CAPÍTULO CUARENTA Y DOS
Sam
12 °C
Lo primero que oí decir a Isabel fue: «¿Cómo que vamos a preparar una quiche? ¿Es que no vamos a hablar de mi hermano?».
Acababa de apearse de un descomunal todoterreno que hacía que la casa de los padres de Grace pareciera pequeña. Lo primero en lo que me fijé fue en que era altísima —debido, al menos en parte, a los taconazos de las botas que llevaba—, y luego en su cabeza, tan rebosante de tirabuzones como la de una muñeca de porcelana.
—No —le espetó Grace, con aquella firmeza que tanto me gustaba.
Isabel respondió con un bufido que, de haberse transformado en misil, habría arrasado un país pequeño.
—¿Puedo saber qué hace éste aquí, al menos?
Me di la vuelta justo a tiempo para ver cómo me examinaba el culo.
—No —dije, como un eco de Grace.
Grace nos indicó que entráramos en su casa. Al llegar al recibidor, se volvió hacia Isabel y le dijo:
—No hagas preguntas sobre Jack. Mi madre está en casa.
—¿Eres tú, Grace? —gritó su madre desde el piso de arriba.
—¡Sí! ¡Vamos a hacer quiche!
Grace colgó su abrigo en el perchero y nos indicó por gestos que la imitáramos.
—¡He traído algunas cosas del estudio! ¡Apartad lo que os moleste! —avisó su madre.
Isabel arrugó la nariz, metió las manos en los bolsillos de su cazadora torrada de piel, que no se había querido quitar, y se quedó mirando cómo Grace arrimaba a la pared las cajas que interrumpían el paso. En aquella cocina cómoda y repleta de cosas, Isabel parecía fuera de lugar. Me pregunté si sus lustrosos tirabuzones de permanente hacían que el gastado suelo de linóleo blanco pareciera aún más desastrado, o si, por el contrario, era el suelo lo que hacía parecer a sus cabellos aún más perfectos y falsos de lo que eran. Por primera vez, la cocina me pareció vieja y pasada de moda.
Isabel reculó unos pasos al advertir que Grace se remangaba y se lavaba las manos en el fregadero.
—Sam, enciende la radio y busca algo de música, por favor —me pidió Grace.
Encontré un pequeño receptor en la encimera, entre tarros de azúcar y sal, y lo encendí.
—¡Así que lo de la quiche era verdad! —se lamentó Isabel—. Yo creía que estabais hablando en clave.
Le dediqué una sonrisa malévola, y ella me correspondió con una mueca de disgusto. Sin embargo, su expresión era demasiado exagerada para ser verdad; algo en sus ojos decía que, en realidad, estaba más intrigada que angustiada por la situación.
Y la situación era ésta: no pensaba contarle nada a Isabel hasta no saber con seguridad qué clase de persona era.
En ese momento entró en la cocina la madre de Grace, envuelta en su eterna nube de olor cítrico a trementina.
—Hola, Sam. ¿Tú también vas a hacer quiche?
—Voy a intentarlo —contesté.
Se rió.
—¡Qué divertido! ¿Y tú quién eres?
Grace se adelantó.
—Se llama Isabel, mamá —le dijo—. Oye, ¿sabes dónde está el libro verde de cocina? Estoy segura de que lo guardé aquí. Necesito ver la receta de la quiche.
Su madre se encogió de hombros y se arrodilló junto a una de las cajas.
—Habrá ido a dar una vuelta. ¿Qué emisora es esa que tenéis puesta? Sam, estoy segura de que puedes encontrar otra mejor.
Mientras Grace examinaba varios libros de recetas apilados en una esquina de la encimera, yo busqué en el dial. De pronto, empezó a sonar una canción de pop bailable.
—¡Déjalo ahí! —exclamó la madre de Grace mientras se levantaba con una caja en los brazos—. Bueno, chicos, yo ya he terminado lo que tenía que hacer. Me voy, ¿vale? Pasáoslo bien. ¡Nos vemos!
Grace hizo un gesto hacia mí, con aire ausente.
—Isabel, en la nevera hay huevos, queso y leche. Sam, tenemos que hacer masa. ¿Puedes poner el horno a doscientos grados y sacar un par de bandejas?
Isabel abrió la nevera e inspeccionó su contenido.
—Aquí hay como ocho mil tipos distintos de queso, y todos parecen iguales.
—Pues encárgate tú del horno, y que Sam se ocupe del queso y lo demás. Él sabe cuál es cuál —repuso Grace, poniéndose de puntillas para coger la harina de un estante alto.
