CAPÍTULO VEINTIOCHO

Grace
9 °C

Hojas

Al llegar al instituto el lunes, me pareció que estaba en otro planeta. Me tuve que quedar sentada al volante del Bronco durante un rato, observando los corros de alumnos que charlaban en las aceras, los coches que circulaban por el aparcamiento y los autobuses que se detenían en la parada, para darme cuenta de que no era el instituto lo que había cambiado. Era yo.

—Tienes que ir a clase —dijo Sam con un tono de voz a medio camino entre la afirmación y la duda. Me pregunté adonde iría él mientras yo estaba en el instituto.

—Lo sé —contesté, observando ceñuda los múltiples colores de los jerséis y bufandas que pasaban ante el coche como queriendo anunciar la cercanía del invierno—. Pero de la manera que están las cosas…

Tal y como estaban las cosas, ir a clase carecía de importancia. Mi vida había dado tal giro que me costaba recordar qué sentido tenía estar sentada en un aula, cogiendo unos apuntes que no me servirían para nada al año siguiente.

Sam se sobresaltó al ver que la portezuela del conductor se abría de repente. Con la mochila puesta, Rachel montó en el Bronco, me empujó para que le dejara sitio, cerró de un portazo y suspiró de manera ostentosa. Su presencia empequeñecía el habitáculo del coche.

—No está mal, el todoterreno. —Se inclinó y miró a Sam—. Ah, pero si aquí hay un chico. ¡Hola, chico! Grace, estoy como una moto. ¡Café y venga café! ¿Estás muy enfadada conmigo?

Pestañeé, sorprendida.

—No tengo por qué.

—¡Genial! Es que, como hacía muchísimo que no me llamabas, supuse que, o estabas muerta, o estabas enfadada. Y se te ve tan viva… —Hizo un redoble con los dedos en el volante—. De todos modos, con quien sí te has enfadado es con Olivia, ¿no?

—Sí —contesté, aunque no estaba muy segura de que fuese cierto; me acordaba del motivo de nuestra discusión, pero, por alguna razón, había dejado de tener importancia—. Bueno, no. Qué va. Fue una estupidez.

—Eso me parecía a mí —repuso Rachel. Estiró el cuello y apoyó la barbilla en el volante para observar a Sam—. Y bien, chico, ¿qué haces en el coche de Grace?

A mi pesar, sonreí; mientras nadie averiguara el secreto de Sam, no había motivos para ocultar su existencia.

De repente, sentí la necesidad de que Rachel le diese el visto bueno.

—Sí, chico —dije, torciendo el cuello hacia el otro lado para mirar a Sam, que tenía una expresión entre divertida y dubitativa—. ¿Qué estás haciendo en mi coche?

—Soy un adorno —contestó Sam.

—Vaya —exclamó Rachel—. ¿De usar y tirar, o de los que se conservan?

—Eso depende de la dueña del coche —respondió él, apoyando la cara con ternura sobre mi hombro; hice un esfuerzo por no sonreír como una boba.

—Ah, mira qué bien. Pues, para que lo sepas, me llamo Rachel, estoy como una moto y soy la mejor amiga de Grace —explicó Rachel ofreciéndole una mano a Sam. Llevaba unos mitones con los colores del arcoíris que le llegaban hasta los codos.

Sam se la estrechó.

—Sam.

—Encantada de conocerte, Sam. ¿Vienes a este instituto?

Sam negó con la cabeza.

—Ya me parecía —repuso Rachel agarrándome de la mano—. En fin, siento decirte que voy a secuestrar a esta personita para llevarla a clase, porque de lo contrario llegaremos tarde, y además tengo muchísimo que contarle sobre unas cosas raras de lobos que han pasado y que todavía no sabe porque se ha peleado con su otra mejor amiga. Estoy segura de que lo comprenderás. Me gustaría añadir que no suelo estar tan acelerada como hoy, pero no puedo hacerlo porque sería mentira. ¡Vamos, Grace!

Sam y yo intercambiamos una mirada de preocupación, y entonces Rachel abrió la portezuela y me hizo bajar. Sam se colocó tras el volante. Por un segundo creí que me daría un beso de despedida, pero se limitó a mirar a Rachel y a posar su mano en la mía durante un segundo. Las mejillas se le habían puesto coloradas.

Rachel no dijo nada, pero me dedicó una media sonrisa mientras me conducía al instituto.

