CAPÍTULO VEINTISÉIS
Grace
1 °C
Me costaba poner en orden mis pensamientos. De pie en medio de la cocina, observé las alacenas, que estaban cubiertas de fotografías sujetas con chinchetas: caras sonrientes, los miembros de la manada con forma humana. En otras circunstancias, las habría examinado una a una para encontrar el rostro de Sam; pero en aquel momento sólo era capaz de ver la línea quebrada de su cuerpo en la bañera, de oír el espanto en sus gritos. La imagen de Sam empezando a temblar en el bosque, justo antes de que me diera cuenta de lo que le ocurría, se repetía en mi cabeza una y otra vez.
Cacerola. Lata de sopa. Pan congelado. Cucharas. Evidentemente, la despensa de Beck respondía a las peculiares necesidades de los licántropos; estaba llena de conservas y alimentos envasados que tardaban en caducar. Alineé sobre la encimera los ingredientes necesarios para una cena improvisada y procuré concentrarme en lo más inmediato.
En la habitación contigua, Sam descansaba en un sofá, bajo una manta, mientras la lavadora se encargaba de su ropa. Mis vaqueros seguían empapados, pero tendrían que esperar. Encendí un fuego para calentar la sopa y traté de centrar mi atención en los relucientes mandos negros y la pulida placa de aluminio.
Pero en vez de ver lo que tenía delante, reviví las convulsiones de Sam, sus ojos en blanco. El gemido animal que se le había escapado al advertir que estaba perdiéndose.
Con mano insegura, vertí la sopa en la cacerola.
No podía tenerle.
Pero le tendría.
Volví a ver la expresión de su rostro cuando se dio cuenta de que lo empujaba al baño, justo como sus padres cuando…
No debía seguir pensando en aquello. Al abrir la nevera, descubrí con sorpresa que había un cartón de leche; era el primer alimento perecedero que encontraba en la casa. Me pareció tan fuera de lugar que todos mis sentidos se pusieron en alerta. Comprobé que había caducado hacía tan sólo tres semanas. La eché por el desagüe y volví a examinar la nevera en busca de otros indicios de inquilinos recientes.
Sam seguía ovillado en el sofá cuando salí de la cocina para llevarle un cuenco de sopa y un poco de pan tostado. Al coger su cena, me miró con una expresión más sombría de lo habitual.
—Debo de parecerte un monstruo.
Me senté frente a él en una butaca con tapicería de cuadros, replegué las piernas sobre el asiento y me coloqué el cuenco de sopa junto al pecho para sentir su calor. El cuarto de estar tenía el techo muy alto y la habitación aún no se había templado del todo.
—Perdóname, Sam. Lo siento mucho.
El meneó la cabeza.
—Era lo único que podías hacer. Soy yo el que… No debería haber perdido el control hasta ese punto.
Me estremecí recordando el ruido que había hecho su cabeza al golpear la pared y la forma en que sus dedos habían buscado asidero en el aire mientras caía en la bañera.
—Lo has hecho muy bien —dijo Sam; se quedó pensativo un momento mientras mordisqueaba el pan, y luego añadió—: Pero que muy bien. ¿Te doy…?
Titubeó y recorrió con la mirada los metros que lo separaban de mí. Algo en la expresión de sus ojos hizo que el espacio que nos separaba cobrara un significado doloroso.
—¡No me das miedo! —protesté— ¿Cómo puedes pensar eso? Pensaba que preferirías tener un poco de espacio para comer tranquilo.
En realidad, en cualquier otra situación no me habría costado nada ceder y deslizarme a su lado; estaba de lo más apetecible, acurrucado bajo la manta y vestido con un chándal viejo que había cogido de su habitación. Sin embargo, quería… necesitaba aclarar mis pensamientos, y si me sentaba a su lado, sabía que no iba a ser capaz.
Sam sonrió con evidente alivio.
—La sopa está buena —juzgó.
—Gracias.
