CAPÍTULO VEINTINUEVE
Sam
12 °C
Cuando Grace entró en clase, me quedé un rato en el aparcamiento pensando en lo acelerada que parecía Rachel, y preguntándome qué habría querido decir con aquello de «unas cosas raras de lobos». Pensé ir en busca de Jack, pero me pareció mejor esperar a que Grace saliera del instituto por si lograba enterarse de algo más.
Sin Grace y sin la manada, no sabía en qué ocupar el tiempo. Me sentía como quien tiene que esperar una hora a que llegue el autobús: poco tiempo para hacer nada importante, pero demasiado para quedarse sentado sin más.
Al cabo de un rato, el frío que se adivinaba en la brisa me hizo entender que no podía quedarme allí parado, esperando a un autobús que nunca iba a llegar.
De modo que decidí ir a la oficina de correos. El día anterior había cogido de la casa de Beck la llave de su apartado postal, así que podía recoger las cartas que hubieran llegado. En realidad, lo que quería era rememorar escenas del pasado e imaginarme que Beck podía aparecer por allí en cualquier momento.
Me acordé del día en que Beck me había llevado a la oficina de correos para recoger mis libros de texto; estaba seguro de que había sido un martes porque, en aquella época, el martes era mi día favorito. Ya no recordaba por qué me gustaba tanto; tal vez tuviera que ver con lo alegre que sonaba la erre, como un redoble de tambor: «marrrtes». Me encantaba acompañar a Beck a la oficina de correos: me parecía una cueva llena de tesoros, con todas aquellas hileras de cajitas cerradas que guardaban secretos y sorpresas para quienes tuvieran la llave adecuada.
La conversación que habíamos tenido aquel día se me había grabado en la mente con una extraña claridad.
—Sam. Vamos, chaval.
—¿Qué es eso?
Beck trataba de abrir la puerta empujándola con la espalda, cargado con una caja de aspecto pesado.
—Tu cerebro.
—Ya tengo cerebro.
—Si lo tuvieras, me habrías abierto la puerta.
Le lancé una mirada rencorosa y le hice esperar un poco antes de colarme bajo sus brazos para hacer lo que me pedía.
—Venga, dime: ¿qué es?
—Libros de texto. Vamos a educarte como es debido, para que de mayor no seas un tarugo.
Me intrigó la idea de que la educación pudiese caber en una caja, como si fuera una escuela instantánea a la que sólo hiciera falta añadir un poco de agua y un niño para obtener una persona inteligente.
El resto de la manada también tenía curiosidad. Yo era el primero que me había transformado antes de terminar el colegio, así que la novedad de educarme tenía a todo el mundo fascinado. Durante varios veranos, se turnaron para ayudarme a digerir aquellos libros de texto nuevecitos, olorosos a tinta y a papel nuevo. Ulrik me enseñaba matemáticas; Beck, historia, y Paul, lengua y ciencias. Me hacían preguntas sobre lo que estábamos estudiando a cualquier hora, incluso durante la cena, inventaban canciones para ayudarme a recordar la lista de presidentes del país, y habían llegado a convertir una de las paredes del comedor en un encerado gigante en el que, muy de vez en cuando, aparecía algún chiste verde que nadie reconocía haber escrito.
En cuanto terminé con la primera tanda de libros, Beck se ocupó de reemplazarla por otra. Cuando no estaba estudiando, navegaba por internet para enterarme de lo que mis maestros no me enseñaban: buscaba fotografías de gente extraña o monstruosa, sinónimos de la palabra «coito», y respuestas que me permitieran comprender por qué se me llenaba el pecho de nostalgia cuando miraba las estrellas.
Con la tercera caja de libros llegó un nuevo miembro de la manada: Shelby, una muchacha esbelta, atezada y llena de arañazos, que hablaba con un marcado acento sureño. Aún recordaba lo que Beck le había dicho a Paul tras llegar con ella: «No pude dejarla allí, Paul. ¡Dios! No te imaginas dónde vivía. No te imaginas lo que le estaban haciendo».
Shelby estaba tan encerrada en sí misma que me daba pena. Era como una isla a la que sólo yo podía acceder para arrancarle alguna frase y, de vez en cuando, una sonrisa. Se trataba de una criatura extraña y vulnerable, capaz de cualquier cosa con tal de sentir que manejaba su vida. Le robaba cosas a Beck sólo para oírle preguntar qué había sido de ellas, jugueteaba con el termostato para hacer que Paul se levantase del sofá a regularlo, o me escondía los libros de texto para que hablase con ella en lugar de leer. En cualquier caso, todos los habitantes de aquella casa teníamos nuestros problemas. Yo, sin ir más lejos, no soportaba ni siquiera ver un cuarto de baño.
Beck también encargó una caja de libros para Shelby, pero para ella no significaban lo mismo que para mí. Sus libros se quedaron acumulando polvo mientras ella buscaba en internet información sobre el comportamiento de los lobos.
Y allí estaba yo de nuevo, en la oficina de correos, parado frente a la caja de Beck, la número 730. La pintura de los números llevaba años descascarillada, y el 3 casi no se veía. Metí la llave en la cerradura, pero no la abrí. ¿Por qué tenía que ser tan difícil para mí llevar una vida normal? No pedía tanto: sólo una existencia corriente junto a Grace, un par de décadas de recoger cartas en la oficina de correos, de holgazanear en la cama los fines de semana, de adornar el árbol de Navidad cuando llegara el invierno.
Una vez más, pensé en Shelby y su recuerdo pareció mordisquearme el corazón, tan amargo como una ráfaga de aire frío. Shelby siempre había considerado absurda mi dependencia de la vida humana. Recordaba muy bien una discusión que habíamos tenido sobre el asunto; no había sido la primera ni la última, pero sí la peor. Yo estaba en la cama, leyendo un libro de Yeats que Ulrik me había comprado, y Shelby había saltado encima y se había puesto a pisotear sus páginas con los pies desnudos.
