CAPÍTULO TREINTA Y TRES

Sam
5 °C

Hojas

Aquella noche, por primera vez en mucho tiempo, soñé con los perros del señor Dario.

Me desperté sudado y tembloroso, con un regusto a sangre en la boca. Tenía el corazón tan desbocado que me dio la impresión de que podía despenar a Grace, así que me aparté y me lamí los labios. Me había mordido la lengua.

Siendo humano, en el cálido refugio de aquella cama, me resultaba fácil olvidar la violencia de mi mundo y recordar a la manada como debía de vernos Grace: fantasmas que vagaban mágicos y silenciosos por el bosque. Si hubiéramos sido lobos de verdad, Grace no habría estado muy desencaminada. Los lobos normales no suponían una amenaza. Pero nosotros no éramos lobos normales.

Aquel sueño parecía susurrarme que estaba pasando por alto las advertencias de peligro, las señales de que había empezado a llevar la violencia de mi mundo al de Grace: lobos en el instituto, en la casa de su amiga, en su propia casa… Lobos bajo los que se ocultaban personas.

Sin levantarme de la cama, agucé el oído. Me pareció distinguir el sonido de pisadas en el porche, el olor de Shelby que atravesaba la ventana y llegaba hasta mí. Shelby me quería para ella; deseaba alcanzar lo que yo representaba. Yo era el favorito de Beck, el jefe humano de la manada, y también de Paul, su jefe lobuno, lo que me convertía en el sucesor lógico de ambos. En nuestro pequeño mundo, poseía mucho poder.

Y a Shelby le gustaba el poder.

Lo que había pasado con los perros de Darío lo demostraba. Aquello había ocurrido cuando yo tenía trece años. Nuestro vecino, cuya casa estaba a varios kilómetros, había vendido su finca a un rico excéntrico, el señor Dario. Un día fui a visitarle con Beck; al principio me pareció un hombre anodino, aunque desprendía un olor peculiar, como si se hubiera muerto y lo hubiesen conservado en formol. Mientras estuvimos en su casa, dedicó casi todo el tiempo a mostrarnos el sofisticado sistema de alarma que había instalado para proteger su negocio de antigüedades («Se refiere a drogas», me aclaró Beck más tarde), y a deshacerse en alabanzas hacia los perros guardianes que dejaba sueltos por la finca cuando se ausentaba.

Al final de la visita, nos los mostró. Eran verdaderas gárgolas vivientes de piel arrugada y pálida, todo espumarajos y colmillos. Dario nos explicó que pertenecían a una raza sudamericana de perros pastores, y luego, con evidente placer, nos dijo que eran capaces de arrancar la cabeza de una persona. Arrugando el ceño, Beck le preguntó si había tomado medidas para evitar que se escaparan de la finca. El señor Dario señaló los collares, que tenían pinchos en la cara interna («Para darles calambrazos», me explicó luego Beck), y nos aseguró que los únicos que podían perder la cabeza eran quienes se metieran de noche en sus terrenos para robar. Luego nos enseñó el dispositivo que controlaba los collares, enviando descargas eléctricas a los perros si traspasaban los límites de su propiedad; era una caja cubierta de pintura oscura que le manchó las manos.

Nadie más que yo pareció dar importancia a aquellos perros, pero para mí se convirtieron en una obsesión. Imaginaba que se escapaban y caían sobre Beck o Paul, que les arrancaban la cabeza y se la comían. Pasé semanas dándole vueltas a aquello, hasta que un día, en mitad del verano, decidí hablar con Beck. Lo encontré en la cocina, con un pantalón corto y una camiseta, untando de salsa unas costillas para hacerlas en la barbacoa.

—¿Beck?

—¿Qué quieres, Sam? —respondió sin levantar la vista.

—¿Me enseñarías cómo matar a los perros del señor Dario? —Beck se me quedó mirando—. Es por si acaso.

—No te va a hacer falta.

No me gustaba insistir, pero lo hice de todos modos.

—Por favor, Beck.

Él esbozó una mueca.

—No tienes estómago para hacer una cosa así.