—Así que por eso no me llamabas, ¿eh? —preguntó meneándome el brazo—. Bueno, el chico está como un queso. ¿Por qué no viene al instituto? ¿Estudia en otro lado?

Mientras empujábamos la puerta para entrar, miré por encima del hombro en busca del Bronco. Vi a Sam alzar una mano para despedirse y dar marcha atrás.

—Sí, está como un queso, y sí, estudia en otro lado —dije—. Ya te hablaré de eso luego. ¿Qué ha pasado con los lobos?

Con aire teatral, Rachel me aferró los hombros con las manos.

—Olivia vio uno. En su porche delantero, y había marcas de garras, Grace. En la puerta. Para ponerse a temblar.

Me detuve de golpe en medio del pasillo, provocando un coro de quejas entre los alumnos que nos seguían.

—Espera —dije—. ¿Lo vio en su casa?

—No, en la casa del vecino —se burló Rachel, sacudiendo la cabeza y quitándose los mitones—. Pues claro que lo vio en su casa. Si no discutierais tanto, te lo habría contado ella misma. Y, por cierto, ¿a qué viene tanto mal humor entre vosotras? No me gusta nada que os pongáis así la una con la otra; al fin y al cabo, las dos sois mis amigas.

—Ya te he dicho que fue una tontería —repuse.

En realidad, estaba deseando que se callase y me dejara pensar en lo del lobo de la casa de Olivia. ¿Habría sido Jack? ¿Y por qué habría ido a la casa de Olivia?

—Bueno, pues más os vale empezar a llevaros bien, porque quiero que os vengáis de viaje conmigo en Navidad. Y ya no falta tanto, por si no te habías dado cuenta. Tengo muchos planes, y las vacaciones están ahí mismo. Vamos, Grace, ¡dime que vendrás! —gimió Rachel.

—A lo mejor.

En realidad, lo que me preocupaba no era que hubiera ido un lobo a la casa de Olivia, sino las marcas de garras. Tenía que hablar con Olivia para averiguar si Rachel decía la verdad o si exageraba como de costumbre.

—¿Te preocupa tu chico? ¡Que se venga! ¡Yo encantada! —exclamó Rachel.

El pasillo fue vaciándose, y sonó el timbre que indicaba el inicio de las clases.

—¡Ya hablaremos luego! —propuse, mientras echábamos a correr hacia el aula. Me senté en el sitio de siempre y empecé a rebuscar en la mochila.

—Tenemos que hablar.

El sonido de una voz que no esperaba me hizo dar un respingo. Miré al suelo y vi dos pies enfundados en zapatos de cuña altísima: era Isabel Culpeper. Se sentó a la mesa contigua a la mía. Unos tirabuzones relucientes y perfectos le enmarcaban el rostro.

—Me da la impresión de que la clase ha empezado, Isabel —comenté señalando los avisos matutinos que se emitían en el televisor situado en la parte frontal de la clase.

La profesora ya estaba en su mesa, ocupada con sus papeles. No prestaba demasiada atención a los alumnos, pero, aun así, no me seducía demasiado la idea de mantener una conversación con Isabel. En el mejor de los casos, querría que la ayudase con los deberes; las matemáticas se me daban bastante bien, de modo que estaba dentro de lo posible.

En el peor de los casos, querría hablar sobre Jack.

Sam había insistido en que la única regla de la manada consistía en no hablar sobre licántropos con extraños. Yo no pensaba quebrantar esa norma.

A primera vista, Isabel parecía tener su habitual expresión de chica guapa y aburrida; pero, vistos de cerca, sus ojos contenían una tormenta que no me habría gustado ver desatada. Miró hacia la puerta del aula y se acercó más a mí. Su perfume olía a rosas y a verano, algo fuera de lugar en aquella mañana otoñal de Minnesota.

—Sólo será un segundo.

Miré a Rachel, que nos observaba con el ceño fruncido. No me apetecía nada charlar con Isabel; la conocía poco, pero sabía que era capaz de propagar rumores que podían convertirme en el hazmerreír del instituto. No es que yo aspirara a ser admirada por mis compañeros, pero me acordaba de lo que le había pasado a la última chica que se había interpuesto en el camino de Isabel. Todavía estaba intentando convencer a la gente de que no había hecho un striptease en la fiesta del equipo de fútbol.

