CAPÍTULO TREINTA Y SIETE

Sam
5 °C

Hojas

Al entrar en el cuarto de estar, me avasalló un torbellino de sensaciones. Entrecerré los ojos, cegado por una ráfaga de aire helado que me retorció las tripas. Miré la puerta que comunicaba aquella estancia con el porche: estaba rota, y del marco colgaban grandes fragmentos de cristal. Había muchos más por el suelo, salpicados de manchas rosadas.

En medio de la habitación había una silla tirada y, alrededor, las baldosas estaban llenas de lo que parecía pintura roja, esparcida en grandes manchurrones que llegaban hasta la puerta de la cocina. Entonces olí a Shelby y, por un momento, me quedé helado, petrificado por la ausencia de Grace, el frío y el olor a sangre y a pelo mojado.

—¡Sam!

Tenía que ser Grace; pero su voz sonó extraña y apenas reconocible, como si alguien tratara de imitarla. Resbalé en uno de los charcos de sangre, me agarré al picaporte para no caer y entré en la cocina.

A la cálida luz de la lámpara, la escena que encontré era surrealista. Una hilera de huellas ensangrentadas serpenteaba hasta el fondo, donde Shelby tenía acorralada a Grace contra unas alacenas. Grace se debatía y pataleaba, pero Shelby era una loba muy fuerte y apestaba a adrenalina. Por la cara de Grace cruzó un gesto inconfundible de dolor y, en ese instante, Shelby sacudió la cabeza y la hizo caer. Yo ya había visto aquella escena, años atrás.

Deje de sentir frío. Volví la cabeza y vi una sartén de hierro sobre un fogón; la cogí, sorprendido por su peso, apunté a la cadera de Shelby para no golpear a Grace y dejé caer el brazo con todas mis fuerzas.

Shelby se revolvió gruñendo y me enseñó los dientes. No hacía falta que hablásemos el mismo idioma para entender lo que me estaba diciendo: «No te metas en esto». En mi mente se dibujó una imagen de una claridad cortante: Grace tirada en el suelo de la cocina, boqueando, muriéndose, y Shelby contemplándola impertérrita. La escena apareció en mi cabeza con tal fuerza que me quedé paralizado; así debía de sentirse Grace cuando compañía con ella la imagen del bosque dorado. Era como el más vivido de los recuerdos, un recuerdo de Grace en sus últimos estertores.

Dejé caer la sartén y me arrojé sobre Shelby, que acababa de clavar los colmillos en el brazo de Grace.

Le aferré el hocico, metí la mano por debajo y presioné con todas mis fuerzas hacia arriba para cerrar la tráquea. Shelby soltó un quejido y aflojó las mandíbulas. Aproveché el momento para apoyar los pies en las alacenas y coger impulso para separarla de Grace. Los dos rodamos enredados por el suelo, mientras sus zarpas repiqueteaban sobre las baldosas y mis zapatos chirriaban al resbalar sobre la sangre.

Shelby gruñó enfurecida y me lanzó un mordisco a la cara, Pero se detuvo antes de clavarme los colmillos. La imagen de Grace moribunda en el suelo volvía a aparecer una y otra vez en mi cabeza.

Me recordé a mí mismo quebrando huesos de pollo.

Con la mayor claridad de que fui capaz, me imaginé matando a Shelby, y ella se debatió para liberarse de mi agarrón como si me hubiese leído el pensamiento.

—¡Papá, no! ¡Cuidado! —gritó Grace.

A mi lado sonó un disparo.

Durante un instante, el tiempo se detuvo; o, mejor dicho, se desvaneció y fue recuperando el ritmo lentamente, como una bombilla que parpadeara antes de encenderse, como una mariposa que aleteara y luego echara a volar hacia la luz del sol.

Shelby cayó sobre mí con todo su peso y me hizo resbalar hasta quedar apoyado en las alacenas. La solté.

Estaba muerta. O, al menos, le faltaba poco: estaba en los últimos estertores. Sin embargo, yo sólo podía pensar en cómo había quedado el suelo de la cocina. Observé los cuadrados de linóleo blanco y las huellas que mis zapatos habían dejado al pisar la sangre. Entre ellas quedaba una solitaria huella de loba, perfectamente dibujada en medio de toda la confusión.

No supe por qué percibía el olor de la sangre con tanta fuerza hasta que me miré los brazos y vi la sangre que bañaba mis muñecas y mis manos. Haciendo un esfuerzo por conservar la calma, recordé que aquella sangre era de Shelby. Estaba muerta, y aquélla era su sangre. No era la mía, sino la suya. Suya.

Mis padres contaron lentamente hasta tres y la sangre comenzó a manarme de las venas.

Iba a vomitar.

Era de hielo.

Era.

—¡Tenemos que sacarlo de aquí! —La voz de la muchacha perforó el silencio como un clavo—. ¡Hay que hacer que entre en calor! ¡Yo estoy bien, dejadme! ¡Vamos, ayudadme a moverlo!

Sus voces, demasiadas y demasiado fuertes, me desgarraron la mente. Sentí movimiento alrededor, cuerpos que pasaban y giraban rozando mi piel; pero en mi interior había una zona en que la quietud era total.

Grace. Me aferré a aquel nombre. Si no lo olvidaba, todo iría bien.

Grace.

Empecé a temblar incontrolablemente. Mi piel se desprendía sin que pudiera evitarlo.

Grace.

Mis huesos se arqueaban, se retorcían, me aprisionaban los músculos.

Grace.

Dejé de sentir que me sujetaba el brazo, pero no dejé de ver sus ojos frente a los míos.

—Sam —me dijo—, no te vayas.