Me quedé embobado mirando la curva de su espalda y la franja de piel que le asomaba por debajo de la camiseta; estaba a punto de alargar la mano para tocarla, cuando Grace alcanzó la harina y perdí mi oportunidad. Avancé hasta donde estaba Isabel, cogí el queso cheddar, los huevos y la leche, y lo coloqué todo sobre la encimera.
Mientras Grace se ocupaba de mezclar mantequilla y harina para hacer la masa, yo casqué los huevos, los eché en un cuenco y añadí un poco de mayonesa. La cocina se había convertido en un hervidero de actividad, como si en vez de tres fuéramos trescientos.
—¿Se puede saber qué es esto? —inquirió Isabel, mirando un paquete que acababa de darle Grace.
Grace estalló en carcajadas.
—¡Champiñones, mujer! ¿Nunca los habías visto?
—Pues no, y parece que justo acabaran de salir del culo de una vaca.
—Ya me gustaría a mí tener una vaca como ésa —replicó Grace, esquivando a Isabel para echar un poco de mantequilla en una sartén—. Valdría millones. Córtalos en trozos y sofríelos hasta que se pongan doraditos y apetitosos.
—¿Cuánto tiempo tienen que estar al fuego?
—Hasta que se pongan apetitosos —tercié yo.
—Ya has oído al chico —apostilló Grace; luego extendió una mano—. ¡Bandejas, por favor!
—Ayúdala tú —le dije a Isabel—. Ya me encargo yo de las cosas apetitosas, en vista de que tú no sabes.
—Pues claro que sé de cosas apetitosas —masculló Isabel, ofreciéndole dos bandejas de horno a Grace.
Ella extendió una capa de masa en el fondo de cada una, tan hábilmente que me pareció magia, y luego le enseñó a Isabel cómo rematar el reborde. Se veía que lo había hecho mil veces; pensé que, sin Isabel y yo entorpeciendo sus idas y venidas, Grace habría terminado las quiches mucho más rápido.
Isabel levantó la mirada y me sorprendió observándolas con expresión risueña.
—¿Y tú, de qué te ríes? ¡Atiende a los champiñones!
Llegué a la sartén justo a tiempo de evitar que los champiñones se carbonizaran, y los mezclé con las espinacas que Grace acababa de darme.
—Adiós, rímel —se quejó Isabel elevando el tono de voz.
Volví la cabeza: Grace y ella se reían y lloraban a un tiempo mientras cortaban varias cebollas. En ese momento, el olor me alcanzó también a mí, y noté que los ojos se me llenaban de lágrimas.
—Vamos, echadla toda aquí —dije ofreciéndoles mi sartén—. Por lo menos, dejarán de picarnos los ojos.
Isabel inclinó la tabla para echar la cebolla en la sartén, y Grace me dio una palmada en el culo con una mano llena de harina. Estiré el cuello para ver si me había dejado marca en el pantalón, mientras Grace volvía a enharinarse la mano para hacer un segundo intento.
—¡Mi canción! —celebró Grace de pronto—. ¡Sube el volumen! ¡Sube el volumen!
Era Mariah Carey haciendo unos gorgoritos de lo más empalagoso, pero, por algún motivo, me pareció la canción perfecta para aquel momento. Subí el volumen hasta que los botes que rodeaban la radio se pusieron a vibrar, cogí a Grace de la mano y los dos empezamos a girar por la cocina en un baile espontáneo, torpe e increíblemente sexy. Grace alzaba las manos y movía todo el cuerpo mientras yo la ceñía por debajo de la cintura, en un punto demasiado bajo para ser púdico.
«La vida se mide en momentos como éste», pensé. Grace estiró su largo cuello e inclinó la cabeza hacia atrás para darme un beso en los labios y, en ese momento, levanté la mirada y vi que Isabel miraba con expresión de nostalgia cómo se tocaban nuestras bocas.
—Dime cuánto tiempo pongo en el temporizador —dijo Isabel bajando la vista—. Y luego, tal vez podríamos incluso hablar…
Grace seguía apoyada en mí, entre mis brazos. Estaba cubierta de harina, tan irresistible que ansié quedarme a solas con ella con una intensidad dolorosa, allí, en aquel preciso instante. Estiró un brazo y señaló con gesto perezoso el libro de recetas que estaba abierto sobre la encimera; estaba como ida, borracha por mi olor. Isabel consultó el libro y reguló el temporizador.
En ese momento, los tres nos dimos cuenta al mismo tiempo de que habíamos terminado de hacer las quiches. Hubo un momento de silencio, y luego tomé aire y me volví hacia Isabel.
—Está bien. Te contaré lo que le pasa a tu hermano.
Las dos se quedaron boquiabiertas. La primera en reaccionar fue Grace.
