CAPÍTULO CUARENTA Y TRES
Grace
7 °C
Estaba zombi por falta de sueño.
A mi alrededor, un revoltijo:
La redacción de lengua.
La voz del señor Rink.
La trémula luz de neón que iluminaba mi mesa.
El examen de biología.
La cara inexpresiva de Isabel.
El peso que me cerraba los párpados.
—Tierra llamando a Grace —dijo Rachel dándome un codazo al pasar junto a mí en la acera—. Ahí está Olivia. Ni siquiera la he visto en clase. ¿Y tú?
Seguí con la mirada la dirección que me indicaba Rachel hasta ver a los alumnos que esperaban el autobús. Entre ellos, Olivia daba saltitos para entrar en calor. No llevaba la cámara. Me acordé de las fotos.
—Tengo que ir a hablar con ella.
—Sí. Hazlo —convino Rachel—. Más vale que hagáis las paces antes de que nos vayamos de vacaciones a algún lugar soleado en Navidad. Te acompañaría, pero mi padre me está esperando y tiene una reunión en Duluth. Me montará un numerito si le hago llegar tarde. ¡Ya me contarás qué te explica!
Salió corriendo hacia el aparcamiento, y yo eché a andar hacia Olivia
—Hola, Olivia —dije; ella dio un respingo, y le agarré el codo para evitar que se me escapara—. Te he estado llamando, pero no hay manera de localizarte.
Olivia se calo el gorro de lana que llevaba puesto y se encogió para protegerse del frío.
—¿Ah, no?
Por un momento, pensé quedarme callada para ver si confesaba que sabía lo de los lobos sin que yo le dijera nada. Pero los autobuses comenzaban a llegar, y yo no tenía tiempo que perder. Me incliné hacia ella y le hablé al oído.
—Vi tus fotografías. Las que le hiciste a Jack.
Sobresaltada, se volvió hacia mí.
—¿Las tienes tú?
Hice un esfuerzo por no usar un tono recriminatorio, y casi lo conseguí.
—Me las enseñó Isabel.
Olivia palideció.
—¿Por qué no me lo dijiste? —inquirí—. ¿Por qué no me has llamado?
Se mordió el labio y observó el aparcamiento.
—Al principio pensé llamarte para decirte que tenías razón. Pero luego hablé con Jack, y él me dijo que no le podía decir a nadie que lo había visto. Y yo me sentí culpable por haber Pensado en contártelo.
La miré, atónita.
—¿Hablaste con él?
Por toda respuesta, Olivia se encogió de hombros y se estremeció. Cada vez hacía más frío.
—Estaba sacando fotos a los lobos, como siempre, y lo vi. Lo vi… transformarse —murmuró acercándose más a mí—. Vi cómo se volvía humano, Grace. No me lo podía creer. Estaba desnudo, y no estábamos muy lejos de mi casa, así que le dije que fuera conmigo y le presté algo de ropa de John. Supongo que intentaba convencerme a mí misma de que no me había vuelto loca.
—Como yo, ¿no? —le espeté con sarcasmo.
Tardó unos segundos en comprender mi comentario.
—Ay, Grace, perdona —dijo—. Sí, tú me lo contaste todo, pero ¿qué esperabas? ¿Que me lo creyera? Parece imposible, incluso cuando lo ves con tus propios ojos. El caso es que Jack me dio pena. Estaba perdido, no tenía ningún lugar adonde ir.
—¿Desde cuándo lo sabes?
Algo me aguijoneaba el pecho. Me sentía traicionada. Yo le había contado mis sospechas a Olivia enseguida, y ella, sin embargo, no me había dicho nada hasta que yo no la había forzado a hacerlo.
