CAPÍTULO TREINTA Y NUEVE
Sam
5 °C
Mi vida estaba hecha de retazos: domingo tranquilo, café en el aliento de Grace, la extrañeza de encontrarme una nueva cicatriz en el brazo, el peligroso aroma de la nieve en el ambiente… Dos mundos que giraban en espiral acercándose cada vez más, entrelazando sus órbitas de un modo que nunca habría creído posible.
El recuerdo del día anterior flotaba a mi alrededor en el oscuro olor a lobo que persistía en mi cabello y en las puntas de mis dedos. Me había faltado muy poco para rendirme. Veinticuatro horas más tarde, tenía la impresión de que mi cuerpo seguía luchando.
Estaba agotado.
Me acurruqué en un mullido sillón de cuero e intenté entretenerme con una novela, más dormido que despierto. La temperatura había bajado de repente, y Grace y yo nos habíamos refugiado en el despacho que su padre nunca usaba. Me gustaba aquella habitación: las paredes estaban cubiertas de estanterías en las que se alineaban los oscuros lomos de enciclopedias demasiado viejas para tener interés, y trofeos deportivos demasiado antiguos para que nadie les prestara atención. En conjunto, era una estancia pequeña y cálida, una especie de madriguera con sillones de piel, muebles de madera con olor a humo y carpetas apiladas; un lugar en el que sentirse seguro para poder pensar a gusto.
Grace estaba sentada a la mesa, haciendo un trabajo. Su cabello reflejaba la luz de las lámparas de metal dorado que había en el despacho, en una escena de cuadro antiguo. Me quedé mirándola: su forma de sentarse, con la cabeza inclinada en un gesto de terca concentración, me cautivaba mucho más que el argumento de mi novela.
Me di cuenta de que llevaba ya un rato sin mover el bolígrafo.
—¿En qué piensas?
Ella hizo girar la silla, llevándose el bolígrafo a los labios, y tuve que contenerme para no darle un beso en aquel mismo instante.
—En lavadoras. Pensaba que, cuando me independice, tendré que elegir entre ir a una lavandería todas las semanas o comprar una lavadora.
Me la quedé mirando, fascinado y horrorizado a partes iguales por aquel vistazo inesperado al interior de su mente.
—¿Y eso es lo que te tiene tan distraída?
—No estoy distraída. Estaba dándome unos minutos para descansar de este ridículo cuento que me han mandado leer —se defendió Grace, inclinándose de nuevo sobre la mesa.
Durante un rato reinó el silencio; Grace seguía sin posar el bolígrafo en el papel.
—¿Crees que hay alguna cura? —preguntó al fin sin levantar la cabeza.
Cerré los ojos y suspiré.
—Ay, Grace.
—Vamos, háblame de ello —insistió—. ¿Qué te hace ser lo que eres? ¿Tiene una explicación científica, o es magia?
—¿Tanto te importa que sea lo uno o lo otro?
—Pues claro que sí —repuso ella con frustración en la voz—. La magia es algo inconcreto, intangible. La ciencia, sin embargo, podría encontrar una cura. ¿Nunca te has preguntado cómo empezó todo?
—Un día, un lobo mordió a una persona y la persona se contagió de algo —repuse sin abrir los ojos—. No sé si sería ciencia o magia, pero en el fondo da igual. El caso es que no sabemos por qué somos lo que somos.
Grace no añadió nada más, pero pude sentir su inquietud. Me quedé sentado en silencio, oculto tras mi libro, consciente de que ella necesitaba escuchar palabras que yo no podía decirle. Me pregunté quién de los dos estaba comportándose de manera más egoísta: ella, por aspirar a algo que nadie podía prometerle, o yo, por no prometerle algo que era dolorosamente imposible no desear.
Antes de que ninguno de los dos se animara a romper el silencio, la puerta del despacho se abrió y entró el padre de Grace, con las gafas empañadas por el cambio de temperatura. Recorrió la habitación con la mirada, deteniéndose en todo lo que no le resultaba familiar: la guitarra de su mujer, apoyada contra el sillón; mis manoseados libros, apilados en una mesita baja; el ordenado montón de bolígrafos y lápices sobre su escritorio; o la cafetera que Grace había traído para satisfacer sus ansias de cafeína, una especie de electrodoméstico de juguete para bebés adictos al café que pareció fascinar al padre de Grace tanto como a mí.
