CAPÍTULO TREINTA Y DOS

Grace
7 °C

Hojas

Lo primero que me dijo Sam por la mañana fue: «Ya es hora de que salgamos juntos a hacer algo normal». Bueno, en realidad, antes de eso, había dicho: «Vaya pelos de loca tienes por la mañana», pero su primera frase lúcida (me negué a tomar en cuenta lo de los pelos de loca) fue la propuesta de salir. Aquella mañana no había clase, así que teníamos todo el día para nosotros; era como un regalo. Sam estaba preparando unas gachas de avena, sin despegar los ojos de la puerta. Aunque mis padres se habían marchado temprano para asistir a la comida que celebraban todos los años en la empresa de mi padre, Sam parecía temer que regresasen y lo echaran a patadas de la casa.

Me acerqué a él, me incliné sobre la cocina y observé lo que estaba preparando. No estaba exactamente emocionada ante la perspectiva de desayunar gachas de avena; las había probado una vez y me habían sabido muy… sanas.

—Vale, acepto la propuesta. ¿Adonde piensas llevarme? ¿A algún sitio de moda, como las profundidades del bosque, tal vez?

Sam posó el dedo índice en mis labios. No sonreía.

—Quiero que hagamos cosas de gente normal. Comer, pasarlo bien y no pensar en nada.

Volví la cabeza para que me acariciara el pelo.

—Por la cara que pones, no parece que pienses pasarlo demasiado bien —repliqué con sarcasmo, viendo que continuaba sin sonreír—. Creía que no te gustaban las cosas normales.

—¿Me alcanzas dos cuencos, por favor? —me pidió. Los coloqué en la encimera y Sam sirvió en ellos las gachas; olían bien—. Lo único que quiero es que salgamos como una pareja normal aunque sólo sea una vez, para que tengas algo que recor…

Se interrumpió y se quedó mirando los cuencos, con los codos apoyados en la encimera y la cabeza gacha.

—Quiero hacer las cosas bien —dijo al cabo de un momento—¿Qué tiene de malo?

Asentí sin decir nada y acepté el cuenco que me ofrecía. Me metí una cucharada en la boca: sabía a azúcar moreno, a jarabe de arce y a alguna especia que no identifiqué. Señalé a Sam con la cuchara.

—Tienes razón, no tiene nada de malo. Oye, esto es un engrudo.

—Ingrata —masculló Sam observando tristemente su cuenco—. No te gusta, ¿verdad?

—En realidad, no está mal.

—Beck me preparaba gachas todos los días cuando superé mi fijación con los huevos revueltos.

—¿Sólo comías huevos revueltos?

—Fui un niño bastante peculiar —explicó Sam—. No te acabes las gachas si no te gustan. En cuanto termines de desayunar, nos vamos.

—¿Adonde?

—Sorpresa.

Eso era todo lo que quería oír. Engullí las gachas en un santiamén y fui corriendo a buscar mi gorro, mi abrigo y mi mochila.

Por primera vez aquella mañana, Sam se rió, y yo me sentí absurdamente feliz al oírlo.

—Pareces un cachorrito. Seguro que si agito las llaves, correrás a la puerta y te pondrás a dar brincos.

—¡Guau, guau!

Sam me rascó la cabeza y los dos salimos de la casa. Hacía una mañana fresca, llena de colores pastel. Una vez instalados en el Bronco y en marcha, insistí:

—¿De verdad no piensas decirme adonde vamos?

—Para nada. Tú imagínate que hoy es el primer día que salimos juntos, y olvida que me conociste cuando acababan de pegarme un tiro.

—No tengo tanta imaginación.

—Yo sí. Me lo imaginaré por ti, con tantas ganas que acabarás por creértelo. —Sonrió como si ya se lo estuviera imaginando, pero su sonrisa era tan triste que se me hizo un nudo en la garganta—. Voy a tirarte los tejos como es debido; así dejaré de parecer un loco peligroso obsesionado contigo.

—¿No era yo la loca obsesionada contigo? —miré por la ventanilla: un cielo perezoso dejaba caer lentos copos de nieve—. Yo creo que tengo ese síndrome… ¿Cómo se llama lo que le pasa a la gente que se obsesiona con la persona que la salva?

Sam meneó la cabeza y torció en dirección opuesta al instituto.

