CAPÍTULO TREINTA Y CINCO
Sam
9 °C
Cuando la película terminó (el mundo se salvaba, no sin grandes daños colaterales), me senté junto a Grace a la mesa de la cocina y la observé mientras estudiaba. Estaba agotado; el tiempo, cada vez más frío, me iba robando las fuerzas poco a poco, aunque no lo bastante para forzar la transformación. Lo único que me apetecía era echarme en la cama de Grace o en el sofá y dormir la siesta, pero mi parte lobuna me hacía mantenerme en guardia y me impedía dormir en presencia de extraños. Al final, por hacer algo, dejé a Grace enfrascada en sus libros y subí por la escalera para ver el estudio.
Era fácil de encontrar; sólo había dos puertas en el rellano del piso de arriba, y una de ellas despedía un fuerte olor a productos químicos que me recordó al amargor de la naranja. La puerta estaba entreabierta. La empujé y parpadeé: en el techo había unas bombillas que imitaban la luz natural, y el resplandor que emitían estaba a medio camino entre el de un desierto a mediodía y el de un supermercado.
Las paredes estaban ocultas por capas y capas de lienzos colocados sin orden ni concierto. Había explosiones de color, figuras realistas en poses irreales, formas normales de tonos formales, cosas inesperadas en lugares cotidianos. Al miraras, me dio la impresión de haber caído en un sueño en el que todo lo que conocía se presentaba de manera insospechada. «Madriguera en la que todo es posible, / ¿lo que muestras es retrato, o es espejo? / Caleidoscopio de sueños que recorren / el desierto de color que ahora veo».
Contemplé dos cuadros enormes que estaban apoyados en una de las paredes. Ambos retrataban a un hombre besando el cuello de una mujer; la escena era idéntica, pero los colores se movían en tonalidades opuestas. El primero, bañado en rojos y púrpuras, era llamativo, feo y comercial. El otro, más oscuro, jugaba con tonos malvas y azules, y parecía esconderse del espectador. Era discreto y hermoso. Me recordó al día en que Grace y yo nos habíamos besado en la librería, a la sensación cálida y auténtica que me había provocado abrazarla.
—¿Cuál de ellos prefieres? —preguntó la madre de Grace con voz animada.
Supuse que aquélla era la actitud que adoptaba en sus exposiciones, la que utilizaba para animar a los visitantes a comprar sus obras.
Incliné la cabeza hacia el cuadro de tonos azules.
—Éste, sin duda.
—¿De verdad? —preguntó con franca sorpresa—. Eres el primero que lo dice. Todo el mundo prefiere el otro —dijo volviéndose hacia mí—. He vendido cientos de copias de él.
—Bueno, tampoco está mal —repuse, cortés, y ella se rió.
—Es repugnante. ¿Sabes cómo se llaman? —Los señaló con el índice, primero el azul y después el rojo—. Éste, Amor; éste, Lujuria.
Sonreí.
—Algo debe de andar mal con mis niveles de testosterona.
—¿Por haber elegido Amor? No lo creo, la verdad. En cualquier caso, esto no son más que cosas mías; Grace me dijo que era una estupidez pintar dos veces la misma escena. Además, opina que los ojos de él están demasiado juntos en los dos cuadros.
Volví a sonreír.
—Muy propio de Grace. Pero ella no es una artista.
La boca se le torció en una mueca de tristeza.
—No. Grace es muy pragmática. No sé de quién lo habrá heredado.
Me acerqué a otro grupo de cuadros: animales caminando sobre las cuerdas de un tendedero, un ciervo en una ventana, peces asomando por una boca de desagüe.
—¿Eso te decepciona? —pregunté.
—No, claro que no. Grace es Grace, y hay que aceptarla tal y como es —se apartó para dejarme ver, en un reflejo adquirido tras años de engatusar a compradores—. Imagino que disfrutará de una vida más sencilla que la mía. Tendrá un trabajo convencional, y será estable y feliz.
—Parece que quieras convencerte a ti misma —aventuré sin atreverme a mirarla. Ella suspiró.
—Supongo que es normal que quieras que una hija siga tus pasos. Pero a Grace sólo le interesan los números, los libros y los porqués de las cosas. A veces, me cuesta entenderla.
—Y viceversa.
—Sí. Pero tú también eres artista, ¿verdad? Tienes que serlo.
Me encogí de hombros. Al entrar había visto una guitarra apoyada junto a la puerta, y no veía el momento de buscar acordes para algunas de las letras que tenía en la cabeza.
—Lo mío no es la pintura, sino la música. Toco algo la guitarra.
