CAPÍTULO TREINTA Y UNO
Sam
11 °C
Desde el momento en que me permití pensar que tal vez Beck conservara la forma humana, la idea me obsesionó. Aquella noche apenas pude dormir; no hacía más que pensar en cómo localizarle. Ni siquiera estaba seguro de que hubiera sido él: cualquier miembro de la manada podría haber recogido el correo o comprado la leche. Sin embargo, deseaba tanto verle que no podía quitármelo de la cabeza.
A la mañana siguiente, durante el desayuno, Grace y yo charlamos sobre sus deberes de matemáticas —que a mí me parecían un galimatías incomprensible—, sobre la hiperactividad de su amiga Rachel y sobre si las tortugas tenían dientes, pero en el fondo yo no hacía más que pensar en Beck.
Dejé a Grace en el instituto y, por un momento, intenté convencerme a mí mismo de que no servía de nada ir a la casa de Beck.
Beck no estaba allí, ya lo había comprobado.
Pero que yo volviera para echar otro vistazo no iba a hacer mal a nadie…
Durante el trayecto, seguí reflexionando sobre lo que Grace había dicho acerca de la luz de la casa y la leche en la nevera. Si encontraba a Beck allí, me liberaría de la responsabilidad de controlar a Jack, y de la abrumadora sensación de ser el último humano de la manada. Incluso aunque la casa estuviera desierta, podía hacerme con un poco más de ropa y con la otra traducción de Rilke, y pasearme un rato por las habitaciones olfateando viejos recuerdos.
Pensé en cómo éramos hacía tan sólo tres años, cuando los miembros de la manada aún eran jóvenes. Entonces, la primera caricia de la primavera bastaba para hacernos recuperar la forma humana. La casa se llenaba de gente: Paul, Shelby, Ulrik, Beck e incluso Salem, desequilibrado siempre en cualquiera de sus formas. La locura que era nuestra existencia parecía algo normal si la compartíamos.
Moderé la velocidad para tomar el desvío que llevaba a la casa. El corazón se me desbocó cuando vi un coche entrando en el jardín, y volvió a calmarse al comprobar que se trataba de un todoterreno que no conocía. Las luces de freno proyectaban un resplandor rojizo a la luz plomiza del día. Abrí la ventanilla para olfatear y, antes de que me diera tiempo a captar ningún olor, oí cómo la puerta del lado opuesto del coche se abría y se cerraba. Y entonces, un soplo de brisa me trajo el olor del conductor, un aroma limpio con toques de humo.
¡Era Beck! Aparqué el Bronco, salté a la calle y sonreí de oreja a oreja al verle aparecer tras el morro del coche.
Él me miró con los ojos muy abiertos, pero enseguida esbozó aquella sonrisa espontánea que tantas veces había visto en su cara.
—¡Sam! —Percibí algo extraño en su voz, sorpresa tal vez: su sonrisa se ensanchó—. ¡No sabes cuánto me alegro de verte así!
Me dio un abrazo y me acarició la espalda con su estilo característico, cariñoso pero sin llegar a ser sobón. Beck sabía cómo ganarse a la gente; no en vano era un abogado de prestigio. Parecía más grueso que la última vez que lo había visto, pero enseguida me di cuenta de que no había engordado. En realidad, llevaba varias camisas superpuestas bajo el abrigo para conservar el calor; distinguí los cuellos de tres, pero debía de llevar alguna más.
—¿Por dónde andabas?
—Pues… —estuve a punto de contarle en dos palabras lo del disparo, cómo había conocido a Grace y mis sospechas sobre Jack, pero me contuve. No sé por qué. No es que desconfiara de Beck, cuyos ojos azules me miraban con ansiedad; lo que me hizo callar fue otra cosa, un olor tenue pero familiar que hacía que los músculos se me tensaran y la lengua se me quedara pegada al paladar. No sabía qué me estaba pasando, pero aquello era algo extraño. Inesperado.
Mi respuesta fue más cauta de lo que pretendía.
—Por ahí. Apenas he venido a casa. Tampoco tú has estado por aquí, ¿verdad?
—No, tampoco —admitió Beck mientras se dirigía a la parte trasera del todoterreno. En ese momento, reparé en que el coche estaba muy sucio: tenía los bajos llenos de barro, de un barro que olía a otro lugar—. Salem y yo nos fuimos a Canadá.