—Te refieres al síndrome de Münchhausen, que es lo que les pasa a las víctimas de un secuestro cuando se enamoran de su secuestrador.

—No, no es eso. El de Münchhausen es el de la gente que inventa enfermedades para llamar la atención.

—¿Ah, sí? Es que me gusta decir «Münchhausen». Cuando lo digo, me siento como si supiera hablar alemán.

Me reí.

—Ulrik nació en Alemania —explicó Sam—. Sabe un montón de cuentos tradicionales sobre licántropos. Dice que, en el pasado, había gente que estaba deseando que la mordieran.

Giró al llegar a la carretera principal, se internó en el pueblo y comenzó a buscar un sitio para aparcar. Yo contemplé Mercy Falls a través de la ventanilla. Las tiendas, todas pintadas de marrones y grises, parecían aún más apagadas bajo el cielo plomizo; aunque todavía estábamos en octubre, daba la impresión de que el invierno nos acechaba. Ya no quedaban hojas verdes en los árboles que bordeaban las calles, y algunos habían quedado desnudos, lo que no mejoraba precisamente el panorama. El pueblo parecía un desierto de asfalto.

—Según las leyendas, muchos querían transformarse en lobos para cazar ovejas y otros animales cuando había escasez —continuó Sam—. Otros, al parecer, lo hacían por pura diversión.

Estudié su expresión; no entendía bien lo que acababa de decirme.

—¿Es que es divertido ser lobo?

Él apartó la vista. Creí que le daba vergüenza responder, pero enseguida me di cuenta de que, en realidad, estaba aparcando el coche.

—A algunos les gusta, y lo prefieren a ser humanos. A Shelby le encanta, pero, como ya te he contado, su vida anterior fue espantosa. No sé. La parte de lobo que hay en mi vida ocupa un espacio importante, tanto que no sé cómo seria sin ella.

—Pero ¿crees que estarías mejor, o peor?

Sam me miró con aquellos ojos amarillos y penetrantes.

—Me echo de menos a mí mismo. Y te echo de menos a ti. Todo el tiempo.

Bajé la vista hacia el regazo.

—Ahora no.

Sam alargó un brazo, me cogió un mechón de pelo, deslizó los dedos hasta agarrar solamente las puntas y escrutó los cabellos como si su tono rubio oscuro contuviera todos los secretos que me hacían ser Grace. Se ruborizó un poco; aún se ponía colorado cuando me decía algún cumplido.

—No —admitió—. En este momento, ni siquiera me acuerdo de qué se siente al ser infeliz.

No supe bien por qué, pero sus palabras hicieron que las lágrimas se me agolparan en los ojos. Parpadeé, agradeciendo que Sam siguiera ensimismado en mi cabello. Nos quedamos en silencio.

—¿No te acuerdas de cuando te atacaron? —preguntó al cabo de un rato.

—¿Qué?

—No te acuerdas de cuando te atacaron, ¿verdad que no?

Fruncí el ceño y apoyé la mochila en mi regazo, confusa por aquel brusco cambio de tema.

—No sé qué decirte. Más o menos. Recuerdo muchos lobos, muchos más de los que debió de haber en realidad. Y me acuerdo de ti; recuerdo que te mantenías alejado, y que luego me tocaste la mano y la mejilla —Sam me acarició primero la una y luego la otra, al tiempo que yo las nombraba—, mientras los demás me mordisqueaban. Iban a comerme, ¿no es eso?

—¿Has olvidado lo que ocurrió después? —inquirió a media voz—. ¿Sabes cómo pudiste sobrevivir?

Buceé en mi memoria. Vi nieve por todas partes, y sangre, y el vaho de mi aliento. Y luego, mi madre gritando. Pero faltaba algo en medio: de alguna forma había tenido que ir desde el bosque hasta mi casa. Intenté imaginarme caminando, dando tumbos por la nieve.

—¿Volví andando?

Sam me miró en silencio, esperando que yo contestara a mi propia pregunta.

—Sé que no, pero no logro acordarme. ¿Por qué no me acuerdo?

Me frustraba que mi mente se negase a obedecer mis órdenes; no me parecían tan difíciles de cumplir. Sin embargo, lo único que recordaba era el olor de Sam, el olor de Sam impregnándolo todo, y después, el pánico en la voz de mi madre mientras llamaba por teléfono.