—Ven a escuchar los aullidos que he encontrado en la red —me dijo.
—Estoy leyendo.
—Esto es más importante —insistió, mientras estropeaba aún más el libro; luego señaló los libros de texto que se apilaban en mi escritorio, junto a la cama—. ¿Por qué te molestas en leer esas bobadas? Cuando crezcas no te van a servir de nada. Tú no vas a ser un hombre. Vas a ser un lobo, así que deberías aprender cosas de lobos.
—Cállate.
—Te digo la verdad. De mayor no vas a ser Sam, así que ya puedes tirar todos esos libros a la basura. Serás el macho alfa. Y yo seré tu compañera, la hembra alfa —estaba excitada, y tenía las mejillas enrojecidas; ante todo, Shelby deseaba dejar atrás su pasado.
Saqué el libro de debajo de sus pies y planché las páginas con las manos.
—Pues claro que seré Sam. No pienso dejar de ser Sam nunca.
—¡Te equivocas! —gritó Shelby. Bajó de la cama y tiró los libros de la mesa; miles de palabras se precipitaron al suelo—. ¡Todo esto es una farsa! ¡Nadie nos llamará por nuestro nombre! ¡Seremos lobos!
—¡Cállate! —grité—. ¡Aunque sea un lobo, seguiré siendo Sam!
En ese momento, Beck entró en la habitación y analizó la escena sin decir una palabra: mis libros, mi vida, mis sueños, todo ello desperdigado bajo los pies de Shelby, y yo en la cama, aferrando el libro de Yeats.
—¿Qué ocurre aquí? —inquirió Beck.
Shelby me apuntó con un dedo.
—¡Díselo! ¡Dile que, cuando nos convirtamos en lobos, dejará de ser Sam! ¡Que ni siquiera recordará cómo se llama! ¡Y que yo tampoco seré Shelby! —chilló, furiosa.
Beck contestó en voz tan baja que me costó entender sus palabras.
—Sam siempre será Sam —dijo, agarrando a Shelby del brazo para sacarla a la fuerza de la habitación. Shelby no daba crédito: era la primera vez que Beck la trataba con tanta brusquedad. Tampoco yo le había visto nunca tan enfadado—. Ni se te ocurra volver a decirle una cosa así, Shelby. Si lo haces, te devolveré al sitio del que has salido, ¿está claro?
Al llegar al pasillo, Shelby comenzó a dar chillidos, y no dejó de hacerlo hasta que Beck la metió en su cuarto y cerró la puerta.
Luego, Beck volvió a mi habitación y se detuvo en el umbral. Yo estaba recogiendo los libros y volviendo a colocarlos en la mesa. Tenía los ojos llenos de lágrimas.
Creí que Beck entraría y me diría algo, pero se limitó a coger un libro del suelo y dejarlo en su lugar, y luego se fue.
Más tarde oí hablar a Ulrik y a Beck; no debían de acordarse de que un licántropo era capaz de oír hasta el más leve murmullo en aquella casa.
—Has sido demasiado duro con Shelby —dijo Ulrik—. Y ella tiene algo de razón. ¿Qué crees que hará Sam con todo lo que está aprendiendo en esos libros, eh? Nunca será capaz de trabajar como haces tú.
Se hizo una larga pausa, que el mismo Ulrik acabó por interrumpir.
—No sé de qué te extrañas, Beck. No hace falta ser un genio para adivinar qué tienes en la cabeza. Pero dime, ¿qué piensas hacer cuando Sam tenga edad de ir al instituto?
Un nuevo silencio.
—Escuelas de verano —respondió Beck—. Cursos por internet.
—Fantástico. Pongamos que Sam lo logra. ¿Qué hará después? ¿Aprender Derecho por internet? Y luego, ¿en qué clase de abogado se convertirá? Mira, tus clientes soportan que desaparezcas todos los inviernos porque ya te habías hecho un nombre como abogado antes de que te mordieran. Pero Sam sólo podrá conseguir trabajos en los que pueda desaparecer todos los años sin dar explicaciones. Por muchas cosas que logres enseñarle, terminará trabajando en una gasolinera igual que el resto de la manada. Y eso, si pasa de los veinte años.
—¿Te atreves tú a decirle que se rinda? Pues díselo. Yo no puedo.
—No quiero decírselo a él. Quiero decírtelo a ti, Beck. Ríndete. Abandona.
—Sam no está haciendo nada que no quiera hacer. Quiere aprender. Es inteligente.
—Beck, al final va a ser peor para él. Le estás dando todas las herramientas necesarias para ser algo en la vida, pero sabes perfectamente que, al final, no las va a poder utilizar. Shelby tiene razón. En el fondo, somos lobos. Yo puedo leerle a Sam poesía alemana, Paul puede enseñarle los tiempos verbales y tú puedes ponerle sonatas de Mozart; pero lo que le espera al final es una noche larga y fría en el bosque, igual que a todos nosotros.
Beck tardó en responder y, cuando lo hizo, su voz sonó cansada.
—Déjame en paz, Ulrik, por favor. Déjame tranquilo.
A la mañana siguiente, Beck me dijo que se iba a dar una vuelta en coche, y que no tenía por qué hacer los deberes si no quería. En cuanto se marchó, me puse a hacerlos.
Ahora, en la oficina de correos, habría dado cualquier cosa por tener a Beck a mi lado. Abrí el apartado postal sabiendo lo que me encontraría en su interior: un fajo de cartas atrasadas y avisos de correo.
Me equivocaba: sólo había dos cartas y algunos folletos de propaganda.
Alguien había estado allí. Y hacía poco.