Claro, ésa era la razón de que llevara tanto tiempo sin ver a Salem. De los miembros de la manada, siempre había sido el que más problemas daba; cuando era humano, no estaba muy bien de la cabeza, y eso lo convertía en un lobo impredecible. Yo siempre había creído que fue él quien arrebató a Grace del columpio para arrastrarla al bosque. Lo que no llegaba a imaginarme era cómo se las había apañado Beck para hacer un viaje en coche con él. Ni cómo ni por qué.
—Hueles a hospital —señaló Beck—. Y estás hecho un desastre.
—Gracias —respondí, viendo que iba a tener que contárselo todo; nunca hubiera creído que el tufo del hospital pudiera durar toda una semana, pero la nariz arrugada de Beck indicaba lo contrario—. Me pegaron un tiro.
Beck se tapó la boca con una mano.
—Vaya —dijo, hablando entre los dedos—. ¿Dónde? Espero que no haya sido en ninguna parte… indiscreta.
Me señalé el cuello.
—No, me dieron en un punto poco interesante.
—¿Todo bien?
Se refería a si la manada estaba bien, si alguien había descubierto nuestra existencia. «He encontrado a alguien. Es una chica alucinante. Lo sabe todo, pero podemos confiar en ella». Ensayé las palabras en mi mente, pero no me sonaban bien por más que lo intentara; había oído decir a Beck demasiadas veces que no podíamos contar nuestro secreto a nadie. Me encogí de hombros.
—Como siempre.
Y en ese momento, el suelo pareció desaparecer bajo mis pies: en cuanto Beck entrara en la casa, detectaría el olor de Grace.
—¿Por qué no me llamaste al móvil cuando te pegaron el tiro?
—No tengo tu número de ahora.
Nuestros teléfonos caducaban cada año, porque durante el invierno no podíamos usarlos. Como no había visto a Beck aquel año, no sabía su número nuevo.
Beck me miró con una cara que no me gustó. Un gesto de compasión o, más bien, de pena. Fingí no darme cuenta.
Se hurgó en un bolsillo y sacó un teléfono móvil.
—Toma. Era de Salem, pero él ya no va a necesitarlo.
—Ya. Da un ladrido para decir sí y dos para decir no, ¿no es eso?
Beck sonrió.
—Exacto. En todo caso, tiene mi número grabado en la memoria. Quédatelo. Tendrás que comprar un cargador.
Me dio la impresión de que iba a preguntarme dónde vivía. Como no quería contestar a aquella pregunta, señalé su coche con la barbilla para cambiar de tema.
—¿Por qué está tan sucio? ¿Adonde fuiste? —dije, dando una palmada en el costado del coche; para mi sorpresa, alguien o algo respondió con otro golpe desde el interior, haciendo un ruido sordo. Una patada, tal vez. Alcé una ceja—. ¿Está Salem ahí dentro?
—No, ya se ha ido al bosque. Se transformó en Canadá, el condenado; el viaje de vuelta ha sido una odisea. No se lo digas a nadie, pero creo que está como una regadera.
Los dos nos echamos a reír: la locura de Salem no era un secreto para nadie.
Volví a mirar el costado del coche.
—Entonces, ¿qué ha sido ese ruido?
Beck enarcó las cejas.
—El futuro. ¿Quieres mirar?
Me encogí de hombros y me aparté para dejarle pasar. Beck se acercó al portón trasero del coche y lo abrió. Pensé que estaba preparado para ver cualquier cosa, pero me equivocaba de medio a medio.
El asiento del todoterreno estaba abatido para dejar más espacio en el maletero, y dentro había tres cuerpos. Tres humanos. Uno de ellos estaba sentado, otro en posición fetal y el tercero tumbado junto a una de las puertas. Los tres estaban maniatados con bridas.
Los observé, atónito, y el muchacho que estaba sentado me devolvió la mirada con unos ojos inyectados en sangre. Debía de ser de mi edad, o quizás un poco más joven. Tenía los brazos manchados de rojo, y se veían más salpicaduras por todo el interior del maletero. Y entonces olí la escena: el hedor metálico de la sangre, la peste dulzona del miedo, el olor del barro que tenía pegado el coche… Y dominándolo todo, el aroma inconfundible de los lobos: de Beck, de Salem y de otros tres o cuatro que no conocía.