—No te preocupes —me dijo Sam—. No tiene importancia.

Pero para mí sí que la tenía.

Cerré los ojos para rememorar el aroma del bosque en aquel día lejano y, de pronto, reviví la sensación de dos brazos que me rodeaban, que me llevaban a cuestas hasta mi casa. Abrí los ojos.

—Me llevaste tú.

Sam se volvió para mirarme, sorprendido.

Estaba empezando a recordarlo todo vagamente, como se recuerdan los sueños febriles.

—Y eras humano —dije—. Sé que primero te vi como lobo, pero tuviste que convertirte en humano para llevarme. ¿Cómo lo hiciste?

Sam se encogió de hombros.

—No lo sé. Lo mismo ocurrió cuando me dispararon el otro día: de pronto, me transformé.

Algo parecido a la esperanza aleteó en mi pecho.

—¿Puedes cambiar de forma a voluntad?

—No lo creo. Sólo me ha pasado en esas dos ocasiones, y nunca he sido capaz de hacerlo a propósito por más que lo he intentado. Y te aseguro que lo he intentado con todas mis fuerzas.

Sam apagó el motor como poniendo fin a la conversación, y yo saqué el gorro de la mochila. Mientras él cerraba el coche, esperé en la acera; al cabo de un momento, vi que asomaba por el otro lado del coche y me miraba boquiabierto.

—¡Grace! ¿Qué es eso que llevas puesto?

Agarré el pompón de mi gorro con el índice y el pulgar y le di una sacudida.

—¿Esto? No sé cómo lo llamaréis en tu pueblo, pero en el mío se llama gorro. Viene bien para que no se te enfríen las orejas.

—Qué barbaridad —exclamó Sam mientras se acercaba. Me rodeó la cara con las manos y se me quedó mirando—. Estás guapísima. —Me dio un beso, observó el gorro y volvió a besarme, y yo me hice la promesa de conservar aquel gorro toda mi vida.

Sam seguía sosteniéndome la cara; el pueblo entero debía de habernos visto para entonces, pero no quise interrumpir aquel momento.

Me besó una vez más y su beso fue sutil como la nieve, apenas un roce. Luego me soltó y me agarró de la mano.

Tuve que respirar hondo para recuperar la voz. No podía dejar de sonreír.

—Bueno, ¿adonde me llevas?

Tenía que estar cerca; hacía demasiado frío para que pudiéramos estar en la calle mucho más tiempo.

Sam me apretó la mano.

—A un sitio que me recuerda a ti.

Solté una risita de felicidad totalmente impropia de mí, y él me miró con una sonrisa cómplice. Estaba borracha de Sam. Dejé que me guiara hasta una pequeña librería llamada The Crooked Shelf que había al final de la manzana; hacía un año que no pasaba por allí. Aunque leía mucho, mi pobre paga de estudiante de secundaria no me daba para grandes lujos, así que solía sacar de la biblioteca los libros que leía.

—Tal vez tú no sepas por qué, pero este lugar me recuerda muchísimo a ti —dijo Sam, abriendo la puerta.

Nos salió al encuentro una ráfaga de olor a libros nuevos que me hizo pensar de inmediato en la Navidad: mis padres siempre me regalaban libros. La puerta de la librería se cerró a nuestras espaldas con un suave tintineo, y Sam me soltó la mano.

—Quiero comprarte un libro. ¿A qué sección vamos?

Observé las estanterías con una sonrisa, respirando hondo. En ellas había cientos de miles de páginas que nadie había tocado jamás, esperando a que yo las leyera. Sobre las baldas de madera clara se alineaban lomos de todos los colores. En las mesas del centro relucían las vivas cubiertas de los libros recomendados, y al fondo, tras el mostrador en el que el dependiente leía sin hacernos caso, unas escaleras cubiertas por una alfombra color burdeos llevaban a mundos desconocidos.

—Podría quedarme a vivir aquí —suspiré.

Sam me miró con evidente satisfacción.

—En casi todas las imágenes que guardo de ti estabas leyendo en el columpio hiciera el tiempo que hiciese. ¿Por qué no leías dentro cuando hacía frío?

Repasé con la mirada las estanterías repletas.