—Hola. Por lo que veo, habéis ocupado mi estudio.
—Estaba abandonado —replicó Grace sin apartar la mirada de sus tareas—. Es una pena no aprovecharlo, así que te lo hemos requisado. Jamás volverá a ser tuyo.
—Sí, seguro —se mofó él; luego volvió la mirada hacia mí, que estaba repantigado en su sillón—. ¿Qué lees?
—Bel Canto —respondí.
—No lo conozco. ¿De qué va?
Levanté el libro para dejarle ver la cubierta.
—Cantantes de ópera y cocineros. Ah, y terroristas.
Para mi sorpresa, el padre de Grace adoptó una expresión de complicidad.
—Seguro que a mi mujer le encantaría.
Grace se giró y nos miró.
—Papá, ¿qué hiciste con el cuerpo?
Su padre pestañeó, confuso.
—¿Cómo?
—La loba que mataste. ¿Qué hiciste con ella?
—Ah. La llevé al porche.
—¿Y…?
—¿Y qué?
Exasperada, Grace se separó de la mesa impulsándose con ambas manos.
—¿Y qué hiciste después de eso? No la habrás dejado pudriéndose en el porche, ¿verdad?
Una vaga sensación de náusea se me empezó a acumular en la base del estómago.
—Grace, ¿a qué se debe tanto interés? Supongo que tu madre se habrá encargado de ello.
Ella se llevó los dedos a las sienes.
—Pero papá, ¿cómo iba a ocuparse de ello? ¡Si estaba con nosotros en el hospital!
—Ah, la verdad es que no se me ocurrió pensarlo. Iba a llamar a la protectora de animales para que vinieran a recogerla, pero como a la mañana siguiente ya no estaba, pensé que habría llamado ella.
Grace gimió.
—¡Papá! ¡Mamá no es capaz de llamar por teléfono ni para pedir una pizza! ¿Cómo iba a llamar a la protectora?
Su padre se encogió de hombros.
Para todo hay una primera vez. De cualquier modo, no hay por qué preocuparse; se la habrá llevado algún animal del bosque. No creo que los bichos muertos puedan contagiar la rabia.
Grace se cruzó de brazos y lo fulminó con la mirada sin decir nada, como si su comentario fuera demasiado ridículo para dignarse contestarlo.
—No te enfurruñes, anda —le dijo él, empujando la puerta con el hombro para salir de la habitación—. No merece la pena.
—Siempre tengo que encargarme yo de todo —le recriminó Grace con voz glacial.
El le dedicó una sonrisa cariñosa, como si le divirtiera verla tan enfadada por una menudencia.
—Sí, no sé qué haríamos tu madre y yo sin ti. Venga, hija, no te quedes levantada hasta muy tarde, que mañana tienes clase.
La puerta se cerró tras él y Grace se quedó mirando las estanterías, el escritorio, la puerta; todo menos mi cara.
Cerré la novela sin marcar la página en la que había interrumpido la lectura.
—No está muerta.
—Puede que mi madre haya llamado a la protectora —repuso Grace con la mirada fija en la mesa.
—Sabes que no lo ha hecho. Shelby está viva.
—Sam, cállate. Por favor. No lo sabemos. Tal vez otro lobo haya arrastrado su cuerpo hasta el bosque. No saques conclusiones apresuradas.
Grace alzó al fin la mirada, y entonces comprendí que, pese a lo mal que se le daba adivinar los sentimientos de los demás, había comprendido perfectamente lo que Shelby significaba para mí: era mi pasado que alargaba sus zarpas, que trataba de arrebatarme de aquel mundo antes incluso de que lo hiciera el invierno.
Me daba la impresión de que las cosas se me estaban yendo de las manos. Había encontrado el paraíso y me había aferrado a él con todas mis fuerzas. Pero el paraíso había empezado a deshacerse en una finísima hebra que se me escurría entre los dedos.