No era verdad; en realidad, sabía a lata y a poco más, pero tenía tanta hambre que me daba igual. Además, comer me ayudaba a apaciguar el recuerdo de Sam en la bañera.
—Cuéntame más de esas habilidades telepáticas tuyas —dije deseosa de que hablara, de oír su voz humana.
Sam tragó saliva.
—¿Qué?
—Dices que me mostraste el bosque cuando eras un lobo. Y que los lobos se comunican entre sí mediante imágenes. Quiero saber más sobre eso. ¿Cómo funciona?
Sam se inclinó para dejar su cuenco en el suelo y, cuando se apoyó en el respaldo, me observó con expresión de cansancio.
—No es así.
—¡Yo no he dicho que fuera de ninguna manera! —repliqué—¿A qué te refieres?
—No es un superpoder —afirmó—, sino un premio de consolación.
Lo miré sin comprender.
—Es la única manera que tenemos de comunicarnos —se explicó él—. Somos incapaces de recordar palabras y, aunque lo fuéramos, no podríamos pronunciarlas. De modo que todo se reduce a imágenes que nos enviamos los unos a los otros. Imágenes simples. Postales, en realidad.
—¿Y ahora podrías mandarme una?
Sam se arrellanó en el sofá y se arropó con la manta.
—No sabría cómo hacerlo. Cuando vuelvo a ser yo, se me olvida. Sólo tengo esa capacidad cuando adopto la forma de lobo. Además, ¿para qué iba a hacerlo? Ahora tengo palabras: puedo decirte lo que quiera.
Pensé en responderle que, a veces, las palabras no bastaban. Sin embargo, aquella idea me resultaba extrañamente dolorosa.
—Aun así, cuando compartiste conmigo la imagen del bosque, yo no era una loba. ¿Pueden comunicarse los lobos con miembros de la manada que aún no se han transformado?
Las espesas pestañas de Sam se agitaron.
—No lo sé. Nunca he intentado comunicarme con nadie más. Solamente contigo y con los lobos. ¿Para qué iba a hacerlo? —repitió.
Había un poso de amargura y cansancio en su voz. Dejé el cuenco en el borde de la mesa y me acerqué al sofá; Sam levantó la manta para dejar que me arrimase a él y, después, cerró los párpados y apoyó su cabeza en la mía. Durante un rato se quedó en esa posición, y luego abrió los ojos.
—Lo único que me importaba era mostrarte el camino hacia la manada —musitó; su aliento me calentó los labios—. Quería asegurarme de que me encontrarías una vez te hubieras transformado.
Recorrí con los dedos el trozo del pecho que le dejaba al descubierto el cuello de pico de la sudadera.
—… Y yo te encontré —repuse con voz vacilante.
Del otro extremo del pasillo nos llegó el pitido final de la secadora; sonaba extraño en aquella casa deshabitada. Sam parpadeó y se apoyó en el respaldo del sofá.
—Debería ir a por mi ropa.
Abrió la boca como si fuera a añadir algo más, pero se ruborizó y se quedó callado.
—La ropa no se va a ir a ningún sitio —repuse.
—Y nosotros tampoco, a no ser que logremos abrir el Bronco para recuperar las llaves. Creo que será mejor ponernos con ello cuanto antes, sobre todo teniendo en cuenta que tendrás que hacerlo tú sola. Yo no aguantaría demasiado tiempo ahí fuera.
Me eché hacia atrás de mala gana para permitir que se levantara. Sam se puso en pie, envuelto en la manta como un jefe indio; bajo la tela se adivinaba el perfil de su ancha espalda, y eso me llevó a recordar el tacto de su piel al acariciársela con los dedos. Él se dio cuenta de que le miraba, y clavó sus ojos en los míos durante un instante antes de desaparecer en las sombras del pasillo.
Sentí como si en mi cuerpo hubiera algo hambriento y anhelante que me arañaba por dentro.
