CAPÍTULO CUARENTA Y CUATRO
Sam
0 °C
Parecerá una estupidez, pero una de las cosas que más me gustaban de Grace era que no necesitaba hablar todo el tiempo. A veces, como aquella noche, yo quería pasar un rato en silencio, olvidarme de las palabras. Cualquier otra chica habría intentado hacerme hablar, pero Grace se limitó a meter su mano en la mía, apoyar la cabeza en mi hombro y quedarse así, callada, hasta que Duluth quedó atrás. No me preguntó por qué conocía tan bien la ciudad, ni por qué se me había ido la mirada al pasar junto a la calle en la que había vivido con mis padres, ni cómo era posible que un niño de Duluth terminara viviendo con una manada de lobos junto a la frontera de Canadá.
Cuando al fin me soltó la mano para coger una de las pastas que habíamos comprado en la pastelería y se decidió a hablar, simplemente me contó cómo una vez, de niña, había hecho masa de galletas usando huevos cocidos que habían sobrado del día de Pascua, en vez de huevos crudos. Aquello era justamente lo que me hacía falta: una historia inofensiva que me distrajera.
Pero en aquel momento sonó un tintineo de notas descendentes; era el timbre de un teléfono móvil, y parecía mi bolsillo. Por un momento, me pregunté cómo podía haber llegado un móvil a mi abrigo, pero luego recordé que me lo había dado Beck. «Llámame cuando me necesites», había dicho mientras yo me marchaba. «Cuando me necesites», no «si me necesitas»; me pregunté por qué Beck estaba tan seguro de que iba a necesitarlo en algún momento.
—¿Es eso un teléfono? —inquirió Grace, ceñuda—. ¿Tienes un teléfono?
La historia inofensiva había llegado a un abrupto fin. Me hurgué en el bolsillo.
—Bueno, antes no —balbuceé; la expresión herida que se adivinaba en los ojos de Grace me llegó al alma, y noté cómo se me encendían las mejillas—. Es que es nuevo —pretexté.
El teléfono volvió a sonar, y me lo llevé a la oreja sin mirar la pantalla. Sabía perfectamente quién llamaba.
—¿Dónde estás, Sam? Hace frío. —La voz de Beck tenía aquel matiz de preocupación sincera que siempre me había resultado reconfortante.
Grace no me quitaba ojo de encima.
—Estoy bien.
Beck se quedó callado, y supuse que estaría analizando mi tono de voz.
—Sam, las cosas no son blancas o negras. Intenta entenderlo. Ni siquiera me ofreciste la oportunidad de explicártelo. Sabes que, hasta ahora, siempre he procurado hacer bien las cosas.
—Sí, hasta ahora —respondí, apagando el teléfono y volviendo a meterlo en el bolsillo del abrigo.
Supuse que volvería a sonar; en el fondo, estaba deseando que lo hiciera para darme el gusto de no responder.
Grace no me preguntó quién había llamado. No me pidió que le contara lo que nos habíamos dicho. Sabía que estaba aperando a que se lo dijera por iniciativa propia, pero preferí no hacerlo; me dolía pensar que podía ver a Beck como un monstruo. O tal vez me doliera verlo yo de ese modo.
Guardé silencio.
Grace tragó saliva y sacó su teléfono.
—Esto me recuerda que tal vez me hayan llamado mis padres. Aunque me extrañaría mucho…
Examinó la pantalla, con la mano y la barbilla iluminadas por su resplandor azulado y fantasmal.
—¿Te han llamado?
—Claro que no. Están tan tranquilos con sus amiguetes. —Marcó el número de sus padres y esperó—. Hola, soy yo. Sí. Estoy bien. Ya, sí, vale. No os esperaré despierta. Pasáoslo bien. Adiós. —Colgó el teléfono, miró hacia el techo del coche y me dedicó una sonrisa cansada—. ¿Nos fugamos y nos casamos en secreto?
—Bueno, pero tendríamos que ir a Las Vegas —contesté—. A estas horas, por aquí sólo estarían dispuestos a casarnos algún ciervo y unos cuantos borrachos.
