CAPÍTULO TREINTA Y CUATRO
Grace
9 °C
Aquella semana se confundió en un collage de imágenes cotidianas: el aparcamiento del instituto, la silla vacía de Olivia en clase, el aliento de Sam rozándome el oído, las huellas de lobo en la escarcha que cubría nuestro patio trasero por las mañanas.
Para cuando llegó el sábado, me sentía impaciente por la espera de algo que no podía identificar. La noche anterior, Sam había tenido una pesadilla y no había dejado de moverse; al despertar, tenía un aspecto tan deplorable que esperé a que mis padres salieran —habían quedado a comer con unos amigos— y le dije que se tumbara en el sillón en vez de proponerle salir.
Acurrucada en el hueco de su brazo, miré cómo Sam cambiaba de canal. Sólo parecía haber telefilmes, de modo que al final optamos por uno de ciencia ficción cuyo presupuesto debía de haber sido menor que el mío cuando compré el Bronco. Cuando Sam se decidió al fin a decir algo, la pantalla estaba llena de tentáculos de plástico.
—¿Te molesta que tus padres sean como son?
Metí la nariz bajo su brazo. Me encantaba cómo olía allí; era puro Sam.
—No quiero hablar de ellos.
—Pues a mí me gustaría hacerlo.
—Ah, ¿y por qué? ¿Qué quieres que te diga? Me conformo. Mis padres son como son y a mí me vale con eso.
Sam me buscó la barbilla y me la levantó con suavidad.
—No, no te vale, Grace. Llevo metido en esta casa no sé cuántos días ya. He visto cómo son, y no me parece que tú estés contenta.
—Son como son. Nunca se me ocurrió pensar que los padres de los demás fuesen diferentes hasta que empecé a ir al colegio, hasta que empecé a leer. De todos modos, no pasa nada, Sam, de verdad.
Noté que me ponía colorada. Levanté la barbilla para sacarla de su mano y miré hacia el televisor, donde un coche se hundía en una ciénaga.
—Grace —murmuró Sam; estaba muy quieto, como si, por una vez, fuera yo el animal salvaje que podía huir al menor movimiento—. Grace, conmigo no te hace falta fingir.
Observé cómo algo viscoso aplastaba el coche con todos sus ocupantes; el volumen del televisor estaba tan bajo que resultaba difícil saber qué sucedía, pero me dio la impresión de que sus restos se convertían en tentáculos. En segundo plano se veía a un tipo que paseaba con un perro sin darse cuenta de nada. ¿Cómo podía no darse cuenta?
No me hizo falta mirar a Sam para darme cuenta de que me seguía mirando en lugar de atender a la televisión.
Me pregunté qué esperaba que dijera. En realidad, no tenía nada que decir. La forma de ser de mis padres no era un problema; mi vida era así, punto.
Los tentáculos empezaron a reptar por el suelo para unirse al monstruo original. Sin embargo, no iban a lograrlo; el monstruo había perecido bajo el fuego en Washington, y ya no era más que un montón de gelatina carbonizada. Los tentáculos recién nacidos tendrían que asolar el mundo por su cuenta y riesgo.
—¿Por qué no consigo que me quieran más?
¿Era yo quien acababa de pronunciar aquellas palabras? No reconocí mi tono de voz. Sam me rozó la mejilla con las yemas de los dedos, pero no había lágrimas en ella. No tenía ninguna gana de llorar.
—Grace, tus padres te quieren. El problema es su forma de ser, no la tuya.
—Lo he intentado todo. Nunca me meto en problemas. Saco buenas notas. Joder, hasta les preparo la comida cuando están en casa, lo cual no ocurre casi nunca… —definitivamente, no era yo quien hablaba: yo nunca decía tacos—. Y casi me muero dos veces, pero ni siquiera así empezaron a hacerme más caso. No es que quiera que estén todo el día haciéndome fiestas; sólo aspiro a que algún día, no sé, que me… —no pude terminar la frase; no sabía cómo hacerlo.
Sam me abrazó.
—Vaya, Grace, lo siento. No quería hacerte llorar.
—No estoy llorando.
Sam volvió a pasarme un dedo por la mejilla y me mostró la lágrima que se le había quedado prendida en la yema. Sintiéndome estúpida, dejé que me subiera a su regazo y me arrebujé entre sus brazos. En aquel cálido refugio, pude hablar de nuevo con mi voz.