Por un momento pensé en seguir a Sam hasta el cuarto de la lavadora, pero al final triunfó el sentido común. Llevé los cuencos a la cocina y luego volví al cuarto de estar: quería examinar las fotos que había sobre la repisa de la chimenea. Me intrigaba mucho el licántropo al que Sam llamaba Beck, el dueño de aquella casa. El que le había criado.
Como el exterior del edificio, el cuarto de estar era confortable y acogedor, con una atmósfera hogareña compuesta por telas a cuadros, tonos rojizos y toques de madera oscura. Una de las paredes estaba ocupada casi en su totalidad por ventanales, a través de los que parecía colarse sin permiso la oscura noche invernal. Me acerqué a la pared opuesta y observé, sobre la repisa de la chimenea, una fotografía en la que aparecía un grupo de caras sonrientes. Aquella imagen me recordó a la instantánea de Rachel, Olivia y yo, y sentí una oleada de nostalgia. Al examinar el retrato, identifiqué inmediatamente a Sam. Parecía más joven y tenía la piel bronceada. A su lado estaba la única chica de la foto, una niña más o menos de su edad, con una melena de un rubio casi blanco. Era la única persona que no sonreía a la cámara; en vez de eso, miraba a Sam de una manera que hizo que el estómago me diera un vuelco.
Noté que algo me rozaba el cuello y me di la vuelta bruscamente. Sam se apartó de un salto, risueño y con las manos levantadas.
—¡Tranquila!
Sintiéndome un poco ridícula, atajé el gruñido que amenazaba con salirme de la garganta y me froté el lugar en el que Sam acababa de darme un beso.
—No deberías acercarte sin avisar —dije, ceñuda; luego hice un gesto hacia la foto, todavía molesta con la chica que salía retratada al lado de Sam—. ¿Quién es ésta?
Sam bajó los brazos, se me acercó y me abrazó por la cintura. Su ropa tenía un aroma fresco y jabonoso; de su piel se desprendían suaves vaharadas de olor a lobo, recuerdo de lo que había pasado hacía un rato.
—Shelby —respondió, apoyándome la barbilla en el hombro. Nuestras mejillas se encontraron.
—Es guapa —observé con tono indiferente.
Sam soltó un gruñido grave que hizo que me vibraran las entrañas. Me rozó el cuello con los labios, pero no llegó a besarme.
—No es la primera vez que la ves.
No me hizo falta pensar mucho para adivinar a qué se refería.
—La loba blanca. ¿Por qué te mira de esa manera? —pregunté, incapaz de contener la curiosidad.
—Uf, Grace —contestó él, despegando sus labios de mi cuello—. No lo sé. Shelby está… vete tú a saber. Cree que está enamorada de mí. Quiere estar enamorada de mí.
—¿Por qué? —inquirí.
Se rió sin ganas.
—¿No podrías hacer preguntas más fáciles? La verdad es que no lo sé. Debió de pasarlo muy mal antes de entrar en la manada, y le gusta olvidarse de que es una persona. Para ella, pertenecer a la manada es algo especial. Y como Beck y yo nos llevamos tan bien, supongo que cree que su posición en la manada se reforzaría si estuviera conmigo.
—Es posible enamorarse de ti simplemente por lo que eres —señalé.
El cuerpo de Sam se tensó contra mi espalda.
—En su caso, no se trata de lo que soy, sino… de una obsesión.
—¿Como la mía? —repliqué.
Sam respiró hondo y se apartó de mí.
Yo solté un suspiro.
—Sam… No hacía falta que te movieras.
—Intento comportarme como un caballero.
Di un paso atrás y volví a apoyarme contra él, divertida por lo preocupado que parecía.
—Pues no es necesario que te lo tomes tan en serio, ¿sabes?
Sam contuvo el aliento, se quedó quieto unos instantes y luego, muy suavemente, me besó el cuello siguiendo la línea de mi mandíbula. Me volví entre sus brazos para besarle los labios; su reticencia a dejarse llevar me encantaba y me enloquecía al mismo tiempo. Pero, sobre todo, estaba preocupada.
—Estoy pensando en la nevera —murmuré al fin.
Sam separó su cara de la mía.