—No lo sé. Ya hace tiempo. Estuve bastantes días dándole comida a Jack, lavándole la ropa y esas cosas. No sé dónde pasaba la noche. Al principio hablábamos mucho, pero luego discutimos. Fue un día que yo no había venido a clase para estar con él y para tratar de sacar fotos a los demás lobos. Quería ver si ellos también se transformaban. —Hizo una pausa—. Grace, discutimos porque él me dijo que a ti también te habían mordido, pero que te habías curado.
—Es cierto que me mordieron; eso ya lo sabías. Pero nunca llegué a transformarme.
Olivia clavó la mirada en mí.
—¿Nunca?
Negué con la cabeza.
—No. ¿Has hablado de esto con alguien más?
La mirada de Olivia centelleó con irritación.
—No soy idiota.
—Ya, pero Isabel se hizo de algún modo con esas fotos. Si ella lo consiguió, cualquiera podría hacerlo.
—Ninguna de mis fotos muestra todo el proceso —explicó Olivia—. Ya te lo he dicho: no soy idiota. Sólo tengo fotos del antes y del después. Aunque las viera alguien, ¿cómo podría saber lo que está pasando?
—Isabel lo adivinó —respondí.
Olivia frunció el ceño.
—Estoy siendo muy cuidadosa. Además, desde que discutí con Jack no he vuelto a verlo. Lo siento, pero tengo que irme —añadió señalando el autobús—. ¿De verdad nunca te transformaste?
Ahora me tocó a mí fulminarla con la mirada.
—Jamás te he mentido, Oli.
Ella se me quedó mirando durante un momento.
Luego dijo:
—¿Te apetece venir a mi casa?
En el fondo, yo esperaba que me pidiera perdón por no haber confiado en mí, por no haber respondido a mis llamadas, por haber discutido conmigo. Por no decirme, simplemente: «Tenías, razón, Grace». No, no me apetecía ir a su casa; así, no.
—Estoy esperando a Sam —dije.
—Está bien. Pero podríamos vernos algún día de esta semana, ¿no?
Parpadeé.
—A lo mejor.
Sin decir nada más, Olivia se subió al autobús y, a través de las ventanillas, vi avanzar su silueta hacia la parte trasera. Aunque su confesión habría debido darme cierta tranquilidad, estaba inquieta. Después de tanto esforzarnos por encontrar a Jack, resultaba que Olivia sabía perfectamente dónde estaba. Todo aquello resultaba muy confuso.
En ese momento, vi que el Bronco entraba lentamente en el aparcamiento y giraba hacia mí. Ver a Sam al volante me dio la paz que hubiera debido proporcionarme la conversación con Olivia. Era extraño que ver mi coche pudiera alegrarme tanto.
Sam se inclinó para abrir la puerta del pasajero; aún parecía cansado. Me ofreció un vaso de café humeante.
—Tu teléfono sonó hace unos minutos.
—Gracias —dije, montando en el Bronco y agarrando el café con un guiño de agradecimiento—. Estoy zombi; llevo toda la mañana muriéndome por un poco de cafeína. Además, acabo de tener una conversación de lo más raro con Olivia. Te la contaré en cuanto haya tomado mi dosis. ¿Dónde está el teléfono?
Sam señaló la guantera. La abrí y cogí el teléfono: «Mensaje de voz», anunciaba la pantalla. Marqué el número del buzón de voz, pulsé el botón de manos libres, dejé el teléfono sobre el salpicadero y me volví hacia Sam.
—Ya estoy lista —le dije.
Sam me miró con las cejas enarcadas.
—¿Para qué?
—Para que me des un beso.
Sam se mordió el labio.
—Prefiero atacar por sorpresa.
«Tiene un mensaje nuevo», dijo una voz metálica.
Hice una mueca y me hundí en el asiento.
—Vas a volverme loca.
Sam sonrió.
«¡Hola, cariño! ¡No te imaginas con quién me he encontrado!». Era mi madre.
—Podrías abalanzarte sobre mí y ya está —sugerí—. Me encantaría, en serio.