Y tenía razón. El Sam humano palidecía ante la mera visión de la sangre.

—Por favor.

En aquel momento, Beck no cedió; pero al día siguiente, compró media docena de pollos crudos y me enseñó a encontrar los puntos más frágiles de los huesos para romperlos. Cuando logré hacerlo sin marearme, me trajo un trozo de carne roja rezumante de sangre que me dio náuseas. Los huesos de aquella carne eran duros y correosos, y me resultaba imposible romperlos si no era por las articulaciones.

—¿Qué? ¿Se te ha olvidado ya la idea? —me preguntó Beck unos días más tarde.

Meneé la cabeza; los perros seguían acosándome en sueños, e invadían las canciones que componía. Así que continuamos. Beck encontró unos vídeos caseros de peleas de perros, y dedicamos varias tardes a ver cómo aquellos pobres animales se destrozaban. Tapándome la boca con la mano para contener las náuseas, observé cómo algunos buscaban la yugular de su adversario, mientras otros le mordían las patas delanteras hasta partírselas. Un día, Beck me llamó la atención sobre una pelea particularmente desigual entre un pitbull y un pequeño terrier mestizo.

—Fíjate en ese chucho, el terrier: ése eres tú. Cuando eres humano, tienes más fuerza que la gente normal, pero mucha menos que los perros de Dario. Mira cómo pelea. Primero debilita al perro más grande, y luego lo asfixia.

Observé cómo el terrier acababa con el otro perro. Luego, Beck y yo salimos al patio y peleamos para entrenar: perro grande, perro pequeño.

El verano languideció. Comenzamos a transformarnos uno a uno, empezando por los mayores y los más descuidados. Pronto quedamos tan sólo unos pocos: Beck, por cabezonería; Ulrik, por pura astucia; Shelby, por su deseo de no separarse de Beck y de mí; y yo, porque todavía era joven y resistía con facilidad.

Jamás olvidaré el ruido que hacían los perros al pelearse. Quien no lo haya oído, no puede imaginar la salvaje determinación de un perro decidido a matar a su adversario. Ni siquiera como lobo llegué a luchar tan encarnizadamente: los miembros de la manada peleaban para establecer la jerarquía, no para matar.

Un día, salí a dar un paseo por el bosque. Aunque Beck me había prohibido abandonar la casa, quería ver el atardecer; llevaba tiempo pensando en escribir una canción justo en el tiempo que tardaba el sol en ocultarse. Cuando empezaban a ocurrírseme las primeras palabras de la letra, oí a dos perros pelear. Estaban cerca, indudablemente fuera de la finca del señor Dario, pero supe de inmediato que no podían ser lobos. Reconocí aquellos gruñidos desgarrados al instante.

Y entonces los vi aparecer: dos gigantescos perros blancos iluminados por la débil luz del crepúsculo, las fieras de Dario. Y, con ellos, un lobo negro debatiéndose, sangrando, rodando por el suelo. El lobo, Paul, hacía todo lo posible por no pelear: las orejas gachas, el rabo bajo, la cabeza ladeada para mostrar el cuello, todo en su actitud indicaba sumisión. Sin embargo, aquellos perros no conocían las normas de la manada; sólo sabían atacar. Estaban despedazándolo.

—¡Eh! —quise gritar, aunque apenas me salió un hilo de voz; volví a intentarlo, y esta vez mi grito fue casi un gruñido—. ¡Eh!

Uno de los perros levantó la mirada y se abalanzó sobre mí. Rodé por el suelo para esquivarlo sin apartar los ojos de su compañero, que cerraba las mandíbulas sobre el cuello de Paul; éste jadeaba mientras la sangre le corría por un lado de la cabeza. Arremetí contra ellos y logré separar de Paul a aquel monstruo musculoso, lleno de salpicaduras rojas. Traté de agarrarle el cuello con mi débil mano humana, pero fallé.

Sentí que algo me embestía por la espalda y babeaba en mi cuello. Me volví a tiempo de evitar que el perro de delante me desgarrara la yugular, pero el de detrás me hundió los dientes en el hombro. Noté cómo las fauces del monstruo me apretaban hasta llegar a la clavícula.