—A lo mejor es que soy demasiado buena. Si montara un follón en el instituto o les incendiara el garaje a los vecinos, tendrían que hacerme caso.
—Tú no eres así, y lo sabes —repuso Sam—. Tus padres son gente egoísta que no sabe lo que tiene. Siento haber sacado el tema, ¿vale? Venga, que nos perdemos este peliculón.
Apoyé la mejilla en su pecho y escuché el golpeteo de su corazón: sonaba como el de cualquier otra persona. Llevaba tanto tiempo siendo humano que su olor a bosque casi se había disipado; me costaba recordar lo que había sentido al hundir los dedos en su pelaje de lobo. Sam subió el volumen del televisor y nos quedamos así, como un mismo ser repartido en dos cuerpos, durante mucho tiempo, hasta que olvidé la razón de mi disgusto y volví a ser yo misma del todo.
—Me gustaría tener lo que tú tienes —dije.
—¿Qué tengo?
—La manada. Beck. Ulrik. Cuando hablas de ellos, se nota lo importantes que son para ti —afirmé—. Han hecho de ti la persona que eres. —Le señalé el pecho con un dedo—. Y eres maravilloso, así que ellos tienen que serlo también.
Sam cerró los ojos.
—No sé. —Volvió a abrirlos—. De todas maneras, ocurre lo mismo contigo. Tus padres te han hecho ser tal como eres. ¿Piensas que serías tan independiente si estuvieran más en casa? Por lo menos, tú eres tú aunque tus padres no estén. Yo me siento distinto al que fui, porque gran parte de mí se ha quedado con Beck, Ulrik y los demás.
Oí un coche acercarse y me incorporé en el sillón. Sam también lo había oído.
—Hora de esfumarse —dijo.
Sin embargo, lo sujeté del brazo.
—Estoy cansada de esconderme. Creo que ha llegado la hora de que los conozcas.
Sam se quedó callado y miró hacia la puerta con cara de preocupación.
—Bien, el fin está cerca —murmuró.
—No te pongas melodramático. Mis padres no van a matarte.
Sam me miró, y una oleada de calor se me extendió por las mejillas.
—Perdona, no quería decir… Lo siento, Sam.
Quise apartar la vista de su rostro, pero no fui capaz. Era como contemplar un coche patinando en la carretera, a la espera del accidente inevitable. Sin embargo, el gesto de Sam no varió; era como si el recuerdo de sus padres no estuviera conectado con sus emociones, un pequeño fallo técnico que le había permitido no perder la razón.
Con increíble generosidad, Sam cambió de tema.
—¿Hago de novio educado, o soy sólo un amigo?
—Novio. Se acabó el fingir.
Sam se separó de mí unos centímetros, apartó el brazo y lo apoyó en el respaldo del sofá. Luego miró a la pared y dijo:
—Hola, padres de Grace. Soy el novio de su hija. Por favor, observen que ni siquiera nos tocamos; soy un chico muy responsable y jamás le he dado un beso con lengua.
Los dos dimos un respingo al oír cómo se abría la puerta de la calle, y nos miramos con una risilla nerviosa.
—¿Estás ahí, Grace? —preguntó mi madre desde la entrada—. ¿O hay un ladrón en casa?
—Hay un ladrón —contesté.
—Creo que me voy a desmayar —susurró Sam.
—¿Seguro que estás tú sola, Grace? —inquirió mi madre con voz de extrañeza; no estaba acostumbrada a oírme reír—. ¿Está Rachel contigo?
Mi padre entró en el cuarto de estar y se quedó parado al ver a Sam.
Con una rapidez asombrosa, Sam volvió la cabeza en un gesto automático, lo suficiente para que la luz no le diese en los ojos. En aquel momento, caí en la cuenta de que sus ojos ya eran una rareza antes de que se convirtiera en licántropo.
Mi padre se quedó mirando a Sam, que le devolvía la mirada con aire tenso pero no asustado. Me pregunté si habría estado igual de tranquilo de saber que mi padre había participado en la partida de caza. De pronto, sentí vergüenza ajena: aquél era otro de los seres humanos a los que los lobos debían temer. Me alegré de no haberle dicho a Sam nada al respecto.
—Papá, éste es Sam —dije, con voz más alta de lo que pretendía—. Sam, éste es mi padre.
Mi padre siguió mirando a Sam un momento más y luego sonrió de oreja a oreja.