«¡Con Naomi Ett! Ya sabes, mi amiga del colegio», exclamó mi madre, muy satisfecha.
—No pensaba que fueras de esa clase de chicas —dijo Sam; supuse que estaba bromeando.
«Se ha casado y vive fuera», prosiguió mi madre, «pero va a pasar aquí unos días. Tu padre y yo hemos quedado en ir a visitarla…».
Le lancé una mirada ceñuda a Sam.
—No lo soy. Pero contigo, nunca se sabe.
«… así que esta noche llegaremos tarde. Recuerda que hay sobras en la nevera y, como siempre, llámanos si necesitas algo».
Claro que había sobras en la nevera. De un guiso que había cocinado yo.
Sam se quedó mirando el teléfono. La voz metálica reemplazó a la de mi madre:
«Para volver a oír este mensaje, pulse uno. Para borrar este mensaje…».
Lo borré. Sam seguía observando el teléfono con aire ausente. No sabía en qué podría estar pensando; tal vez, como yo, tuviera la cabeza atestada de problemas demasiado confusos para buscarles una solución.
Cerré el teléfono con un chasquido. Eso bastó para que Sam saliera de su ensimismamiento y me mirara con una intensidad repentina.
—Fúgate conmigo.
Alcé una ceja.
—No, en serio; vamos a algún lado. ¿Me dejas que te invite a cenar algo mejor que sobras?
No supe qué contestar. En el fondo, lo que quería decirle era: «¿De verdad crees que te hace falta preguntármelo?».
Lo observé mientras él hablaba, tartamudeando en su afán por decir muchas cosas en poco tiempo. Si no hubiese olfateado el aire en aquel momento, no me habría dado cuenta de que algo iba mal. Pero lo hice, y reconocí enseguida el aroma dulzón de la ansiedad. ¿Estaría nervioso por mí? ¿Por algo que le había ocurrido durante el día? ¿Por la previsión meteorológica de la radio?
—¿Qué te pasa? —pregunté.
—Nada. Lo único que quiero es que hagamos algo esta noche, que nos olvidemos de todo durante un rato. Que nos tomemos unas minivacaciones, unas cuantas horas de vivir como personas normales. Pero si no te apetece, nos quedamos en casa. Y si te parece que…
—Sam —interrumpí—, cállate.
El se calló.
—Arranca.
Y arrancó.
Enfilamos la autopista, y Sam condujo sin parar hasta que el cielo se volvió rosa y los pájaros que sobrevolaban el asfalto se convirtieron en siluetas oscuras. Hacía tanto frío que los tubos de escape de los coches expulsaban nubes de vaho al incorporarse a la carretera. Sam conducía con una mano y me acariciaba los dedos con la otra. Aquello era mucho mejor que estar en casa comiendo guiso del día anterior.
Cuando salimos de la autopista, olfateé: o me había acostumbrado al olor de la ansiedad de Sam, o él se había calmado, porque el único aroma que flotaba en el coche era su olor a lobo y a bosque.
—Y bien —dije trazándole una línea sobre el dorso de la mano; su piel estaba fresca al tacto—. ¿Adonde vamos?
Sam me miró, y las luces del salpicadero iluminaron su sonrisa triste.
—Hay una pastelería estupenda en Duluth.
Me pareció increíblemente tierno que hubiera estado conduciendo toda una hora para llevarme a una pastelería. También era increíblemente estúpido, en vista del frío que anunciaba el parte meteorológico, pero aun así me enterneció.
—Ni idea. No conozco bien la ciudad.
—Pues tienen unas manzanas al caramelo increíbles —prometió Sam—, y unos pasteles pegajosos… Ni siquiera sé cómo se llaman, pero deben de tener un millón de calorías y están de muerte. También hacen chocolate a la taza… Ah, Grace. Espera y verás.
No supe qué decir. Me había quedado pasmada como una tonta por la forma en que acababa de decir mi nombre. El tono con que lo había dicho. La manera en que los labios se habían movido para formar las vocales. El timbre de su voz, que resonaba en mi cabeza como una melodía.
