CAPÍTULO VEINTISIETE

Sam
3 °C

Hojas

Los padres de Grace estaban en casa.

—Nunca están a estas horas —dijo Grace con evidente exasperación.

Y, sin embargo, estaban. Al menos, eso indicaban sus automóviles: el Taurus de su padre, del que la luna arrancaba reflejos plateados y azules, y, delante de él, el pequeño Volkswagen Golf de su madre.

—Ni se te ocurra decir que ya me habías avisado —me advirtió Grace—. Entro, veo dónde están y salgo en un minuto para que me informes.

—Para informarme tú a mí, en todo caso —puntualicé, tensando los músculos para evitar los temblores. Seguía estremeciéndome, no sabía si por los nervios o por el recuerdo del frío.

—Sí, eso —respondió Grace, apagando los faros—. Lo que sea. Vuelvo enseguida.

La observé correr hacia la casa y me acomodé en el asiento. Me costaba creer que estuviese ocultándome en un coche, en medio de una noche gélida, a la espera de colarme en la habitación de una chica para dormir con ella. Y no cualquier chica, sino la Chica. Grace.

Grace salió por la puerta principal y se puso a gesticular. Me hizo falta un momento para comprender lo que me quería decir: que apagara el coche y entrara. Me apeé lo más rápido que pude y corrí sin hacer ruido hasta la entrada; el frío parecía mordisquearme las zonas de piel expuestas al aire. Sin darme tiempo a recuperar el aliento, Grace me metió en la casa de un empujón, cerró la puerta y echó a andar decididamente hacia la cocina.

—Me he olvidado de la mochila —anunció en voz alta, asomando la cabeza.

Sus padres contestaron algo que no oí, y aproveché el ruido de su conversación para colarme en la habitación de Grace y cerrar la puerta. Por suerte, la casa estaba bastante caldeada. Aún notaba los músculos agarrotados por haber estado fuera, y tenía aquella odiosa sensación de estar entre dos mundos, de no ser ni lo uno ni lo otro.

El frío me había dejado exhausto y, como no sabía cuánto tiempo estaría Grace hablando con sus padres, me metí en la cama sin encender la luz. Apoyé la espalda en las almohadas y me froté los pies para hacerlos entrar en calor mientras escuchaba la voz de Grace, que llegaba amortiguada desde el pasillo. Estaba charlando con su madre sobre una comedia romántica que ponían en la televisión. Ya me había dado cuenta de que Grace y sus padres no tenían problemas para conversar sobre temas intrascendentes. Parecían tener una capacidad inagotable para hablar amigablemente de nada en particular, pero lo cierto era que nunca los había oído decirse nada importante.

Acostumbrado a mi vida en la manada, aquello me resultaba muy extraño. Desde que Beck me había adoptado, aquella extraña familia me había arropado, a veces incluso en exceso, y Beck me había prestado una atención sin reservas cada vez que yo lo necesitaba. Nunca me había sentido un privilegiado, pero ahora empezaba a darme cuenta de lo mimado que me tenían.

Todavía sentado en la cama, oí que el picaporte bajaba lentamente. Me quedé congelado, y sólo recuperé el aliento cuando reconocí el sonido de la respiración de Grace. Ella cerró la puerta a sus espaldas y se acercó a la ventana.

Sus dientes relucieron en la penumbra.

—¿Estás aquí? —susurró.

—¿Dónde están tus padres? ¿Han ido ya a por el rifle para echarme de esta casa?

Grace guardó silencio. Sin la guía de su voz, me resultaba imposible distinguirla.

Iba a decir algo para deshacer aquel incómodo momento, pero ella se me adelantó.

—No. Están arriba. Mi madre se ha empeñado en que mi padre pose para ella y le está haciendo un retrato. Puedes ir al baño para lavarte los dientes, pero date prisa. Si cantas en falsete, creerán que soy yo.

La voz se le había endurecido al decir «mi padre», pero no supe por qué.

—Si canto desafinando horriblemente, querrás decir —protesté.

Grace se acercó al armario y me dio un coscorrón cariñoso al pasar.

—Vamos, vete.

Salí al pasillo sin calzarme y fui de puntillas hasta el baño de la planta baja. Por suerte, sólo tenía un plato de ducha en lugar de bañera; además, Grace había cerrado la cortina para ocultármelo a la vista.

Me lavé los dientes con el cepillo de Grace y luego me quedé un momento mirándome en el espejo: un chico desgarbado, vestido con una holgada camiseta de color verde que Grace había cogido del armario de su padre, con el pelo negro y liso y los ojos amarillos.