La chica encogida en el suelo del maletero estaba temblando. El muchacho que me miraba desde la penumbra temblaba también, con los dedos de las manos entrelazados como si quisiera aferrar el miedo que sentía.
—Ayúdame —musitó.
Retrocedí varios pasos, sintiendo que me fallaban las rodillas. Me tapé la boca y volví a acercarme para mirar. Los ojos del chico seguían clavados en mí, implorantes.
Sabía que Beck estaba a mi lado, observándome, pero no podía despegar los ojos de aquellos tres chicos. Al hablan me salió una voz que no reconocí.
—No. ¡No! Los han mordido, Beck. Los han mordido a los tres.
Me llevé las manos a la nuca y giré en redondo, pero no aguanté más de un segundo sin volverme a mirarlos de nuevo. El muchacho sufría sacudidas violentas, pero seguía con los ojos fijos en mí. «Ayúdame».
—Mierda, Beck. ¿Qué has hecho? ¿Se puede saber qué has hecho?
—¿Piensas calmarte? —replicó Beck, impertérrito.
Pestañeé, aparté la vista, me volví.
—¿Cómo quieres que me calme? Beck, están a punto de transformarse.
—No pienso hablar contigo hasta que no te tranquilices.
—Pero Beck, ¿tú estás viendo lo mismo que yo? —Me apoyé en la carrocería del todoterreno y miré a la chica, que hundía los dedos en la moqueta ensangrentada. Debía de tener unos dieciocho años, y llevaba una camiseta ajustada de colores. Aparté la vista, como si dejando de mirarla pudiera hacerla desaparecer—. ¿Qué está pasando?
El chico que estaba sentado comenzó a gemir, metiendo la cabeza entre los brazos. La piel se le oscureció: estaba empezando a cambiar de verdad.
Me di la vuelta. No quería verlo, ni recordar cómo me había sentido las primeras veces. Todavía con las manos enlazadas tras la cabeza, me tapé los oídos con los brazos y repetí para mis adentros: «No, no, no, no, no, no», hasta convencerme de que ya no podía oír los lamentos del chico. Pero sí que los oía, y ya ni siquiera eran gritos de socorro; debía de haber comprendido que la casa estaba demasiado aislada para que nadie lo oyera. O tal vez se hubiera dado por vencido.
—¿Me ayudas a llevarlos dentro? —preguntó Beck.
Me encaré con él, viendo de soslayo cómo el lobo en que se había transformado ya el chico se zafaba de las ligaduras y de su camiseta, y gruñía amenazadoramente a la chica que sollozaba a sus pies. En un abrir y cerrar de ojos, Beck se abalanzó sobre él, lo derribó de un manotazo, lo tumbó boca arriba y le cerró las mandíbulas con una mano.
—Ni se te ocurra resistirte —masculló mirándolo fijamente a los ojos—. Aquí mando yo.
Luego le soltó el hocico. El lobo dejó caer la cabeza sin un gruñido de protesta y empezó a estremecerse: estaba a punto de transformarse otra vez.
Dios. No quería ver aquello. Era casi tan terrible como experimentar de nuevo en carne propia aquel estado odioso, a medio camino entre el humano y el lobo. Miré a Beck.
—Lo has hecho a propósito, ¿verdad?
Beck se sentó en el guardabarros tranquilamente, como si junto a él no hubiera un lobo sacudiéndose y una chica llorando desconsolada. El tercer muchacho continuaba inmóvil; me pregunté si estaría muerto.
—Sam, es muy posible que éste sea mi último año. No creo que el próximo vuelva a transformarme en hombre. Este año me hice humano entrada ya la primavera, y no sabes cuánto me está costando evitar convertirme en lobo —observé las capas de ropa que le asomaban por el cuello del abrigo, y él asintió—. Necesitamos esta casa, Sam. La manada la necesita. Y nos hace falta gente que cuide de nosotros, miembros de la manada que cambien cada año. Sabes bien que no podemos confiar en los humanos. Necesitamos gente de nuestra especie que nos proteja.
Me quedé callado. Beck suspiró.
—También es tu último año, ¿verdad, Sam? Pensé que ya no te transformarías más. Todavía eras lobo cuando yo me volví humano, aunque debería haber sido al revés. No sé por qué has tenido tan poco tiempo; tal vez sea por lo que te hicieron tus padres. Es una verdadera lástima. Tú eres el mejor.