—Una vez compuse una canción sobre las trufas de esa pastelería —confesó.
Aquello me despertó.
—Sé que el otro día tocaste la guitarra para mi madre. Me ha contado que le cantaste una canción que habías compuesto para mí. ¿Por qué nunca me la has cantado?
Sam se encogió de hombros.
Miré más allá de él, hacia el resplandor de la ciudad, aquellos edificios y puentes iluminados como si quisieran desafiar a la oscuridad invernal; nos dirigíamos al centro. Ya no recordaba la última vez que había estado allí.
—Sería muy romántico. Caería rendida a tus pies, te lo aseguro.
Sam no desvió la vista de la carretera, pero sus labios se curvaron hacia arriba. Sonreí y miré por la ventanilla; Sam parecía conocer bien el camino, porque no titubeaba en los cruces. La luz blanca de las farolas trazaba rayas rítmicas en el parabrisas, parecidas a las líneas blancas pintadas sobre el asfalto; era como si unas y otras nos fueran marcando el tiempo simultáneamente.
Al cabo de un rato, Sam aparcó y señaló unas luces cálidas que se veían un poco más allá.
—El paraíso —dijo, volviéndose para mirarme.
Salimos del coche y corrimos hacia allí. Hacía mucho frío, y cuando me detuve para empujar la puerta acristalada de la pastelería, mi aliento formó una nube espesa. Empujé la puerta y entré en aquel resplandor amarillento, y Sam me siguió, abrazándose para entrar en calor. La campanilla aún sonaba anunciando nuestra entrada cuando Sam me abrazó por la espalda y me apretó contra él.
—No mires —me susurró al oído—. Cierra los ojos y disfruta del olor. Olfatea, Grace. Vale la pena.
Apoyé la cabeza en su hombro y cerré los ojos, abandonándome al calor de su cuerpo. Tenía su piel a centímetros de la nariz, y lo único que podía oler era aquel aroma terroso, salvaje y complejo.
—No me refería a mi olor —protestó Sam.
—Es lo único que percibo —murmuré, abriendo los ojos para mirarlo.
—No seas cabezota —refunfuñó, ladeándome un poco para que encarara el centro de la pastelería. Había vitrinas llenas de pasteles y dulces, y al fondo resplandecía una antigua caramelera—. Anda, da tu brazo a torcer por una vez. Me lo agradecerás.
Su mirada triste me rogaba que explorara una faceta de mi que había preferido no tocar durante años, algo que había enterrado en mi interior porque creía que estaba sola. Pero ahora tenía a Sam detrás, abrazándome, sosteniéndome como si quisiera ayudarme a mantener el equilibrio, acariciándome los oídos con su aliento cálido.
Cerré los ojos, respiré hondo y dejé que los aromas de la pastelería entraran en mi nariz. El primero que llegó fue el más fuerte, un olor a caramelo y azúcar moreno, dorado como el sol. Ése era el más fácil; cualquiera que entrase en la pastelería lo percibiría al instante. Y luego, cómo no, venía el chocolate, desde el más negro y amargo hasta el de leche. Una persona normal no hubiera captado nada más, y una parte de mí quiso abandonar en aquel momento. Pero el corazón de Sam latía con impaciencia pegado a mi espalda y, por una vez, me rendí.
Entonces se acercó revoloteando el olor de la menta, agudo como el cristal, y después el de la frambuesa, dulce como la fruta pasada. La manzana, fresca y límpida. Las nueces, untuosas, cálidas y terrosas como Sam. La fragancia sutil y afable del chocolate blanco y… sí, allí estaba la moca, una nota intensa, oscura y pecaminosa. Suspiré de placer, pero todavía había más. Las pastas de mantequilla de las estanterías añadían una nota harinosa y reconfortante, y las piruletas, un torrente de olores frutales demasiado vivos para ser naturales. Y más allá, el toque penetrante de las galletas saladas, el chillón aroma del limón, el regusto quebradizo del anís. Y otros muchos olores cuyo nombre ni siquiera conocía. Gemí.