—Pues tendrá que ser el ciervo —repuso Grace—. Los borrachos se equivocarían al pronunciar nuestros nombres y nos estropearían el momento.
—Vale. Nada mejor que un ciervo para casar a una chica y un licántropo.
Grace soltó una carcajada.
—Sí, y al menos mis padres tendrían que hacerme caso por una vez en su vida. «Papá, mamá: me he casado. No lo miréis así, sólo suelta pelo durante el invierno».
Sacudí la cabeza. En el fondo, lo que quería era agradecerle que no me hubiera preguntado nada. Pero en vez de hacerlo, dije:
—Era Beck el que llamaba.
—¿Beck? ¿Tu Beck?
—Si. Estuvo en Canadá con Salem, uno de la manada que está loco.
No era toda la verdad, aunque al menos no estaba mintiendo.
—Me gustaría conocerlo —dijo Grace; la miré sin comprender, y ella añadió—: Me refiero a Beck. Es lo más cercano a un padre que tienes, ¿verdad?
Cerré los dedos en torno al volante y observé la carretera que se abría ante mí. Con el rabillo del ojo distinguía mis nudillos, blancos por la fuerza con la que cerraba las manos. Siempre me había llamado la atención que la gente se olvidara de lo importante que era su propia piel, de lo terrible que sería perderla. «La piel me resbala / me escurro hacia fuera / pierdo la mente / me vuelvo dolor». Intenté rescatar la imagen más paternal que conservaba de Beck.
—En su casa hay una barbacoa enorme que usábamos a menudo para cocinar en verano. Una noche, Beck dijo que estaba cansado de ser el cocinero y que me tocaba a mí hacer la cena. Me explicó cómo pinchar las chuletas en el medio para ver si estaban listas, y cómo pasarlas primero por el fuego vivo para que no se les fuera el jugo.
—¿Y qué tal te quedaron?
—Asquerosas —repuse—. Podría decir que las carbonicé, pero creo que un trozo de carbón habría sido más comestible que aquellas chuletas.
Grace se echó a reír.
—Aun así, Beck se comió la suya —manifesté, sonriendo tristemente al recordarlo—. Dijo que era la mejor chuleta que había probado en su vida, porque no había tenido que cocinarla él.
Me daba la impresión de que aquello había pasado hacía una eternidad.
Grace me miraba sonriente, como si aquellas historias sobre el jefe de la manada y yo fuesen lo mas gracioso del mundo. Como si le produjeran ternura. Como si Beck y yo tuviéramos una relación verdaderamente especial. Beck y yo. Padre e hijo.
En mi imaginación, el chico del maletero me miraba implorante: «Ayúdame».
—¿Cuánto tiempo hace? —preguntó Grace—. No me refiero a las chuletas, sino al día en que te mordieron.
—Tenía siete años, de modo que hace once.
—¿Y por qué estabas en el bosque? —inquirió—. Porque tú eres de Duluth, ¿verdad? Al menos, eso dice tu permiso de conducir.
—No me atacaron en el bosque —respondí—. Fue muy llamativo, salió en todos los periódicos.
Aparté los ojos de Grace y los fijé en la carretera.
—Iba a subirme al autobús del colegio. Fueron dos lobos: el primero me tiró al suelo y el segundo me mordió.
En realidad había sido poco más que un rasguño, como si su único objetivo fuera hacerme sangre. Y es que lo era; analizándolo con perspectiva, todo parecía dolorosamente claro. Nunca se me había ocurrido examinar a fondo mis recuerdos infantiles del ataque y de lo que ocurrió tiempo después, cuando mis padres intentaron matarme y Beck apareció providencialmente. Mi relación con Beck había sido tan cercana, lo admiraba tanto, que nunca había sentido la necesidad de profundizar más. Sin embargo, al contarle la historia a Grace, la verdad me cayó encima como un mazazo: mi ataque no había sido un accidente. Los lobos me habían elegido, me habían perseguido y contagiado intencionadamente, como había ocurrido con los chicos del maletero. Y luego, Beck había llegado para recomponer lo que quedaba de mí.