—Los libros se vuelven más reales si los lees en el exterior. —Me mordí el labio, incapaz de decidir por dónde empezar—. No sé…

—Deja que te enseñe una cosa —propuso Sam; por el modo en que lo dijo, me pareció que llevaba todo el día esperando aquel momento.

Me cogió una vez más de la mano y me hizo atravesar la librería hasta llegar a la escalera. Los mullidos peldaños se tragaron el sonido de nuestros pasos.

Arriba había un altillo pequeño, un segundo piso que ocupaba la mitad de la superficie de la librería. La barandilla de la escalera se prolongaba por el lado que quedaba abierto.

—Trabajé aquí durante un verano. Siéntate y espera —dijo Sam, conduciéndome a un sofá con tapicería de cuero gastado que ocupaba buena parte del altillo.

Yo me quité el gorro, me senté y me dediqué a mirarle el culo mientras se movía entre las estanterías buscando algo. De vez en cuando, se agachaba y acariciaba los lomos de los libros como si fueran viejos amigos. Observé la curva de sus hombros, la manera que tenía de inclinar la cabeza, su modo de mover las manos y de apoyarlas en el suelo, con los dedos separados. Al cabo de un rato, encontró lo que buscaba y se acercó al sofá.

—Cierra los ojos —me pidió y, sin darme tiempo a nada, me cubrió los párpados con la mano.

Noté que el asiento se combaba bajo su peso, y luego oí que abría el libro y pasaba suavemente sus páginas.

Su aliento me cosquilleó en una oreja cuando Sam me susurró, con voz casi inaudible:

—«No puedo hacer que cada hora sea sagrada. No quiero presentarme ante ti solamente como una cosa astuta y oscura. Quiero mi propia voluntad, y quiero acompañarla en su camino hacia el hecho. —Hizo una larga pausa, tan sólo interrumpida por el sonido de su respiración entrecortada—. Y en esos momentos calmos y a veces dudosos en que algo se acerca, quiero estar con los que conocen secretos, o estar solo. Quiero abrirme. No quiero guardar ningún doblez, porque donde tengo pliegue o doblez, soy mentira».

Todavía con los ojos cerrados, volví el rostro hacia su voz, y él posó su boca en la mía. Durante un instante, sus labios se separaron de los míos; oí cómo dejaba el libro en el suelo con cuidado y luego sentí que me ceñía con los brazos.

Sus labios tenían un sabor fresco y punzante a menta y a invierno, pero el tacto de sus manos en mi nuca contenía una promesa de días largos, de veranos, de tiempo. Estaba mareada, como si me faltara el aire, como si algo me robara el oxígeno en cuanto entraba en mi cuerpo. Sam se apoyó en el respaldo, me atrajo hacia el cálido hueco que formaba su cuerpo y me besó una y otra vez, delicadamente, como si mis labios fueran flores y no quisiera magullar sus pétalos.

No sé cuánto tiempo estuvimos acurrucados en el sofá, besándonos en silencio, antes de que Sam advirtiera mis lágrimas. Noté que titubeaba al advertir su gusto salado, que tardaba en comprender a qué se debía ese sabor.

—Grace… ¿Estás llorando?

Preferí no responder; reconocerlo sólo haría que el motivo de mis lágrimas pareciera aún más real. Sam me las enjugó con los dedos y luego se cubrió la mano con el puño del jersey para secarme los rastros que me habían dejado en las mejillas.

—Grace, ¿qué te pasa? ¿He hecho algo mal?

Sus ojos amarillos recorrían mi rostro en busca de alguna explicación. Meneé la cabeza. Desde el piso de abajo llegó el sonido lejano de la caja registradora.

—No —contesté al fin, secándome otra lágrima antes de que pudiera caer—. No es culpa tuya. Aunque no dejo de pensar en que…

—… éste es mi último año —completó Sam sin pestañear.

Me mordí el labio con fuerza y enjugué una lágrima más.

—No estoy preparada. Jamás lo estaré.

Sam se quedó callado; tal vez no hubiera nada que decir. Me rodeó de nuevo con los brazos, apoyando mi mejilla contra su pecho, y me acarició la nuca con torpeza y dulzura. Cerré los ojos y escuché su corazón hasta que el mío empezó a latir al mismo ritmo. Y entonces, Sam apoyó la cara en mi cabello y murmuró:

—No tenemos tiempo para estar tristes.