Sam me recompensó con un beso fugaz en la oreja.
—Alucinante, ¿verdad? —susurró.
Abrí los ojos. En comparación con lo que acababa de experimentar, los colores parecían mortecinos. No se me ocurría nada que hiciera justicia a lo que había sentido, así que me limité a decir que sí con la cabeza. Sam volvió a besarme, esta vez en la mejilla, y me observó; lo que vio hizo que se le iluminara la cara. Me di cuenta de que no había compartido aquel lugar, aquella experiencia, con nadie más que conmigo. Conmigo solamente.
—Me encanta —dije al fin, en voz tan baja que, al principio, creí que no me habría oído. Enseguida me di cuenta de que no era así: Sam oía todo lo que yo podía oír.
No sabía si estaba preparada para reconocer hasta qué punto había cosas en mí que se salían de lo normal.
Sam me agarró de la mano y tiró de ella para hacerme avanzar.
—Y ahora, la parte difícil —dijo—. Elegir. ¿Qué te apetece? Coge lo que quieras. Lo que más te guste. Yo invito.
«¿Lo que más me guste? Tú», pensé. Su mano en la mía, el tacto de su piel; su forma de moverse, humana y lobuna al mismo tiempo; su olor… Tenía tantas ganas de besarle que estaba paralizada.
Como si me leyera el pensamiento, Sam me apretó la mano y me llevó al mostrador. Me quedé mirando las ordenadas hileras de bombones, pasteles diminutos, pastas de chocolate y trufas.
—Hace frío, ¿verdad? —preguntó la chica que atendía—. Dicen que va a nevar. Ojalá. —Se nos quedó mirando con una sonrisa indulgente y, por un momento, me imaginé lo felices y tontorrones que debíamos de parecer, agarrados de la mano y babeando delante del mostrador.
—¿Qué es lo más rico? —pregunté.
Sin dudarlo, la chica señaló unas bandejas de bombones. Sam meneó la cabeza.
—¿Nos podrías servir dos chocolates calientes?
—¿Con nata montada?
—Eso ni se pregunta.
La dependienta nos sonrió y se dio la vuelta. Unos instantes después, se extendió sobre el mostrador una vaharada de olor a cacao. Mientras la chica vertía extracto de menta en unos vasos desechables, miré a Sam, le cogí la otra mano, me puse de puntillas y le robé un beso.
—Ataque sorpresa —dije.
Sam se inclinó un poco y me dio otro beso, rozándome los labios con los dientes de una forma que me produjo escalofríos.
—Contraataque sorpresa.
—Tramposo —musité con voz entrecortada.
—Sois un encanto —dijo la chica, colocando sobre el mostrador dos vasos rebosantes de nata montada. Su sonrisa ladeada y franca me hizo pensar que debía de reírse con frecuencia—. Si no os importa que os lo pregunte, ¿cuánto lleváis saliendo?
Sam me soltó las manos para sacarse la cartera del bolsillo y pagó.
—Seis años.
Arrugué la nariz para contener una carcajada. Cómo no: Sam había contado también el tiempo en el que pertenecíamos a especies diferentes.
—Vaya —se admiró la chica del mostrador—. Eso es mucho para una pareja de vuestra edad.
Sam me dio uno de los vasos sin decir nada. Sus ojos amarillos me miraban con expresión anhelante, y me pregunté si se daría cuenta de que su forma de mirarme podía llamar más la atención que si me hubiera metido mano en público.
Me agaché para observar un pastel de almendras con chocolate que había en la parte baja del mostrador; me daba un poco de corte admitir lo que iba a decir a continuación.
—Bueno, fue amor a primera vista.