«Eres el mejor de todos nosotros». La voz de Beck resonaba en mi interior. Beck había creído que duraría más que él, que heredaría su puesto al frente de la manada. Extrañamente, no me sentía furioso, ni siquiera enfadado. Me habían arrebatado mi vida. Y, sin embargo, en mi interior sólo palpitaba un zumbido sordo, un eco vacío.
—Entonces, ¿ocurrió en la ciudad? —preguntó Grace.
—Sí, en el barrio donde yo vivía. No había ningún bosque cerca. De hecho, los vecinos dijeron más tarde que los lobos habían huido saltando por los patios traseros de las casas.
Grace guardó silencio. Ahora me parecía tan evidente que aquellos lobos me habían contagiado a propósito, que me quedé esperando a que lo dijera en voz alta. Pero en vez de hacerlo, me miró con expresión meditabunda.
—¿Qué lobos eran? —dijo al fin.
—No lo recuerdo. Paul, tal vez, porque uno de ellos era negro. Eso es todo lo que sé.
Nos quedamos callados durante varios minutos, hasta que llegamos a la casa de Grace. Sus padres todavía no habían llegado, y Grace suspiró con alivio.
—Volvemos a estar solos —afirmó—. Quédate aquí hasta que abra la puerta, ¿vale?
Cuando salió del coche, una ráfaga de aire frío pareció morderme las mejillas. Puse la calefacción al máximo; quería prepararme para el trayecto hasta el interior de la casa. Me incliné sobre las salidas de aire, absorbiendo el calor que me lamía la piel, y cerré los ojos tratando de sentir lo mismo que hacía un rato. Recordé cómo había abrazado a Grace por la espalda y me había derretido con el calor de su cuerpo, cómo la había visto olfatear el aire, olfatearme a mí. Me estremecí. Si pasaba una noche más junto a ella, no creía que pudiera controlar mis impulsos.
—¡Sam! —me llamó Grace.
Abrí los ojos y vi su cabeza asomada por la puerta de la casa, que estaba entornada para impedir que entrara el frío de la noche. «Chica lista», pensé.
Conté hasta tres para mis adentros y me abalancé por el resbaladizo camino de entrada, procurando no escurrirme en la nieve helada y notando que la piel me escocía y empezaba a ponérseme tirante.
Grace cerró rápidamente la puerta a mi espalda y me abrazó para darme un poco de su calor.
—¿Te has enfriado demasiado? —me susurró al oído.
La miré; aún no me había acostumbrado a la penumbra del pasillo, y sólo distinguí el brillo de sus ojos, la forma de sus cabellos, la curva que trazaban sus brazos para estrecharme la cintura. El espejo que había tras ella mostraba una visión igualmente sombría de su cuerpo pegado al mío. Saboreé su abrazo durante un momento antes de responder.
—Estoy bien —dije.
—¿Te apetece comer algo?
Su voz resonó en la casa vacía. Aparte de eso, sólo se oía el rumor del aire corriendo por el sistema de calefacción de la casa, un aliento continuo y reconfortante. Era muy consciente de que estábamos solos.
Tragué saliva.
—Prefiero irme a la cama.
—Yo también —respondió Grace con alivio en la voz.
Al oírla, me arrepentí de haber dicho aquello; si me hubiera quedado despierto comiendo algo, viendo la televisión o entreteniéndome con cualquier tontería, tal vez hubiera logrado olvidar lo mucho que la deseaba.
Pero ya no había nada que hacer: Grace se había descalzado y había echado a andar por el pasillo. Entramos en su habitación, iluminada tan sólo por la luna reflejada en la nieve del alféizar. La puerta se cerró tras nosotros con un suspiro y Grace apoyó en ella la espalda, agarrando el pomo. Nos quedamos callados durante un larguísimo instante.
—¿Por qué no te lanzas de una vez, Sam Roth? —dijo al fin.