—¿Nos sentamos? —sugirió, saliendo de entre mis brazos—. El salón está por ahí. Voy a hacer café.
Isabel y yo pasamos al cuarto de estar; como me había ocurrido con la cocina, lo encontré más desordenado que antes de la llegada de Isabel. Ella apartó una pila de ropa limpia que había en el sofá y se sentó. Como no me apetecía sentarme a su lado, me instalé frente a ella en una mecedora.
Isabel me miró de soslayo.
—¿Por qué no te pasa lo mismo que a Jack? —preguntó—. ¿Por qué no te estás transformando constantemente?
No me inmuté; Grace ya me había advertido de lo mucho que Isabel había averiguado por su cuenta.
—Porque él es nuevo. A medida que pasan los años, te vuelves más estable. Al principio cambias de forma una y otra vez. Depende un poco de si hace frío o calor, pero no tanto como más tarde.
Isabel reaccionó con una nueva pregunta.
—¿Fuiste tú el que le hizo eso a mi hermano?
La miré sin disimular mi disgusto.
—No sé quién lo hizo. Somos bastantes, y no todos son buenas personas.
Preferí omitir la carabina de aire comprimido de Jack.
—¿Por qué está tan enfadado?
Me encogí de hombros.
—No lo sé. Tal vez tenga mal carácter.
La mirada de Isabel se endureció.
—Mira —le dije—, la mordedura no te convierte en un monstruo sino en un lobo, nada más. En el fondo, sigues siendo la misma persona. Cuando te conviertes en lobo, o mientras te transformas, pierdes las inhibiciones que tienes cuando eres humano. Si eres iracundo o violento por naturaleza, esos rasgos se acentúan.
Grace entró trayendo en precario equilibrio tres tazas de café. Isabel tomó la que estaba decorada con un castor, y a mí me tocó una que tenía inscrito el nombre de un banco. Grace observó el sitio libre que había en el sofá junto a Isabel y se sentó a su lado.
Isabel cerró los ojos durante un segundo.
—Muy bien. Vamos a ver si lo entiendo. Esos lobos no mataron a mi hermano. Lo malhirieron y lo convirtieron en un—¿licántropo? No sé, tengo la sensación de que me estoy perdiendo algo. ¿No tendría que haber luna llena, balas de plata y cosas así?
—Tu hermano se curó por sí mismo, pero le llevó un tiempo. No llegó a morir del todo; lo que no sé es cómo pudo escapar del depósito de cadáveres. En cuanto a lo de la luna llena y las balas de plata, son bobadas. En realidad, esto es… es una especie de enfermedad que empeora con el frío. Supongo que la leyenda de la luna surgió porque de noche siempre hace más frío, de modo que los licántropos recientes se transforman a menudo cuando cae la noche. Al verlo, la gente creyó que era la luna lo que causaba el fenómeno.
Isabel estaba encajando la información con bastante entereza. Todavía no se había desmayado ni olía a miedo. Bebió un sorbo de café.
—Grace, esto está asqueroso —dijo.
—Es instantáneo —se disculpó Grace.
—¿Me reconoce mi hermano cuando es lobo? —preguntó Isabel.
Grace me observó, y yo tuve que apartar la vista para responder.
—Tal vez un poco. Los hay que no recuerdan nada al transformarse en lobos. Otros, en cambio, conservan algunos recuerdos de su existencia humana.
Con fingida indiferencia, Grace bebió un trago de café y desvió la mirada.
—¿Y vivís en manada?
Isabel hacía buenas preguntas. Asentí.
—Sí, pero Jack todavía no se ha integrado en ella. O tal vez la manada no haya querido integrarle.
Isabel se quedó un rato callada, recorriendo el borde de su taza con el dedo. Luego nos miró a Grace y a mí.
—Vale, y entonces, ¿qué pasa aquí?
Pestañeé.
—¿A qué te refieres?
—A que tú estás ahí sentado, hablando como si nada, mientras Grace finge que todo va bien, pero la verdad es que hay algo que no va bien. ¿Me equivoco?
Su intuición me cogió desprevenido, aunque hubiera debido suponerla. No se podía alcanzar el último eslabón de la cadena alimenticia del instituto sin ser capaz de juzgar a la gente de un vistazo. Observé mi taza, todavía llena de café hasta los topes. Ya no me gustaba el café; me parecía demasiado fuerte y amargo. La última vez había pasado mucho tiempo siendo lobo, y había cosas que no me sabían igual.
—Tenemos fecha de caducidad. Cada vez nos hace falta menos frío para transformarnos en lobos y más calor para volver a ser humanos. Al final, llega un año en el que no nos convertimos en humanos y nos quedamos como lobos para siempre.