Cuando salimos de la librería el sol ya estaba alto en el cielo, y me sorprendí de lo rápido que se me había pasado el tiempo. El estómago se me retorció de hambre.

—Necesito comer —dije—. De inmediato. Si no como algo, moriré de hambre en tus brazos y nunca podrás librarte de la mala conciencia.

—No lo dudo. —Sam cogió la bolsa que contenía mis libros nuevos y se dispuso a meterla en el coche, pero a medio camino se quedó parado, con la mirada puesta más allá de mí—. Vaya. Tenemos visita.

Me dio la espalda, abrió el coche y dejó la bolsa en el asiento del pasajero, tratando de aparentar normalidad. Al darme la vuelta, me topé con Olivia; tenía cara de cansada. Tras ella venía John, con una gran sonrisa. No lo había visto desde antes de conocer a Sam, y me costó entender cómo había podido parecerme guapo. Comparado con el pelo negro y los ojos dorados de Sam, John tenía un aspecto gris y anodino.

—Hola, guapísima —dijo John.

Eso bastó para que Sam se diera la vuelta bruscamente. No hizo ademán de acercarse a mí, pero no fue necesario: su mirada fulminante logró que John frenase en seco. O tal vez fuera su postura, la forma en que estaba plantado a mi lado, con los hombros tensos. En ese momento me di cuenta de que Sam podía ser más peligroso de lo que aparentaba, de que tal vez hiciera más esfuerzos por dominar a su lobo interior de lo que yo había supuesto.

La cara de John se convirtió en una máscara inexpresiva y me pregunté si la coquetería tonta con la que siempre me había tratado no escondería algo más profundo.

—Hola —dijo Olivia observando a Sam.

Él clavó la mirada en la cámara que llevaba ella colgada al hombro y, al cabo de unos instantes, agachó la cabeza y se frotó los ojos como si se le hubiese metido algo.

—¡Hola! Qué coincidencia encontraros por aquí —dije esbozando una sonrisa que me pareció falsa; el nerviosismo de Sam se me había contagiado.

—Hemos salido a hacer unos recados —contestó John, mirando de soslayo a Sam y sonriendo con tan poca sinceridad como yo. Me sonrojé, adivinando en la actitud de los dos la batalla silenciosa de testosterona que se estaba librando; hasta cierto punto, me sentía halagada, pero la situación no me gustaba—. Olivia quería venir a la librería. Por cierto, hace un frío que pela. Voy a entrar.

—¿Ah, es que ahora permiten la entrada a analfabetos? —me burlé, siguiendo nuestra vieja costumbre.

John respondió con una sonrisa, esta vez relajada, y miró hacia Sam como queriendo decirle: «Te compadezco, colega». Sam también sonrió, aunque todavía con los ojos entrecerrados, como si no hubiera logrado librarse de lo que le molestaba. Mientras su hermano desaparecía en la librería, Olivia se quedó de pie junto a la puerta, ciñéndose el torso con los brazos.

—Nunca creí que te vería fuera de casa tan temprano en un día de fiesta —dijo; me hablaba a mí, pero miraba a Sam—. Pensaba que los días libres los dedicabas a hibernar.

—Bueno, hoy no —repuse. Llevaba tanto tiempo sin hablar con ella que me parecía haber olvidado cómo hacerlo—. Me apetecía levantarme temprano por una vez, para saber qué se siente.

—Asombroso —opinó Olivia sin dejar de mirar a Sam con expresión inquisitiva.

No me apetecía presentarlos, porque Sam estaba claramente incómodo delante de ella, pero me resultaba imposible ignorar la pregunta que planteaban sus ojos; parecían medir la distancia que mediaba entre Sam y yo, la forma en que cada uno reaccionaba ante los movimientos del otro como si estuviéramos unidos por cables invisibles, la manera en que nos tocábamos a cada poco. Los ojos de Olivia siguieron la mano de Sam cuando él me rozó la manga, y luego saltaron a su otra mano, que seguía apoyada en la portezuela del coche con un gesto de confianza como si la hubiese abierto y cerrado muchas veces. Como si aquél fuera su lugar.

—¿Quién es éste? —preguntó Olivia al fin.

Miré de reojo a Sam para pedirle permiso. Tenía los párpados bajos, de forma que casi no se le veían los ojos.

—Sam —murmuró él.