Intenté responder con sinceridad.
—Porque no es… no soy… un animal.
—¿Y qué, si lo fueras? A mí no me das miedo —me aseguró.
Y no parecía asustada. Iluminada por el resplandor de la luna, parecía tentadora y hermosa, olorosa a menta, a jabón y a piel. Pero yo me había pasado once años viendo cómo los demás miembros de la manada se transformaban en animales, once años tratando de someter mis instintos y controlarme, luchando por conservar la forma humana, por hacer lo correcto.
Como si me leyera el pensamiento, Grace dijo:
—Dime una cosa, Sam: el que desea besarme, ¿es solamente el Sam lobo?
Todo yo rabiaba por besarla, tanto que me sentía estallar. Apoyé las manos en la puerta a la altura de su cara y, mientras la madera crujía bajo mi peso, pegué mi boca a la suya. Ella me devolvió el beso moviendo sus cálidos labios y jugueteando con la lengua entre mis dientes, con el pomo aún agarrado a su espalda. Mi cuerpo se puso a zumbar como si lo recorriese una corriente eléctrica que lo atraía hacia el cuerpo de Grace, enloquecedoramente próximo.
El jugueteo de Grace se hizo más intenso; noté cómo jadeaba en mi boca, cómo me mordía el labio inferior. Gruñí de placer y, antes de que pudiera empezar a avergonzarme, ella soltó el pomo, me enlazó el cuello con los brazos y tiró de mí hasta pegarme a ella.
—Eso ha sido muy sexy —musitó con voz entrecortada—. No creía que pudieras ponerte más sexy aún.
Volví a besarla antes de que dijera nada más y los dos caminamos hacia el centro de la habitación, enredados el uno en el otro. Grace me enganchó las trabillas del vaquero con los índices, metió los pulgares por dentro del pantalón y acarició suavemente los huesos de mi cadera.
—Joder, Grace —jadeé—. Tú… sobreestimas mi capacidad para dominarme.
—No espero que te domines.
Mis manos estaban bajo su blusa, pegadas a su espalda; ni siquiera recordaba cómo habían llegado hasta allí.
—No quiero… no quiero hacer nada de lo que vayas a arrepentirte.
La espalda de Grace se arqueó como si mis dedos le hubieran transmitido una sacudida eléctrica.
—Pues no pares.
Me la había imaginado diciendo aquellas palabras de mil maneras diferentes, pero ninguna de mis fantasías se acercaba a aquel vértigo.
Nos tambaleamos hasta llegar a su cama, mientras una parte de mí pensaba que no debíamos hacer ruido por si llegaban sus padres. Pero cuando ella me ayudó a quitarme la camiseta y recorrió mi pecho con las yemas de los dedos, gemí olvidándolo todo. Mi mente trató de encontrar alguna canción, alguna sucesión de palabras que describiera aquel momento, pero no las había. En mi cabeza sólo había sitio para el roce de su mano.
—Hueles muy bien —murmuró Grace—. Cada vez que te toco, tu olor se hace más intenso.
Olfateó el aire como lo habría hecho un lobo, descubriendo lo mucho que la deseaba; descubriendo quién era yo en realidad, y queriéndome a pesar de ello.
Me incliné hacia delante, y ella dejó que la empujara hasta quedar tumbados. La rodeé con brazos y piernas hasta envolverla por completo.
—¿Estás segura? —pregunté.
Ella asintió, con los ojos brillantes.
Me deslicé hacia abajo para besarle la barriga en un gesto instintivo, natural, como si lo hubiera hecho mil veces y fuese a hacerlo mil veces más.
Al pasar por su cuello vi las cicatrices que la manada había dejado en su clavícula, y fui besándoselas una a una.
Grace me tapó con el edredón, se metió a mi lado y los dos nos desnudamos. Y entonces, con mi cuerpo pegado al suyo, gruñí olvidando por una vez mi piel y me entregué, no como un hombre ni como un lobo, sino como Sam. Sólo Sam.