—¿Cuánto tiempo hace falta para eso?
Contesté sin mirar a Grace.
—Depende. En la mayoría de los casos, bastantes años.
—Pero no en tu caso.
«Cállate, Isabel», pensé; bajo su apariencia tranquila, Grace podía estallar de un momento a otro. Negué con la cabeza muy lentamente, deseando que Grace estuviera mirando de verdad por la ventana.
—¿Y qué pasaría si te fueras a vivir a Florida, o a cualquier otro lugar cálido?
—Algunos lo intentaron —respondí, aliviado por el cambio de tema—. Aunque no sirve de nada. Por lo visto, te vuelves sensible a cualquier cambio de temperatura, por mínimo que sea.
Ulrik, Melissa y otro lobo llamado Bauer habían ido un año a Texas con la esperanza de pasar todo el invierno como humanos.
Todavía recordaba la excitación con la que Ulrik había anunciado por teléfono que no se transformaba aunque hacía días que había acabado el otoño. Pero tampoco había olvidado su penoso regreso sin Bauer; al pasar junto a la puerta entornada de una tienda con aire acondicionado, Bauer se había transformado sin previo aviso. Según Ulrik, en Texas no se estilaban los dardos tranquilizantes.
—¿Y el ecuador? Allí, la temperatura se mantiene constante.
—No lo sé —dije, tratando de ocultar mi irritación—. A ninguno de nosotros se le ha ocurrido irse a vivir a la selva amazónica, pero lo tendré presente para cuando me toque la lotería.
—No te pongas borde —repuso Isabel, dejando su taza sobre un montón de revistas—. Sólo era una pregunta. Entonces, si a alguien le muerde un licántropo, pasa a serlo también, ¿no es así?
«Sí, salvo la persona a quien querría llevar conmigo».
—Más o menos —contesté, advirtiendo lo cansada que sonaba mi voz y decidiendo que no me importaba.
Isabel frunció los labios como si quisiera insistir en el tema, pero no lo hizo.
—O sea que esto es lo que hay. Mi hermano es un licántropo, un licántropo de verdad, y nada puede remediarlo.
Grace entrecerró los ojos, y no supe adivinar qué le pasaba por la cabeza.
—Exacto. Pero todo esto ya lo sabías, ¿no? ¿Por qué nos lo has preguntado a nosotros?
Isabel se encogió de hombros.
—Supongo que esperaba que alguien saliera de detrás de una cortina y dijese: «¡Inocente! ¡Te lo has tragado! Los hombres lobo no existen».
Quise decirle que, en realidad, los hombres lobo no existían. Que existían los humanos y existían los lobos, y también había gente que alternaba entre lo uno y lo otro. Pero estaba tan cansado que preferí mantener la boca cerrada.
—Prométeme que no se lo contarás a nadie —le exigió Grace de pronto—. No creo que lo hayas hecho aún, pero, a partir de ahora, que no se te pase por la cabeza decir nada.
—¿Me tomas por imbécil? Mi padre mató de un tiro a uno de los lobos sólo porque estaba furioso. ¿Cómo voy a decirle que Jack es uno de ellos? Y mi madre está atiborrada de antidepresivos; aunque se lo dijera, no creo que quisiera enterarse de nada. No, tengo claro que tendré que enfrentarme a esto yo sola.
Grace me miró con una expresión que parecía decir: «Acertaste, Sam. Es de fiar».
—Puedes contar con nosotros —dijo—. Te ayudaremos en todo lo que podamos. Jack no tiene por qué estar solo; pero, por ahora, lo más importante es encontrarlo.
Isabel se sacudió una mota de polvo invisible de sus botas, como si no supiera qué hacer ante aquella muestra de amabilidad. Al cabo de un momento, dijo sin levantar la vista:
—No sé. La última vez que lo vi, estaba fuera de sí. No sé si quiero encontrarlo.
—Perdón —dije.
—¿Por qué?
«Por no haberte dicho que el mal carácter se debe a la mordedura, y que se le pasará con el tiempo». Me encogí de hombros; tenía la impresión de que últimamente repetía mucho aquel gesto.
—Por haberte dado malas noticias.
En la cocina sonó un zumbido persistente.
—La quiche está lista —anunció Isabel—. Por lo menos, tendré un premio de consolación. —Me miró y luego miró a Grace—. Entonces, dentro de poco Jack dejará de transformarse cada dos por tres, ¿verdad? Cuando llegue el invierno…
Asentí.
—Mejor —musitó Isabel mirando las ramas desnudas que se veían a través de la ventana, el bosque que ahora era el hogar de su hermano y que pronto sería el mío—. No veo el momento de que llegue.