Su voz tenía un tono extraño. No estaba mirando la cámara, pero no me cupo duda de que su atención estaba puesta en ella.

—Ésta es Olivia —dije, con voz tan tensa como la de Sam—. Oli, Sam y yo estamos juntos. Quiero decir que estamos saliendo.

Me quedé esperando a que empezara a tomarme el pelo, pero ella se dirigió a Sam.

—Te reconozco —le dijo; noté cómo Sam se tensaba, hasta que Grace continuó hablando—. Trabajabas en la librería, ¿verdad?

Sam levantó la vista hacia ella, y Olivia asintió de forma casi imperceptible.

—Sí, de vez en cuando —admitió Sam.

Con los brazos aún cruzados, Olivia manoseó el cuello de su jersey sin apartar la mirada de Sam. Me dio la impresión de que le costaba encontrar las palabras adecuadas.

—Oye… ¿Llevas lentillas? Perdona por ser tan entrometida. Supongo que te lo preguntan cada dos por tres.

—Sí —respondió Sam—. Me lo preguntan mucho. Y sí, llevo lentillas.

Por un momento, Olivia pareció decepcionada.

—Pues son geniales. En fin, me alegro de conocerte —mirándome, agregó—: Lo siento. Fue una tontería discutir contigo por aquello.

No esperaba que me pidiera perdón, y sus palabras me dejaron desarmada.

—Yo también lo siento —musité, sin saber bien por qué me estaba disculpando.

Olivia miró de nuevo a Sam y luego a mí.

—Bueno, pues nada… Oye, ¿podrías llamarme luego? No sé, cuando te venga bien…

Parpadeé, estupefacta.

—Sí, claro. ¿Cuándo?

—Pues… ¿te importa si mejor te llamo yo? Es que ahora tengo que hacer unas cosas. ¿Puedo llamarte más tarde al móvil?

—Cuando quieras. ¿Seguro que no prefieres que hablemos ahora?

—No, ahora no puedo. John me está esperando. —Meneó la cabeza y, una vez más, miró a Sam—. Quiere que pasemos un rato juntos. Pero no te preocupes, te llamo más tarde. Gracias, Grace. Y lo digo en serio. No teníamos que haber discutido por esa tontería.

Apreté los labios. ¿Por qué me daba las gracias?

John asomó la cabeza por la puerta de la librería.

—Oli, ¿vienes o qué?

Olivia agitó una mano para despedirse de nosotros y entró en la librería con un tintineo.

Sam se llevó las manos a la nuca, soltó un suspiro tembloroso y comenzó a caminar en círculos.

Me adelanté y abrí la puerta del copiloto.

—¿Me vas a decir qué te está pasando? ¿Es que te ponen nervioso las cámaras de fotos, o hay algo más?

Sam rodeó el Bronco y se montó por el otro lado dando un portazo, como si al hacerlo pudiera borrar la incómoda conversación que acabábamos de mantener con Olivia.

—Perdona. Entre lo del lobo que vi el otro día y lo de Jack, estoy con los nervios de punta. Y al ver a Olivia, pensé… Ha hecho fotos de toda la manada, y mis ojos… No sé, me dio miedo que supiese más de lo que aparentaba. He hecho el imbécil, ¿verdad?

—Sí, más bien. Menos mal que ella parecía todavía más nerviosa que tú. Espero que me llame —dije, inquieta.

Sam me tocó un brazo.

—¿Te apetece que comamos fuera, o prefieres volver a casa?

Gemí y me llevé la mano a la frente.

—Vamos a casa. Uf, qué mal rollo. No tengo ni idea de lo que le podía estar pasando a Olivia por la cabeza.

Sam no dijo nada, y yo se lo agradecí. Necesitaba un rato de tranquilidad para analizar lo que había dicho Olivia, para tratar de comprender por qué la conversación había sido tan extraña. Me daba la impresión de que había muchas cosas que no nos habíamos dicho. Hubiera debido decirle algo más después de que ella se disculpara, pero ¿qué?

Guardé silencio durante casi todo el camino de vuelta hasta que, de pronto, advertí lo egoísta que estaba siendo.

—Siento mucho ser tan aguafiestas —dije, metiendo mi mano en la de Sam para que me la agarrara—. Primero me pongo a lloriquear, algo que no hago nunca, para que lo sepas, y ahora no soy capaz de dejar de pensar en Olivia.