«¿Qué estás haciendo, Sam?», me dije.

Cerré los ojos, como si ocultar mis pupilas, tan lobunas incluso cuando era humano, bastara para cambiar mi naturaleza. El calefactor del baño zumbaba, produciendo unas vibraciones sutiles que me hacían cosquillas en los pies y me recordaban que el calor era lo único que me permitía seguir siendo una persona. Ya había empezado octubre; las noches eran lo bastante frías para despojarme de mi piel humana con un simple tirón. Cuando llegara noviembre, ni siquiera podría salir de día. ¿Qué iba a hacer? ¿Ocultarme en casa de Grace durante todo el invierno, encogiéndome de miedo ante la menor corriente de aire?

Abrí los ojos y los observé en el espejo hasta que su forma y su color dejaron de tener significado. Me pregunté qué vería Grace en mí, por qué la fascinaría tanto. ¿Qué era yo sin mi piel de lobo? Sólo un chico tan lleno de palabras que le rebosaban por la boca.

En aquel momento, cada verso, cada letra de canción que tenía en la cabeza, terminaba con la misma palabra: amor.

Tenía que decirle a Grace que aquél era mi último año.

Me asomé al pasillo para comprobar si estaba despejado y me deslicé hasta la habitación. Grace ya se había acostado, y sólo se distinguía de ella un largo y suave bulto bajo la colcha. Durante unos momentos me permití imaginar lo que llevaría puesto. Mi difusa memoria de lobo guardaba una imagen de ella una mañana de primavera, levantándose de la cama. Sólo llevaba una camiseta, demasiado grande para ella, que dejaba a la vista sus piernas suaves. Estaba tan atractiva que me dolía sólo recordarlo.

Me sentí avergonzado de inmediato por fantasear así, y paseé durante un rato alrededor de la cama pensando en duchas frías, acordes de guitarra y cosas que no fueran Grace.

—Hola —susurró Grace con voz amodorrada—. ¿Qué estás haciendo?

—Sssh —contesté, notando que se me encendían las mejillas—. Perdona que te haya despertado. Estaba pensando.

Ella bostezó.

—Pues deja de hacerlo.

Me metí en la cama y me acurruqué en el extremo del colchón. Algo estaba cambiando en mi interior, algo relacionado con que Grace me hubiese visto en mi peor momento: indefenso en la bañera, listo para rendirme. Aquella noche, la cama me parecía demasiado estrecha para escapar de su aroma, del murmullo adormecido de su voz, del calor de su cuerpo. Procurando que no se notara, arrebujé el edredón de manera que formara una barrera entre los dos y apoyé la cabeza en la almohada, decidido a huir de mis dudas y a conciliar el sueño.

Grace alargó una mano y empezó a revolverme el pelo. Cerré los ojos y dejé que me volviera loco con sus caricias. «Me cubres el rostro de trazos, / y esos trazos forman figuras / que nunca podrán reemplazar al yo / que soy si estoy contigo, / cuando duermo a tu lado, cuando duermo a tu lado, / a tu lado».

—Me gusta tu pelo —musitó Grace.

No dije nada. Estaba buscando una melodía con la que acompañar la letra que resonaba en mi mente.

—Siento haberte hecho venir esta noche —murmuró—. No pretendo forzarte a estar conmigo.

Suspiré al sentir cómo sus dedos me recorrían las orejas y el cuello.

—Todo va demasiado rápido. Quiero que… —quise decir «que me quieras», pero me sonó demasiado presuntuoso—. Quiero estar contigo. Siempre lo he querido. Sin embargo nunca pensé que mis deseos se harían realidad —para rebajar la tensión, agregué—: Al fin y al cabo, soy una criatura legendaria. En teoría, no debería existir.

Grace me respondió con una risa íntima y suave.

—Tonto. Para mí eres muy real.

—Y tú también para mí —susurré.

Se hizo el silencio.

—Quisiera haber cambiado cuando me mordieron —dijo Grace con un hilo de voz, al cabo del rato.

Abrí los ojos de inmediato, porque necesitaba ver su rostro mientras decía eso. Su expresión era más transparente que nunca: infinitamente triste, con los labios contraídos en un mohín de añoranza.

Extendí una mano y se la posé en la mejilla.

—No digas eso, Grace. No digas eso.

Ella meneó la cabeza.

—No sabes lo sola y perdida que me sentía cada vez que aullabais. No te imaginas cuánto te echaba de menos cuando llegaba el verano y tú desaparecías.

