lógico desde el que recomenzar la búsqueda. Supuse que Grace se alegraría cuando supiera que intentaba ordenar las piezas sueltas de nuestras vidas.
Aparqué el Bronco en una pista forestal próxima a la casa de los Culpeper y atajé por el bosque. Los pinos parecían descoloridos por aquel frío que presagiaba nieve, y sus copas se mecían suavemente, movidas por un viento que no se notaba a ras de suelo. Se me erizó el vello de la nuca; el pinar atufaba a lobo. Jack había debido de mear en todos y cada uno de los troncos. «Menudo fantasmón», pensé.
A mi derecha se movió algo; di un respingo, me agaché y contuve el aliento.
Era un ciervo. Distinguí fugazmente sus grandes ojos, sus largas patas y su cola blanca, y luego lo vi desaparecer con una curiosa torpeza. Su presencia en el bosque me tranquilizó, porque significaba que Jack no andaba por los alrededores. La única arma que llevaba encima eran mis propias manos; no tenía nada que hacer ante un lobo joven e iracundo con la adrenalina de su parte.
Al llegar al lindero del bosque, cercano a la casa, oí dos voces. Me quedé inmóvil, escuchando: un chico y una chica discutían agriamente en algún lugar cercano a la puerta trasera. Deslizándome bajo la sombra de la mansión con el sigilo de un lobo, avancé hacia ellos. No reconocía la voz masculina, de tono grave y airado, pero algo me dijo que era la de Jack. La otra pertenecía a Isabel. Pensé en presentarme ante ellos sin más, pero preferí ser cauto y esperar a enterarme de qué discutían.
—No entiendo lo que dices —gritó Isabel—. ¿Por qué me estás pidiendo perdón? ¿Por desaparecer? ¿Por convertirte en lo que eres? ¿Por…?
—Por Chloe —respondió Jack.
Se produjo un silencio.
—¿Que quiere decir eso de «por Chloe»? ¿Qué tiene que ver la perra en todo esto? ¿Es que sabes dónde está?
—Isabel, por favor. ¿No has oído lo que te he dicho? A veces pareces idiota. Sabes que, cuando me transformo, no soy consciente de lo que hago.
Me tapé la boca para contener la risa. Por lo visto, Jack se había comido a la chihuahua de Isabel.
—¿Estás diciendo que la has…? ¡Mierda, Jack! ¡Eres un gilipollas!
—No pude evitarlo. Pero tú ya sabes lo que me pasa; no deberías haberla dejado salir.
—¿Tú tienes idea de lo que costó esa perra?
—Ya, ya. Lo que tú digas.
—¿Y qué se supone que les voy a decir a papá y mamá? «Hola, queridos padres: Jack es un hombre lobo, y ¿sabéis qué? ¡Que Chloe no se ha perdido, sino que se la ha comido él!».
—¡Pues no les digas nada! —exclamó Jack—. Además, es posible que todo esto termine muy pronto. Creo que he encontrado una cura.
Fruncí el ceño.
—¿Una cura? —preguntó Isabel con incredulidad—. ¿Inyecciones, baños termales…? Dime, ¿cómo puede curarse un hombre lobo?
—No calientes tu rubia cabecita, hermana. He conseguido… o mejor, dame unos días más para que pueda estar seguro. En cuanto lo esté, os lo contaré todo.
—Estupendo. Lo que quieras. Mierda, no me puedo creer que te hayas comido a Chloe.
—¿Puedes dejar el tema de una vez? Estás empezando a ponerme de los nervios.
—Vale, vale. ¿Y qué pasa con los otros? Porque hay otros, ¿no? ¿No puedes hacer que te ayuden?
Isabel, cierra el pico. Ya te he dicho que he encontrado la cura. No necesito que nadie me ayude.
—Sí, ¿pero no crees que…?
Un ruido seco interrumpió la conversación. ¿Una rama rompiéndose? ¿Una bofetada?
Cuando volvió a hablar, la voz de Isabel sonaba diferente. Más débil.
—Tú ten cuidado de que no te vean. Mamá está yendo al psiquiatra por tu culpa, y papá se ha ido de viaje. Yo tengo que volver al instituto. No puedo creer que me hayas llamado sólo para decirme que te has comido a mi perra.
—Te he llamado para decirte que he encontrado la forma de acabar con esto. Pero ya veo que te deja fría.
—No, si es genial. Fantástico. Adiós.