—Cállate, anda —respondió Sam con tono cariñoso—. Tenemos mucho día por delante. Además, me alegra verte… conmovida, para variar. Por lo general, eres el colmo del estoicismo.

Su comentario me hizo sonreír.

—¿El colmo del estoicismo? Me gusta.

—Sabía que te gustaría. En fin, por una vez no he sido yo el llorica.

Me eché a reír.

—Yo nunca te describiría así.

—Vamos, Grace. En comparación contigo, yo soy una florecilla de invernadero —al oír mi carcajada, añadió—: Bueno, vale, tal vez haya exagerado. ¿Cómo me describirías tú, entonces?

Mientras Sam me miraba con expresión curiosa, me arrellané en el asiento y reflexioné. No estaba segura de poder encontrar las palabras justas. Las palabras no eran mi fuerte; prefería las concretas a las abstractas.

—Sensible —aventuré.

—Blandengue —tradujo Sam.

—Creativo.

—Desequilibrado.

—Reflexivo.

—Feng Shui.

Saludé su ocurrencia con una risotada.

—Vamos a ver. ¿Qué tiene que ver ser reflexivo con el Feng Shui?

—Bueno, la gente que practica el Feng Shui ordena los muebles y plantas de manera reflexiva. —Sam se encogió de hombros—. Lo hacen para relajarse. Es como una especie de Zen, o algo así. En fin, no estoy muy seguro, pero tú ya me entiendes.

Le di un golpe amistoso en el brazo y miré por la ventanilla. En aquel punto, la carretera atravesaba un robledal que crecía no muy lejos de mi casa. Las hojas secas, de un tono apagado entre el naranja y el pardo, se agitaban en las ramas con el viento, a la espera de que una ráfaga las arrastrara hasta el suelo. Así era Sam: pasajero. Una hoja de verano que se aferraba con todas sus fuerzas a una rama desnuda.

—Eres hermoso y triste —musité sin mirarlo—. Igual que tus ojos. Eres como una canción que oí de niña y de la que no volví a acordarme hasta el día en que me encontré con ella de nuevo.

Durante un largo momento, sólo se oyó el ronroneo del motor. Luego, Sam murmuró:

—Gracias.

Nos pasamos la tarde en casa, durmiendo en mi cama con las piernas enredadas y mi cara enterrada en su hombro, mientras la radio susurraba al fondo. A la hora de la cena, nos trasladamos a la cocina en busca de algo que comer. Mientras Sam preparaba unos sándwiches de varios pisos, yo intenté ponerme en contacto con Olivia.

Me contestó John.

—Lo siento, Grace. Ha salido. ¿Quieres que le dé algún recado, o le digo sólo que te llame?

—Dile que me llame —contesté, con la absurda sensación de que le estaba fallando a mi amiga.

Colgué el teléfono y me puse a trazar dibujos con el dedo en la encimera, mientras pensaba una y otra vez en lo que me había dicho: «Fue una tontería discutir contigo por aquello».

—¿No te diste cuenta al entrar de que olía raro? —le pregunté a Sam—. En la escalera del porche.

Sam me pasó un sándwich.

—Sí, es verdad.

—Olía a pis —afirmé—. De lobo.

—Sí —repuso Sam con tono resignado.

—¿Quién crees que habrá sido?

—No lo creo, lo sé. Fue Shelby. Es su olor. Y no es la primera vez que lo hace; ayer olía a lo mismo.

Recordé los ojos de Shelby mirándome por la ventana de mi habitación e hice una mueca.

—¿Por qué lo hace?

Sam meneó la cabeza.

—No sé, pero espero que tenga que ver conmigo y no contigo. Puede que sólo me esté siguiendo. —Desvió la mirada hacia la puerta principal; se oía el ruido de un coche acercándose a la casa—. Creo que es tu madre. Me esconderé.

Fruncí el ceño y observé cómo se metía en mi habitación, llevándose su sándwich. La puerta se cerró tras él y yo me quedé con la única compañía de mis miedos y mis preguntas sobre Shelby.

El coche se detuvo en el camino de grava que había frente a la casa. Fui a por mi mochila y me senté a la mesa; prefería que mi madre me encontrara concentrada en mis ejercicios del instituto.