—¿Para qué?

—En privado —siseó Isabel—. En el pasillo.

Lancé un suspiro hacia el techo, me levanté y salí de puntillas por la puerta trasera del aula. Rachel me lanzó una mirada de inquietud, y pensé que mi propia mirada no debía de ser muy diferente.

—Dos segundos. Eso es lo que te doy —le dije a Isabel mientras la seguía a un aula vacía, en el otro extremo del pasillo.

Pasamos junto a un tablón de corcho lleno de dibujos de una estatua desnuda; alguien le había añadido un taparrabos a una de las figuras.

—Sí, lo que tú digas.

Isabel cerró la puerta y se me quedó mirando como si pensara que yo me iba a poner a cantar, o algo por el estilo; no entendía lo que esperaba de mí.

Me crucé de brazos.

—Muy bien. ¿Qué quieres?

Suponía cuál iba a ser su respuesta, pero aun así, noté que el corazón se me aceleraba al oírla.

—Quiero hablarte de mi hermano. De Jack.

Me quedé callada, con el alma en vilo.

—Esta mañana salí a correr y lo vi.

Tragué saliva.

—¿A tu hermano? Imposible.

Isabel me señaló con una uña perfecta, más brillante que el capó de mi Bronco. Sus tirabuzones temblaron.

—Venga, no me vengas con ésas. Te digo que lo he visto. No está muerto.

Traté de imaginarme a Isabel corriendo en chándal por ahí. Fui incapaz. A lo mejor se refería a que había salido a pasear a su chihuahua.

—Ya.

Isabel prosiguió.

—Había algo en él que me pareció muy extraño. Y no me digas: «Claro, es que está muerto», porque sabes muy bien que no lo está.

Supongo que hubiera debido compadecerme de ella, pero me caía tan mal —y me daba tan mala conciencia saber que Jack estaba realmente vivo— que no pude hacerlo.

—Isabel, a mí me parece que no te hace falta hablar de esto conmigo. Tú sola te lo estás diciendo todo.

—Cállate —me contestó, confirmando lo que acababa de decirle.

Estaba a punto de hacérselo notar cuando añadió algo que me dejó helada.

—Cuando vi a Jack, me dijo que no se había muerto de verdad. Luego empezó a… no sé, a retorcerse, y me dijo que no se podía quedar allí ni un segundo más. Cuando le pedí que me contara qué le pasaba, me respondió que te lo preguntase a ti.

—¿A mí? —pregunté con un hilo de voz, mientras recordaba los ojos suplicantes con los que me había mirado Jack mientras la loba blanca lo tenía inmovilizado en el suelo. «Socorro», había gritado. Me había reconocido.

—¡No te hagas la inocente, Grace! Todo el mundo sabe que Olivia Marx y tú estáis obsesionadas con esos lobos, y esta claro que esto tiene algo que ver con ellos. Así que dime, Grace, ¿qué está pasando?

No me gustó el modo en que me hizo aquella pregunta, porque daba la impresión de que ya conocía la respuesta. Los latidos del corazón me resonaban en los oídos; estaba casi histérica.

—Vamos a ver —dije—. Estás hecha polvo, y no me extraña, pero lo que deberías hacer es buscar ayuda psicológica. No nos metas a Olivia y a mí en tus problemas. No sé qué habrás visto, pero, desde luego, no era Jack.

La mentira me dejó un sabor amargo en la boca. Entendía que la manada mantuviera su verdadera naturaleza en secreto, pero, al fin y al cabo, Jack era el hermano de Isabel. ¿Es que ella no tenía derecho a saber qué había sido de su hermano?

—Lo que vi no fue ninguna alucinación —masculló Isabel mientras yo abría la puerta para salir—. Pienso buscar a mi hermano. Y te prometo que averiguaré qué pintas tú en todo este asunto.

—Yo no pinto nada —repliqué—. A mí me gustan los lobos, nada más. Lo siento, pero quiero ir a clase.

Isabel se quedó en el umbral observando cómo me marchaba, y yo me pregunté qué respuestas habría esperado encontrar en mí.

Parecía desesperada, pero tal vez estuviese fingiendo.

Me detuve y volví a mirarla.

—Isabel, en serio: pide ayuda —dije.

Ella se cruzó de brazos.

—¿Para qué te crees que quería hablar contigo?