—¿Cómo dices?
—Que estaba pensando en la nevera. En que funciona. Tú no sabías si la luz de la casa estaría cortada, y, de hecho, no lo está.
Sam frunció el ceño y yo acaricié la arruga que se formó entre sus cejas.
—¿Quién paga la factura de la luz? ¿Beck? —Al ver que asentía, continué—: Había leche en la nevera, Sam. De hace sólo unas semanas. Alguien estuvo por aquí no hace mucho.
Aflojó los brazos; sus ojos, siempre tristes, estaban más tristes todavía. Tenía una expresión complicada, como si sus facciones fueran un libro escrito en un idioma que yo no llegaba a comprender.
—Sam —susurré, tratando de hacerle volver del lejano lugar al que parecía haberse ido.
Pero su cuerpo estaba rígido.
—Tendrías que marcharte a casa. Tus padres estarán preocupados.
Saludé su ocurrencia con una carcajada cínica.
—Sí, seguro. ¿Qué te pasa?
—Nada. —Sam sacudió la cabeza, pero saltaba a la vista que pensaba en otra cosa—. Bueno, algo sí que me pasa. Ha sido un día larguísimo. Estoy… cansado. Eso es todo.
Sí parecía cansado, y además había algo pesaroso y sombrío en su gesto. Me pregunté si le habría afectado el haber estado tan cerca de transformarse, o si estaría dolido por mis preguntas sobre Shelby y Beck.
—Vale, pero tú vienes a casa conmigo.
Él hizo un gesto que abarcó el cuarto de estar, como queriendo decir que aquélla era su casa.
—Venga ya —protesté—. Aún tengo miedo de que desaparezcas en cuanto me dé la vuelta.
—No desapareceré.
Sin querer, volví a verlo ovillado en el suelo del pasillo, gimiendo mientras intentaba conservar la forma humana. Enseguida lamenté haberlo recordado.
—No estás en condiciones de prometérmelo. Si no vienes conmigo a casa, no me muevo de aquí.
Sam gruñó suavemente y me acarició la franja de piel que quedaba descubierta bajo el borde de mi camiseta. Sus pulgares trazaban un rastro de deseo en mis costados.
—No me tientes.
Lo miré sin decir nada; él enterró la cara en el hueco de mi hombro y gimió de nuevo.
—Me cuesta horrores dominarme cuando estoy contigo —dijo al fin, estirando los brazos para apartarse de mí—. No sé si es muy prudente que sigamos durmiendo juntos. Al fin y al cabo, no tienes más que… diecisiete años, ¿no?
—Claro, soy demasiado joven para un tipo maduro como tú —repliqué, poniéndome a la defensiva.
—Bueno, yo tengo dieciocho —contestó con tono apenado—. Al menos, soy mayor de edad.
No me hacía mucha gracia el cariz de la conversación, pero me reí. Las mejillas me ardían y el corazón me golpeaba el pecho.
—¿Me estás hablando en serio?
—Grace —dijo, y la mera mención de mi nombre hizo que el corazón se me relajara. Me agarró del brazo—. Lo único que quiero es hacer las cosas bien, ¿comprendes? Contigo no voy a tener una segunda oportunidad.
Me lo quedé mirando. A excepción del murmullo de las hojas que rozaban contra las ventanas, la estancia estaba en silencio. Me habría gustado saber qué emociones revelaban mis ojos. ¿Tendría la misma mirada intensa que Shelby en la fotografía? ¿Parecería obsesionada?
La fría oscuridad se cernía sobre nosotros al otro lado de la ventana, como una amenaza que hubiera tomado cuerpo aquella noche. No era el deseo lo que se interponía en aquel momento entre nosotros; era el miedo.
—Ven conmigo. Por favor —imploré.
No sabía qué hacer si me respondía con un «no». No habría soportado regresar al día siguiente a aquella casa y encontrármelo convertido en un lobo.
Sam debió de leérmelo en los ojos, porque asintió y fue a buscar la ganzúa.