Mi madre entró en tromba y arrojó una pila de papeles sobre la encimera de la cocina. Con ella entró una ráfaga de aire helado, y me estremecí preguntándome si Sam estaría bien abrigado en mi habitación. Las llaves de mi madre cayeron al suelo; ella se agachó para recogerlas con un resoplido de contrariedad y las dejó entre los papeles.

—¿Ya has cenado? Me apetece picar algo. ¡Fuimos a jugar al paintball después de la comida! Por supuesto, lo pagó la empresa de tu padre.

Fruncí el ceño. La mitad de mi cerebro seguía pensando en Shelby, imaginando cómo merodeaba alrededor de la casa para espiar a Sam. O a mí. O a los dos juntos, más bien.

—¿Y eso para qué sirve? ¿Para fomentar el espíritu de empresa?

Mi madre abrió la nevera sin molestarse en contestar.

—¿Hay algo por ahí que pueda comer mientras veo la tele? —preguntó—. ¡Caramba! ¿Qué es esto?

—Lomo de cerdo, mamá. Pero es para mañana.

Se encogió de hombros y cerró la nevera.

—Pues parece una babosa gigante congelada. ¿Te apetece ver una película conmigo?

Me volví hacia el recibidor buscando a mi padre, pero allí no había nadie.

—¿Dónde está papá?

—En una cena de trabajo. ¿Qué pasa, crees que sólo te lo digo porque él no está para hacerme compañía? —respondió mi madre mientras fisgaba en los armarios. Al fin, se sirvió un cuenco de muesli con leche y se fue al sofá, dejando el paquete abierto en la encimera.

Hacía sólo unas semanas, habría saltado de alegría ante la oportunidad de acurrucarme en el sofá junto a mi madre. Pero ya no. Ahora había otra persona esperándome.

—No me encuentro muy bien —pretexté—. Prefiero irme a la cama temprano.

Mi madre aceptó la excusa con su sonrisa alegre de siempre, y sólo en aquel momento me di cuenta de que hubiera preferido que insistiera. Pero ella se limitó a echarse en el sofá empuñando el mando del televisor y, cuando me disponía a marcharme, dijo:

—Por cierto, no dejes bolsas de basura en el porche, ¿vale? Atraen a los animales.

—Está bien —respondí; intuía de qué animales podía tratarse.

Recogí mis cosas del instituto y la dejé allí, viendo una película desde el sofá. Al entrar en mi habitación, encontré a Sam ovillado en la cama, leyendo una novela con toda tranquilidad a la luz de la lámpara de la mesilla.

Aunque me había oído entrar, no levantó la vista y continuó leyendo. Me encantaba mirarle mientras leía, desde la curva de su cuello inclinado sobre el libro hasta las alargadas líneas de sus pies.

Al cabo de un rato, cerró el libro marcando la página con un dedo y me miró sonriente, con las cejas fruncidas en aquel gesto de leve tristeza que nunca le abandonaba. Alargó una mano hacia mí, y yo dejé los libros de texto a los pies de la cama y me tumbé a su lado. Mientras me acariciaba el cabello con una mano y sostenía la novela con la otra, leímos juntos los tres últimos capítulos. Se trataba de una extraña historia en la que todos los habitantes de la Tierra habían desaparecido, salvo el protagonista y su compañera; ahora, debían elegir entre dedicarse a averiguar qué había sido de sus congéneres, o quedarse el mundo para ellos solos y repoblarlo. Cuando acabamos, Sam se tumbó boca arriba y miró el techo. Yo empecé a trazarle lentos círculos en la barriga.

—¿Tú qué harías? —preguntó.

En la novela, los personajes habían decidido investigar que había sido de la humanidad y habían terminado separados y solos. Por alguna razón, la pregunta de Sam hizo que el pulso se me acelerara. Le agarré de la camiseta.

—No sé —respondí.

Los labios de Sam esbozaron una sonrisa.

Un buen rato después, caí en la cuenta de que Olivia no me había devuelto la llamada. Volví a telefonear, y su madre me dijo que todavía no había llegado.

En mi interior sonó una vocecita incómoda: «¿Y dónde está? ¿Es que hay tanto que hacer a estas horas en Mercy Falls?».

Aquella noche soñé con la cara de Shelby en la ventana y con los ojos de Jack en el bosque.