La chica suspiró.
—Qué romántico. Hacedme un favor: no cambiéis nunca. El mundo necesita más amor a primera vista.
—Grace, ¿te apetece alguno de éstos? —me preguntó Sam.
Su voz sonaba ronca, y me di cuenta de que mis palabras le habían afectado más de lo que hubiera podido imaginar. Debía de hacer mucho tiempo que nadie le decía que lo amaba.
La idea me pareció tristísima.
Me incorporé y volví a agarrar la mano de Sam. Él a su vez, apretó la mía con tanta fuerza que estuvo a punto de hacerme daño.
—Esas pastas tienen una pinta estupenda —dije—. ¿Nos llevamos unas pocas?
Sam le hizo un gesto de asentimiento a la chica; uno minutos más tarde, yo sostenía una bolsa de papel llena de pastas y Sam tenía la nariz manchada de nata. Se lo hice ver con una carcajada, y él sonrió avergonzado mientras se limpiaba con la manga.
—Voy a arrancar el coche —anuncié dándole la bolsa; al ver que no respondía, agregué—: Para que la calefacción empiece a funcionar.
—Ah. Vale. Buena idea.
Me pareció que había olvidado el frío que hacía fuera. Yo, en cambio, lo recordaba perfectamente, y no dejaba de imaginarme a Sam convulsionándose en el coche mientras yo trataba de subir la calefacción al máximo. Lo dejé en la pastelería y salí a la oscura noche invernal.
Cuando la puerta se cerró detrás de mí me asaltó la inmensidad de la noche y, de pronto, me sentí muy sola, a la deriva sin el ancla de Sam. No conocía aquella ciudad; si Sam se transformaba en aquel momento, no sabría cómo encontrar el camino de vuelta, ni qué hacer con él; no podía ni pensar en abandonarlo allí, a kilómetros de su bosque. Los perdería a los dos, al Sam humano y al Sam lobo. La calle estaba cubierta de una fina capa de nieve, y a mi alrededor caían pequeños copos con una lentitud casi amenazante. Abrí la puerta del coche, envuelta en una nube fantasmal formada por mi propio aliento.
Aquella inquietud no era normal en mí. Me acurruqué temblorosa en el Bronco, esperando a que se calentara mientras bebía el chocolate a sorbos. Sam tenía razón: sabía increíblemente bien, e hizo que me sintiera mejor casi de inmediato. El toque de menta me traspasaba la boca con un calambre de frío y, al mismo tiempo, el chocolate la inundaba de calor. Resultaba muy reconfortante, tanto que, cuando el coche estuvo a la temperatura adecuada, me sentí estúpida por haber temido que algo pudiera salir mal aquella noche.
Salí del coche, asomé la cabeza por la puerta de la pastelería y vi que Sam me esperaba apoyado contra una pared.
—Ya está listo —le informé.
Al sentir la oleada de aire frío que se colaba por la puerta, Sam se estremeció y, sin decir palabra, echó a correr hacia el Bronco. Yo le di las gracias a la chica del mostrador y me apresuré a seguirle; pero cuando iba hacia el coche, vi algo en la acera que me hizo parar en seco. Junto al rastro de Sam en la nieve había marcas de pisadas. Parecía como si alguien se hubiera quedado un rato frente a la pastelería, paseando en círculos para aliviar el frío.
Seguí el rastro con la mirada: eran huellas leves, de alguien Que caminaba a grandes zancadas. Tras dar varias vueltas, se dejaban por la acera. Unos metros más allá, en una zona que las farolas no iluminaban, distinguí un bulto oscuro. Por un fomento pensé olvidarlo y meterme en el coche, pero mi instinto pudo más. Me acerqué.
Vi una cazadora oscura, unos pantalones vaqueros y un jersey de cuello vuelto tirados en el suelo. Y, saliendo de entre las prendas, un rastro de huellas de lobo sobre la nieve.