Nos quedamos en silencio. Observé un cuadro en el que un zorro asomaba el hocico bajo un coche aparcado.
—¿Llevas lentillas? —me dijo al cabo de un rato.
Me habían preguntado tantas veces lo mismo que casi había olvidado lo mucho que le costaba a la gente atreverse a hacerlo.
—No.
—Resulta que, como pintora, estoy pasando por un período de sequía. Me gustaría que me dejaras pintarte, sólo un bosquejo rápido. —Soltó una carcajada poco natural—. Por eso me quedé mirándote al llegar. Con ese cabello oscuro y esos ojos, podría hacer un magnífico estudio de color. Me recuerdas a los lobos que andan por estos bosques. ¿Te ha hablado Grace de ellos?
El cuerpo se me tensó. Su comentario parecía demasiado certero para ser casual, y más después de la conversación que había mantenido hacía unos días con Olivia. El lobo que había en mí me empujaba a poner pies en polvorosa: correr escalera abajo, abrir la puerta y hallar cobijo en la seguridad de los árboles. Me hizo falta un largo momento para aplacar el instinto de huir y convencerme de que la madre de Grace no podía saber nada, de que estaba exagerando al interpretar sus palabras. Luego, advertí que llevaba demasiado tiempo sin abrir la boca.
—Yo… no pretendía incomodarte —masculló la madre de Grace, apurada—. No hace falta que poses, si no quieres. Hay mucha gente a la que le da corte hacerlo. Además, seguro que estás deseando volver con Grace.
—Tranquila, no me has molestado —repuse, queriendo disculparme de algún modo—. Bueno, sí que me da un poco de vergüenza, pero no tanta. ¿Te importa si hago algo mientras me pintas? No tengo que quedarme quieto con la mirada perdida, ¿verdad?
—¡Por supuesto que no! —exclamó ella, abalanzándose literalmente sobre su caballete—. ¿Por qué no tocas la guitarra? Ah, esto va a ser genial. Muchas gracias. Siéntate allí, bajo esas luces.
Mientras yo iba a buscar la guitarra, ella corrió por el estudio colocando una silla para que me sentara en ella, ajustando las luces y desplegando una pantalla amarilla para proyectar sobre mí un resplandor dorado.
—Entonces, ¿puedo moverme un poco?
Por toda respuesta, ella sacudió la mano en la que ya tenía el pincel. Luego colocó un lienzo en blanco en el caballete y depositó varios pegotes de óleo negro sobre una paleta.
—Sí, sí. Toca tranquilo.
Afiné la guitarra, me acomodé bajo la luz dorada y empecé a rasguear las cuerdas mientras tarareaba por lo bajo mis canciones, recordando todas las veces en que había tocado para la manada sentado en el sofá de la casa de Beck, todas las tardes que había pasado aprendiendo acordes con Paul y cantando a coro con él. De fondo se oía el roce de la espátula y los pinceles sobre el lienzo; me pregunté qué estaría haciendo la madre de Grace con mi cara mientras yo estaba despistado.
—Oigo que murmuras —me dijo—. ¿Cantas?
—Ajá —musité a modo de respuesta, sin dejar de tocar.
La espátula y los pinceles se movían sin descanso.
—¿Son tuyas esas canciones?
—Sí.
—¿Has compuesto alguna para Grace?
Había compuesto miles de canciones para Grace.
—Sí.
—Me gustaría oírla.
En vez de interrumpir la melodía, modulé hasta llegar a una tonalidad mayor y, por primera vez en aquel año, empecé a cantar en voz alta. Se trataba de la canción más alegre había compuesto, y también de la más sencilla.
Chica de verano,
me enamoré de una chica de verano.
Chica de verano,
yo soy un tipo frío para una chica de verano.
Está todo en su mano,
sol y brisa de verano.
Sé que el verano se acaba,
sé que tengo que apurarlo.
Y siempre recordaré
a mi chica de verano.
La madre de Grace me miró.
—No sé qué decir —admitió, mostrándome un brazo—. Se me ha puesto la carne de gallina.
Posé la guitarra en el suelo con mucho cuidado para que las cuerdas no sonaran. De repente, me asaltó la urgencia de pasar todo mi tiempo, tan escaso, al lado de Grace.
Y justo en el momento en que decidí no malgastar ni un segundo más, sonó abajo un violento estruendo. Fue tan repentino que, durante unos instantes, la madre de Grace y yo nos miramos sin comprender qué había ocurrido.
Luego oímos un grito.
Y después un gruñido. Salí del estudio a todo correr.