Continué en silencio; me faltaba aire para hablar. Me fijé en que había una salpicadura de sangre en la cabeza de Beck. No la había notado hasta entonces porque se confundía con su pelo cobrizo, pero ahora me daba cuenta de que se había coagulado, endureciendo uno de sus bucles.
—Vamos, Sam. ¿Quién iba a cuidar de la manada, eh? ¿Shelby? Teníamos que encontrar más lobos. Licántropos que lleven poco tiempo siéndolo, para dejar solucionado el problema al menos durante ocho o diez años.
Seguí mirando la sangre de su cabello.
—¿Y Jack? —pregunté con voz sorda.
—¿El chico del arma? —Beck hizo una mueca—. Fueron Salem y Shelby. Yo no puedo salir a buscarle; hace demasiado frío. Va a tener que encontrarme por su cuenta. Sólo espero que, mientras tanto, no cometa ninguna estupidez. Con suerte, tendrá el suficiente sentido común como para mantenerse apartado de la gente mientras no se haya estabilizado.
La chica soltó un chillido agudo y fatigado, y empezó a temblar. Entre una sacudida y la siguiente, la piel se le fue poniendo azulada. Sus hombros se adelantaron, obligándola a ponerse a cuatro patas. Sentí aquel dolor, el dolor de la pérdida, con tanta viveza como si yo también me estuviera transformando; reviví la agonía de aquel instante en que por primera vez me había perdido a mí mismo, en que había perdido lo que me hacía ser Sam, la parte de mí que era capaz de recordar el nombre de Grace.
Me enjugué una lágrima mientras veía debatirse a la chica. Una parte de mí quería castigar a Beck por lo que había hecho. La otra parte sólo era capaz de agradecer al destino que Grace nunca hubiera tenido que pasar por aquello.
—Beck —dije, parpadeando antes de mirarlo—. Irás al infierno por esto.
No esperé a ver su reacción. Me marché, deseando no haber ido.
Aquella noche, como todas las noches desde que la conocía, Grace se acurrucó entre mis brazos mientras escuchábamos los ruidos que sus padres hacían en el cuarto de estar. Parecían pajaritos descerebrados y frenéticos: entraban y salían del nido constantemente, tan inmersos en el placer de la construcción que no se daban cuenta de que, en realidad, el nido estaba vacío desde hacía años.
Eran bastante ruidosos: reían, parloteaban y hacían ruido con los cacharros en la cocina, aunque, que yo supiera, ninguno de los dos cocinaba jamás. Eran como dos universitarios que hubiesen encontrado un bebé en una cesta y no supieran qué hacer con él. Me pregunté cómo sería Grace si se hubiese criado en mi familia, la manada. Si hubiese tenido a Beck.
Recordé la voz de Beck diciendo lo que yo tanto temía: que aquél era mi último año.
—El fin —dije en un suspiro, sólo para probar cómo me sentía al pronunciar aquellas dos palabras.
En el cálido refugio de mis brazos, Grace suspiró y enterró la cara en mi pecho. Ya estaba dormida. Para conciliar el sueño, yo tenía que acecharlo como un cazador furtivo; Grace, sin embargo, se dormía en cuanto cerraba los ojos. La envidiaba.
No hacía más que pensar en Beck y en aquellos chicos. La escena se repetía una y otra vez en mi cabeza, con mil pequeñas modificaciones.
Quería contárselo a Grace. Y no quería contárselo.
Me avergonzaba de Beck, dividido entre mi lealtad hacia él y mi lealtad hacia mí mismo; nunca hasta entonces había caído en la cuenta de que podían ser dos cosas diferentes. No quería que Grace pensara mal de él, pero necesitaba descargarme, librarme del peso que me atenazaba el pecho.
—Duérmete —musitó Grace, agarrando mi camiseta de una manera que no me hizo pensar precisamente en dormir.
Le besé los párpados y suspiré. Ella hizo un ruidito de satisfacción y añadió:
—Chsst, Sam. Sea lo que sea, déjalo para mañana. Si mañana no te acuerdas, será que no valía la pena. Duerme.
Y yo me dormí, porque ella me había dicho que lo hiciera.