—Te llevaría conmigo si pudiera. Eres mi ángel —respondí, y, pese a lo mucho que me sorprendió haberla llamado «ángel», me pareció una manera justa de describir mis sentimientos. Le peiné el cabello con la mano, sintiendo el tacto suave de los mechones entre los dedos—. Pero no me gustaría hacerte pasar por esto. Cada año que pasa, una parte de mí se pierde para siempre.

Grace habló con un tono de voz extraño.

—Dime qué ocurrirá al final.

Me llevó un momento comprender a qué se refería.

—Ah, al final. —Había mil maneras de contárselo, mil modos de adornarlo. Grace no aceptaría la versión edulcorada que Beck me había dado cuando era pequeño, de modo que no me anduve con rodeos—. En primavera vuelvo a ser… yo, a ser humano. Pero, a medida que pasan los años, la transformación tarda más en llegar. Así que supongo que llegará un año en que ya no me convierta. Lo he visto en muchos licántropos, en los mayores. Ya no vuelven a hacerse humanos con la llegada del calor… A partir de ahí, viven un poco más que los lobos normales. Unos quince años, más o menos.

—¿Cómo puedes hablar así de tu propia muerte?

Fijé la mirada en sus ojos, que relucían en la oscuridad.

—¿Cómo quieres que hable de ella?

—Como si te entristeciera.

—Me entristece más cada día que pasa.

Grace se quedó callada. Me dio la impresión de que estaba encajando lo que acababa de decirle, de que estaba analizando cada palabra y almacenándola en su lugar.

—Cuando te dispararon eras lobo.

Quise acallarla tapándole los labios con un dedo, hacer que sus palabras murieran antes de que las pronunciara. Aún era demasiado pronto. Todavía no quería que lo dijese.

Sin embargo, Grace prosiguió a media voz.

—Los meses más cálidos de este año pasaron sin que te transformaras. Cuando te dispararon, no hacía demasiado frío. Habían bajado las temperaturas, sí, pero no tanto como en invierno. Y, sin embargo, seguías siendo un lobo. ¿Llegaste a convertirte en humano este año?

—Creo que no —musité.

—¿Y si no te hubieran disparado? ¿Habrías vuelto a ser Sam una vez más?

Cerré los ojos.

—No lo sé, Grace.

Era el momento perfecto para confesárselo: «Éste es mi último año». Pero no fui capaz. Aún no. Quería un minuto más, una hora más, una noche más durante la cual fingir que el fin todavía no había llegado.

Grace soltó un suspiro largo y entrecortado, y algo en su gesto me hizo pensar que, de algún modo, lo sabía. Que siempre lo había sabido.

Ella no lloraba, pero yo estaba a punto de hacerlo.

Grace enterró sus manos en mi pelo, imitando mi postura, y nuestros brazos se rozaron en una caricia fresca y cálida al mismo tiempo. Con cada pequeño movimiento, la piel de sus brazos despedía una tentadora chispa de un aroma a jabón, sudor y deseo.

Me pregunté si se daría cuenta de lo mucho que su olor decía de ella, de la forma en que me revelaba cómo se sentía aunque no me lo dijera.

Claro que, en muchas ocasiones, la había visto olfatear inconscientemente el aire, igual que yo hacía. Tenía que notar que en aquel momento me estaba volviendo loco; que cada roce de su piel con la mía me hacía vibrar como una descarga eléctrica.

Era como si, cada vez que nos tocáramos, hiciéramos retroceder la amenaza del invierno.

Como para demostrármelo, Grace se me acercó, apartó el edredón que nos separaba y pegó su boca a la mía. Dejé que me separara los labios y suspiré al saborear su aliento. La rodeé con los brazos y ella dio un respingo casi imperceptible. Todos mis instintos me susurraban al oído que me acercara más a ella, más aún, hasta no poder estar más cerca. Ella enlazó sus piernas con las mías y nos besamos hasta quedarnos sin aire, y nos acercamos más y más, hasta que unos aullidos lejanos me hicieron volver en mí.

Grace soltó un quejido de decepción cuando desenredé mis piernas de las suyas. Me estiré junto a su cuerpo sin dejar de acariciarle el cabello; el ansia de abrazarme de nuevo a ella era tan intensa que parecía ahogarme. Escuchamos el aullido de los lobos que aún no se habían transformado… o que nunca volverían a transformarse. Y nos acurrucamos el uno junto al otro, para no oír más que el vertiginoso latir de nuestros corazones.