Al cabo de un momento oí cómo se alejaba el todoterreno de Isabel por el paseo de grava, y volví a titubear. Prefería no tener que vérmelas con un lobo inestable y poco aficionado a controlarse, pero hacía mucho frío y pronto tendría que elegir entre regresar al coche o meterme en la casa. Y la casa, evidentemente, estaba más cerca. Rodeé el edificio con cautela, aguzando el oído para tratar de localizar a Jack. Nada. Debía de haber entrado.
Me acerqué a la puerta por la que me había colado hacía unos días. Habían reparado el cristal roto, así que probé a abrirla sin más. No estaba cerrada con llave. «Gracias, familia Culpeper», pensé.
Al entrar oí de inmediato como Jack se movía por la casa silenciosa, y avancé sin hacer ruido por un trastero en penumbra hasta llegar a la cocina. Era una estancia de techo alto, con suelo de baldosas blancas y negras, y tan grande que las oscuras encimeras se perdían entre las sombras del fondo. La luz que entraba por sus dos ventanas era blanca y helada y, tras reflejarse en las paredes, iba a estrellarse en las sartenes negras e inmaculadas que pendían del techo. En aquella estancia todo era blanco o negro.
Desde luego, prefería con mucho la cocina de Grace —cálida, acogedora y olorosa a canela, ajo y pan— a aquella caverna árida y estéril.
En ese momento me di cuenta de que Jack estaba de espaldas a mí, acuclillado frente a la nevera de acero pulido, rebuscando en sus cajones. Me quedé helado, pero él estaba distraído y no advirtió mi presencia. No había corrientes de aire que pudieran llevarle mi olor, así que me quedé inmóvil y sopesé las alternativas que tenía. Jack era alto, de hombros anchos y cabello rizado y oscuro, parecido a una estatua griega. Su forma de moverse indicaba un exceso de confianza en sí mismo que me irritó profundamente, aunque no supe bien por qué. Ahogando un gruñido, me deslicé por el hueco de la puerta y me subí a una encimera. Si Jack se ponía agresivo, la altura me daría una pequeña ventaja.
Jack se alejó de la nevera y dejó la comida que llevaba en los brazos sobre una mesa colocada en el centro de la cocina. Durante unos minutos, observé cómo se preparaba con gran esmero un sándwich monumental, colocando ordenadamente las capas de fiambre y queso y untando el pan de mayonesa. Al terminar, levantó la vista.
—Vaya —exclamó.
—Hola —respondí.
—¿Qué quieres? —No tenía cara de asustado; yo no era lo bastante corpulento para parecer una amenaza.
No supe bien qué contestarle. El haber oído su conversación con Isabel había cambiado las cosas.
—¿Cuál es esa cura con la que esperas ponerte bien?
Entonces sí que pareció asustado, pero sólo por un segundo la expresión de temor fue reemplazada de inmediato por un gesto de orgulloso desafío.
—¿Quién eres?
No me gustaba nada aquel tipo, aunque no sabía por qué. Era un rechazo visceral. Si no lo hubiera considerado una amenaza para Grace, Olivia e Isabel, lo habría mandado a freír espárragos y me habría largado de allí. Aun así, la antipatía que me inspiraba hacía que fuera más fácil enfrentarme a él. Me ayudaba a desempeñar el papel de tipo que conocía todas las respuestas.
—Soy alguien como tú. Alguien a quien mordió un lobo. —Hizo ademán de replicar, pero levanté una mano para detenerlo—. Si estás pensando decirme que me he equivocado de persona, no te molestes. Te he visto transformado en lobo. Así que dime qué es eso que has descubierto.
—¿Por qué voy a confiar en ti?
—Porque, a diferencia de tu padre, no me dedico a disecar animales y a ponerlos de adorno en un salón. Y también porque no me apetece verte llamando la atención por el instituto ni por las casas de la gente. Los licántropos intentamos sobrevivir y cargar con nuestros problemas, nada más. Lo último que nos hace falta es que levante la liebre un niñato pijo como tú y nos haga terminar en un zoológico o una mesa de laboratorio.
Jack gruñó. Fue un sonido demasiado animal para mi gusto, y más cuando vi que se estremecía levemente. Seguía siendo tan inestable como para transformarse en cualquier momento.
—¿Y a mí qué me cuentas? Sé cómo conseguir la cura, así que ya puedes irte por donde has venido y dejarme en paz.
Retrocedió hasta la encimera que se encontraba detrás de él, y yo salté al suelo.