—Por favor, Sam, dime que eres el novio de mi hija.
A Sam se le pusieron los ojos como platos, y yo dejé escapar un suspiro de alivio.
—Pues sí, papá. Es mi novio.
—¡Estupendo! Empezaba a pensar que tirabas más hacia la otra acera.
—¡Papá!
—¿Qué ocurre ahí? —preguntó mi madre desde la cocina. Me pareció que estaba sacando cosas de la nevera; la comida debía de haber sido mala—. ¿Quién es Sam?
—Mi novio.
Mi madre no tardó más de un segundo en aparecer en el salón, acompañada de su eterna nube de olor a disolvente; tenía los antebrazos llenos de manchas de pintura. Conociéndola, supuse que había salido de casa sin limpiárselas a propósito. Se quedó parada en el umbral y nos miró alternativamente a Sam y a mí.
—Aquí mi madre, aquí Sam —dije.
Percibí el vago aroma de las emociones que emanaban de los dos, aunque no supe identificarlas. Mi madre se había quedado embobada contemplando los ojos de Sam, y él, por su parte, parecía petrificado. Le di un codazo.
—Encantado de conocerte —dijo él con voz monocorde.
—Mamá —siseé—. ¡Madre! Aterriza, ¿quieres?
Mi madre volvió en sí y adoptó una expresión vagamente avergonzada que era rara en ella.
—Tu cara me resulta conocida —afirmó, tratando de excusar el descaro con que lo había estado mirando.
—Antes trabajaba en la librería del pueblo. Será por eso —respondió Sam.
Mi madre hizo un gesto afirmativo con la mano.
—Sí, seguro que es por eso —convino, adoptando la sonrisa deslumbrante que utilizaba para hacerse perdonar sus numerosas meteduras de pata—. Bueno, pues me alegro de conocerte. Me voy al piso de arriba, a trabajar un rato —añadió, levantando los brazos para que quedara claro a qué se refería con «trabajar».
Me entraron ganas de abalanzarme sobre ella; sabía que su tendencia a coquetear con todo sujeto del sexo masculino que hubiese dejado atrás la pubertad era un puro reflejo, pero aquello pasaba de la raya. En fin, así era mi madre.
Lo que no me esperaba era la respuesta de Sam.
—Quisiera ver tu estudio, si no te importa —dijo—. Grace me ha hablado de tus cuadros, y me encantaría que me los enseñaras.
En parte era cierto: yo le había hablado de una exposición de mi madre especialmente pretenciosa, formada por una serie de cuadros con nombres de nube que retrataban a mujeres en traje de baño. Según mi madre, aquello era «arte comprometido». Yo no lo entendía y, lo que era más, tampoco lo quería entender.
Mi madre le sonrió con poca convicción. Debía de pensar que la opinión de Sam con respecto al arte comprometido no andaba lejos de la mía.
Le dirigí a Sam una mirada extrañada: no me parecía propio de él hacer la pelota de aquella manera. Cuando mi madre desapareció escalera arriba y mi padre se encerró en su despacho, le pregunté:
—¿Qué te pasa? ¿Te gusta sufrir?
Sam subió el volumen del televisor en el momento en que una criatura con tentáculos se disponía a devorar a una mujer. Sólo quedó de ella un brazo evidentemente falso tirado en la acera.
—No sé. Supongo que necesito caerles bien.
—La única persona de esta casa a la que tienes que caerle bien es a mí. No te preocupes por ellos.
Sam agarró uno de los cojines del sofá, lo abrazó y hundió la cara en él.
—Tus padres van a tener que aguantarme durante mucho tiempo, ¿sabes? —dijo con la voz amortiguada.
—¿Cuánto?
—Todo.
—¿Para siempre?
Sam me miró con una sonrisa increíblemente dulce; pero por encima de sus labios curvados, sus ojos se llenaron de tristeza, como si supiera que estaba mintiendo.
—Más aún.
Me acerqué a él, me arrellané de nuevo en el hueco de su brazo y los dos seguimos viendo la televisión. El bicho de los tentáculos se había puesto a reptar por las alcantarillas de una ciudad que no sospechaba su presencia. Los ojos de Sam estaban fijos en la pantalla como si de verdad quisiera ver aquel bodrio, pero yo no me estaba enterando de nada. Lo único que hacía era preguntarme por qué Sam podía transformarse y yo no.