—¡Beck! —aullé.

Apenas podía pensar: el dolor y la imagen de Paul muriéndose ante mis ojos me enloquecían. Y entonces recordé al terrier, su forma de luchar apresurada, precisa y mortal. Extendí rápidamente una mano hacia el perro que estaba matando a Paul, le aferré la pata delantera y busqué la articulación. No pensé en la sangre. No pensé en el ruido que haría el hueso al romperse. No pensé en nada excepto en hacer lo que tenía que hacer.

¡Crac!

El perro puso los ojos en blanco y gimió, pero no soltó su presa. Mi instinto de supervivencia me ordenaba ocuparme del animal que me desgarraba el hombro con unas fauces que parecían hechas de hierro y fuego. Imaginé cómo se me descoyuntaban los huesos, cómo el brazo se salía de su sitio. Pero Paul no podía esperar. Tenía el brazo derecho entumecido e inservible, de modo que agarré el cuello de su agresor con la mano izquierda y le retorcí la tráquea hasta que lo oí resollar. En aquel momento, yo era el terrier; si aquel monstruo no soltaba su presa, yo tampoco soltaría la mía. Con un gran esfuerzo, estiré el brazo derecho, dejé caer la mano sobre el hocico del perro medio asfixiado y le taponé los agujeros de la nariz. Puse la mente en blanco: dejé que mis pensamientos se fueran lejos, a casa, a algún lugar cálido donde escuchar música o leer un poema, a cualquier sitio excepto allí, en aquella carnicería.

Durante un espantoso minuto, no sucedió nada. Aguanté mientras la visión se me volvía cada vez más borrosa. Y entonces, el perro pareció desmayarse y cayó al suelo, y Paul quedó libre. Había sangre por todas partes: de los perros, de Paul, mía.

—¡No lo sueltes! —Era la voz de Beck, que venía hacia nosotros corriendo—. ¡No lo sueltes! ¡Aún no está muerto!

Yo ya no sentía las manos —no sentía nada—, pero estaba convencido de que todavía tenía al perro sujeto por el cuello. Su compañero, el que intentaba desgarrarme el hombro, dio una sacudida: un lobo, Ulrik, le había enganchado del cuello y trataba de apartarlo de mí. Oí un chasquido y tardé un segundo en comprender que se trataba de un disparo. Luego sonó otro chasquido, más próximo; el perro que tenía aferrado sufrió un espasmo y se quedó quieto. Ulrik reculó, jadeante. Se hizo un silencio tan espeso que me zumbaron los oídos.

Con sumo cuidado, Beck me separó las manos del perro muerto y me las colocó en el hombro para detener la hemorragia. Al cabo de un momento, la sangre comenzó a coagularse y me sentí mejor: mi extraño cuerpo comenzaba a curarse.

Beck se arrodilló a mi lado. Estaba temblando de frío; la piel se le estaba volviendo grisácea y los hombros se le curvaban de un modo antinatural.

—Tenías toda la razón, Sam. Si no llega a ser por ti, Paul hubiera muerto. Parece que esos pollos sirvieron para algo, al fin y al cabo.

Shelby estaba tras él en silencio, con los brazos cruzados, observando cómo Paul jadeaba tendido sobre la hojarasca y cómo Beck y yo hablábamos con las cabezas juntas. Apretó los puños; uno de ellos estaba manchado de pintura negra.

Desechando aquel recuerdo, abrí los ojos en la confortable penumbra de la habitación de Grace, me di la vuelta y escondí el rostro en el hueco de su hombro. Curiosamente, los momentos más violentos de mi existencia los había vivido como ser humano y no como lobo.

Desde el exterior me llegó el inconfundible sonido de unas zarpas rascando el suelo del porche. Cerré los ojos e intenté concentrarme en los latidos del corazón de Grace.

El sabor a sangre que tenía en la boca me recordó al invierno.

Sabía que había sido Shelby quien había soltado a aquellos perros. Quería que yo dominara la manada con ella como compañera, y Paul se interponía en mi camino. Y ahora, Grace se interponía en el de Shelby.