—Jack, no hay cura para lo que nos pasa.
—Te equivocas —me espetó—. Tengo noticia de una persona que se curó.
Advertí que se estaba aproximando a la cesta en la que se guardaban los cuchillos. Hubiera debido salir corriendo de allí, pero sus palabras me dejaron de piedra.
—¿Cómo?
—Sí. Me ha llevado algún tiempo descubrirlo, pero al final he caído en la cuenta. En el instituto hay una chica que fue atacada por los lobos y luego se curó, una tal Grace. ¿Te suena? Sé que ella conoce la cura, y más le vale enseñármela a mí también.
El mundo se tambaleó bajo mis pies.
—Ni se te ocurra acercarte a ella.
Jack hizo una mueca que tal vez fuera una sonrisa. Su mano tanteaba la encimera acercándose a los cuchillos, y su nariz se estremecía olfateando el tenue olor a lobo que el frío me había despertado en la piel.
—¿Por qué? —inquirió—. ¿Es que no quieres saber cómo curarte? ¿O es que ella ya te lo ha contado?
—Te he dicho que no hay ninguna cura. Ella no sabe nada —mascullé, deseando que mi tono de voz no revelara tan claramente mis sentimientos.
—¿Cómo puedes estar tan seguro? —replicó Jack, tratando de agarrar un cuchillo; lo habría logrado al primer intento si no le hubiera temblado tanto la mano—. Y ahora, largo de aquí.
No me moví del sitio. No me podía imaginar nada peor que Jack acosando a Grace, interrogándola sobre aquella cura imaginaria. Él, tembloroso, inestable y violento, y ella, incapaz de darle las respuestas que exigía.
Jack logró aferrar el mango de un cuchillo y lo sacó de la cesta; su filo serrado enviaba reflejos blancos y negros de la cocina en diez direcciones diferentes. Trató de apuntarme con él, pero temblaba tanto que apenas podía sostener derecha la hoja.
—Te he dicho que te largues.
Todos mis instintos me pedían que saltara sobre él gruñendo, hiciera ademán de morderle en el cuello y lo sometiera, como habría hecho si hubiera sido lobo. Que le obligara a prometer que se mantendría alejado de Grace. Pero entre los humanos las cosas no funcionaban así, sobre todo si el adversario era mucho más robusto que tú. Me acerqué a él muy despacio, con los ojos fijos en los suyos y no en el cuchillo, e intenté una táctica diferente.
—Apártate de mí —dijo Jack.
Dio un paso en mi dirección, pero enseguida retrocedió y se tambaleó. El cuchillo se le cayó de las manos y me encogí anticipando el estrépito, pero apenas hizo ruido al chocar contra las baldosas. Tampoco Jack dejó escapar ningún sonido al precipitarse al suelo, con las manos ya convertidas en zarpas que arañaban las baldosas blancas y negras. Intentaba decir algo, pero resultaba imposible entenderlo. En mi cabeza apareció la letra de una canción; estaba inspirada por Jack, pero en realidad trataba de mí. «Mundo de palabras perdido entre los vivos, / hasta que ocupo mi lugar junto a los muertos. / Vago sin voz, regalo miles de palabras / al terror sin nombre de este desierto».
Me agaché a su lado y aparté el cuchillo para que no se hiciera daño. Ya no sacaría nada más en claro de él. Suspiré mientras escuchaba sus gañidos; ahora éramos iguales. A pesar de todo su dinero, sus rizos y su aire arrogante, Jack estaba en el mismo barco que yo.
Gimoteó, ya convertido en lobo.
—Deberías alegrarte —le dije—. Al menos, esta vez no has vomitado.
Sus ojos castaños me miraron un momento sin pestañear, y luego se puso en pie de un salto y salió corriendo.
Pensé en marcharme sin más, pero comprendí que no podía hacerlo. Cualquier posibilidad de desentenderme de Jack había desaparecido al oírle pronunciar el nombre de Grace.
Salté tras él y lo perseguí por la silenciosa mansión; sólo se oía el repiqueteo de sus uñas contra el suelo y los chirridos de mis suelas. Irrumpí en la sala de los animales disecados pisándole los talones, y el hedor de las pieles muertas me invadió las fosas nasales. Pero Jack tenía dos ventajas: conocía la casa y era un lobo. Supuse que trataría de esconderse por los alrededores aprovechando que conocía bien la zona, en vez de confiar en la fuerza de su cuerpo de lobo, que todavía no dominaba.
Supuse mal.